La lluvia era torrencial, fría y sumamente desagradable, pero al commissaris, un pulcro peatón con impermeable negro y sombrero flexible, no le importaba. La única preocupación que acosaba su cerebro en aquellos momentos se refería al dolor de sus piernas. La lluvia exacerbaba su reumatismo y, a pesar de todos sus esfuerzos, esa mañana su cojera era evidente. Se forzaba a respirar lentamente. Respirar lentamente aumentaba su capacidad de resistencia. También se forzaba a pensar en algo que no tenía nada que ver con el dolor. Estaba pensando en el Servicio Secreto, y sus pensamientos le divertían, de forma que su expresión era una mezcla de alegría y sufrimiento que resultaba en una extraña mueca. Se preguntó cuánta gente sabría que el Servicio Secreto tenía una sede local al margen de sus tres habitaciones en la Jefatura de policía, y se preguntó si habría alguien a quien le importara.
Aquella mañana había estado hablando con el jefe de policía para pedirle que le concertara una entrevista con el director del Servicio Secreto. La entrevista había quedado concertada en cuestión de minutos, y hacia allí se dirigía. Conocía la dirección, hacía años que la conocía, pero jamás había tenido ningún motivo para penetrar en aquel lugar de misterios.
Tropezó con un adoquín y se apoyó en la barandilla de hierro forjado de un puente. Soltó una maldición, una maldición larga y venenosa, acentuando todas las sílabas. El dolor había empeorado un poco, y tuvo que esperar hasta que de nuevo consiguió regular su respiración.
Deseó haber podido evitar aquella visita, pero, en su fuero interno, tuvo que reconocer que era una gestión ineludible. El Servicio Secreto había alertado a la policía, hecho que no podía ser pasado por alto. Por alguna razón hasta el momento inexplicada, habían descubierto que María van Buren no era la sencilla mujer sola, inquilina de una casa flotante, que a primera vista parecía.
El commissaris meneó la cabeza y rezongó. Seguían sin saber gran cosa sobre la muerta.
Finalmente llegó a su destino y contempló la deteriorada y angosta casa con gabletes. Verificó el número y sonrió. Conocía la casa. Volvió a sonreír. Conocía bien aquella casa. La había visitado varias veces, pero mucho tiempo atrás. Treinta y cinco años atrás, antes de que estallara la guerra. En aquella época, la casa tenía un mejor aspecto. Había sido una gran casa, digna y tranquila, decorada con tupidos cortinajes de terciopelo rojo, abundancia de encajes semitransparentes y una gran profusión de muebles Victorianos. Allí se atendía a los peculiares gustos de algunos de los hombres más ricos de la capital. Su memoria, súbitamente activada, le proporcionó una serie de fotos en color razonablemente nítidas. Recordó el rostro mofletudo y aceitoso de Madame y el voluptuoso cuerpo de Mimí, una muchacha javanesa que sólo podía alquilarse por breve plazo y a un precio exorbitante, pues era de primera categoría. La muchacha disponía de una espaciosa habitación propia en la segunda planta, una habitación llena de espejos. El commissaris se había pasado varias horas ante los espejos, enervado por el reflejo de su propio cuerpo visto desde todos los ángulos posibles. Eso sucedió el día en que el anciano señor De V. fue hallado en aquella habitación, y por cierto que el anciano señor De V. no constituía una visión muy agradable con todas las luces encendidas. Su aspecto era más bien bulboso, como un hongo blanquecino exageradamente grande. Había muerto de un ataque cardíaco, pero el médico no estaba del todo seguro y llamaron a la policía. Por entonces, el commissaris era un inspector, y aquella noche produjo una honda impresión en su inexperta mente.
Aquella noche, Madame dejó caer una apenas velada insinuación, y esta insinuación le hizo regresar al cabo de quizás una semana. Madame se mostró muy atenta con él: le permitió elegir entre cuatro chicas deliciosas, le reservó el cuarto de los espejos y descorchó ella misma la botella de champaña con sus gordezuelas y enjoyadas manos. La segunda botella la pagó él de su bolsillo, pero sólo le cobraron una cuarta parte del precio habitual.
La menuda figura enfundada en un impermeable se irguió en los peldaños del viejo edificio mientras los recuerdos inundaban su cerebro. Una velada memorable, sin duda. La chica era francesa, auténticamente francesa, y había practicado con ella sus conocimientos del idioma, y ella le había corregido los errores, se había reído maravillosamente y había hecho mucho más de lo que él esperaba que hiciera.
Aún había visitado la casa una vez más. Un cliente —un extranjero, por fortuna—, en un arrebato de cólera y frustración, había herido a una de las jóvenes con un pequeño tenedor. La herida no era grave, pero de todas maneras el cliente fue detenido. El cliente y la chica estaban comiendo pedacitos de tostada con mantequilla, generosamente cubiertos de caviar, y los minúsculos huevos negros se mezclaron con la sangre sobre el alabastrino cuerpo de la muchacha. Un espectáculo muy desagradable, pero también bastante interesante. Y en aquellos momentos iba a visitar la casa de nuevo, por cuarta vez. Hizo sonar el timbre.
