El aparato de la KLM inició el descenso hacia el aeropuerto Plesman, en Curaçao, y el commissaris despertó de su sueño. Su rostro pequeño y enjuto parecía casi anhelante, y él mismo aceptaba su propia excitación con comprensiva indulgencia. No había viajado mucho en su vida, aunque le habría gustado hacerlo, y aparte de la costa del sur de Francia, donde había pasado varias vacaciones con su familia —primero en hoteles baratos y luego en una casita de alquiler—, sólo conocía el mundo por los libros que coleccionaba, comprándolos en los puestos de segunda mano de Old Man’s Gate, en el barrio antiguo. Nada más llegar a su casa para decirle a su esposa que partía a la mañana siguiente, había estado hojeando unos cuantos que hablaban de Curaçao, y mientras ella se afanaba con el equipaje y buscaba su pasaporte y sus medicamentos, él volvía las páginas de un delgado volumen escrito por un poeta que había vivido en la isla. Leyó los versos en voz alta, repitiendo algunas de las palabras.
—Cunucu —dijo el commissaris.
—¿Sí, querido?
—Cunucu quiere decir los yermos, los yermos de Curaçao.
—¿Yermos? —preguntó su esposa.
—Campos en los que no vive nada —explicó el commissaris—. Sólo cactus, supongo, y tal vez algunas cabras. Antes había bosques e indios.
—Ah —dijo su esposa, doblando una camisa—. ¿Quieres muchas corbatas?
—No muchas. Me pregunto quién talaría los bosques. Espero que fuesen los españoles. Ellos estuvieron allí antes que nosotros, ya sabes.
—¿Y los indios? —preguntó su esposa.
—Ya no queda ninguno.
—¿Dónde se fueron? —inquirió ella, embutiendo unos cuantos calcetines en un rincón de la maleta.
—Supongo que los asesinamos. O quizá lo hicieron los españoles.
—Ah.
—Una tierra de saltamontes y profetas —leyó el commissaris en voz alta—. ¿Qué querrá decir eso? —Se volvió hacia su esposa, pero esta ya había dejado de escucharle.
En aquellos momentos estaba contemplando el cunucu —una reseca llanura parduzca que se extendía kilómetros y kilómetros— con la nariz aplastada contra la ventanilla. Los arbustos espinosos y los grandes cactus de color verde claro parecían haber sido arrojados al azar. Un país desolado, pensó, pero entonces vio la línea de la costa y cambió de opinión. El mar rompía contra ásperos acantilados, alzando chispeantes oleadas de rítmica espuma, frescos y transparentes telones inundados de sol. «Maravilloso», pensó el commissaris, frotándose las manos. «Tengo que llegarme hasta allí. Alquilaré un coche e iré yo solo».
Vio la carretera, una angosta franja de alquitrán que bordeaba la costa. Había unos cuantos coches. El avión volaba ya muy bajo y la vista era perfecta. Divisó un viejo negro a lomos de un borrico. También pudo ver el aeropuerto y una hilera de aviones anticuados, unos bombarderos que recordaba haber visto durante la guerra. Reconoció las insignias holandesas pintadas sobre sus grises fuselajes. Bombarderos holandeses en una isla del Caribe. Meneó la cabeza. Pero seguía estando entusiasmado. Había mucho que ver, mucho en lo que pensar más tarde, cuando estuviera de vuelta en su jardín de Amsterdam, luchando contra el dolor de sus piernas. En ese mismo instante se dio cuenta de que el dolor había cesado. No sentía el menor dolor, ni siquiera la leve punzada en los huesos que durante los últimos cinco años le había acompañado constantemente. Esta constatación le sorprendió. No sentía dolor. Se vio instalado permanentemente en la isla, en una casita o incluso en una choza de adobe como la que acababa de ver en el cunucu. Pasaría el tiempo sentado a la sombra de un árbol, fumándose un cigarro, y no sentiría dolor. Pero entonces regresó la punzada y el commissaris se encogió de hombros.
