12

Grijpstra se había reído mucho en la estación central de Amsterdam, cuando vio a De Gier enfundado en un grueso chaquetón azul marino y provisto de un estuche de binoculares que oscilaba al extremo de su correa de cuero, pero en aquellos momentos envidiaba al sargento, que se erguía junto a la borda del ferry, bien calentito bajo su carga de ropas, mientras Grijpstra sentía filtrarse el cortante viento a través de su impermeable y tenía que sujetarse constantemente el sombrero.

—Es magnífico —comentó De Gier, que estaba asomado contemplando el mar. Las olas eran pequeñas, agitadas y grises, reflejando los densos nubarrones que las cubrían.

—¿Qué? —preguntó Grijpstra.

—El mar —respondió De Gier—, y el cielo, y la isla que se ve por allí.

Schiermonnikoog se mostraba ya como una línea verde oscuro en el horizonte. Los diques cubiertos de hierba, una barrera artificial que protegía los ricos pastos del sur de la isla, interrumpieron el vasto espacio líquido del poco profundo mar de Wadden, por el que navegaban. Por encima y por detrás del buque flotaban sin esfuerzo las gaviotas, manteniendo el equilibrio con leves movimientos de la punta de sus alas.

—Hace frío —protestó Grijpstra—. En la ciudad, la primavera es más cálida.

—Pero no estamos en la ciudad; estamos aquí. Mira los pájaros. Vamos a ver muchos pájaros en la isla, es un paraíso para las aves.

—Ya lo sé —gruñó Grijpstra—. Ya he estado aquí antes. Pero entonces hacía más calor, porque era a finales de julio. Fui de acampada con los niños.

Su voz había sido áspera. De Gier dejó de contemplar el mar.

—¿No te gustó?

—Los chicos se lo pasaron muy bien.

—¿Te gustó a ti?

—No.

—¿Por qué no?

—Demasiado lleno. Había tantas tiendas y casetas de playa y gente con carritos y bicicletas que llegué a pensar que la maldita isla se hundiría. Todo estaba lleno; en los restaurantes te hacían esperar media hora antes de servirte. Y arena, arena por todas partes. Tuvimos un horrible ventarrón casi todo el tiempo y estuvimos a punto de perder la tienda: los vientos se rompieron y se nos iba volando hacia el mar. Me entraba arena en la nariz. Tenía que estar limpiándomela constantemente.

—Ahora no habrá problema; las vacaciones todavía no han empezado.

Grijpstra contempló con suspicacia la franja de tierra cada vez más próxima. Había comenzado a llover.

—No tienes aspecto de ir a observar los pájaros —comentó De Gier—. Más bien tienes aspecto de policía. ¿No llevas ninguna gorra en la maleta? Aquí nadie usa sombrero.

—No —respondió Grijpstra con expresión culpable—, pero me guardaré el sombrero en la bolsa. De todos modos, tengo que sujetarlo todo el tiempo para que no salga volando. Y puede que encuentre un chaquetón como el tuyo en alguna tienda.

—Creía que mi chaquetón de tres cuartos era ridículo. En el tren no has dejado de hacer comentarios sarcásticos a costa suya.

—Parece ridículo, pero había olvidado que íbamos a ser observadores de pájaros.

—No importa —dijo De Gier con aire magnánimo—. ¿Sabes algo sobre pájaros?

—Gaviotas.

—Ya es algo. ¿Qué más?

—Cisnes.

—No encontraremos ninguno.

—Gorriones —añadió Grijpstra con impaciencia—. ¿Y qué más da? Si tropezamos con algún experto, no dejará de lucir sus conocimientos y me bastará con decir que tiene razón. ¿Sabes tú algo sobre pájaros?

—Claro —contestó De Gier—. Incluso tengo un libro sobre aves. Anoche estuve estudiándolo. Ostreros de pico rojo, y negretas, dos clases de negretas, con una mancha blanca en la cabeza y con una mancha roja en la cabeza, y ánsares, y…

—Sí —dijo Grijpstra en voz bien alta.

—¿Sí, qué?

—Ya lo sé. No trates de impresionarme. Ya sé qué son los ánsares. Un ánsar no es más que uno de esos estúpidos patos de Amsterdam que flotan en los canales. Cada día veo cien ánsares, doscientos ánsares, trescientos…

Su voz era cada vez más fuerte.

—De acuerdo —asintió De Gier—. Sabes qué es un ánsar. Pero ¿sabes qué es un cormorán?

—No me importa —replicó Grijpstra, y estornudó.

—Aún sigues resfriado.

—No me importa el resfriado.