¿Conocerían sus actuales ocupantes la historia del edificio? Probablemente no, pensó el commissaris. Mientras esperaba a que alguien le abriera la puerta, se sintió cada vez más seguro de que no la conocerían. Ni siquiera conocían cuando alguien llamaba a la puerta. Volvió a pulsar el timbre.
Un lento ruido de pasos arrastrados fue acercándose y la puerta se abrió con un chirrido. Un anciano con el uniforme municipal, las solapas de su chaqueta decoradas con las tres cruces del escudo de Amsterdam, miró al commissaris cara a cara, aunque tal vez decir «cara a cara» fuera una exageración. El anciano, en realidad, no tenía cara. El commissaris se halló ante una máscara hecha de vieja masilla amarillenta, y, una vez más, pensó en el burdel de aquel pasado tan remoto que ya casi parecía pertenecer al tiempo de los sueños, pues entonces también había un portero anciano que se quedaba mirando a los clientes como si no supiera por qué se habían molestado en llamar.
—Estoy citado con su director —dijo el commissaris, y el portero dobló la espalda en una leve inclinación y se hizo a un lado.
Tal vez el anciano fuese mudo, pero su actitud reflejaba servilismo y el commissaris se sintió agradecido de que su presencia hubiera sido reconocida.
La puerta se cerró a sus espaldas y fue conducido por un tramo de escaleras hacia la habitación de los espejos. El commissaris se rio entre dientes y casi pensó que su guía iba a detenerse y pedirle una explicación, pero su lento avance no se interrumpió y otra puerta se abrió ante ellos.
Los espejos habían desaparecido.
Pero algunos de los muebles aún seguían allí y el commissaris se acomodó en una butaca tapizada de terciopelo rojo, una butaca antigua, una butaca en la que ya se había sentado antes, pero su estado de ánimo era muy distinto. No se sentía impaciente y excitado. En aquellos momentos, se dijo secamente, estaba aburrido. Sí, esa era la palabra: aburrido.
Su anfitrión le ayudó a desembarazarse del impermeable y lo colgó de una pesada percha de cobre; su sombrero fue a coronar el impermeable. Estrechó la mano de su anfitrión y ambos se mostraron de acuerdo en lo tocante al tiempo. También conocía el nombre de su anfitrión, y su graduación. Era un comandante naval. Conque eso es lo que ha ocurrido con la marina, se dijo. Los buques están amarrados en el río y aquí tenemos al último de sus hombres, un anciano, porque el comandante ya era un viejo cercano a la jubilación, como él mismo.
Advirtió, sin la menor sorpresa, que los pies de su anfitrión estaban cubiertos por unas raídas y usadas zapatillas. Advirtió también que el rostro del comandante le recordaba la cara de una tortuga, una cara reseca con pacientes ojos enterrados bajo gruesos pliegues. Al commissaris le gustaban las tortugas y tenía una en su jardín. La llamaba «Tortuga», pero ella jamás acudía cuando la llamaba por su nombre. A él le complacía la suprema indiferencia de su tortuga y la alimentaba cuidadosamente con hojas frescas de lechuga, que cada noche, sin falta, depositaba sobre el césped en el centro de su pequeño jardín.
—Sí —estaba diciendo la tortuga—, el caso Van Buren. Tengo entendido que la pobre ha sido asesinada.
—Así es —asintió el commissaris.
—Muy triste —añadió la tortuga.
—Mucho —respondió el commissaris.
No se miraban el uno al otro. Los ojos de la tortuga se habían vuelto hacia su interior, y los del commissaris estaban cerrados. Las piernas estaban doliéndole mucho, y todas sus energías se concentraban en el ritmo de su respiración.
En la pared latía lentamente un reloj. La puerta se abrió y volvió a cerrarse. Sobre el escritorio de la tortuga aparecieron dos tazas con sus platillos, una cafetera, un azucarero y una jarrita con crema de leche, utensilios todos que se remontaban a la época del burdel. Pero al commissaris ya no le pareció divertido: había aceptado por completo la fusión del pasado y el presente.
La tortuga tomó aire, esperó y comenzó a hablar:
—Nos gustaría serle útiles.
El commissaris respiraba muy quedamente y contaba para sí; hasta cuatro al inspirar, hasta seis al exhalar.
—Pero me temo que no podemos hacer gran cosa.
El commissaris siguió contando.
—Comprenda, no es mucho lo que sabemos.
El dolor quedó controlado y el commissaris hurgó en sus bolsillos.
—¿Un cigarro?
—Por favor.
El cigarro fue encendido.
La tortuga hablaba sin ser preguntada, deseosa de compartir sus conocimientos.
—La señora Van Buren tenía amistad con varios hombres. Los servicios de inteligencia norteamericanos nos informaron de su posible importancia; al parecer, había trabado amistad con un oficial, un experto en guerra atómica. Nos solicitaron que la tuviéramos bajo observación.
—Sí —dijo el commissaris.
—Pero recibimos muchas solicitudes de este tipo, y no siempre hacemos lo que nos piden.
—No.
