—Abróchate la camisa —dijo Grijpstra—. Se te ve la camiseta. La camiseta naranja.
Parecía asombrado.
—¿No has visto nunca una camiseta naranja? —preguntó De Gier.
—No, ni quiero verla.
De Gier se llevó las manos a la pechera.
—Se ha caído el botón —observó Grijpstra, mirando más de cerca—. ¡Ja!
—¿Qué significa ese «Ja»?
—Estás engordando —sentenció Grijpstra, con aire de triunfo.
De Gier se levantó de un salto y abandonó la habitación. Grijpstra corrió en pos de él. Encontró a De Gier contemplándose en el espejo de cuerpo entero que habían instalado en el corredor por orden de un jefe de policía que deseaba que sus hombres tuvieran un aspecto pulcro.
—Adopta una postura normal —le indicó Grijpstra—. ¡Respira! Si retienes el aire, te asfixiarás.
—Gordo —masculló De Gier.
—Un poco gordo —le corrigió Grijpstra—. Es la edad. Los músculos se reblandecen y el estómago empieza a sobresalir poco a poco. No te preocupes.
—No.
—Pero puede empeorar. Yo tenía un tío con una figura parecida a la tuya. Al final, tuvo que ponerse un corsé.
—¿Y qué le pasó a tu tío? —quiso saber De Gier.
—Oh, se murió. ¿Por qué?
—¿A qué edad?
—A los cuarenta y ocho o cuarenta y nueve, me parece.
—¿De qué?
—De vanidad —respondió Grijpstra—. De pura vanidad. De tanto mirarse al espejo. Cada vez estaba más gordo y se compraba corsés cada vez más fuertes, y un día le estallaron las venas del cuello. Pero ¿qué te importa a ti lo que le pasó a mi tío? ¿Has leído la nota del commissaris que hay sobre mi escritorio?
—Sí —contestó De Gier—. Yo siempre leo todas las notas que hay sobre tu escritorio. Se ha ido a Curaçao y no volverá hasta dentro de unos días y nosotros debemos seguir con la investigación.
Grijpstra asintió.
—Entonces, ¿qué piensas hacer?
—Sígueme.
De Gier le siguió y fueron a parar junto a la máquina de café, donde Grijpstra esperó hasta que De Gier hubo encontrado las monedas adecuadas.
—Ya te he seguido —observó De Gier—. ¿Y ahora qué?
—No sé —dijo Grijpstra—. Podríamos telefonear otra vez al señor Holman y pedirle que venga a vernos.
—Ya lo hicimos ayer.
—Y anteayer.
—Si tiene que venir hoy, volverá a llorar.
—No ha sido él —decidió De Gier.
Grijpstra se apoyó contra la pared encalada y tomó un sorbo de café.
—¿Por qué no ha sido él? Al final reconoció que había visto a la señora Van Buren a solas, ¿verdad? Al principio decía que siempre la visitaba acompañado por su hijito, pero luego admitió que había ido a verla él solo.
—Únicamente los domingos por la mañana.
—Eso es lo que él dice, pero ¿por qué no habrían podido hacer el amor los domingos por la mañana? ¿Qué tienen de malo los domingos por la mañana?
—¿Ese gordo?
—Desengáñate —replicó Grijpstra—. No está tan gordo. No más de lo que vas a estarlo tú dentro de unos años. Y tiene una cara simpática y agradable. Quizás él le proporcionaba cierta sensación de seguridad. Quizás ella lo mimaba. No creo que pudiera mimar a sus amantes de pago. Tanto el coronel como el diplomático y nuestro amigo Drachtsma son altos, de complexión robusta, guapos y dinámicos. Puede que ella se cansara de sus siluetas y sus músculos, y entonces el jovial señor Holman se convirtió en su verdadero amante. Los domingos por la mañana.
—Exacto —asintió De Gier—. Maravilloso. Muy romántico. Se tomaban una taza de café, o de cacao caliente, o de leche con miel y nuez moscada, luego hacían perezosamente el amor y luego él se iba corriendo a su casita.
