15

—Aquí tiene —dijo Rammy Scheffer, y De Gier le dio las gracias y hundió los dientes en la gruesa rebanada de pan. Estuvo un rato masticando en silencio.

—¿Le gusta el queso? —preguntó Rammy.

—Sí —respondió De Gier, titubeante, y siguió mascando—. ¿Qué clase de queso es?

—Queso de cabra. Tengo dos cabras y las ordeño yo mismo.

De Gier masticó durante unos instantes más.

—¡Ah! —exclamó—. ¡Mire! ¡Allí! ¿Qué pájaro es ese?

Rammy volvió la cabeza y De Gier aprovechó para retirar el queso de entre el pan y arrojarlo a los arbustos. En seguida, se apresuró a meterse el pan en la boca.

—Es un ostrero —explicó Rammy, volviéndose hacia De Gier—. ¿No lo sabía? Hay miles de ellos en la isla. Después de las gaviotas y los patos, son los pájaros más corrientes que hay por aquí.

—Lo había olvidado —dijo De Gier.

—¿Le interesan los pájaros?

—Desde luego —contestó De Gier. Terminó de engullir el último pedazo de pan y alzó esperanzado la taza para que se la llenara de nuevo, pero en el termo de Rammy ya no quedaba café.

—Eso está bien —aprobó Rammy—. Si hubiera más gente que se interesara por los pájaros, tal vez lograríamos conservar unos cuantos. Tal y como van las cosas, pronto tendremos que despedirnos del último. He oído decir que están instalando nuevos colectores, como si el mar no estuviera ya lo bastante sucio. Todos los días trato de limpiar las playas de la reserva, pero es increíble la cantidad de botellas de plástico y tarrinas de helado que arroja la gente, y ahora, encima, tendremos los residuos industriales.

—Sí —admitió De Gier—. Es tremendo.

—Su amigo, ¿también se interesa por los pájaros?

—Claro —respondió De Gier.

—No ha ido a ver la danza de las becadas. Es un espectáculo muy poco frecuente; ni siquiera yo, que vengo aquí todos los días, puedo contemplarlo a menudo.

—Se ha herido en un pie —explicó De Gier—. Se ha cortado con una lata o con una botella rota. Creo que quería sentarse a descansar un poco.

—Ya comprendo —dijo Rammy, cogiendo la escopeta que llevaba en bandolera y dejándola en equilibrio sobre sus rodillas.

Sonó el chillido de la sirena y De Gier se levantó de un salto.

—¡Mierda! —exclamó—. ¿Qué ha sido eso?

Rammy también se había levantado y estaba mirando hacia el mar.

—Un barco —respondió—; puede que un barco en apuros. Quizás haya encallado en la arena. Vamos a verlo.

Apuntó hacia la playa y De Gier echó a correr.

De Gier llegó a la playa.

—¡Tú! —gritó Grijpstra cuando vio surgir a De Gier de la espesura—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Dónde está Rammy?

De Gier jadeaba.

—Viene detrás mío. ¿Dónde está la barca?

—Allí. —Grijpstra señaló hacia la lancha de la policía, que flotaba silenciosamente a medio kilómetro de la orilla.

—¿Qué le pasa?

—Nada —respondió Grijpstra—. ¿Dónde está Rammy?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—¿Lo has perdido?

De Gier contempló boquiabierto a Grijpstra y el brigada. Para entonces, también el sargento había llegado junto a ellos.

—¡Burro! —dijo Grijpstra con tristeza—. Es el hombre que buscábamos, y lo tenías en tus manos.

—¿Cómo…? —comenzó De Gier, pero lo dejó estar.

—Él no sabe nada, Grijpstra —observó el brigada Buisman.

—¿Qué es lo que no sé? —inquirió De Gier.

—Da igual —dijo Grijpstra—, sigues siendo un burro. Habrías debido darte cuenta. ¿Intentamos seguirlo, Buisman?

—No. Rammy conoce la reserva mucho mejor que nosotros. Más vale que nos sentemos por aquí y tratemos de pensar en algo.

—¿Qué…? —comenzó nuevamente De Gier.

—De acuerdo —intervino Buisman—. Enséñale el télex, Grijpstra.

De Gier leyó el télex y al instante montó en cólera.

