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—Sí —dijo el inspector jefe Silva—. Le contaré todo lo que sé. Hay cosas que las he averiguado hace poco y hay cosas que las he sabido desde hace tiempo, pero aun sumándolo todo puede que no signifique nada.

El commissaris se estremeció y Silva manifestó de inmediato su preocupación.

—No se habrá resfriado, ¿verdad? Es este maldito aire acondicionado. Es un alivio, desde luego, pero no deja de ser también un peligro. No estamos en la mejor temporada y afuera el calor llega a ser agobiante, pero aquí en la oficina hace demasiado frío. Bajaré un poco la potencia.

—No, no —se apresuró a protestar el commissaris—. Me encuentro perfectamente; mejor, en realidad, de lo que me he encontrado desde hace tiempo. Aunque es probable que me haya estremecido por el cambio de temperatura, en efecto.

—Muy bien. María de Sousa. Pero la cosa es complicada. ¿Cómo podría empezar a explicarle lo que ocurre aquí en la isla? La llamamos «isla», es una palabra española. Aquí se cruzan y entrecruzan tantas influencias que el clima, el clima mental quiero decir, posee un peculiar carácter propio. Un carácter muy extraño.

Hizo una pausa, y el commissaris esperó.

—Para empezar, todo el mundo conoce a todo el mundo. Yo conozco personalmente a María, pero aunque nadie nos hubiera presentado, aunque no hubiéramos asistido a las mismas fiestas ni nos hubiésemos encontrado en la playa, igualmente la conocería de nombre. Y ella habría oído hablar de mí. Si le hubiera mencionado mi nombre, en Amsterdam, ella habría podido contarle una larga historia sobre mi vida, probablemente cierta en lo fundamental aunque algunos de los detalles resultaran muy exagerados. Aquí tenemos tendencia a la exageración.

—Sí —dijo el commissaris.

—María proviene de una buena familia. Su padre se dedica a los negocios, negocios legales. Es propietario de una firma mayorista. También se dedica al contrabando, pero aquí el contrabando no es ilegal, siempre y cuando no se trate de armas ni de drogas. Los colombianos traen mucho café sin pagar tasas de aduana, y nosotros estampamos en los sacos «Producto de Curaçao». Aquí no se cultiva café, por supuesto. Aquí no crece nada, excepto espinos, cactus y alguna que otra higuera en las viejas plantaciones donde hace muchos años que no se labra la tierra. El café de Curaçao se vende a precios muy competitivos, pero aun así los comerciantes obtienen un beneficio porque pueden ofrecerlo más barato que el café legalmente exportado del continente sudamericano. Los contrabandistas que traen el café también salen ganando, porque no pagan impuestos y el precio que nosotros les damos es más elevado que el que les ofrecen sus propios gobiernos. Pero nuestros comerciantes son muy astutos: no les pagan en dinero, sino en especies; en whisky y cigarrillos que los contrabandistas se llevan con ellos al regresar a su país.

—Ambas partes obtienen un beneficio —observó el commissaris— y no se quebranta ninguna ley local.

—Exactamente. Algunos de los comerciantes llegan a hacerse riquísimos.

—¿Tiene muchos hijos el anciano señor De Sousa?

Silva sonrió.

—Su esposa le ha dado tres hijas.

—¿Tiene otros hijos?

—Sí —respondió Silva—. Hay otros. Un comerciante rico siempre tiene amantes. Algunas de ellas viven en chozas de adobe en el cunucu, y otras viven en Miami en apartamentos de lujo.

—Continúe, por favor —le invitó el commissaris—. Lamento haberle interrumpido.

—Las hijas del señor De Sousa son muy hermosas y les resultó fácil encontrar maridos, maridos aceptables para el anciano. María fue la última en casarse, y se casó con un ingeniero, un auténtico holandés que durante uno o dos años se esforzó por fundar una pequeña fábrica en la isla hasta que al final se rindió. Tenía problemas laborales, es posible que nuestra mano de obra no sea muy eficiente, y aquí se pueden importar productos textiles de cualquier país del mundo. Los accionistas de la empresa para la que trabajaba le dijeron que lo dejara correr. El señor De Sousa no quedó muy complacido con el fracaso, pero no pudo hacer nada. María y su esposo se fueron a Holanda. Luego se divorció de él y no volvió a casarse. Nos llegaron algunos rumores. Al parecer llevaba una vida inmoral, pero como la llevaba muy lejos de aquí, a nadie le preocupaba. Solía venir un par de veces al año, y su padre acudía a esperarla al aeropuerto y la llevaba a casa. Su padre sí que se preocupaba. Apenas le dirigía la palabra. Al cabo de algún tiempo, dejó de ir a esperarla al aeropuerto. Hubo una pelea, él la llamó puta y dejó de acogerla en su casa, pero ella siguió viviendo. Se hospedaba en el mismo hotel en que se aloja usted ahora.