—Sí. Pero al final se cansó de ella y ella le amenazó con contárselo todo a su mujer, de modo que él se pasó un par de días sudando hasta que por fin se decidió y comenzó a practicar con sus dardos. Luego, un día, encontró ese magnífico y perverso cuchillo en una tienda de segunda mano del barrio antiguo y se lo llevó a casa y estuvo practicando una o dos horas y el sábado pasado fue a verla y se lo clavó en la espalda. ¡Zas! ¡Chof!
—No —protestó De Gier.
—¿Por qué no? Es un tipo violento. Un muchachito pisa una flor de su jardín y del golpe que le da tienen que llevárselo al hospital con el cráneo roto. Además, no es de fiar. Su patrón se fio de él y el tipo le robó un par de miles de florines cuando creía que nadie estaba mirando. Ya has leído su expediente, ¿no?
—He leído su expediente.
De Gier se acercó a la ventana y miró hacia el patio, donde cuatro coches robados, encontrados por la patrulla nocturna, esperaban a sus legítimos propietarios. Se rascó pensativamente el trasero.
—¿Y?
—Puede ser. Pero no lo creo. Tal vez tengas razón. El hombre se halla en un estado lamentable. Cada vez que le hacemos una pregunta, se enjuga la cara con ese gran pañuelo suyo y se le llenan los ojos de lágrimas y acaba echándose a llorar. No tiene coartada. Pero lanzó tu estilete contra la caja de puros del commissaris. Eso fue una tontería, ¿no crees?
—Sí —admitió Grijpstra—, fue una tontería. Pero tarde o temprano nos habríamos enterado de su afición a los dardos. Sabía que nos enteraríamos, conque quizá fue una muestra de astucia por su parte.
—Además de amante, un genio —comentó De Gier.
—Tiene un negocio de frutos secos, ¿recuerdas? Se instaló por su cuenta después de haber estado dos veces en la cárcel. Dirige él mismo su negocio, y lo hace tan bien que es propietario de una bonita casa y de un flamante Rover rojo. El Rover es un automóvil bastante lujoso. He llamado a dos de sus clientes, fingiendo que deseaba informarme sobre su crédito comercial, y los dos me han hablado muy bien de él. Se encarga personalmente de todas las compras y las ventas, y sólo tiene una empleada; una vieja solterona que atiende al teléfono cuando él no está. Estoy convencido de que es un hombre inteligente: para levantar un buen negocio en pocos años hace falta cerebro. Y disciplina.
—¿Crees que deberíamos detenerle?
—No —respondió Grijpstra—. Sólo podríamos retenerlo unos cuantos días. No existe ninguna prueba. Hemos de conseguir que confiese.
—¿Jugar con él al gato y el ratón? ¿Hacerle venir todos los días, darle un respiro, hacerle venir de nuevo? ¿Telefonear a su casa para hacerle preguntas extrañas?
Grijpstra no contestó.
—Es un juego sucio, ya lo sabes. La última vez que lo hicimos, el hombre tuvo un ataque de nervios y su esposa estuvo a punto de divorciarse de él, y luego resultó que era inocente.
—Sí —admitió Grijpstra—. Jamás olvidaré ese caso.
—¡A la mierda con todo! —exclamó De Gier—. El jefe se ha ido y no tenemos ningún plan concreto para hoy. Vámonos.
—¿Adónde?
—A mi piso —respondió De Gier.
Llegaron al piso al cabo de un cuarto de hora, y De Gier puso un disco para que lo escuchara Grijpstra y se encerró con Oliver en la cocina. Oliver maulló y arañó la puerta.
—Ya te meterás con él luego. Déjame preparar unas tortitas.
—Tortitas —anunció al poco rato—. Sé que te gustan las tortitas. Puedes comerlas con jamón, con miel o con mermelada. Y aquí tienes café del bueno. Puedes fumarte un buen puro, si quieres. Apoya los pies en esa silla.
—Sí —dijo Grijpstra—. Aceptadas todas las sugerencias. Ponles mermelada a las tortitas. Y vigila al gato.