De Gier estudió el rostro de su amigo. Grijpstra no tenía buen aspecto. La piel de su cara parecía haber perdido toda la elasticidad; y los ojos, ligeramente hundidos en sus cuencas.

—Espera —dijo De Gier, y se metió en el salón de pasajeros. Al poco tiempo regresó con dos vasos de papel llenos de caliente y espumoso café y cuatro gruesas salchichas envueltas en una piel de plástico.

—Toma un poco de café —le invitó, ofreciéndole uno de los vasos con gran cuidado—. Atento, que está quemando. No has desayunado. Deberías haber tomado algo en el tren.

Grijpstra contempló el café que daba vueltas en el vaso de papel. En su superficie se habían formado pequeñas burbujas que giraban describiendo círculos irregulares.

De Gier engulló su café de un sorbo y extrajo una salchicha del bolsillo.

—Estas salchichas son buenas —comentó—. He traído dos para ti, pero antes has de tomarte el café.

Comenzó a arrancar la piel de plástico que recubría el compacto cilindro de grasosa carne.

Grijpstra miró la salchicha, arrojó el café por la borda y se inclinó sobre la barandilla. El viento le arrebató el sombrero, pero esta vez ni siquiera trató de sujetarlo.

De Gier contempló tristemente su salchicha. Abrió la mano y la dejó caer al agua. Se hundió. Vio el sombrero de Grijpstra danzando sobre las vigorosas olas cubiertas de blanca espuma.

—Ahí va tu sombrero —observó De Gier—. Y has vomitado encima de mi salchicha.

Grijpstra vomitó de nuevo y De Gier se apartó hasta el otro costado del buque, donde consumió las tres salchichas restantes. El ferry se acercaba ya a la embocadura del pequeño puerto de Schiermonnikoog, y De Gier recogió su maleta y la de Grijpstra. Ambos se reunieron de nuevo en la pasarela.

—¿Estás mejor?

Grijpstra asintió y apoyó su pie derecho en el firme suelo de la isla.

—Lo has conseguido —dijo De Gier.

Grijpstra se volvió y echó lentamente hacia atrás su robusto brazo derecho. Su gruesa mano se cerró para formar un puño y su vista se fijó en el mentón de De Gier.

—Lo siento —añadió De Gier—. No he comprado las salchichas para que te marearas. Creía sinceramente que debías de tener hambre.

—No me he mareado. Sólo estaba un poco indispuesto.

—No se ha mareado —le dijo De Gier a un hombre que caminaba a su lado—. Sólo ha vomitado un poco.

—Eso puede pasarle al mejor de nosotros —replicó el hombre—, pero siempre ha de haber alguien dispuesto a burlarse de los demás. En cuanto ven que alguien tiene un problema, se echan a reír. Hoy en día se encuentra gente muy desagradable.

—Tienes un amigo —le anunció De Gier a Grijpstra.

No se dijeron nada más hasta que el autobús que los había recogido los dejó en el centro de la población y el conductor les indicó cómo llegar a un hotel.

Tomaron una habitación doble y Grijpstra abrió de inmediato la maleta y comenzó a hurgar en su interior. Se puso unos gruesos pantalones de pana y un pesado jersey de obrero. Sus pies se hundieron en un viejo par de botas. Encontró una bufanda y se la envolvió en torno al cuello.

—Ya está —anunció.

—Así vas mucho mejor —asintió De Gier—, pero te hará falta un chaquetón.

—Sal tú y cómprame alguna cosa.

—Podría equivocarme.

—No —insistió Grijpstra—. Se supone que eres un hombre de gusto. Sabes qué talla gasto. Yo bajaré a jugar al billar y telefonearé al brigada de la policía estatal. Vendrá a jugar conmigo y podremos hablar y hacer algunos planes. Por la tarde, empezaremos a husmear por la isla. Quiero ver la casa de IJsbrand Drachtsma y hablar con gente que le conozca. Más adelante, nos daremos a conocer. Quizá le inquiete saber que estamos investigando por aquí.

—Muy bien —dijo De Gier, y salió a la calle. Encontró tres tiendas en las que vendían ropa, pero en ninguna de ellas tenían chaquetones de tres cuartos. Finalmente, compró una chaqueta impermeable de color amarillo con unos inmensos pantalones a juego y un sueste, todo ello del mismo género. El vendedor le prometió que se lo cambiaría por cualquier otra cosa si el cliente no quedaba satisfecho. Al regreso, encontró a Grijpstra en el bar del hotel, un salón de techo bajo, cargado de humo, donde su amigo jugaba al billar en compañía de un individuo de aspecto fornido enfundado en un traje azul con los codos raídos, camisa blanca y corbata.