El commissaris se estremeció de nuevo y Silva abandonó su silla de un salto.

—Un momento —se excusó—. Le traeré un té muy caliente con un chorrito de ron y unas gotas de zumo de limón.

Silva permaneció unos minutos fuera del despacho, mientras el commissaris disfrutaba del panorama del puerto. Un sucio mercante de bandera venezolana estaba amarrado prácticamente bajo la ventana, separado de la comisaría sólo por la anchura del muelle. Un viejo con una barba amarillenta y una raída gorra alzó la mirada desde el puente. Cuando vio al commissaris, le gritó algo y blandió el puño; acto seguido, desapareció en la cabina y casi inmediatamente la chimenea del buque escupió una densa nube de humo y carbonilla que se esparció poco a poco hasta oscurecer la vista desde la ventana.

—Aquí está el té —anunció Silva.

—Alguien me ha amenazado con el puño —comentó el commissaris—. Un anciano de barba amarilla.

Silva se echó a reír y miró por la ventana.

—El viejo cabrón ha vuelto a las andadas. Probablemente ha creído que era yo el que estaba ante la ventana. Lo detuve una vez; estaba alborotando en un bar de postín y le hice arrestar. El tipo rompió una botella en la cabeza del sargento, conque tuvo que pasarse una temporada encerrado. Desde entonces, siempre procura atracar justo enfrente de la comisaría para asfixiarnos con sus humos, pero tenemos aire acondicionado y no nos importa. Cuando no está borracho, es un tipo muy agradable.

—¿No le molesta el hollín?

—No —dijo Silva—. El hombre es feliz así. A veces, me planto delante de su barco y le amenazo yo con mi puño.

El commissaris sorbió un poco de té y se rio entre dientes.

—¿Le ha gustado la historia? —quiso saber Silva.

—Sí. Muchísimo.

—Bien. De modo que María siguió volviendo a la isla a pesar de que ya no era bien recibida en la casa de sus padres. Yo entendía la actitud de su padre. Las mujeres que se van de la isla se vuelven más libres y nos parece que sientan un mal ejemplo para las que se quedan. Aquí, una mujer o es respetable o es una puta. Las madres son veneradas y los padres hacen lo que les da la gana. Al divorciarse de su marido, María se convirtió en objeto de críticas. Y no volvió a casarse, lo cual empeoró la situación. Era una mujer hermosa y educada, conque ¿por qué no se casaba otra vez?

—Sí —dijo el commissaris.

—Pensé que quizá tuviera un amante por aquí, pero parece ser que no lo tenía. Estuve indagando en el hotel y me aseguraron que jamás compartió su habitación con nadie. No lo habrían consentido, supongo. No es esa clase de hotel; ahí se alojan huéspedes importantes, como usted mismo.

—Gracias —contestó el commissaris.

Silva le dirigió una radiante sonrisa.

—¿Le ha gustado el té?

—Mucho.

—¿Quiere otro?

—Si no es molestia.

Cuando Silva abandonó el despacho, el commissaris se acercó de nuevo a la ventana y vio al capitán de la barba chillona paseando por su puente. Le saludó con la mano. El capitán corrió a su cabina y el commissaris se preparó a recibir otra descarga de hollín, pero el hombre regresó con unos gemelos. Dos grandes ojos de cristal se clavaron en el commissaris, que permaneció a la expectativa. El capitán bajó los gemelos y movió torpemente la mano, que, cuando apareció Silva en la ventana junto al commissaris, se convirtió de inmediato en un puño.

—Dejémosle un rato en paz —sugirió Silva—. Al pobre le dará un ataque al corazón o algo así. El año pasado entró corriendo en la comisaría, gritando que le perseguían todos los cangrejos de la isla con sus malignas y cortantes pinzas.

—Pobre hombre —musitó el commissaris, y volvió a tomar asiento.

—Oh, no se apiade de él. Es bastante viejo y ha llevado una buena vida en el Caribe. Se niega a reconocer que ya es viejo; por eso se tiñe la barba. Me gusta. Lo lamentaré cuando falte. También María le conocía. Alguna vez les vi hablando juntos. Seguramente le ofrecería un viaje gratis en su barco, pero no creo que ella llegara jamás a poner un pie en él. Su tripulación es una banda de locos.

—Con que María no tenía ningún amante.

—No aquí. Cuando supe que iba usted a venir, avisé a mis detectives, y supongo que ellos avisarían a todos sus contactos en la isla. La información que me proporcionaron parece concordar. María tenía dos motivos para seguir viniendo a la isla: la añoranza y sus relaciones con Shon Wancho.

—Ah —dijo el commissaris.

—No es lo que usted piensa. Shon Wancho es viejo, de unos setenta años quizá, y es negro. Tampoco María es completamente blanca. Aquí, casi nadie lo es. Yo mismo no soy del todo blanco.

