Eran cerca de las cuatro y aún no había amanecido. El brigada Buisman acababa de encallar su pequeño bote en la fangosa playa.
—No podemos acercarnos más —explicó en voz baja—. Será mejor que os quitéis las botas, porque se atascan en el fango. Vale más ir descalzos.
Grijpstra se quedó mirando el agua, negra como tinta. De Gier empezó a quitarse sus botas de caña corta.
—Oh, bueno —masculló Grijpstra, más para sí que para los otros dos. Le resultaba difícil moverse dentro de su traje impermeable, y el sueste le caía sobre los ojos. Con un gruñido, consiguió quitarse las botas y extendió un pie cautelosamente. Se veía muy blanco bajo la tenue claridad de antes del alba.
El agua estaba fría, más o menos tan fría como había temido.
—Arrrgh —exclamó en voz alta cuando el pie se hundió en el espeso lodo.
—Sssh —siseó el brigada—. Los pájaros. No debemos asustar a los pájaros.
—Pájaros —murmuró Grijpstra. Sintió cómo el fango se deslizaba entre sus dedos—. Bah —le susurró a De Gier—. ¿Estás seguro de que esto es fango?
—¿Qué puede ser, si no?
—Mierda de perro —replicó Grijpstra.
De Gier se rio cortésmente. También él tenía sus problemas con el lodo que tiraba de sus piernas.
—Cuidado con los gemelos —le advirtió a Grijpstra el brigada—. Si no los devolvemos en buen estado, el sargento se enfadará mucho. Acaba de recibirlos.
—Sí, sí —contestó Grijpstra, y comenzó a vadear hacia la orilla. El bote parecía reposar sobre un pequeño banco de arena, pues el agua se extendía otros cincuenta metros.
Grijpstra procuró no pensar en nada mientras andaba; solamente deseaba llegar a la orilla. Su pie chocó contra una lata vacía. Estuvo a punto de perder el equilibrio, pero logró mantenerse erguido. Fue el último en llegar.
—Límpiate el fango de los pies —dijo el brigada, tendiéndole un puñado de hierba—. ¿Qué te has hecho en el pie? Está sangrando.
De Gier se puso en cuclillas y examinó el pie de Grijpstra.
—Un corte —anunció.
Grijpstra bajó la mirada, pero únicamente consiguió ver sus holgados pantalones impermeables.
—Vayamos un poco más adentro —propuso De Gier—. Por allí hay algo de arena seca. Tengo una linterna.
El corte era bastante profundo y De Gier lo limpió y lo vendó.
—Mala suerte. A ver, prueba a andar.
Grijpstra aún podía caminar. Se pusieron de nuevo los calcetines y las botas.
—¡Ajá! —observó el brigada—. Ya empieza a haber luz. Este es el mejor momento. ¡Mirad!
Grijpstra miró y vio un pájaro, seguido casi inmediatamente por otro.
—Frailecillos —anunció el brigada, enfocando sus gemelos.
Grijpstra siguió dócilmente sus indicaciones y alzó los pesados binoculares. Vio una forma borrosa, pero tenía demasiado frío y estaba demasiado cansado para tratar de enfocar los gemelos. De Gier no vio nada, porque se había olvidado de retirar las tapas que protegían las lentes. El brigada le llamó la atención hacia este detalle.
—Ah, sí —dijo De Gier.
Vio dos pájaros pequeños.
—Frailecillos —repitió el brigada—. Hay bastantes por aquí; más que el año pasado. Son unos pájaros preciosos. ¡Qué elegantes! ¡Mirad cómo corren! No están asustados; si lo estuvieran, se irían volando. Estamos en una reserva y saben que no vamos a hacerles ningún daño.
Grijpstra se movió y sus pantalones crujieron.
—Mala cosa —dictaminó el brigada—. ¿No podrías quitártelos? El crujido irritará a los pájaros. ¡Mirad! ¡Una agachadiza!
—¿Dónde? —preguntó Grijpstra, bajo la impresión de que debía dar alguna muestra de interés.
—No sé —contestó De Gier—. El único pájaro que veo es uno gordo y completamente amarillo.
El brigada se había apartado de ellos. Grijpstra se volvió bruscamente y De Gier, sobresaltado por la amenazadora figura de Grijpstra, dio un vacilante paso atrás.