—Conque habría debido darme cuenta de que él era el hombre que estamos buscando, ¿eh? ¡Yo estaba con un hombrecito de sombrero verde que me había dado de comer! Además… —Se interrumpió—. ¡Tenía una escopeta!

—¿Y qué? —preguntó Grijpstra.

—Habría podido matarme —respondió De Gier—. Se la quitó del hombro mientras charlábamos. Sospechaba algo.

—Tonterías —protestó Grijpstra—. Él creía que estábamos observando a los pájaros.

De Gier miró fijamente a Grijpstra.

—¡Observando pájaros! Tú no observabas ningún pájaro. Tú estabas sentado en un tronco, gruñendo y rezongando, mientras las extraordinarias becadas realizaban su sublime danza. Eso es lo que le ha hecho sospechar.

—Ya las había visto —se defendió Grijpstra—. Estaba descansando. Los observadores de pájaros también descansan.

—Sí. Y luego te escabulliste con Buisman.

—Estaba diciéndole a Grijpstra que tal vez Rammy fuera vuestro hombre —explicó Buisman—. Acababa de acordarme de que Rammy sabe lanzar cuchillos.

—¿Lo ves? —gritó De Gier—. ¡Y no me has avisado! ¡Me has dejado en compañía de un peligroso asesino armado con una escopeta y ahora dices que soy un burro!

—Sí —admitió Grijpstra en tono conciliador—, es verdad. A estas horas podrías ser un burro muerto. Deberías estar agradecido.

De Gier respiró hondo. El brigada le dio unas palmaditas en el hombro.

—Vamos, vamos —dijo Buisman.

—¡Bah! No le hagas caso —dijo Grijpstra—. Siempre está exagerando.

—¿Que yo exagero? —aulló De Gier.

—Desde luego —respondió Buisman—. Hace años que conozco a Rammy Scheffer. No es un hombre violento, y lo ha demostrado, ¿verdad? Se ha escapado. Habría podido pegarte un tiro, pero no lo ha hecho. Ni siquiera te ha amenazado.

—Le clavó un puñal en la espalda a su propia hermana —adujo De Gier.

—Es posible. Aún está por demostrar.

—Tal vez deberíamos intentar capturarlo —apuntó Grijpstra—. ¿Dónde puede haber ido? No creo que trate de esconderse en este pantano, ¿o sí?

—No —intervino el sargento de policía, que hasta entonces se había limitado a ser testigo de la escena mientras liaba un cigarrillo—. Ni siquiera tratará de esconderse en la isla. Es un marino y tiene una embarcación.

—Una embarcación —comenzó Grijpstra, pero el resto de la frase quedó ahogado por un repentino y ensordecedor rugido. El ruido sonaba sobre sus cabezas y seguía aumentando de volumen. Los cuatro hombres se agazaparon instintivamente.

—Ya están otra vez con lo mismo —se quejó el sargento en cuanto el ruido hubo disminuido. El reactor de combate ya sólo era una manchita en el horizonte.

—¡Uff! —exclamó Grijpstra—. ¡Vaya escándalo! Tenéis una islita muy tranquila, desde luego.

—Ahora sólo lo hacen dos veces por semana —explicó Buisman—. Aviones de combate. Practican durante todo el día, disparando contra los blancos que les preparan en la isla de al lado. A veces, también bombardean un poco. Siempre pasan sobre esta parte de la isla. Antes era mucho peor, pero nuestro alcalde presentó una protesta ante las Fuerzas Aéreas.

—¿Qué estabas diciendo? —inquirió De Gier.

—Ah, sí —respondió Grijpstra—. El sargento dice que Rammy tiene una embarcación, pero nosotros tenemos otra. Ahí está. Una hermosa lancha rápida de la policía. ¡Subamos a bordo!

—¿Y hacia dónde quiere que vayamos? —preguntó el sargento.

—Hacia donde tiene amarrada su embarcación, por supuesto.

El sargento meneó la cabeza.

—No sé dónde está su barca. No está en el puerto, en su lugar de costumbre. Se la llevó la semana pasada. Podría estar en muchos sitios, y si ha subido ya a bordo, podría estar navegando en cualquier dirección. Necesitaríamos muchísima suerte para dar con él.

—Un avión —sugirió el brigada—. Un avión de observación. Tenemos aviones de la policía, ¿verdad?

