—Disculpe —dijo una voz agradable y bien modulada—. ¿Le importa que me siente un momento a su mesa?
El commissaris levantó la vista de su plato de tallarines fritos con gambas. Estaba comiendo y estudiando al mismo tiempo el mapa, extendido sobre la mesa al lado del plato. La intromisión no dejó de perturbarle un poco; había rechazado la invitación de Silva a fin de almorzar él solo y, tras pasear durante unos minutos, había encontrado un restaurante chino de apariencia limpia donde podría disfrutar de su comida favorita. Y entonces había aparecido aquel desconocido que esperaba pacientemente ante él para pedirle algo.
—Se lo ruego —respondió el commissaris—. Tome asiento, por favor. —Le ofreció su mano.
—Van der Linden —se presentó el pulcramente ataviado caballero—. Le vi ayer en el aeropuerto, le vi anoche en el vestíbulo del hotel y ahora vuelvo a verle por tercera vez en dos días. En Curaçao resulta insólito ver a una misma persona por tres veces en dos días y no saber cómo se llama, de modo que me he tomado la libertad de abordarle.
El commissaris sonrió y examinó el rostro del anciano caballero. El señor Van der Linden no debía de andar muy lejos de los setenta años, pero un par de ojos muy despiertos chispeaban en su cara, que parecía recubierta de un viejo cuero blanco amarillento.
—Soy un turista —dijo el commissaris—. Estoy seguro de que debe usted ver miles de turistas vagando por las calles de su ciudad.
El señor Van der Linden sonrió, haciendo vibrar los encerados extremos de su bigote.
—No, señor. Perdone que le lleve la contraria, pero no es usted un turista.
—¿No? —preguntó el commissaris.
—No. Un turista carece de objetivo. Se pasea por las calles mirando los escaparates. Viste una camisa abierta con un estampado de flores o de rayas, y habla en voz alta. Debe hacerlo así, pues de lo contrario perdería su identidad.
—Ah.
—Un turista no lleva un traje de shantung con chaleco. Su chaleco me intriga. Hace años que no veo a nadie que use chaleco.
El commissaris bajó la vista hacia su chaleco.
—Venía con el traje —explicó, con aire culpable—, y no da mucho calor. No está forrado, vea. Y tiene unos bolsillos muy convenientes. Yo siempre llevo chaleco. Guardo el encendedor en el bolsillo izquierdo y el reloj en el derecho. Una vieja costumbre.
El señor Van der Linden emitió una carcajada atronadora.
—No me debe usted ninguna explicación —dijo al fin—. Soy yo quien se la debe a usted. Soy abogado y he ejercido en esta isla durante muchos años, más de los que puedo recordar. Al jubilarme, no quise irme. Me había acostumbrado a este lugar. Usted es un oficial de la policía, ¿verdad?
—Sí —reconoció el commissaris.
—Ha venido para investigar la muerte de María van Buren.
—Sí.
—Ya suponía que vendría algún oficial de la policía holandesa. Normalmente, cuando uno de nosotros se mete en líos por allí, las causas deben buscarse aquí.
—¿Tiene alguna idea que pueda ayudarme en algo? —inquirió el commissaris, abriendo su latita de cigarros y tendiéndola hacia su interlocutor.
—No, gracias. Ya no me dejan fumar. Es una lástima. Aquí siempre tenemos puros cubanos, y fumarse uno al atardecer, sentado bajo el tamarindo del jardín, es un auténtico placer. Era un auténtico placer. Sí, es posible que tenga una idea. Ya habrá averiguado qué estaba haciendo María por allí, en Amsterdam, quiero decir. Para mí, se ha convertido en «por allí». Curioso, ¿no cree? Y eso que soy un verdadero holandés.
—Un macamba —dijo el commissaris.