—Brigada Buisman —se presentó el individuo fornido—. Mucho gusto en conocerle, sargento. Cuando Grijpstra estuvo de vacaciones por aquí me contó muchas cosas de usted.

—¿Qué clase de cosas?

—Cosas buenas —dijo Grijpstra—. Puedes jugar con nosotros si nos prometes que no vas a rasgar el tapete, y debes darle yeso al taco antes de cada jugada.

—De acuerdo —asintió De Gier—. ¿Me toca ya?

—Adelante.

De Gier estudió la posición de las dos bolas blancas y la solitaria bola roja.

—¿Cuál es la mía?

—La que tienes más cerca.

Era una jugada fácil y los dos brigadas suponían que De Gier la estropearía. De Gier untó con tiza la punta del taco y su bola salió disparada, golpeando a la roja en un lado y a la blanca de pleno. Un tiro poco elegante, pero marcó un punto.

Buisman miró a Grijpstra.

—Muy bien —aprobó Grijpstra—, pero la próxima vas a fallarla.

Las bolas habían quedado muy separadas y De Gier comenzó a usar de nuevo la tiza. Tendría que calcular el ángulo adecuado y utilizar las bandas de la mesa. Trató de recordar lo que había aprendido en la academia de policía, donde uno de sus amigos le obligaba a jugar al billar so pena de no invitarle a cerveza. De Gier se había visto en la necesidad de jugar con más frecuencia de la que hubiera deseado, pues su amigo recibía una generosa asignación de su familia.

Jugó y ganó otro punto. Buisman demostró su aprobación golpeando el suelo con el extremo de su taco, y pidió tres vasos de jenever bien fría. De Gier consiguió un tercer punto, y un cuarto, y Grijpstra empezaba a sudar cuando por fin falló.

—No ha estado mal —reconoció Grijpstra—. Creía que detestabas todos los deportes menos el judo.

—Bueno —respondió De Gier con aire modesto—, todo es cuestión de concentración, ¿no? —Pero no habría debido decirlo: después de eso, sólo consiguió los tiros más fáciles, y Grijpstra le dio unas palmaditas en el hombro.

—La suerte del principiante, muchacho.

El brigada Buisman meneó la cabeza.

—No sé —comentó—. El sargento ha jugado bien; le falta práctica, eso es todo. ¿Cuánto tiempo pensáis quedaros?

—No mucho —contestó Grijpstra, y le explicó el motivo de su visita.

—IJsbrand Drachtsma —dijo el brigada con voz queda—. Esta sí que… Le conozco bien, ya lo sabes. He salido a navegar en su yate y a veces él viene aquí a jugar al billar y ha estado con nosotros en la lancha de la policía. Aquí en la isla es un personaje importante. Podría ser el alcalde si quisiera, pero tiene otras cosas que hacer. ¿Y vosotros creéis que ha tenido algo que ver con vuestra señora asesinada?

—Era su amante —adujo De Gier.

—Sí, sí —asintió el brigada—. En Amsterdam debía de ir tras las faldas, por supuesto; allí es otro mundo. Aquí sale a pasear por la playa y se sienta delante del fuego con su esposa. Ella hace calceta. Tengo una bufanda que me tejió ella. Su chimenea es espléndida; he estado muchas veces en su casa.

Permaneció unos instantes en silencio.

—Pero ¿no me has dicho que tiene una coartada? —le preguntó a Grijpstra.

—Sí.

—¿Por qué os tomáis tanta molestia, entonces?

Grijpstra se lo explicó.

El brigada volvió a menear la cabeza.

—No tenéis ninguna prueba. Ni una brizna de prueba, pero sospecháis de él. ¡Dios Todopoderoso! ¿De veras creéis que le pagó a alguien para que liquidara a una mujer hermosa?

—Cabe la posibilidad de que lo hiciera.

—Sí, claro, y también cabe la posibilidad de que no lo hiciera. Vosotros sois detectives y debéis saberlo mejor. Yo no sé nada, nunca hemos tenido un asesinato en la isla, ni siquiera en la temporada de los turistas, y cada año vienen más. Pululan por toda la isla como ratas sobre un cadáver. Si no se lo impedimos, un día se llevarán toda la arena dentro de sus zapatos. Pero nunca ha habido ningún crimen. Vagabundean por todas partes como lunáticos. Cuando hay luna llena, son peores que nunca. Les organizamos juegos, paseos, competiciones y cosas así. Debemos tenerlos ocupados en algo.

De Gier sonreía abiertamente.