Oliver estaba gruñendo en un rincón y afilándose las uñas en la alfombra, con sus claros ojos azules fijos en Grijpstra.
—¡Mierda! —comentó Grijpstra—. Algo tiene que andar mal contigo para que te guste tanto ese gato.
—Se llama Oliver. Y duerme en mis brazos.
—Runrunrún —dijo suavemente Grijpstra.
Se comió las tortitas, eructó y encendió un cigarro.
De Gier puso otro disco y ambos se dedicaron a escuchar música religiosa; un órgano que interpretaba composiciones de Bach. Oliver saltó sobre el regazo de Grijpstra, ronroneó y se quedó dormido. De Gier estaba tendido en el suelo, con la cabeza apoyada sobre las manos. El disco llegó a su fin.
—Hermoso —comentó Grijpstra, abriendo los ojos. Empezó a rascar a Oliver detrás de las orejas. El gato volvió a ronronear.
—¿Te das cuenta? —preguntó De Gier.
—Puede ser.
—Si el commissaris creyera que lo había hecho Holman, no se habría ido a Curaçao.
—No —objetó Grijpstra—. Curaçao es una isla calurosa. Al commissaris siempre le están doliendo las piernas. Ha querido calentarse las piernas. Ahora mismo estará tendido en una hamaca, en la terraza de algún hotel. Se ha presentado la ocasión y él la ha aprovechado. El caso no avanza y la señora era de Curaçao. Tiene que investigar su historial. Sólo hay ocho horas de vuelo hasta Curaçao, y el estado paga el billete.
—No podemos resolver el caso antes de que vuelva —observó De Gier, rodando para ponerse de espaldas—. El commissaris quedaría como un tonto.
—Ella no le hacía chantaje al diplomático.
—¿Por qué no?
—No podía. El hombre no está casado.
De Gier se incorporó y quedó sentado en el suelo.
—Te olvidas del Servicio Secreto. Ellos también están metidos en el caso. Quizás ella conociera secretos que el diplomático no hubiera debido contarle.
—¡Ja! —se burló Grijpstra—. ¿Qué secretos? Bélgica no está en guerra. Son como nosotros. Bélgica es un país pequeño y confortable que dedica todo su tiempo a producir cosas y venderlas.
—Exactamente. Secretos comerciales o secretos que afectan a la economía. —De Gier bajó el tono de su voz—. Ciertas naciones están muy interesadas en arruinar la economía de la Comunidad Europea. Los diplomáticos siempre saben muchas cosas, y por eso les envían mujeres seductoras que los atraen hacia sus casas flotantes. Los diplomáticos se jactan.
—No —le interrumpió Grijpstra—. Nuestro diplomático, no. Él no es de los que pierden el tiempo jactándose. Iba a su bote para acostarse con ella. La hacía trabajar. Jugaba con ella, o la obligaba a jugar con él. Y luego se vestía, subía a su Citroën negro y se iba a su casa.
—¿No sospechas del diplomático?
—No —respondió Grijpstra.
—¿Y del coronel?
Grijpstra vaciló.
—¿No?
—El coronel está lejos de su esposa. Nos dijo que vivía en algún lugar de los Estados Unidos. Ella ya debe de imaginarse que el coronel no pasa las noches solo. La señora Van Buren no habría podido chantajearlo por este motivo.
—El armamento nuclear —apuntó De Gier.
—Sí. Pero eso no es cosa nuestra. La policía militar está investigándolo. Y tiene una coartada.
—Habría podido enviar un esbirro; un paracaidista, un ranger, un hombre de los servicios especiales o como sea que llamen a sus asesinos. Los norteamericanos se matan entre sí a las primeras de cambio.
Grijpstra se echó a reír.
—A las primeras de cambio —insistió De Gier.
—El coronel, no.
Grijpstra suspiró.
—Sabes que nos estamos acercando, ¿verdad? —preguntó De Gier.
—Sí —dijo Grijpstra.
—IJsbrand Drachtsma —declaró De Gier con voz firme.