—Podríamos solicitar que enviaran alguno de esos reactores —propuso De Gier.

—No —objetó el brigada—, son unos locos. Vuelan a un millón de kilómetros por hora y sólo saben dar pasadas para ametrallar y bombardear. Si les pedimos que nos ayuden, se lanzarán contra todos los yates de recreo y todas las barcas de pesca, y la gente se arrojará por la borda. Sólo serviría para crearnos problemas. Lo que necesitamos es una avioneta de observación. Vamos a la lancha y llamemos por radio al aeropuerto.

La cosa no resultó tan sencilla como creía el brigada. De las dos avionetas de la policía de que podían disponer, una estaba en reparación. De los cuatro pilotos de que podían disponer, uno se había tomado el día libre, otro estaba enfermo y los dos restantes no aparecían por ninguna parte. Hubo de pasar una hora antes de que despegara la avioneta. El brigada se consumía de inquietud. El sargento empezó a preparar café. Grijpstra se afanaba con su pistola, que se había encasquillado. Únicamente De Gier parecía satisfecho, sentado sobre el techo de la cabina de la lancha para contemplar el panorama. Eran las nueve de la mañana y el firmamento estaba despejado, con alguna nubecilla aislada flotando sobre la isla. Los reactores habían desaparecido, pues la policía del aeropuerto les había solicitado que se mantuvieran apartados durante algún tiempo para no estorbar al avión de observación.

—Creía que estabas enfadado —comentó Grijpstra. Había conseguido dejar en buenas condiciones la pistola y se sentía algo mejor.

—Ya te he perdonado —dijo De Gier.

—Gracias. Quizás habría debido avisarte, pero estoy seguro de que el guarda no te habría hecho nada. Tenías un aspecto la mar de inocente, sentado en aquel tronco con tu chaquetón de tres cuartos.

—Me dio un pedazo de queso de cabra —anunció De Gier.

—¿Era bueno?

—Delicioso —respondió De Gier—. Tenía un sabor exquisito. Lo había elaborado él mismo con la leche de sus propias cabras.

—¡Puá! —exclamó Grijpstra, y se estremeció.

—No, en serio, era delicioso. Los de la ciudad estamos muy mal acostumbrados, ya sabes.

Grijpstra se encaramó al techo de la cabina y se sentó a su lado. Estaba mascullando algo.

—Queso de cabra —dijo al fin—. Supongo que debe de comer ortigas hervidas. Tengo una sobrina que hace sopa con ellas. Una naturista de esas, que se va de vacaciones a Francia para corretear por ahí desnuda.

—¿Es guapa? —se interesó De Gier.

—No está mal —contestó Grijpstra—. Mira, ahí viene nuestro avión.

La avioneta de observación, una pequeña Piper Cub, estaba ganando altura.

—Me hubiera gustado ser piloto —comentó De Gier.

—No —protestó Grijpstra—. Déjate de fantasías por hoy. Quizá no te gustara, ya sabes, ahí arriba dentro de una mosca mecánica. Una vez volé en avioneta.

—¿Sí? ¿Qué tal fue?

—Primero me asusté, y luego me quedé dormido. No se ve gran cosa. Demasiada altitud. Ves mucha tierra verde y muchos cochecitos.

—Sí —dijo De Gier—. Yo he viajado en avión, como todo el mundo. Pero no en una avioneta. No me digas que no fue toda una aventura.

—No lo fue. Además, no se podía cerrar bien la ventanilla y había corriente.

—Había corriente —repitió De Gier, meneando la cabeza.

Grijpstra alzó las piernas y se sujetó ambas rodillas con los brazos. El sol comenzaba a calentarlos.

—No está mal —comentó, satisfecho—; mucho mejor que todo ese fango. Y los pájaros ya empezaban a ponerme nervioso. No me importa verlos en el zoo, porque siempre puedes irte si te cansas. Dicen que en otro tiempo Holanda estaba llena de pájaros, millones y millones de ellos. Todo el país era un pantano. Gracias a Dios que construimos los diques y desecamos las marismas. Imagínate, vivir en un fangal con millones y millones de pájaros aleteando a tu alrededor y lanzándose contra tu cabeza como ese avechucho que te ha atacado antes.

—Un avefría.