—Veo que ya ha aprendido algo. María era una joven muy valiente. Tenía ideales, extraños ideales. Algunas jóvenes tienen ideales, aunque, quizá por fortuna, no son demasiadas. De otro modo, quizás algún día decidieran no tener más hijos y este sería nuestro fin.
—Quizás este fuera el mejor ideal de todos —comentó el commissaris, tratando de formar un anillo de humo.
—Sí. Cierto. Interesante teoría. ¿Se quedará mucho tiempo?
El commissaris negó con la cabeza.
—Lástima. Todavía me queda una botella de brandy añejo, y habríamos podido bebérnosla debajo de mi árbol y comentar la posibilidad de un mundo sin gente. Es una hermosa idea. No estaríamos ahí para lamentar el hecho de que no estuviéramos ahí.
—María era la amante de al menos tres hombres ricos —dijo el commissaris.
—Sí. Estaba divagando. Últimamente suelo hacerlo a menudo. Pero María no era una prostituta. La conocía de pequeña y creo que tenía la mentalidad de una descubridora o una exploradora. Quería saber. Le gustaban los hombres, desde luego; a toda mujer hermosa le gustan. Los hombres confirman el hecho de que una mujer es hermosa. Creo que hacía experimentos sobre cómo manipular a la gente.
—Y a alguien no le gustó la idea y la mató.
—Esa es una posibilidad —admitió el señor Van der Linden—. Otra idea que se me había ocurrido es que a alguien no le gustaba su forma de vida en general.
—Tenemos motivos para creer que ella sentía cierto interés por la hechicería.
—Hechicería —repitió el señor Van der Linden, y se echó a reír.
—¿Acaso no cree usted en la hechicería?
—Desde luego que creo en ella. He vivido mucho tiempo, y buena parte de él lo he pasado en esta isla y en otras islas parecidas. La magia negra da resultados, estoy convencido de ello. Es una charlatanería absurda, por supuesto, pero también lo es la publicidad y nadie puede negar que la publicidad da resultados. La magia negra, empero, es estúpida, igual que la publicidad.
—¿La magia es estúpida? —preguntó el commissaris.
—La magia negra, sí. No la auténtica. La magia negra es una perversión de la auténtica, y todas las perversiones son estúpidas. El deseo de perjudicar a los demás es infantil.
—¿Cree usted que María practicaba la magia negra?
El señor Van der Linden apoyó las manos en sus rodillas y se las quedó mirando durante unos instantes. Su cuerpo se inmovilizó, y su rostro se relajó.
—Sí —respondió al fin.
—¿Cree usted que fue eso lo que la mató?
De nuevo el commissaris tuvo que esperar a que le respondiera.
—Sí —dijo el señor Van der Linden.
El coche se bamboleó un poco sobre un tramo de asfalto en mal estado y el commissaris perdió el hilo de sus pensamientos. Había modificado su teoría de forma que pudiera incluir las observaciones del señor Van der Linden, pero en aquel momento recordó que Silva le había recomendado que no dejara de ver el bosque de Curaçao. El bosque medía unos doscientos metros, según sus informes, y justo enfrente había una hondonada en la carretera. Si llegaba a la hondonada, debía detener el coche y salir al exterior. Silva le había dicho que dedicara al menos cinco minutos a visitar el bosque para tratar de captar la antigua atmósfera de la isla, la atmósfera que tenía a comienzos del siglo XV, cuando en Curaçao aún vivían tribus de indios dedicados a la pesca y a la caza; indios que recibían cordialmente a los forasteros y cuidaban de ellos, que construían grandes cabañas que no desentonaban con el paisaje, cuya religión estaba centrada en torno a la magia.
El automóvil llegó a la hondonada y el commissaris aparcó en el arcén, paró el motor y salió afuera. Se sentó en una roca y cerró los ojos.
—Lo auténtico —dijo en voz alta—, no la perversión.
La perversión es hacer daño, pensó. Por lo tanto, lo auténtico ha de ser el curar, el restaurar.