—Sí, tú te ríes, pero antes esta isla era un lugar tranquilo y encantador, una hermosa isla llena de pájaros y de focas. Todavía los hay, pero a costa de grandes esfuerzos. Tenemos que poner cercas y carteles, y patrullar las reservas durante la noche. La gente no lleva mala intención y, cuando se les dicen las cosas con educación, son bastante dóciles, pero si no los vigiláramos a todas horas acabarían pisoteando el último huevo y arrancando la última flor, y entonces mirarían a su alrededor y se preguntarían por qué está tan pelada la isla.

—Sí —asintió De Gier—, ya lo sé. Amsterdam también se nos llena de turistas todos los veranos.

—Pero no pueden arrancar los edificios. ¿No tenéis ningún otro sospechoso que no pueda presentar una coartada?

—Los tenemos —respondió Grijpstra, y procedió a exponerle la situación, pero el brigada siguió meneando la cabeza.

—Ya veo qué quieres decir —comentó al fin—. Nuestro IJsbrand es un hombre poderoso, y podría ser implacable si alguien fuera contra él. Dicen que durante la guerra se portó como un héroe, que llegó hasta Inglaterra a remo y regresó combatiendo, y seguro que en los negocios debe de ser duro como el hierro, pero aquí es completamente distinto, muy suave y relajado. Su padre nació en la isla y me parece que considera a Schiermonnikoog como su verdadero hogar. Suele pasar aquí los fines de semana en vez de irse al extranjero, como hacen otros. Cuando esto se llena demasiado, sale en su yate, y tiene un jardín enorme con un muro de piedra alrededor.

—Su coartada no acaba de convencernos —dijo De Gier—. Sólo tenemos la palabra de dos hombres de negocios alemanes, y el commissaris habló con ellos por teléfono.

—La guerra terminó hace tiempo —observó el brigada.

—Desde luego.

—Hoy en día podemos fiarnos de los alemanes.

—Desde luego.

—¿Cuándo decís que asesinaron a la señora?

—El sábado de la semana pasada.

—Hoy es domingo —dijo el brigada—. IJsbrand estará en su casa. El último fin de semana también estuvo aquí, lo recuerdo porque le vi en el pueblo por la tarde, después de que saliera el último ferry. Es imposible que estuviera en Amsterdam aquella noche. No hay forma de salir de la isla, ni aeropuerto ni nada.

—¿Y su yate? —sugirió Grijpstra—. Debe de ser un yate veloz, capaz de llegar a la costa tan de prisa como el ferry, y desde allí un coche rápido podría llevarle a Amsterdam en cuestión de un par de horas. Y él tiene un coche rápido, un Citroën. Habría podido estar de vuelta esa misma noche.

—Sí —reconoció el brigada—, pero me parece que el yate no se movió de aquí. Tendré que preguntárselo a mi colega, que salió con la lancha. Recuerdo que fue una noche muy agradable, y muchas veces sale a navegar sólo por divertirse. Claro que Drachtsma habría podido utilizar otra embarcación. En el puerto hay muchas, y cualquiera le prestaría la suya si él se lo pidiese.

—Quizá no la pidió —apuntó De Gier—. Si conoce las embarcaciones, quizá tomó una sin que su propietario llegara a saberlo.

El brigada Buisman reflexionó unos instantes.

—Es posible. Pero esos alemanes dicen que pasaron la velada en su casa y que él estaba con ellos. Vuestro commissaris tiene sus nombres y sus direcciones, y probablemente ya habrá pedido a la policía alemana que verifique su declaración. Según me han dicho, hoy en día las relaciones con las policías extranjeras son muy buenas.

—Sí —asintió Grijpstra.

Buisman pidió otra ronda y permanecieron un rato bebiendo, chasqueando los labios y mirándose el uno al otro.

—Suponiendo que hubiera enviado a alguien para que hiciese el trabajo por él, ¿cómo pensáis demostrarlo? Tendríais que encontrar a ese alguien, ¿no es eso?

—Podría ser alguien de la isla, quizás un viejo amigo del tiempo de la guerra, alguien que necesitara una buena suma de dinero o que sintiera una gran admiración por él.

—¡Ah! —exclamó Buisman—. ¡El puñal! Era un cuchillo de combate, un puñal militar, y el asesino lo lanzó. Podría averiguar quién sabe lanzar un cuchillo; ahora mismo, no sabría decirlo. Los guardas de las reservas llevan cuchillos, pero no los lanzan, y nosotros también llevamos cuchillos. Salimos al mar con frecuencia, y un cuchillo siempre resulta útil a bordo.

—¿«Nosotros, los policías», quieres decir? —inquirió De Gier.

—No. —Buisman sonrió—. «Nosotros, los que navegamos». Tengo un velero propio, ¿sabéis?