—Un avefría. Qué pájaro más extraño. Algunos son bastante bonitos, pero te aseguro que no me gustaría vivir justo en medio de una bandada de ellos, en una choza miserable. Las antiguas tribus debían de vivir en chozas, y seguramente se les inundaban dos veces por semana.

—Y tenían resfriados —apuntó De Gier—. Y diarrea.

—Sí. Lo mismo que yo. Y estos malditos pantalones impermeables. No conseguía bajármelos correctamente.

De Gier se echó a reír, y Grijpstra lo miró con aspecto dolido.

—Escucha —dijo De Gier.

El brigada Buisman estaba hablando por radio con el piloto.

—Un yate pequeño —decía—, con la vela mayor y el foque de color blanco, sólo un foque. El foque tiene dos remiendos, dos remiendos bastante grandes. Deberían resultar bien visibles.

—Sólo veo una barca de pesca —respondió el piloto.

—No hay ningún distintivo en las velas del yate. La embarcación que nos interesa mide unos diez metros de eslora y está hecha de roble.

—Gracias —contestó el piloto—. De roble, dice. ¿Y cómo puedo reconocer el roble desde aquí?

—Es una madera marrón.

La radio crepitó durante algún tiempo.

—Me voy hacia el este —anunció el piloto—. Por aquí sólo hay una barca de pesca y un yate azul que parece carísimo. Veo una chica en el timón. Una chica guapa, quizá.

—¿Cuál es su graduación? —quiso saber Buisman.

—Sargento, ¿y la suya?

—Brigada.

—Brigada es superior.

—Vaya hacia el este —le ordenó Buisman.

—Sí, señor.

—Ya lo tengo —dijo el piloto al cabo de unos minutos—. Un yate pequeño, de unos diez metros. Sólo lleva un ocupante, a menos que haya alguien más en la cabina.

—Nuestro hombre va vestido de verde, con un uniforme de guarda.

—Traje verde —confirmó el piloto—. Estoy volando muy bajo. ¿Quiere que lo asuste?

—Dé unas cuantas vueltas —respondió Buisman—. ¿Puede comunicarnos su posición?

—Un momento —dijo el piloto—. Saque su mapa. Yo estoy buscando el mío.

El sargento de la policía náutica accionó una palanca y la lancha cobró bruscamente velocidad. Grijpstra comenzó a deslizarse hacia De Gier, que no pudo sostenerlo, y ambos cayeron sobre la reducida cubierta de popa, junto al sargento.

—La próxima vez nos avisa, ¿de acuerdo? —rezongó Grijpstra, incorporándose penosamente.

—Lo siento —se disculpó el sargento—. Estoy un poco excitado. Puede que tengamos una bonita persecución.

La lancha dio un ceñido viraje y el rugido del motor fue en aumento.

—No se le acerque demasiado —le advirtió De Gier—. Tiene una escopeta.

—¿Qué tenemos nosotros? —inquirió Grijpstra.

—Yo voy desarmado —dijo Buisman—. ¿Lleva alguna cosa en la lancha, sargento?

—Una carabina, y yo tengo una pistola.

—Tres pistolas y una carabina contra una escopeta —calculó De Gier—. Debería ser suficiente.

Desde hacía unos instantes sonaba una voz por la radio, pero nadie la escuchaba.

—¡Hola! —gritó al fin.

—¿Sí, piloto? —preguntó Buisman.

—¿Quiere la posición o no la quiere?

—Por favor.

Localizaron la posición sobre el mapa y el sargento adoptó una expresión ceñuda. La lancha avanzaba a toda velocidad, rasgando la serena superficie del mar; sus hélices gemelas batían el agua formando profundos remolinos, y el motor mantenía un rugido grave y constante. De Gier, sujeto a la cabina, trataba de verlo todo al mismo tiempo y se sentía tan excitado que le costaba respirar. Buisman preparaba la carabina, con los ojos convertidos en meras ranuras, e incluso Grijpstra estaba poseído por la sensación de la caza y comenzaba a olvidar el dolor de sus pulmones y el ardor de sus intestinos.

—Hola —gritó la radio.

—Adelante —dijo Buisman.

—Se dirige al Banco del Inglés —anunció el piloto—. Los estoy viendo a los dos, y no podrán impedir que llegue. Está muy cerca, tiene el motor en marcha y ha recogido la vela mayor. Voy a darle una pasada.