Procuró no pensar, sino sentir los árboles que le rodeaban, pero su mente se negó a dejarse tranquilizar. Encendió un cigarro y se metió de nuevo en el coche.
Conducía a lo largo de la costa, y podía oír el rugido del mar contra los acantilados. Los bosques habían vuelto a ceder su lugar al cunucu, la llanura reseca con arbustos espinosos. De vez en cuando, algún que otro automóvil le adelantaba o se cruzaba con él, pero no había nada más que se moviera salvo unas pocas chotas que mordisqueaban las agostadas plantas. Una vez tuvo que frenar bruscamente ante un enorme lagarto que se deslizó a través de la carretera y le dirigió una colérica mirada con sus ojos de pesados párpados. No podía estar ya muy lejos de la vivienda de Shon Wancho, y se detuvo junto a una choza. La mujer negra que salió a la puerta le indicó el camino en un puro y lento holandés. El commissaris le dio las gracias y se descubrió, y la mujer respondió con una sonrisa afable e intrigada.
La carretera no llegaba hasta la casa, de modo que tuvo que andar casi un kilómetro hasta llegar a los acantilados.
Cuando por fin halló al delgado negro, el commissaris estaba muy acalorado y el traje se le pegaba al cuerpo.
—Buenas tardes, Shon Wancho —le saludó, quitándose el sombrero.
Más tarde, cada vez que trataba de recordar, de reconstruir su entrevista, la tarea le resultaba imposible. Lo intentaba a menudo, y siempre fracasaba.
En realidad —y esta parecía ser la principal dificultad que se burlaba de su memoria—, no había existido una verdadera conversación. Shon Wancho no había contestado ni a una sola pregunta, y al cabo de un rato el commissaris había dejado de formulárselas. Fue una desconcertante experiencia. En tanto que oficial de policía, estaba entrenado para crear situaciones. Su interlocutor, ya fuera un sospechoso o un testigo, se hallaba en considerable desventaja. Siempre conseguía burlar a sus oponentes, aprovechándose de su miedo o de su sensación de importancia. Y ellos hablaban. El commissaris no había fracasado nunca. Arrinconaba a sus oponentes, les amenazaba y les halagaba. Y ellos hablaban. El commissaris no había fracasado nunca. Arrinconaba a sus oponentes con tranquilidad, mostrándose cortés con ellos, haciendo alguna observación insignificante o formulando alguna pregunta irrelevante. Y ellos temían ir a la cárcel o perder su reputación. Eran celosos y querían incriminar a otros. Les importaba algo.
Pero a Shon Wancho no le importaba nada. Cuando el commissaris llegó junto a él, lo halló trabajando en su jardín, atendiendo a una planta trepadora con delicadas flores amarillas. El jardín estaba al lado de una casa pequeña, un bien construido edificio con dos habitaciones y un porche cubierto, sostenido por unas resistentes vigas que daban la impresión de haber sido encontradas en la playa, blanqueadas por cien años de sol. Shon Wancho recibió a su huésped y lo trató como si fuese un niño pequeño, cansado y sudoroso. Le indicó dónde podía lavarse la cara y las manos, le ofreció fresco zumo de fruta para beber y lo instaló en una mecedora a la sombra del porche, desde donde podía ver las flores del jardín. No había tenido necesidad de explicarle el motivo de su visita. El commissaris lo había intentado, pero sus frases se interrumpían a la mitad. Los serenos ojos entornados del delgado y elegante negro expresaban un pacífico desinterés por los parloteos de una mente distraída. No respondía a las preguntas del commissaris, ni tan sólo daba muestras de oírlas, sino que permanecía silenciosamente en pie, apoyado contra una viga blanqueada. El commissaris se sintió irritado y comenzó a repetirse; sus palabras tropezaban unas con otras; tuvo la impresión de estar empujando un obstáculo que no existía, pero al mismo tiempo empezó a percibir cierta respuesta en su propia mente, como si aquel negro de elevada estatura tuviera la razón. No había ocurrido nada, conque ¿porqué se inquietaba tanto el oficial de policía? Comenzó a prestar atención al silencio de su anfitrión. Vio el rostro de Shon Wancho, su pequeña y puntiaguda barba, los altos pómulos, los gruesos y curvados labios que enmarcaban la amplia boca, su nariz aquilina. Era el rostro de un jefe, de un noble.