—¿No? —se extrañó el commissaris.

—Tengo aspecto de blanco, ya lo sé, pero mi cabello es un poco demasiado crespo. Mi hermana es mucho más oscura que yo. Todo depende de las leyes de Mendel y de cómo se combinan los cromosomas. María es más oscura que sus hermanas. Shon Wancho es negro como el carbón. Es un hombre importante, un temido y respetado personaje local. Por eso no le llaman Wancho, sino Shon Wancho, un título de respeto, como el Don en español.

—Es un hechicero —afirmó el commissaris.

Silva golpeó su escritorio con cierta violencia.

—¿Lo sabía?

El commissaris no contestó, pero sacó un objeto envuelto en un pañuelo de papel. Deshizo cuidadosamente el envoltorio y depositó su contenido sobre la mesa de Silva.

—¿Sabe qué es esto?

Silva se puso unas gafas y examinó las raíces de mandrágora.

—No, nunca había visto nada parecido. Son raíces, eso está claro, y tienen un aspecto maligno. Es asombroso, ¿verdad?, lo mucho que se parecen a unos minúsculos hombrecitos. Esa ramita de ahí es muy parecida a un pene, y las piernas están perfectamente formadas, y tienen brazos y cabeza. ¡Y esos cuerpos velludos! Incluso tienen pelo en la cabeza, y esos puntos más oscuros son como ojos.

Se persignó.

—Sí —asintió el commissaris—, a mí también me asustan. Las encontramos en la casa flotante de María van Buren. También encontramos plantas, plantas de brujería. Las cultivaba en macetas, en los alféizares de sus ventanas. Las raíces son de mandrágora, y se dice que tienen un gran poder.

—De modo que la tenía por sospechosa de hechicería.

—Eso no es ningún delito —objetó el commissaris—, o sea que no podíamos tenerla por sospechosa. La magia negra sigue practicándose y ya hemos tropezado con ella antes: figuritas con agujas clavadas, gente que recoge las uñas y el pelo que otra gente se ha cortado. Quizá sea más frecuente aquí, pero puede que en Europa vuelva a ponerse en boga. Los hippies parecen fascinados por ella, y el culto de las drogas, al parecer, está relacionado con la magia negra.

—¿Y estas son raíces de mandrágora? Nunca había oído hablar de la mandrágora.

El commissaris le contó a Silva lo que sabía de esta planta y Silva escuchó con atención.

—Es grotesco. Y estaba usted en lo cierto: Shon Wancho es un hechicero. Vive él solo en una choza de adobe en el extremo norte de la isla, cerca de Westpoint. No sale de allí casi nunca, pero la gente va a verle.

—¿Lo conoce usted? —inquirió el commissaris.

—Sí. No es que le conozca bien, pero he hablado con él. Hace algún tiempo hubo una muerte y fui a su choza para preguntarle si había visto algo. Resultó que no tenía ninguna relación con el caso. Fue una riña de borrachos, y el homicida se presentó voluntariamente al día siguiente.

—¿Y qué opinión se formó del señor Wancho?

Silva se pasó una mano por la cara.

—Me gustó. Sí, de veras me gustó. Tiene una cara hermosa, muy serena y pacífica. A decir verdad, quedé sumamente impresionado y muchas veces he vuelto a pensar en él.

—¿No cree que sea un hombre malvado?

—No. En absoluto. Me dio la impresión de ser una persona que se conoce a sí misma, y por consiguiente conoce a los demás. Creo que Sócrates dijo algo así. La mayor hazaña consiste en conocerse a uno mismo. Yo diría que Shon Wancho es un sabio.

—¿Y María iba a visitarlo?

—Así es, según mis informes. Cada vez que venía a la isla, alquilaba un automóvil y todos los días iba hasta su choza. Salía del hotel después de desayunar y regresaba antes del anochecer. Pero no sé qué iba a hacer allí. Eso sólo lo sabe Shon Wancho. Su vivienda está cerca del mar, oculta tras unos acantilados, y no creo que nadie se atreviera a espiar al viejo.

—Hmmm —musitó el commissaris—. Tendré que acercarme hasta allí.

—Quizá sea conveniente.

—Y tendré que ir a ver a su padre. Supongo que ya estará enterado de que ha muerto.

—Nosotros se lo dijimos —le aseguró Silva.

—¿Sabe que fue asesinada?

—Lo sabe. Quedó muy afectado, aunque intentó disimularlo.

—Tendré que alquilar un coche.

—No —protestó Silva—. Le proporcionaré un coche de la policía y un chófer.

—Preferiría un mapa de la isla. Veré más cosas si debo orientarme yo solo.

—Como guste —asintió Silva—. Bajaré al garaje con usted y le daremos un coche sin distintivos.