—Tal vez valdría la pena que lo averiguaras —intervino Grijpstra—. Reconozco que no tenemos nada concreto en que basarnos. Quizá sólo estamos aquí porque el commissaris se ha ido a Curaçao y no sabemos qué otra cosa podemos hacer. No tardará en regresar, y seguramente nos dirá que volvamos a Amsterdam en cuanto vea la nota que dejamos sobre su escritorio.

—Eso está mejor —dijo el brigada—. Podéis convertir vuestra visita en unas breves vacaciones. Veré si logro encontrar por ahí algún lanzador de cuchillos, y entre tanto vosotros descansáis y os dais algún paseo. Habéis venido como observadores de pájaros, y esta es la mejor época del año para eso. ¿Qué tal si os acostáis temprano y paso a buscaros mañana a primera hora? Estamos en pleno período de celo y podré mostraros espectáculos maravillosos, espectáculos que jamás veréis en la ciudad. ¿Qué os parece?

El rostro de Buisman era todo sonrisas y a Grijpstra le faltó valor para rehusar su ofrecimiento, aunque lo intentó.

—A mi amigo le interesan mucho los pájaros. Cuando veníamos en el ferry, no ha dejado de hablar de ellos. ¿Por qué no salís los dos juntos y nos reunimos mañana por la tarde? Yo estoy un poco resfriado.

—No —se apresuró a protestar De Gier—. Tú también vienes. Puede que veamos algunos ánsares.

—Sí, tú también has de venir —insistió Buisman, poniéndose en pie—. Puedes ver ánsares en cualquier parte, pero aquí te mostraré seis o siete clases distintas de patos, y hay algunas especies de pájaros que quiero que veas, pájaros verdaderamente raros. Hasta mañana, entonces.

—¿A qué hora vendrás? —preguntó Grijpstra, haciendo todo lo posible por poner algún entusiasmo en su voz.

—Temprano —respondió Buisman—. Tenemos que salir temprano o no veremos nada. Estaré aquí a las tres y media en punto; os esperaré en la calle. Llevad ropa de abrigo. ¿Tenéis unos gemelos?

De Gier asintió.

—¿Y tú, Grijpstra?

—No —contestó Grijpstra—. Yo no tengo gemelos.

—No importa. Te prestaré unos de la policía. Son pesados, pero mucho mejores que los míos. Tendrás que ir con mucho cuidado, porque valen una fortuna. Ya veréis qué bien nos lo vamos a pasar.

—¡Mierda! —exclamó Grijpstra en cuanto se hubo cerrado la puerta a espaldas del brigada—. Mierda, mierda y mierda. ¿Porqué has tenido que meterme a mí en el asunto? Ya me hiciste marear en el barco, pelando tu asquerosa salchicha como si fuera una polla de mono hervida, y ahora quieres hacerme chapotear por el barro en mitad de la noche para ver revolotear un montón de pájaros asquerosos. Una broma es una broma, pero esto ya es ridículo. A veces te pasas, ¿sabes?

Tenía el rostro congestionado y golpeaba la mesa con el puño.

—¿Te has creído que a mí me gusta? —replicó De Gier, con la cara igual de encendida—. ¿Quién le ha dicho al brigada que a mí me gustaban los pájaros? Ya sabes que en el ferry sólo estaba bromeando. ¿Qué sé yo de negretas, cormoranes y lo que sea? Apenas unos cuantos nombres que se han quedado por casualidad en la memoria. Necesitamos a este hombre, ¿verdad? Y no podemos ofenderle rechazando su invitación, ¿verdad? Tampoco me gusta beber jenever tan temprano, pero he aceptado para no ofenderle. Y no me gusta jugar al billar. Y te aseguro que no tengo la menor intención de ir a meterme en el barro mientras tú estás roncando en tu hedionda cama.

Grijpstra había comenzado a reír antes de que De Gier terminara su parrafada, y este, tras tratar infructuosamente de intimidarlo con la mirada, acabó haciendo lo mismo. A los pocos instantes, ambos hipaban y daban palmadas en la mesa entre incontenibles carcajadas.

Grijpstra pidió a gritos otra ronda de jenever y terminaron jugando al billar, riéndose entre dientes cada vez que se miraban.

—A las tres y media de la madrugada —dijo De Gier.

—Prométeme que no se lo dirás nunca a nadie.

—Prometido —respondió De Gier.

Se estrecharon la mano y pasaron al comedor para tomar un tardío almuerzo.

A las nueve de la noche dormían profundamente, agotados tras treinta partidas de billar y unos siete u ocho vasos de jenever fría por cabeza.