—Tiene una coartada.
—Eso dice.
—El commissaris la ha comprobado.
—Eso dice el commissaris.
—¿No le crees?
—Oh, sí, claro que le creo. Habló con los hombres de negocios alemanes que Drachtsma tuvo como invitados aquella noche y le confirmaron que habían estado allí con él. No hay manera de llegar a Amsterdam desde Schiermonnikoog sin tomar el ferry, y en esta época del año el ferry sólo hace dos viajes al día. En Schiermonnikoog no hay ningún aeropuerto. Pero Drachtsma es un hombre muy rico.
—¡Ja! —exclamó Grijpstra—. Un helicóptero lo recogió en la playa. Lo dejó en otra playa, donde estaba esperándole un veloz automóvil. Corrió con él hasta Amsterdam, se introdujo en la casa flotante con su propia llave y ¡zas! y ¡chof!
—Sí —asintió De Gier.
—Una mierda.
—Sí. En Holanda hay unos 350 habitantes por kilómetro cuadrado. El helicóptero no podría haberlo transportado sin que nadie lo viera. Cierto, cierto. O sea, que no lo hizo él. Y es una lástima —añadió De Gier—, porque no cabe duda de que es un hombre peligroso. El diplomático no me asusta, y si el coronel viniera a por mí le invitaría a tomar algo, pero IJsbrand Drachtsma…
—¿Hablas en serio?
—Y tanto —dijo De Gier—. Recuerda que huyó a Inglaterra en 1943, cuando los alemanes tenían vigilado hasta el último centímetro de la costa.
—Y el motor de su bote se estropeó.
—Imagínate lo que debieron de pasar —prosiguió De Gier—. Veinte o treinta horas de camino y todas las playas contemplándote con un millar de ojos. Malignos ojos alemanes atisbando desde debajo de sus pesados cascos, con ametralladoras y cañones por todas partes y el cielo lleno de aviones, y tú sentado ahí, en tu cascarón de nuez, peleándote con un motor fuera borda mientras los otros reman, y sueltan los remos, y maldicen.
—Sería divertido —opinó Grijpstra.
—Yo siempre había deseado hacer algo así, pero entonces era un chiquillo. ¿Y tú? ¿Dónde estabas?
—Pasé el último año de la guerra en una granja, trabajando e intentando reparar una moto vieja. Me llevó todo el invierno, y cuando se acabó la guerra aún no funcionaba.
—¿No te asusta? —quiso saber De Gier.
—No. No tengo nada que perder. Además, me resulta irritante. Un gallito, eso es lo que es. Se ha pasado la vida triunfando.
—Tú no has perdido, ¿verdad?
—No —admitió Grijpstra—. O tal vez sí. No hay mucha diferencia. Pero eso él no lo sabe. ¿Te acuerdas de la sonrisa que nos dirigió cuando el commissaris nos presentó como sus ayudantes?
—Sonrió hacia abajo.
—Justo. Parecía amistoso, pero no lo era.
—No la mató él, sin embargo, porque no estaba allí. Debió de enviar a alguien.
—Pero ¿por qué querría matarla?
—Chantaje —respondió De Gier—. ¿Qué otro motivo podía tener? Él es un hombre casado, y ella amenazaba con romper su matrimonio. Tal vez tiene todas sus propiedades a nombre de su esposa: la casa de Schiermonnikoog, la casa de Amsterdam, el yate, el avión particular, la casa flotante, las acciones.
—Tendríamos que hablar con su mujer.
—Hay otra cosa —anunció De Gier—, una cosa que aún no te he contado.
—Deberías contármelo todo —observó Grijpstra.
—Sí; es ese joven bajo, con un abrigo de piel de imitación y aire de músico.
—¿Qué le pasa?