—Corta el rollo, ¿quieres? Fuiste tú el que compró estas monstruosidades amarillas.
—Pero son cómodas ¿no? Son impermeables. Está empezando a llover.
—Ya me he dado cuenta —rezongó Grijpstra.
Lloviznaba, pero el entusiasmo de Buisman iba en aumento. Estaban rodeados de pájaros por todas partes y el brigada recitaba constantemente sus nombres e informaba a sus invitados de las costumbres de cada especie.
—¡Ostreros! Con ese fuerte pico rojo son capaces de abrir hasta las ostras más grandes. ¡Mirad!
Grijpstra y De Gier miraron.
Se pasaron varias horas mirando, avanzando a trompicones de un lado a otro, demasiado fatigados para sostener sus gemelos, observando obedientemente las afanosas siluetas de las gaviotas y las en apariencia interminables variedades de patos.
—Huevos —susurraba Buisman de vez en cuando—. ¡Con cuidado! Todo esto está lleno de nidos.
—Huevos fritos —le susurró Grijpstra a De Gier, que se había escondido detrás de un árbol para fumar un poco y resguardaba su cigarrillo de la lluvia—. Huevos fritos, bacon, tomates y tostadas.
—Café —añadió De Gier—. Habríamos debido traer un termo lleno. Siempre me olvido de lo más importante. ¡Café caliente!
—Dime —inquirió Grijpstra, con aire confidencial—. ¿Por qué hemos venido? Dímelo, De Gier; yo no me acuerdo.
—No sé. Somos observadores de pájaros.
—Pero ¿por qué? —insistió Grijpstra—. A mí no me gustan los pájaros. ¿Y a ti?
—Sí. Pero no tantos a la vez. Esta isla debe de ser su casa. Viven aquí. ¿Qué es eso?
Un pájaro se lanzó hacia ellos y De Gier se agazapó. Hubo un rumor de alas y un airado y agresivo chirrido.
—Un avefría —dijo de pronto el brigada, que había estado buscándolos, surgiendo junto al codo de Grijpstra—. Es un pájaro muy listo. Seguramente debe de tener el nido por aquí cerca. Mirad lo que hace.
El avefría corría de un lado a otro sobre la hierba, arrastrando un ala por el suelo.
—Se la habrá roto contra la cabeza de De Gier —opinó Grijpstra, en tono de admiración.
—No —negó el brigada Buisman—, sólo lo hace ver. Quiere que lo persigamos. Quiere hacernos creer que está herido y que es una presa fácil, pero en cuanto nos acerquemos demasiado se echará a volar. Su nido tiene que estar hacia el otro lado.
—Un pájaro astuto, ¿eh? —observó De Gier.
Grijpstra no estuvo de acuerdo. Si el pájaro corre hacia la izquierda, su nido está hacia la derecha. Fácil de recordar. Empezaba a sentirse sumamente hambriento.
—Dicen que los huevos de avefría son exquisitos —le comentó a Buisman.
—Ahora no, ya está muy adelantada la temporada. Habrías debido venir hace un mes. Él primer huevo de avefría lo encontramos aquí; se lo enviamos a la reina.
Siguieron adelante. La mente de Grijpstra se había hundido en un pantano gris. Ya no captaba nada. Se movía mecánicamente, sin advertir que tenía los pies mojados y que la herida en el dedo gordo de su pie derecho estaba inflamándose. Había olvidado su dolor de cabeza, e incluso la sensación de hambre había desaparecido. Ya no fingía ningún interés y había quedado rezagado. Había perdido el sueste; la rama de un árbol se lo había arrancado de la cabeza y en aquellos momentos pendía sobre el sendero, casi un kilómetro por detrás de él, como una alegre banderola sobre un interminable laberinto de verdor y humedad.
—Este es un buen sitio —decidió Buisman, y se sentó en un tronco. A continuación, abrió la bolsa de lona gris que llevaba colgando de la espalda y extrajo un termo de café y algunos panecillos con queso. El termo no era grande, y apenas pudieron tomar un sorbo cada uno. Grijpstra masticó su panecillo. Sus intestinos se agitaron.
—¿No habría ningún retrete por ahí? —preguntó.