—Silva —se presentó el hombretón de rostro bronceado mientras estrechaba cuidadosamente la mano del commissaris—. Es un honor. Hace mucho tiempo que no doy la bienvenida a ningún oficial de la policía holandesa. ¿Ha tenido un buen viaje?
El commissaris sonrió y farfulló una frase de cortesía. Estaban de pie en el bar del aeropuerto.
—¿Jenever? —preguntó Silva—. ¿O prefiere ron? Aquí, la bebida es el ron.
—¿Producen ron en Curaçao?
—Dos daiquiris —ordenó Silva al camarero—. No —contestó—, aquí no producimos nada. El ron viene de Jamaica, envasado en bidones. Jalea de ron. La diluimos con agua en una pequeña factoría, en algún lugar de la isla. ¡A su salud!
Bebieron, y el commissaris chasqueó los labios. El cóctel helado pasaba muy bien. La punzada en las piernas había desaparecido de nuevo. Se preguntó si debería comentárselo a Silva; de pronto, se sentía muy amistoso.
—Silva. Un apellido portugués, ¿verdad?
Silva asintió.
—Sí. Hay muchos apellidos portugueses en la isla, y españoles, e ingleses. Pero soy holandés. Nací aquí, pero estudié en Holanda y regresé. La mayoría de los que se van no vuelven nunca.
—Le gusta su isla —dijo el commissaris.
—Sí. Amo esta isla. Por supuesto, no es más que una roca pelada.
El commissaris tomó otro sorbo de ron y contempló a aquel hombre de saludable aspecto, tratando en vano de clasificarlo. Ninguna de las categorías generales que su cerebro almacenaba parecía corresponderle. Era como si perteneciese a una especie humana distinta, a pesar de sus ojos azules y su cabello castaño oscuro. No era la primera vez que veía un hombre sano y atezado, de ojos azules y cabello castaño oscuro. Se trataba de un policía, sin duda. Eso estaba muy claro. Lo habría identificado como un policía en cualquier lugar, pero cuando quiso decidir qué rasgo en particular era el que delataba a Silva como policía, se encontró de nuevo a tientas. Bueno, ya lo descubriría más adelante.
—¿Una roca pelada? —preguntó—. Pero deben de tener playas, ¿no? El mar lo rodea todo.
—Sí, el mar está ahí —asintió Silva—, corroyendo constantemente nuestros cimientos. La roca tiene forma de seta, sostenida por un estrecho tallo, y el mar no cesa de erosionarlo. Un día, el tallo se romperá y nos hundiremos todos. Pero la roca en sí está pelada. Hay unos cuantos hoteles y refinerías, y los turistas y petroleros se gastan aquí su dinero, mientras nosotros holgazaneamos, bebemos un poco, jugamos un poco, charlamos de esto y de aquello y mañana será otro día.
—Eso suena estupendo —dijo el commissaris.
A Silva se le iluminó la cara, y tocó ligeramente el antebrazo del commissaris.
—Creía que a ustedes, los holandeses, no les gustaban los ociosos.
—Nos gustan, cuando somos lo bastante sinceros para reconocerlo. Pero usted también es holandés, según me ha dicho.
—Holandés de la isla; es otra variedad.
Un agente de policía trajo la valija del commissaris, y este se quedó mirando su uniforme azul. Silva advirtió cómo lo miraba.
—¿Reconoce el uniforme?
—Es idéntico —respondió el commissaris, atónito—. Exactamente igual. Es nuestro uniforme. Suponía que irían ustedes de caqui, con pantalones cortos y correajes de piel.
—Tengo uno igual en casa —dijo Silva.
—Y yo también —afirmó el commissaris, todavía sorprendido.
Pero el paisaje que se veía desde el automóvil no tenía nada que ver con los verdes prados de Holanda. Las lomas desnudas ocultaban el horizonte; algunos chiquillos de raza negra cuidaban de un pequeño rebaño de cabras.
—Las llamamos chotas —explicó Silva—. Su leche sabe muy bien, y el queso, si se acostumbra, es aún mejor. La leche de vaca es cara; bebida para macambas.