—No —gritó Buisman—. Tiene una escopeta.

—Conque es una escopeta, ¿eh? Ahora mismo me está apuntando con algo.

—Aléjese.

—Ya me he alejado. ¿Qué quiere que haga?

La lancha estaba rodeando el extremo meridional de la isla, y de pronto vieron ante ellos el yate del fugitivo y la Piper Cub.

—Váyase a casa —respondió el brigada—. Ahora ya lo vemos. No creo que pueda usted hacer nada más.

—De acuerdo —asintió el piloto.

—Muchas gracias, sargento, nos ha prestado una gran ayuda.

—No se merecen —dijo la radio—. Corto.

—No podemos ir más deprisa —observó el sargento—, y él ya casi ha llegado.

Buisman y Grijpstra contemplaban a la diminuta figura verde a través de sus gemelos. Rammy estaba de pie en la proa de su embarcación. Le vieron saltar al banco de arena. Seguía cubierto con su sombrero y armado con la escopeta. El sargento fue reduciendo las revoluciones del motor hasta dejarlo al ralentí.

—¿Qué habrá venido a hacer aquí? —preguntó el sargento—. Ese banco de arena tiene quizá unos cinco kilómetros cuadrados y no crece nada en él, ni siquiera una hoja de hierba. Dentro de cuatro horas estará casi completamente cubierto por las aguas. Sólo le quedarán unos cuantos metros cuadrados para corretear de un lado a otro.

—Piensa ir a la cabaña —dijo Buisman.

Vieron la cabaña, una pequeña construcción sostenida sobre postes de unos diez metros de altura. Era una bonita cabaña, con el techo inclinado, un estrecho balcón que la rodeaba por los cuatro costados y varias ventanas.

—¿Qué es eso? —inquirió De Gier.

—Algo que está ahí, nada más —explicó Buisman—. Lo construyeron los de obras acuáticas. Supongo que tendrían la intención de poner algún vigía, pero hasta donde alcanza mi memoria no lo ha habido nunca. De todas formas, tampoco hay nada que vigilar. A veces vienen unas cuantas focas a tomar el sol en la arena, y están los pájaros, por supuesto.

—Tiene una utilidad —añadió el sargento—. Si alguien se queda aislado en el banco de arena, puede instalarse en la cabaña a esperar que le llegue ayuda. Cuando el mar está muy alto, la arena queda completamente sumergida, pero la cabaña permanece siempre en seco. Dentro hay agua y comida, raciones de emergencia, y también una pistola de señales. Una vez recogí a una tripulación embarrancada que llevaba ahí medio día.

—Está subiendo por la escalerilla —anunció De Gier.

Buisman suspiró.

—Ya sabes qué pretende hacer, ¿verdad?

—Sí —contestó Grijpstra.

El sargento comenzó a bajar el ancla.

—Puedes parar el motor —le indicó el brigada—. Es posible que tengamos que quedarnos aquí un buen rato.

Los cuatro policías se miraron entre sí.

—Tú —le dijo Grijpstra a De Gier—. Tú a veces tienes ideas geniales. ¿Qué hacemos ahora?

De Gier le dedicó una radiante sonrisa.

—Esperar —respondió—. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Tiene comida, tiene agua y está armado. Si nos acercamos demasiado, gastará un par de cartuchos. Probablemente podríamos responder con la carabina, pero él estará a cubierto y nosotros no. Además, no me gusta tener que dispararle. Tendremos que ir haciendo turnos hasta que se rinda por hambre. Supongo que desde tierra firme podrán enviarnos unos cuantos hombres para que nos releven. —Se volvió hacia el sargento—. Tendrá que regresar a la isla. ¿Tiene algún hombre más?

—Riekers —respondió el sargento—. En estos momentos, es el único policía que queda en la isla, y no puede estar en todos los sitios al mismo tiempo. Se supone que debemos recibir a los ferrys y patrullar los campamentos. Hay unos cuantos centenares de turistas por ahí y algún que otro hippy, además de los novecientos isleños. No podemos pasarnos todo el día aquí.

—Podemos tratar de razonar con él —sugirió Grijpstra, mirando a Buisman.

—¿Lo conoce usted bien, sargento?

El sargento de la lancha se rascó el cuello.

—Bueno, he hablado con él, desde luego, pero no somos íntimos. Es un tipo difícil de tratar. No bebe.