—Pero luego Bruselas también dio la alarma. Esta misma señora Van Buren había iniciado relaciones con uno de sus hombres, un diplomático a cargo de asuntos de seguridad. La seguridad del estado.
—Y ustedes pensaron que tal vez ahí hubiera algo, después de todo —sugirió el commissaris.
La tortuga sonrió. El commissaris no se sintió en la necesidad de decir nada.
—No pensamos mucho —apuntó la tortuga.
—No.
—No —repitió la tortuga—. No pensamos. Pero cumplimos con nuestra función.
—Y se pusieron en contacto con nosotros.
—Sí —dijo la tortuga.
El silencio se prolongaba y el commissaris se puso en pie.
—¿Eso fue todo? —inquirió, sintiendo que tenía la obligación de asegurarse.
—Sí —respondió la tortuga.
—Podría ser que la muerte de la señora Van Buren no tuviera nada que ver con ningún secreto —señaló débilmente el commissaris, sintiéndose en cierto modo atrapado.
—Podría ser —admitió la tortuga—. Tome un poco más de café antes de irse. Sigue haciendo un tiempo de perros.
El commissaris vació su segunda taza y extendió la mano. La mano de la tortuga tenía el tacto que le correspondía, seco y curtido.
El commissaris tuvo la impresión de que debía formular la pregunta:
—¿Llevan mucho tiempo aquí? En este edificio, quiero decir.
—Diez años —contestó la tortuga.
—Propiedad del estado, ¿no es eso?
—Naturalmente —asintió la tortuga—. ¿Por qué?
—Simple curiosidad. Me pregunto cómo lo adquiriría.
—Lo compraría, supongo —replicó amablemente la tortuga.
La tortuga estaba en lo cierto, seguía haciendo un tiempo de perros. El commissaris pulsó el timbre de nuevo y le pidió al portero que telefoneara para llamar a un taxi. Se quedó esperando en el vestíbulo, pero el taxi no llegaba.
—Da igual —decidió al fin—. Supongo que están muy atareados; con esta lluvia, todo el mundo debe de querer un taxi. Dígale al taxista, si es que viene, que no he podido esperar más.
El portero le saludó y una vez más se abrió y se cerró la puerta.
«Estoy obteniendo mucha información», se dijo el commissaris mientras caminaba hacia la Jefatura, «y toda es negativa. No llegamos a ninguna parte».
Esta conclusión le animó; hacía algún tiempo que deseaba que surgiera un caso difícil.
Pensó en su plazo límite: faltaban diez días para que regresara el inspector jefe. Resultaría embarazoso tener que decirle a su ayudante que un asesino andaba suelto. Pero se encogió de hombros y desechó este pensamiento. Procedería tal y como dictaban las reglas. Nada de prisas. La prisa es un error fundamental. ¿De dónde he sacado yo eso?, se preguntó el commissaris. Lo recordó al instante: lo había sacado de una narración china, una narración filosófica. Había comenzado a leer obras sobre la China antigua más o menos al mismo tiempo que el reumatismo empezaba a incendiar los nervios de sus piernas. «Dolor y sabiduría», pensó. «Tal vez tengan alguna relación».
Se le ocurrió la idea de que quizá debería sentirse agradecido a su dolor, pues le conducía a nuevos descubrimientos, pero, mientras doblaba lentamente la esquina y comenzaba a bordear otro canal, rechazó esta conclusión. Preferiría no tener sabiduría y tampoco dolor. Anduvo durante otro cuarto de hora, pensando en los tiempos en que carecía de sabiduría. Se vio entrar en el burdel, un anochecer de septiembre de 1938; joven, recién bañado, lleno de expectación. La noche en el cuarto de los espejos, con champaña y una chica de esbeltas caderas y bien formados senos.
—Buenos días, señor —le saludó un sargento uniformado, en la Jefatura—. ¿Cómo está usted esta mañana?
—Muy bien —respondió el commissaris—. Magnífico día.
—Para las ranas y los oficiales —dijo el sargento en voz baja.
—Póngame otra vez con la policía de Curaçao —le pidió el commissaris a la chica de la centralita—. Con el inspector jefe Da Silva, en Willemstad.
Su teléfono sonó al cabo de diez minutos.
La conexión era mala, y el commissaris tenía que hablar casi a gritos. El inspector jefe se mostró muy atento. Sí, se había interesado por el asunto. Sí, la señora Van Buren era hija del señor De Sousa, de Curaçao. Sí, el señor De Sousa era un ciudadano prominente. No, en la isla no sabían nada, nada que hubiera podido conducir a la prematura muerte de la señora Van Buren en su domicilio de Amsterdam. El inspector jefe Da Silva lo sentía mucho, pero no podía decirle nada más.
El commissaris suspiró y marcó un número de dos cifras.
—Con el jefe de policía, por favor —solicitó educadamente.
Esperó.
—Buenos días, señor. En el Servicio Secreto no saben nada.
—Nunca saben nada —contestó el jefe de policía.
—Creo que debería ir a Curaçao.
Hubo un breve silencio, y el commissaris se encontró mirando fijamente el auricular.
—Bien, si usted lo juzga necesario.