—No —respondió jovialmente Buisman—. Estamos en plena naturaleza, a bastantes kilómetros de la civilización. Pero no es problema, puedes irte detrás de esos árboles de allí.
—Papel —masculló Grijpstra—. No tengo papel.
—Usa un poco de hierba. El mejor papel higiénico que existe.
—Hierba —repitió Grijpstra, echando a andar hacia los árboles.
Cuando regresó, De Gier estaba sonriendo.
—¿Todo bien? —inquirió.
—Magnífico —declaró Grijpstra—. Hay un montón de pájaros detrás de ese árbol. Parecen pollos. Se habrán escapado de alguna granja, diría yo. Casi me he sentado encima de ellos, pero no ha parecido importarles. No paraban de dar vueltas los unos alrededor de los otros.
Buisman profirió un grito de alegría y salió hacia los árboles como una exhalación. Regresó de inmediato, agitando ambos brazos.
—¡Es fantástico! —les gritó—. ¡Venid a ver! Un grupo de becadas macho danzando en torno a la hembra. Sólo lo había visto una vez antes.
—Yo ya los he visto —masculló Grijpstra, y se negó a mover su cuerpo. De Gier, en cambio, fue a ver el espectáculo.
—¿Te das cuenta de cómo bailan? —preguntó el brigada—. Es medio agresión y medio espanto, igual que cuando nosotros nos pavoneamos ante una mujer. Están actuando, fíjate, para impresionar a la hembra, pero ella no levanta la mirada y se limita a escarbar el suelo. Si levanta la vista es que ya ha hecho su elección, y el macho al que mire será su compañero. Los otros se marcharán.
De Gier, a pesar del frío y la humedad y de su sensación general de incomodidad, quedó impresionado. Los machos habían erizado las plumas de sus cuellos y sus pequeñas colas estaban erguidas, henchidas de color.
«Una ostentación ridícula» se dijo, «pero en cierto modo, buena. Como las fiestas en la academia de la policía. Todos engalanados con el mejor uniforme y una, dos y tres, vueltas y más vueltas por la pista, y si ella te mira puedes darle un beso ante su puerta».
Grijpstra estaba solo en el claro cuando apareció el hombrecillo.
—Buenos días —le saludó este.
—Buenos días.
—Observando a los pájaros, ¿eh?
—Eso hacía —asintió Grijpstra.
—Estamos en una reserva, ya lo sabe. Me temo que voy a tener que pedirle que se vaya. No se debe molestar a las aves, y menos en esta época del año.
Grijpstra advirtió que el hombrecillo vestía alguna clase de uniforme. Llevaba una escopeta y lucía una pluma en la cinta de su sombrero verde.
—Somos invitados del brigada Buisman —anunció con aire afable.
—¿Buisman? ¿Está por aquí?
—Detrás de esos árboles, contemplando unos pollos.
El hombrecillo desapareció tras los árboles y regresó en compañía de Buisman y De Gier.
—Os presento a mi amigo Rammy Scheffer —dijo Buisman—. Es uno de los guardas de la isla.
Se estrecharon las manos y Scheffer tomó asiento. También él iba provisto de un termo de café, aproximadamente el doble de grande que el de Buisman, y Grijpstra comenzó a tener pensamientos amables en cuanto el caliente líquido hubo activado su estómago, que ya no sentía como una nuez reseca y arrugada.
Buisman y Scheffer iniciaron una conversación que parecía consistir casi exclusivamente en nombres de pájaros, y De Gier se sentó junto a Grijpstra en el húmedo tronco.
—Las siete en punto —observó—. Podríamos invitarles a desayunar con nosotros.
—Sí —dijo Grijpstra en voz alta—, el desayuno. Buisman, ¿por qué no te vienes con tu amigo a nuestro hotel? Nos gustaría que desayunarais con nosotros.
Scheffer alzó la vista.
—Muy amable por su parte —respondió—, pero estoy de servicio. Además, acabamos de tomar café. Llevo encima algo de pan y queso, y también una salchicha. Podemos compartirlo todo, si le apetece.
—Bueno… —comenzó Grijpstra, pero demasiado tarde. Scheffer había abierto su zurrón y estaba cortando el pan. Utilizaba un cuchillo de hoja larga y fina.