—No —dijo Buisman—. Y cuando habla, es siempre de la Biblia. Del Antiguo Testamento.

—El Dios de la venganza —comentó De Gier—. Jehováh.

—Jehováh tampoco era muy fácil de tratar —asintió Grijpstra—. Bueno, como ha dicho el sargento, no podemos quedarnos aquí todo el día. Si arría ese bote, sargento, remaré hasta el banco y trataré de acercarme a nuestro hombre. No disparará contra mí a sangre fría.

—No —objetó De Gier—, iré yo. Soy capaz de sacar la pistola más deprisa que tú. La semana pasada, gané el segundo premio en la competición de tiro con rifle. Si veo que coge su escopeta, quizá pueda meterle una bala en el brazo.

—Arríe el bote, sargento —dijo Buisman con voz queda—. Iré yo. Después de todo, yo le conozco.

Grijpstra protestó y el sargento se ofreció para ir él, pero Buisman no quiso ceder.

Los tres hombres contemplaron cómo se acercaba el bote a la orilla.

—Mira —dijo De Gier, señalando hacia la cabaña elevada. Rammy Scheffer había salido al balcón.

Buisman estaba bajando del bote, con cuidado para no volcarlo. Le vieron caminar hacia la cabaña y vieron que Rammy se echaba la escopeta al hombro. Buisman se detuvo y comenzó a gritar algo, haciendo bocina con las manos. De Gier vio que Rammy meneaba lentamente la cabeza. Todos oyeron la sorda detonación de la escopeta.

Buisman seguía en pie. Le vieron girar en redondo. Se apretaba el pecho con una mano y avanzaba tambaleándose.

—¡El muy cabrón! —exclamó el sargento, arriando furiosamente un segundo bote. De Gier tomó la carabina y ambos descendieron cautelosamente al pequeño bote de goma.

El sargento era un hábil remero y el bote surcó velozmente las olillas que una leve brisa comenzaba a formar. Llegaron al banco de arena en pocos minutos y De Gier apuntó con la carabina. El disparo, deliberadamente fallido, no acertó a Rammy Scheffer, pero la bala dio en la pared de la cabaña muy cerca de su cabeza, y Rammy desapareció en el interior.

—¡Corra! —le gritó De Gier al sargento mientras volvía a abrir fuego contra la cabaña, acertando justo debajo del tejado. El brigada aún seguía en pie, pero se movía muy lentamente. El sargento echó a correr y sujetó al vacilante Buisman, hablándole con suavidad.

—Se pondrá bien, Buisman. Agárrese de mi cuello.

De Gier disparó una vez más, pero no se veía ni rastro de Rammy ni de su arma.

—No se preocupe —le gritó el sargento—. Aquí no puede darnos. Yo iré con Buisman y usted puede volver en el otro bote. ¿Sabe remar?

—Sí —respondió De Gier.

Los dos botes llegaron a la lancha al mismo tiempo y Grijpstra ayudó al sargento a izar a Buisman a bordo. Entre los dos, le abrieron la chaqueta. La carga de perdigones había hecho manar mucha sangre, pero las heridas no eran profundas. La chaqueta de Buisman le había protegido bastante. No había sufrido daños en la cara.

—Ocúpese usted de él —dijo el sargento—. Voy a ver si puedo conseguir ayuda.

La radio de la isla no respondía. El sargento siguió intentándolo.

—Riekers debe de haber salido de la comisaría —masculló el sargento—. Seguramente estará buscándonos. Habría podido llamar, el muy idiota.

—Estábamos en otra frecuencia —le recordó De Gier—, hablando con la avioneta.

—Es verdad —reconoció el sargento—. ¿Y ahora qué? No podemos dejar sola a esa rata asesina. Huiría en su embarcación.

—Podríamos llevarnos su yate con nosotros, ¿no?

—No —contestó el sargento—. Escaparía a nado. Es un buen nadador.

Un reactor pasó aullando sobre sus cabezas, cubriéndolos con su sombra y anegándolos en un mar de ruido.

—Lo único que nos faltaba… —protestó De Gier cuando el avión se hubo alejado.

—¡Los reactores! —gritó de repente Grijpstra—. ¡Ahora sí que pueden ayudarnos!