«Este hombre no necesita nada», se dijo el commissaris, y una tenue sensación de aprobación cruzó por entre sus pensamientos.
«No, no es un jefe», pensó a continuación. «Un jefe necesita una tribu; y un noble necesita su rango».
Sus intentos de encasillar a aquel hombre fueron vanos. Y, de pronto, el commissaris descubrió que a él tampoco le importaba. La serenidad de Shon Wancho era demasiado fuerte, y se rindió a ella. Shon Wancho había dejado de mirar al commissaris. Tomó asiento en un taburete bajo, cerca de la mecedora. Su espalda estaba erguida y su mirada era firme; mantenía la vista al frente, dirigida hacia el jardín y el distante mar.
Juntos experimentaron el repentino y explosivo crepúsculo tropical; los vivos colores, la amplia extensión de aquel panorama sin límites y el fresco y poderoso sonido del mar se combinaron para arrasar los últimos baluartes de la inquieta mente del commissaris, que alcanzó un estado de conciencia que no era vigilia ni sueño.
Al cabo de algún tiempo, encontró su sombrero, se lo puso y se fue. Y antes de irse, Shon Wancho le tocó suavemente el antebrazo y sonrió.
«Entonces, ¿qué has averiguado?», se repetía una y otra vez el commissaris mientras recorría el camino de regreso a Willemstad. «¿Qué has averiguado?».
Quedaba una última visita por hacer. Se detuvo ante una cabina telefónica y marcó el número del señor De Sousa.
Le respondió el propio señor De Sousa.
—Sí, commissaris —comenzó—. El inspector jefe Da Silva ya me ha dicho que iba usted a llamarme.
—Me gustaría ir a verle —dijo el commissaris.
—¿Mañana?
—No. Mañana debería emprender el regreso a Holanda. Desgraciadamente, ando bastante justo de tiempo. Si no le representa ninguna molestia, me gustaría ir a visitarle ahora mismo. Según veo en mi mapa, estoy muy cerca de su casa. Creo que podría llegar en unos minutos.
—Será usted bienvenido —respondió el señor De Sousa antes de colgar.
El commissaris no tardó en encontrar la casa, una mansión palaciega edificada sobre una pequeña colina, a la que se accedía por un camino bordeado de palmeras. El señor De Sousa le abrió la puerta y le hizo pasar.
La casa respiraba riqueza. El pasillo era amplio y de techo alto, con plantas en macetas, esculturas y retratos al óleo de hombres con aspecto de propietarios de plantaciones, ataviados con pantalones de montar y provistos de látigos, y de mujeres con elaborados peinados y rígidos trajes de encaje.
Mientras se dirigían al despacho del señor De Sousa, un criado se deslizó tras ellos portando una bandeja de plata con vasos y botellas. Frases corteses llenaron diez minutos antes de que el commissaris pudiera mencionar el nombre de María.
—Sí —dijo el señor De Sousa, y los pliegues de su cara temblaron—. Mi hija. Muerta.
El commissaris descubrió que le resultaba imposible formular ninguna pregunta. Esperó.
—Rechacé su presencia —prosiguió el señor De Sousa, mientras comenzaba a enjugarse la humedad del rostro—. Mi propia hija, la más inteligente, la más hermosa de todas. No quise admitirla en mi propia casa. Desaprobaba su forma de vida. Tenía que desaprobarla, commissaris, ¿lo comprende?
El commissaris tomó un sorbo de su whisky. El silencio de Shon Wancho aún seguía envolviéndole, y parte de él alcanzó al rico y obeso hombre de negocios y lo calmó un poco.