—¿Macambas?
—Un macamba es un holandés, un holandés nacido en Holanda que no conoce la lengua local, el papiamiento, una mezcla de muchos idiomas.
—Con que soy un macamba —comentó el commissaris—. No lo sabía.
El agente se echó a reír.
—Macamba es una palabra fea, señor.
—¿Un insulto?
—Sí —contestó Silva—. Los auténticos holandeses no son muy apreciados. Ellos ganan todo el dinero.
—Pero a usted lo aceptan.
—Yo soy de la isla —adujo Silva—. Aquí nací y aquí me crie, con ron y leche de chota. Hablo el idioma. Entiendo a los pobres de la isla. Si no fuera así, jamás conseguiría resolver ni un solo caso.
—¿Le dan mucho trabajo?
—No, en realidad no. La isla es pequeña: ciento cuarenta mil habitantes en menos de ochocientos kilómetros cuadrados. Todo el mundo lo sabe todo. Alguna que otra riña, algún que otro robo, y nada más. Pero la isla es peligrosa; siempre existe el peligro de una explosión. Demasiada miseria, demasiado poca seguridad y una gran mezcla de razas. En otros tiempos, esta isla fue el centro de la trata de esclavos, y nadie lo ha olvidado.
—Comprendo —dijo el commissaris. Estaba tratando de imaginar cómo debió de ser la isla cuando las primeras naves españolas divisaron sus costas. Según sus libros, tenía que estar cubierta de árboles. «Somos nosotros», reflexionó el commissaris. «Somos la maldición del planeta; la tierra aún sería hermosísima si no hubiera existido el hombre».
Llegaron a la capital, acercándose a Willemstad desde el norte. La ciudad parecía limpia, hecha de villas y jardines. Algunas de las casas eran de estilo holandés del siglo XVII, pero no así sus colores. Era la primera vez que el commissaris veía una casa de gabletes pintada de rosa, de amarillo o de verde pálido.
—Una ciudad encantadora —observó, y resultó claro que decía lo que pensaba. Silva sonrió y le tocó de nuevo el antebrazo. «Menos mal que De Gier no está aquí», pensó el commissaris. «Es la clase de gesto que imitaría al instante». Pero no le molestaba. Aún seguía sintiéndose amigable.
—Lo llevo a un hotel cercano a mi oficina, en Punda, al otro lado del puerto. Podrá tomar un baño, descansar un poco y quizá comer alguna cosa. Nos encontraremos más tarde, si quiere, o mañana por la mañana.
El commissaris cerró la puerta del cuarto tras el sonriente y rollizo negro que había cargado su maleta y subido una bandeja con un gran vaso de zumo de naranja y una cafetera llena. El mundo era todo suyo hasta la mañana siguiente, cuando debía reunirse con Silva en la comisaría de policía. No hacía falta que se preocupara por el caso esa misma noche. De todas formas, iba a quedarse varios días en aquella isla misteriosa, que sería la culminación de todos sus viajes imaginarios a través de los libros. Estaba —pensó mientras miraba por la ventana hacia el muelle iluminado por farolas, donde veía, por entre los coches que pasaban, las siluetas de las goletas atracadas en una ordenada fila— muy alejado de su rutina ordinaria. Aun preguntándose si la idea no sería excesivamente descabellada, se dijo que había muerto y vuelto a renacer. Aquella isla, aquella roca pelada, en palabras de Silva, aquella roca rodeada por un mar tropical, no admitía comparación alguna con el fértil humus cubierto y protegido por las bajas nubes grises que habían frustrado pero también resguardado su mente durante más de sesenta años. Mientras bebía el zumo de naranja, se sintió muy próximo al origen de todo lo que había confundido sus anhelos de saber, muy próximo al terrible secreto. Sonrió y se frotó las piernas, que seguían sin dolerle. Terrible, desde luego. El secreto de la vida, que jamás había resuelto, tenía que ser terrible. Pero no sentía ningún temor. El zumbido del potente acondicionador de aire que regulaba la temperatura del cuarto comenzó a irritarle, de modo que lo