—Le pedí que esperase en el pasillo mientras le apretábamos las tuercas a Drachtsma, o tratábamos de apretárselas, debería decir, porque esa vez ganó él. Quería saber qué haría Drachtsma cuando hubiéramos terminado con él. Cardozo esperó fuera y, cuando Drachtsma salió, echó a andar detrás suyo, fingiendo que iba a alguna parte. Bajaron por la escalera hasta el vestíbulo principal, uno tras otro. La puerta está siempre cerrada, y el agente de guardia en la entrada tiene un botoncito que abre la cerradura al pulsarlo. Drachtsma le mostró su tarjeta, el agente pulsó el botón y la cerradura se abrió. Pero para salir hay que empujar la puerta.
—Sí, sí —asintió Grijpstra—. Ya conozco esa puerta; la cruzo al menos cien veces cada día.
—Exacto. Pero Drachtsma no empujó la puerta, sino que le dio una patada con su enorme y maloliente bota, y en el momento de cruzarla se tiró un pedo. Un hediondo y ruidoso pedo.
—¿Y Cardozo lo recibió en sus propias narices?
—Eso mismo.
—No debes confiar en esos detectives jóvenes. Te dicen siempre lo que creen que deseas oír.
—No —objetó De Gier—, Cardozo es de fiar. Me contó lo que vio, o, en este caso, lo que olió.
—Sí —dijo Grijpstra—, y Drachtsma tiene su casa en Schiermonnikoog, ¿no es eso?
Grijpstra se puso en pie sin pensar en Oliver, que despertó de pronto y clavó sus garras en la pierna del policía. Grijpstra soltó un aullido y Oliver siguió aferrado. Grijpstra retrocedió hacia la estantería y De Gier trató de ayudarle. Un jarrón cayó al suelo y se hizo añicos, derramando su agua sobre Oliver, que ya se había soltado. Oliver maulló y mordió a De Gier en la pierna. Pasó un buen rato antes de que volviera a reinar la tranquilidad en el cuarto.
—Este gato es un desafío —observó Grijpstra—. Te obliga a estar constantemente en guardia. Todos los policías deberían tener un gato así; se lo propondré al jefe de policía. Seremos la fuerza de policía más alerta de la tierra.
—Sí. Me alegro de que empieces a apreciarlo. De modo que nos vamos a la isla. ¿Cuándo?
—Mañana —respondió Grijpstra—. En el primer barco que salga, y nos lo tomaremos con calma. Es una isla muy hermosa; ya he estado antes, e incluso conozco al jefe de la policía local. Es un brigada y le gustan los pájaros. Iremos como turistas y ya veremos qué averiguamos. El commissaris también está en una isla.
De Gier estaba enfundándose la chaqueta y mirándose en el espejo. Mascullaba para su coleto.
—Todavía nos queda la tarde —prosiguió Grijpstra—. Aprovéchala para ir al gimnasio y practicar un poco de judo. Últimamente estás muy perezoso. Ya no eres tan bueno como antes. La otra noche vi cómo Geurts te derribaba dos veces en un par de minutos. ¡Un tipo como Geurts!
—El instructor me había pedido que le dejara practicar un poco —se defendió De Gier.
—Sí, claro.
—¿No me crees?
—Sí, claro.
—Escucha —insistió De Gier—. La mitad de la gracia del judo está en dejar que te derriben. Así es como se aprende a caer. Es muy importante saber caer bien.
—Sí, claro —repitió Grijpstra.
—Muy bien —dijo De Gier—. ¿Y tú? ¿Qué piensas hacer esta tarde?
—Iré a la galería de tiro a disparar treinta cartuchos y luego limpiaré la pistola. Le preguntaré al sargento si puedo tirar con la carabina y después buscaré a alguien que sepa lanzar cuchillos. Y entonces lanzaré cuchillos hasta que consiga acertarle a algo y luego me iré a casa.
—Espero que eso te lleve toda la noche —dijo De Gier, y marcó un número de teléfono—. El barco sale a las diez de la mañana —anunció, colgando el auricular—. Pasaré a buscarte a las siete.
—No —objetó Grijpstra—. No podemos llevarnos el coche. En el ferry no dejan subir coches, y puede que tengamos que pasarnos unos cuantos días en la isla. Será mejor que vayamos en tren. Nos encontraremos en la estación a las seis y media.