—Quizá lo comprenda. Quizá tenga usted hijos propios. Pero Europa es distinta. He estado muchas veces en Europa. Soy un hombre rico y tengo grandes negocios. Conozco a las hermosas mujeres de Europa. Les he pagado dinero, y ellas me han dado experiencias que jamás olvidaré. Estoy agradecido a estas mujeres. Pero mi propia hija se convirtió en una de ellas, y eso no pude aceptarlo.
El señor De Sousa volvió a llenar el vaso del commissaris y se afanó con los cubitos de hielo y el agua y la cucharilla de plata para agitar la mezcla.
—Pero soy su padre, y quizás habría debido aceptarlo. De pequeña, siempre acudía a mí, hablábamos, estábamos unidos. Era una niña inteligente y aprendí muchas cosas de ella durante nuestros paseos por la isla. La llevé a las otras islas, a las islas holandesas, a las inglesas, a algunas de las francesas. Incluso la llevé a Haití, porque deseaba ir a Haití. Parte de su sangre era negra y a ella le interesaba mucho esta raza y Haití es un país negro. Siempre había creído que los padres enseñan a los hijos, pero María me enseñaba a mí. Tenía una voz muy suave, y cuando hablaba yo siempre la escuchaba.
»Y ahora está muerta —añadió el señor De Sousa tras una pausa—. Querrá usted saber quién le lanzó el cuchillo, pero yo lo ignoro.
El commissaris regresó a su hotel y tomó un baño. Bebió su café y su zumo de naranja, se fumó un cigarro y el agua caliente desprendió el sudor y la suciedad de su cuerpo. Luego, se puso un traje limpio, salió del hotel y vagó frente a las embarcaciones atracadas en el muelle. La goleta del indio que le había regalado los cigarrillos ya no estaba allí. Se detuvo a contemplar el viejo carguero.
—¿Qué está usted mirando? —gritó una voz desde el puente.
—¡Hola! —respondió el commissaris.
—¡Usted! —exclamó el capitán de la barba amarilla—. ¿Usted? ¡Venga aquí!
El commissaris cruzó la pasarela, con la preocupación de no ensuciarse el traje. El capitán lo recibió en la cubierta inferior.
—Tómese un vaso de ron conmigo, policía —le invitó el capitán, extendiendo su mano. El commissaris la tocó ligeramente pero estaba limpia, limpia como su propietario, que le sonreía por entre la barba mostrando unos dientes rotos y separados por amplios huecos.
—Le he visto esta mañana en la ventana de Silva —comentó el capitán, y emitió una risita—. Finge que no le importa que le eche carbonilla, pero el otro día se delató. Salió al muelle y me amenazó con el puño. Esa comisaría estará muy sucia cuando termine con ella, pero lo único que pueden hacer al respecto es ponerse a toser. No quebranto ninguna ley. Tengo que mantener en marcha mi viejo motor, ¿verdad?
Llegaron al camarote del capitán, y un jorobado enfundado en una chaqueta rasgada les trajo vasos, una botella de ron verde y plana, y un abollado cubilete de plata lleno de hielo.
—Hermoso cubilete —comentó el capitán, cogiéndolo entre sus manos—. Lo escamoteé en un club nocturno de Barranquilla, pero al siguiente viaje me lo hicieron pagar. Al final, siempre ganan ellos.
Escanció ron hasta la mitad del vaso y terminó de llenarlo con hielo.
—Gracias —dijo el commissaris.
—Carta Blanca —observó el capitán—. El mejor ron de la isla. ¿Sabe usted por qué?
—No.
—Por la etiqueta.
El capitán dio la vuelta a la botella y el commissaris pudo ver una hermosa mujer negra de abundantes y bien formados senos, inclinada sobre una carta que obviamente acababa de recibir y que le producía una intensa emoción.