desconectó y abrió las ventanas. En el muelle ya no había tantos coches como antes, y las voces de los tripulantes de las goletas llegaban hasta el hotel. Voces resonantes que hablaban en español. Parecían estar disputando. «¡La vaina! ¡No joda, hombre! ¡Santa Purísima!». Obscenidades, sin duda, pero le gustaba su sonido. Las dos últimas palabras, pronunciadas por una voz aguda y entrecortada, debían de referirse a la Virgen. Un hombre, aturdido por el ron y por la fatiga de un día de trabajo en alta mar, invocaba a la madre. La madre de todos nosotros, asintió para sí el commissaris; también mi madre, madre del pantano, madre de la roca. Madre sagrada, que se cuida del marinero y de mí, la vieja comadreja que ha jurado atrapar al conejo asesino. Porque el asesino sería atrapado, de eso no le cabía la menor duda. María van Buren, la exquisita prostituta de Amsterdam, la víctima cuya muerte debía ser vengada. El orden había sido alterado, y el orden sería restaurado. No podemos consentir que nadie lance un puñal contra la espalda viviente de un conciudadano. Suspiró y removió el café, palpándose mecánicamente los bolsillos en busca de su latita de cigarros. ¿Realmente le importaba? Quizá sí; quizás a alguna parte de su mente le importaba.
Las voces se apagaron y percibió el sonido de las suaves olitas que lamían la madera de las goletas. El suave oleaje que erosionaba los cimientos de la isla. En su país, el mar lamía sin cesar los diques, esperando pacientemente la llegada del día en que podría inundar las marismas y acabar con la vida de sus moradores, creando un nuevo espacio vital para sus propios habitantes; para los tiburones y las tortugas, para los delfines y los innumerables animalillos que se convertirían en los nuevos pobladores de Amsterdam, que cubrirían sus calles, sus edificios y sus puentes de conchas y de algas ondulantes, que entrarían y saldrían a placer por sus rotos ventanales.
Cerró de nuevo las ventanas, conectó el aire acondicionado y abrió el grifo de la bañera. Al poco rato se hallaba placenteramente sumergido, aspirando con satisfacción el humo de su cigarro. Y, cuando la ceremonia del baño hubo terminado y la colilla del cigarro quedó apagada en el cenicero, el commissaris se deslizó entre las sábanas, apagó la luz y suspiró, y antes de que concluyera el suspiro ya se había sumido en la nada, hundiéndose por un agujero en su conciencia, y había dejado de existir.
Tuvo la impresión de que despertaba en el mismo instante, pero habían transcurrido ocho horas, de modo que se afeitó, se vistió y salió de la habitación enfundado en un traje nuevo de shantung que su mujer le había comprado delante suyo y que pensaba estrenar durante sus próximas vacaciones en Francia, unas vacaciones varias veces pospuestas a causa de su vacilante salud.
Desayunó a solas, ingiriendo una abundante comida a base de tomates y huevos fritos con salchichas y bacon, y luego consultó su reloj. Aún disponía de varias horas antes de reunirse con Silva en la comisaría de policía. En el patio del hotel, el rollizo camarero del servicio de habitaciones jugaba con un perrito y le hablaba en papiamiento. Los muros del patio estaban cubiertos de enredaderas con una amplia profusión de flores multicolores entre las que el commissaris reconoció a las buganvillas, que mezclaban el sutil violeta de sus pétalos con los chillones rojos y amarillos y los chispeantes azules de sus compañeras. Cruzó el muelle, contempló las goletas y se detuvo a examinar sus cargamentos de verduras, atractivamente expuestos bajo toldos de lona a rayas. Un indio se dirigió a él a gritos para recomendarle la calidad de sus coles.
—No, gracias —respondió el commissaris en inglés—. Me alojo en el hotel, ya me entiende. ¿De dónde es usted?
El indio señaló hacia el mar.
—De Colombia.