Buisman miró el cuchillo y, de pronto, se puso en pie, echó a andar hacia Grijpstra y le dio un golpecito en el hombro al pasar por su lado. Siguió andando sin detenerse, y Grijpstra se levantó y fue en pos de él. Cuando estuvieron lo bastante apartados para no ser oídos, Buisman carraspeó.
—Lo siento —comenzó—, pero me había olvidado por completo de lo de ayer. Estuve haciendo indagaciones acerca de quién sería capaz de lanzar un cuchillo, pero no llegué a sacar nada en claro. Sin embargo, ahora, mientras miraba a Rammy Scheffer y ese impresionante cuchillo que tiene, he vuelto a acordarme. Me consta que él sabe lanzar un puñal. Estábamos navegando en mi bote, hace años ya, y lanzó un cuchillo contra la puerta de mi camarote. Lo recuerdo porque en aquel momento me molestó mucho que lo hiciera. Quería lucirse, pero fue mi puerta la que salió perjudicada.
—Sí —dijo Grijpstra—. ¿Quién es este tipo? ¿Sabes algo de él?
—Naturalmente. Aquí, en la isla, nos conocemos todos. Lleva varios años viviendo por aquí; tres años, me parece. Era oficial de la marina mercante y se instaló aquí. Es un hombre tranquilo. Vive él solo en una casita. La compró. También tiene una embarcación y a veces sale a navegar alrededor de la isla. De vez en cuando llega hasta la otra orilla y se pasa algunos días fuera. No habla mucho. Nació en Curaçao y no tiene antecedentes policiales.
—¿Amigos? ¿Parientes?
—Ninguno que yo conozca. La gente de la isla lo aprecia y todo el mundo lo saluda, pero no tiene ningún amigo en particular. Le gusta estar a solas y leer la Biblia, me parece. Un poco fanático. Cultiva sus propias verduras y él mismo se hace el pan. Es uno de esos naturistas. No bebe, no fuma, está en contra de las blasfemias y las expresiones malsonantes. Los chicos se burlaban de él, le seguían por todas partes repitiendo palabras soeces, pero en seguida nos ocupamos de acabar con eso.
—Curaçao —musitó Grijpstra.
—¿Cómo dices?
—Curaçao —repitió Grijpstra—. La señora que asesinaron procedía de Curaçao.
—Podríamos pedirle que viniera a la comisaría para interrogarle —apuntó Buisman—, pero preferiría no hacerlo. Es una isla muy pequeña, ya sabes, y seguramente me retiraría la palabra para siempre.
—Sí —admitió Grijpstra—. Podríamos pedirle al commissaris que lo invitara por carta o enviara un coche a buscarlo. Si lo hacemos nosotros, nos relacionará contigo igualmente.
El gemido de una sirena despedazó el silencio que los envolvía. Parecía estar muy cercana.
El brigada se detuvo.
—Una sirena —exclamó—. Es la lancha de la policía. Deben de estar buscándome.
Echó a correr, y Grijpstra le siguió. No estaban lejos de la playa y llegaron a ella en cuestión de unos minutos. Buisman comenzó a saltar y a agitar los brazos, y alguien respondió del mismo modo en la embarcación. Los de la lancha lanzaron un bote de goma y un policía de uniforme remó hacia la costa.
Buisman se quitó las botas y comenzó a vadear. Grijpstra suspiró y siguió su ejemplo. De nuevo sufrió la desagradable sensación del fango entre los dedos.
—Buenos días, mi brigada —saludó a Buisman el sargento del bote.
A continuación, se volvió hacia Grijpstra y le estrechó la mano.
—Grijpstra, de la policía de Amsterdam.
—Muy bien —dijo el sargento—. Tengo un télex para usted. Un télex urgente. Sabía que el brigada había venido por aquí con ustedes esta mañana. Aquí lo tiene.
Grijpstra leyó el télex.
«Vayan de inmediato a Schiermonnikoog y localicen a Ramón Scheffer. Scheffer es medio hermano de María van Buren. Precaución importante. Scheffer descrito como fanático religioso».
El télex estaba fechado el día anterior, procedía de Curaçao, iba dirigido a la jefatura de policía de Amsterdam y estaba firmado por el commissaris.