—Todos los hombres que beben este ron piensan que la carta la han escrito ellos —explicó el capitán— y se olvidan del sabor de la bebida. Pero de todas maneras es un buen ron.
El commissaris se arrellanó en el asiento y probó un sorbo del crudo licor, diciéndose que debía ser cauteloso, que su cuerpo no resistiría una gran cantidad de aquella fuerte bebida.
—Hoy ha ganado usted algo de dinero —prosiguió el capitán vaciando su vaso, llenándolo de nuevo y mirando de soslayo al commissaris—. He hablado con la mujer que le vendió un número. Mañana debería ir a Otrabanda a recoger su premio; le cayó usted bien a la vendedora. Ha tenido un día muy ocupado, ¿verdad? Uno de mis hombres le vio hablando con el señor Van der Linden. ¿Qué tal le ha parecido el viejo buitre?
—Un hombre muy agradable —respondió el commissaris.
—No es mala persona. Una vez me hizo ganar un caso; también perdimos otro, pero eso fue por culpa mía. Me advirtió, pero entonces yo aún era joven. Aún creía en el bien y en el mal.
—¿Y ya no cree?
—Je, je. —El capitán se acomodó cautelosamente en una silla de caña de aspecto desvencijado—. Hay que ir con cuidado. Esta silla está haciéndose vieja, igual que el barco. Un día se desprenderá el fondo, pero ya no me importa. Todos nos hacemos viejos: yo, la tripulación, la máquina. El bien y el mal. No sé qué decirle. Cuanto más viejo me vuelvo, menos sé.
El commissaris olvidó sus buenas intenciones y apuró el ron, depositando el vaso vacío sobre la mesa con un fuerte golpe. El capitán se lo llenó de nuevo. Su mano no era muy firme, y tuvo problemas con los cubitos de hielo. El commissaris le ayudó.
—También ha ido a ver a nuestro curandero, ¿eh? ¿Qué impresión le ha causado?
—Shon Wancho —dijo el commissaris.
—Shon Wancho —repitió el capitán, asintiendo vigorosamente con la cabeza.
—¿Le conoce?
—Desde luego —respondió el capitán—. Yo mismo le traje aquí hace mucho tiempo; quizá treinta años, quizá más. Es un brujo y un curandero. Su padre lo fue antes que él. Ese hombre sabe.
—¿Qué sabe?
El capitán gesticuló.
—Lo que sea. Ese hombre se sabe todo el lote.
—¿Lo ve usted con frecuencia?
—Con frecuencia, no —contestó el capitán—. A veces. Fui a verle el otro día.
—¿Por qué?
—Por los cangrejos. Me perseguían los cangrejos, ¿comprende? El ron los atrae. Miles de cangrejos. Los veía todo el tiempo, con ron o sin él.
—¿Le aconsejó que dejara de beber?
El capitán pareció sorprenderse de la pregunta.
—No —respondió—, pero expulsó a los cangrejos.
—¿Y no han vuelto?
—Si vuelven, iré a verle otra vez.
El capitán hablaba farfullando, y el commissaris creyó que iba a caer dormido o insconsciente en cualquier momento, pero había subestimado la capacidad de resistencia del anciano.
—¿Le gusta Curaçao? —inquirió este.
El commissaris recordó de pronto el dolor de sus piernas. La punzada había vuelto a dejarse sentir por la mañana, pero había desaparecido cuando estaba en la mecedora, en casa de Shon Wancho, y no había vuelto a notarla.
—Es una buena isla —le dijo al capitán—. Incluso he pensado en venirme a vivir aquí algún día.
El capitán asintió con aire solemne.
—Sí, buena idea. Y cuando se aburra de ver siempre la misma gente y las mismas cabras, puede venir a navegar un poco conmigo. Tengo un camarote para pasajeros, y el cocinero es chino.
—Eso estaría muy bien.
—Y gratis —añadió el capitán—, siempre y cuando no me haya muerto. No espere demasiado.