—Comprendo —asintió el commissaris con una inclinación de cabeza. El hombre le devolvió la sonrisa—. Tiene una embarcación muy hermosa.
—Espere —dijo el indio de repente, y corrió hacia el camarote. Regresó al poco con un paquete de cigarrillos, que entregó al commissaris—. Cigarrillos de mi país. Muy buenos. Tabaco negro con azúcar. Le gustan.
El commissaris cogió el paquete y le dio vueltas entre sus manos. Mostraba la cabeza de un indio, crudamente dibujada. El commissaris leyó la marca «Pielroja».
—¿Cuánto vale?
—No. Regalo. Para usted.
El commissaris se guardó el paquete en el bolsillo, estrechó la mano del indio y se alejó lentamente. Santa Purísima, pensó el commissaris, madre sagrada. Dos de tus hijos acaban de encontrarse. Cruzó el puente que unía las dos partes de Willemstad y, a su derecha, vio el puerto donde atracaban los blancos cruceros, los petroleros de las refinerías y los mugrientos cargueros de servicio irregular, tan a salvo como si estuvieran amarrados en un lago interior. Al otro lado se veían los escaparates de las tiendas. Era temprano, aún no habían dado las nueve, pero los comerciantes judíos ya habían abierto y estaban esperando a sus clientes, sudando tras los mostradores, con las axilas empapadas, o de pie en la calle, delante de la puerta. El commissaris examinó un escaparate de alimentos en conserva. Todo parecía proceder de los Estados Unidos.
—Buenos días —le saludó el vendedor—. ¿Puedo servirle en algo? Tengo unas excelentes fresas al natural, y latas de nata holandesa. Su esposa quedará muy complacida si le lleva alguna.
—Mi esposa está en Holanda —explicó el commissaris—. Sólo he venido a pasar unos días.
—Holanda —dijo el vendedor—. En Holanda hay fresas frescas. Mi sugerencia no ha estado muy acertada. ¿Qué talla usa su esposa? Tengo algunos vestidos de batik de Singapur.
El commissaris compró un vestido de batik. Era caro, y el vendedor le rebajó un diez por ciento aunque el commissaris no había dicho nada.
—¿De dónde es usted? —le preguntó al vendedor.
—De Polonia. Llegué durante la guerra.
—Antes de la guerra —le corrigió el commissaris—. Querrá usted decir antes de la guerra.
—No —insistió el vendedor—, durante la guerra. En 1941. Vine en un buque que tuvo que navegar durante mucho tiempo porque en ninguna parte nos querían. Todos éramos judíos. Al final, nos admitieron en Curaçao. Ya no nos quedaba combustible ni dinero, y no podíamos ir a ningún otro sitio.
El commissaris meneó la cabeza.
—¿Es feliz aquí?
El vendedor estaba envolviendo el vestido y tardó en responder.
—Sí. Soy feliz. Estoy vivo. Me gano la vida. ¿Y usted? —preguntó a continuación—. ¿A qué se dedica usted?
—Trabajo para el gobierno —contestó el commissaris.
—Eso es bueno —aprobó el vendedor—. Siempre es bueno trabajar para el gobierno y, por lo que he oído, Holanda tiene un buen gobierno. Doblemente bueno, pues. Es usted afortunado.
—Sí —admitió el commissaris, y se guardó el paquete bajo el brazo—. Gracias. Buenos días.
—Shalom —dijo el vendedor.
—Shalom significa «paz», ¿no es eso? —inquirió el commissaris.
—Paz —asintió el vendedor—. Paz para usted.
«Madre Santa», se dijo el commissaris, «no te pases. Si hoy vuelvo a encontrarme con otro de tus hijos, me echaré a llorar».
Pasó ante una iglesia y decidió entrar. Un sacerdote de raza negra estaba haciendo algo frente al altar. Una empalagosa estatua de María dominaba el pequeño recinto, con un vestido de yeso rosado, azul celeste y morado bajo una faz ridícula e inane.