De Gier y el sargento se lo quedaron mirando.

—¿No lo entiende? —bramó Grijpstra—. Llámelos por radio y pídales que den unas cuantas pasadas sobre esa cabaña. Eso le hará salir a toda prisa.

—¡Genial! —exclamó De Gier.

El sargento conectó de nuevo la radio.

—¿Puede llamar de mi parte a la base de reactores, señor?

—¿Por qué? —inquirió una voz adusta.

El sargento le explicó lo que deseaba. Tuvo que explicárselo varias veces.

—Muy irregular —objetó la voz adusta.

—La situación es bastante irregular, señor —adujo el sargento.

—¿Cómo está el brigada?

—Necesita asistencia médica.

—De acuerdo —asintió la voz—. Les enviaremos una lancha con un médico. Tardará una hora, o quizá dos, de modo que telefonearé también a la isla y les diré que envíen a su médico en el yate de alguien. Y hablaré con la base aérea como me ha pedido. Seguramente tendré problemas, pero eso será más tarde. Corto.

El primer reactor apareció a los cinco minutos. Tras describir un amplio círculo para asegurarse de cuál era su blanco, ganó altura y descendió bruscamente en picado. Los hombres de la embarcación se cubrieron los oídos y se agacharon todo lo que pudieron. De Gier pronto cesó de lamentar no haber tomado parte en la guerra. El sobrecogedor aullido del caza le paralizó todo el cuerpo y le hizo saltar las lágrimas. Obligándose a mantener los ojos abiertos, vio cómo el aparato aumentaba de tamaño hasta oscurecer todo el firmamento. A continuación, volvió la cabeza y lo vio pasar rozando el techo de la cabaña, en apariencia a escasos palmos del mismo. Cuando volvió otra vez la vista, el segundo aparato iniciaba su picado mientras el primero ascendía y se ladeaba para recobrar la posición original. El segundo caza pasó aún más cerca del techo de la cabaña.

La radio murmuraba algo, y el sargento subió su volumen.

—¿Están ahí? —preguntaba el oficial de policía desde tierra firme.

—Óigalo usted mismo, señor —respondió el sargento, alzando el micrófono sobre su cabeza mientras el primer reactor volvía a descender con un bramido.

—No estarán utilizando sus armas, ¿verdad? —inquirió la voz.

—No, señor; solamente dan pasadas.

—Pues suena como el fin del mundo.

—Ahí viene el otro —anunció el sargento.

—¡Ya está! —exclamó De Gier.

La verde figura de Rammy apareció en el balcón. Estaba agitando los brazos y no llevaba la escopeta.

—¡Baje de ahí! —le gritó De Gier, olvidando que Rammy no podía oírle.

Rammy empezó a bajar, con tanta prisa por llegar al suelo que casi se cayó de la escalerilla. Le vieron correr hacia ellos. Los pilotos de los reactores también lo habían visto y dejaron de dar pasadas, para empezar a volar en círculo.

De Gier cogió la carabina y descendió a uno de los botes.

—¡Espera! —dijo Grijpstra, y pasó una pierna sobre la borda de la lancha.

Grijpstra remó mientras De Gier cubría a Rammy con la carabina. Rammy los esperaba en la orilla, silencioso, con los brazos colgando junto al cuerpo. Cuando llegaron a su lado, vieron que tenía la boca abierta y un hilillo de saliva en la comisura de los labios.

—¡Levante las manos! —le ordenó De Gier en voz alta, pensando en el largo cuchillo que debía de estar oculto bajo su chaqueta verde, pero Rammy no le oyó.

Grijpstra se situó a espaldas del prisionero y tentó su chaqueta. No tardó en encontrar el cuchillo, y se lo quitó. Las esposas se cerraron con un chasquido. Rammy comenzó a farfullar.

—¿Qué está diciendo? —le preguntó De Gier a Grijpstra.

La voz de Rammy era muy baja y Grijpstra inclinó la cabeza para tratar de captar el sentido de sus palabras.

—No sé —contestó al fin—. Algo acerca de Satanás.

—Venga con nosotros, Rammy —le dijo De Gier suavemente—. Nadie va a hacerle daño. Suba al bote y le llevaremos a la lancha. Pronto podrá echar un buen sueño.

Rammy alzó la vista.

—Estará usted bien —le aseguró Grijpstra.