El capitán dio dos patadas en el suelo y un chino de avanzada edad apareció en el umbral.
—Usted es holandés —comentó el capitán—, y los holandeses siempre comen algo cuando beben. He estado tantas veces en Curaçao que ya he adquirido sus costumbres. En Venezuela, cuando bebemos, bebemos. ¿Qué tienes, cocinero?
—Sopa de tallarines, patrón.
—¿No hay rollos de primavera?
—También hay rollos.
—Sí, por favor —dijo el commissaris.
La comida llegó en cuestión de minutos, y el jorobado preparó la mesa y se llevó la botella de ron, a pesar de las protestas del capitán.
El commissaris aún se quedó una hora más, escuchando los relatos del capitán. Le oyó hablar de los puertos de Venezuela y de Colombia, y hubo una larga historia sobre Guajira, la península entre ambas naciones donde mandan los contrabandistas y los indios siguen viviendo como indios. Oyó hablar de muchas islas, de revoluciones, de huracanes inesperados.
—Aquella vez estuve a punto de perder a mi primer oficial —dijo el capitán—. El hermano de María. ¿Qué tal está, ahora que hablamos de él?
—¿Su hermano? —se extrañó el commissaris—. Pero si sólo tiene hermanas.
El capitán trató de encender un cigarro saturado de humedad y, tras varios intentos infructuosos, lo arrojó por el ojo de buey y eligió uno nuevo de la lata que el commissaris había dejado sobre la mesa.
—Distinta madre —explicó—, pero el mismo padre. El padre de María tiene muchos hijos, pero a este le tenía un afecto especial. Su madre había venido de Holanda para hacer de maestra en la isla. De Sousa cuidó de ella cuando se quedó embarazada y le construyó una casita en el sur. María conocía a su hermano; a veces, venían los dos a jugar en mi barco. El chico hizo sus estudios secundarios en Amsterdam y luego se graduó en la escuela de la marina mercante. Después volvió aquí.
—¿Lo conocía usted bien? —quiso saber el commissaris.
—Pues claro. Navegó a mis órdenes durante varios años Pobre tipo.
—¿Pobre tipo?
—Sí. —El capitán dio tres patadas en el suelo.
—¿Capitán? —preguntó el jorobado desde la cubierta inferior.
—¿Puedes traerme otra vez la botella?
—No —gritó el jorobado—, pero puedo subirle una cerveza.
—¡Cerveza! —rugió el capitán.
Llegaron dos latas, y el capitán empujó una hacia el commissaris. Cada uno abrió la suya.
—Salud.
—El pobre tipo —le recordó el commissaris.
—Sí. Era un hijo natural, ya sabe. Recibió el apellido de su madre. Su madre se casó y no tenía mucho tiempo para su primer hijo. El chico odiaba a su padre. Y es un hombre bajito; los hombres bajitos lo pasan mal en la vida. Además, parece bajo. Hay gente baja que no lo parece, pero él lo parecía. Se volvió muy cristiano, con su Biblia y todo. Y entonces ya no quiso seguir conmigo. No podía aprobar la bebida y las cosas que pasaban, y a veces solía encerrarse en su camarote. No pude ayudarle. Pero era un buen marino, y me gustaba.
—Entonces, ¿dónde está ahora?
—Se volvió a Holanda. Seguro que ya lo sabe. ¿No habló con él cuando mataron a María?
—No.
—Vive en Schiermonnikoog, «El ojo del monje gris». Es un extraño nombre para una isla, por eso lo recuerdo. Dejó de navegar, pero no podía alejarse del mar y se instaló en una isla. Se hizo guarda de una reserva natural. Siempre le gustaron las plantas y las aves.
—¿Cómo se llama? —inquirió el commissaris.
—Lleva el nombre de su padre y el apellido de su madre: Ramón Scheffer.
—Muchas gracias —dijo el commissaris.