«Así es cómo te vemos, Madre Santa», pensó el commissaris, y salió de la iglesia. Pero había permanecido cinco largos minutos en contemplación, y el sacerdote se había vuelto y había visto al anciano que miraba la estatua, vestido de shantung y con un paquete bajo el brazo, y se había persignado al reconocer una fe que él mismo sentía a menudo, y era un buen sacerdote a pesar de que se hubiera emborrachado la noche anterior y perdido parte de su menguado salario en una partida de póker.
Una mujer obesa abordó al commissaris en la calle.
—¿Números? —preguntó, agitando una libreta ante su rostro.
—No, gracias, señora —contestó el commissaris.
—¿No juega a los números? Así no tendrá suerte, macamba. Los números de hoy son buenos, ganará un montón de dinero y podrá irse a Campo a buscar una mujer hermosa como yo.
—¿Campo? —repitió el commissaris.
La mujer rompió en una franca carcajada.
—¿No conoce usted Campo Alegre, el barrio de las putas, el paraíso de Curaçao? ¿Cuánto tiempo lleva en la ciudad?
—Llegué ayer.
—Aún tiene tiempo —comentó la mujer.
Le dio un par de florines y juntos pensaron en un número y la mujer lo anotó en su libreta con un pequeño cacho de lápiz. El commissaris se descubrió y ella le dio un apretón en el antebrazo. La mano de la mujer obesa era robusta, y el apretón le dolió. «Todo el mundo hace lo mismo», pensó él. «Pronto voy a tener el brazo lleno de moretones».
Siguió paseando lentamente, cargado con su paquete marrón, y se detuvo a tomar más café y zumo de naranja. Se fumó un cigarro sentado en una silla de mimbre en plena acera, frotándose las piernas que no le dolían, y se preguntó qué diría su mujer si le anunciara que se iban a vivir allí. Finalmente, se encontró de nuevo en el hotel, donde se desnudó, se duchó y volvió a vestirse.
—Buenos días —dijo Silva, tocándole el antebrazo con gentileza y dándole unas palmaditas en el hombro—. ¿Ha dormido usted bien? Es la primera vez que visita los trópicos, ¿no es cierto?
—Sí —respondió el commissaris—. He dormido muy bien. Incluso he salido a dar un paseo esta mañana.
—Debe de resultar muy interesante ver la isla por vez primera. ¿Qué ha estado haciendo?
El commissaris le narró algunas de sus aventuras y Silva le escuchó con una sonrisa, animándolo a continuar.
—Lo ha hecho muy bien —dijo al fin—, y el indio le ha regalado un paquete de cigarrillos. Asombroso. Sólo vienen aquí para estafarnos con sus verduras, que nos venden a precios escandalosos porque saben que no podemos comprarlas en ninguna otra parte, y luego se van a su casa riéndose de nosotros. Pero uno de ellos le ha hecho un regalo. Permítame ver los cigarrillos, por favor.
El commissaris le entregó el paquete y Silva lo sostuvo en la palma de su mano.
—«Pielroja» —observó—, unos cigarrillos excelentes. A menudo les digo a los comerciantes que deberían tenerlos en stock, pero prefieren importar esas marcas norteamericanas que saben todas igual.
—Puede quedárselo. Yo sólo fumo cigarros.
—No —rehusó Silva, devolviéndole el paquete—. Debe usted llevárselo a casa para enseñarlo a sus amigos. Yo voy de vez en cuando a Colombia y los compro allí. Pero es usted muy amable. Se lo agradezco. Ahora —prosiguió Silva—, querrá usted hablar de María van Buren, antes llamada María de Sousa y actualmente muerta.
—Sí.
—Me alegro de que haya venido —comentó Silva—. Resulta difícil hablar con la gente por teléfono, especialmente cuando uno no sabe con quién está hablando. Esta islita nuestra es un laberinto, y ¿cómo puede explicarse un laberinto cuando se habla ante un pedazo de plástico?
—Es difícil —reconoció el commissaris.
—Pero ahora está usted aquí y puedo verle la cara. Ahora es más fácil.
—Hábleme de ella, se lo ruego —le urgió el commissaris.