—¡Adelante! ¡Golpea! —exclamó Grijpstra.
De Gier dio un paso atrás, estudió fríamente a su adversario y golpeó. A continuación, se frotó la mano mientras la máquina de café, obediente, expulsaba un vaso de papel que se había quedado atascado en algún lugar de sus misteriosas entrañas y lo llenaba de un líquido denso y espumoso.
—Ahora le falta agua —protestó Grijpstra, enojado—. ¿Por qué no podemos tener una cantina como debe de ser, como la que teníamos antes, atendida por un simpático sargento entrado en años que a veces hasta se olvidaba de cobrar?
—Ya no nos quedan simpáticos sargentos entrados en años —respondió De Gier. Grijpstra derramó el contenido de su vaso en una papelera de plástico y comenzó a registrarse los bolsillos.
—Y a mí no me quedan cigarrillos.
—Ahí tienes otra máquina —le indicó De Gier—. Metes dos florines por la ranura y aprietas el botón que prefieras.
Grijpstra hizo una mueca de disgusto en dirección a la máquina.
—No. Ayer lo hice, y se quedó mis dos florines sin darme nada a cambio.
—Deberías haber ido a buscar al encargado; él tiene la llave.
—El encargado —repitió Grijpstra—. ¿Qué encargado?
—Ese tipo bajito con perilla y bata gris. Siempre está vagando por los pasillos.
—Menos cuando yo lo necesito. Prefiero ir al estanco. ¿Qué haremos mientras esperamos a nuestro amigo Holman? Aún falta más de una hora.
De Gier estaba peinando sus rizos y contemplándose en un espejo. No contestó.
—Oye, hermosura —insistió Grijpstra—. Te estoy hablando. En realidad, te he hecho una pregunta.
—Más de una hora —repitió De Gier—. Una hora llena de posibilidades. Una hora que podemos aprovechar para algún propósito auténtico. Una hora que es parte de hoy, el día más maravilloso de nuestras vidas.
—Sí —asintió Grijpstra—. Una hora. ¿Qué vamos a hacer con ella?
—Toma un pitillo —le ofreció De Gier.
—Gracias. —Grijpstra encendió el cigarrillo, inhaló y logró sonreír. De Gier guardó el peine y se ajustó el pañuelo que llevaba anudado al cuello.
—Vayamos a mi casa —sugirió—. Podemos llevarnos el coche. Sólo tardaremos diez minutos. Prepararé un verdadero café y pondré un disco que compré la semana pasada en unas rebajas por sólo tres florines. Un hombre que toca música religiosa con una flauta melódica.
—¿Música religiosa moderna? —inquirió Grijpstra—. ¿Con batería?
—No —respondió De Gier.
Grijpstra sopesó la proposición y, finalmente, meneó la cabeza.
—No —rehusó—, no tenemos tanto tiempo. Otro día, tal vez. No me importa escuchar música religiosa, pero si hemos de ir a toda prisa y volver a toda prisa no podremos concentrarnos. La buena música exige concentración. Además, seguro que tu gato vuelve a meterse conmigo. Ya lo ha hecho esta mañana, mientras tú te duchabas. Tendrías que deshacerte de ese gato, ¿sabes?
De Gier saltó como si le hubieran pinchado.
—¿Por qué no te deshaces tú de tu mujer? —preguntó, con voz súbitamente fuerte.
—No la quiere nadie —contestó Grijpstra—. Pero alguien habrá que quiera tu gato. Es un animal muy hermoso, debo reconocerlo, pero esta mañana me habría encantado retorcer su espléndido cuello. ¿Sabes lo que ha hecho?
—Espero que te haya arañado —dijo De Gier.
—No. Es más sutil que eso. Ha hecho varias cosas. Primero, ha saltado sobre mi regazo y ha gruñido un poco. Tiene muchos dientes y muchas uñas, y yo no sabía qué quería decir aquel gruñido, así que me he limitado a esperar. Luego ha metido el morro bajo mi axila y ha empezado a olfatear. Se ha pasado más de medio minuto olfateando; era una sensación muy extraña.
—¡Ja! —exclamó De Gier—. Seguro que te preguntarías qué se siente cuando te dan un mordisco en la axila.
—Exacto. Estoy convencido de que eso es precisamente lo que Oliver pretendía que me preguntara. Le gusta tenerte en vilo. ¿Por qué lo llamas Oliver?
—Es su nombre —explicó De Gier—. Oliver Kwong. Mi gato tiene pedigree. Su padre procedía del Lejano Oriente.
—Kwong —repitió Grijpstra—. Habría debido suponerlo. Seguro que el viejo Kwong pertenecía a un jefe de las tribus montañesas que hervía viva a la gente que no se arrodillaba en su presencia.
—Sigue —le azuzó De Gier—. ¿Qué más ha hecho?
—Finalmente, se ha cansado de olfatear y se me ha subido al hombro. Luego ha saltado hacia tu estantería y ha desaparecido, así que he dejado de pensar en él hasta que me han caído unos cuantos libros en la cabeza.
—Sí —admitió De Gier—, suele hacerlo a menudo. Se desliza por cualquier rendija y se mete detrás de los libros. Entonces, se estira en toda su longitud y empuja. Es capaz de mover hasta veinte libros de una vez. A mí me hace lo mismo, y luego se asoma y sonríe.
—Deberías pegarle cuando lo hace.
—No —protestó De Gier—. No le pego nunca. Creo que es un gato muy inteligente. Nunca he oído hablar de ningún gato que les tire libros a las personas. ¿No ha hecho nada más?
—Sí —dijo Grijpstra—. Ha saltado sobre ese armario antiguo que tienes y se ha puesto a acechar, haciendo ver que era un tigre. Como me ponía nervioso, de repente he dado una palmada y he pegado un grito para asustarlo. Y vaya si se ha asustado. Ha intentado saltar en dos direcciones a la vez y se ha caído del armario. Una auténtica caída. No veas la cara que ponía cuando se ha levantado del suelo.
—Conque asustando a un pobre animalito —observó De Gier despectivamente.
—Sí. Le he dado un susto de muerte. Ya era hora de que alguien lo hiciera.
—La próxima vez, te morderá —le advirtió De Gier.
—Si me muerde —contestó Grijpstra con aire solemne, dando unas palmaditas a la gran pistola automática que llevaba sujeta al cinturón—, le pegaré un tiro entre los ojos.
—Si le pegas un tiro —replicó De Gier con aire solemne, dando unas palmaditas a la pequeña pistola automática que llevaba en una funda sobaquera—, te pegaré un tiro a ti, en pleno corazón.
—Sí —contestó Grijpstra—, eso estaría bien. Ojalá encargasen el caso a Sietsema y Geurts.
—Nunca me atraparán —afirmó De Gier.
—Claro que te atraparán.
Habían regresado a su despacho y estaban sentados tras sus respectivos escritorios de acero gris.
—Nunca lo conseguirían, te lo aseguro —insistió De Gier.
—¿Tienes pensada alguna brillante estrategia para escapar?
—Sí —respondió De Gier.
—¿Me la contarías?
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque soy tu amigo —dijo Grijpstra con dulzura.
De Gier asintió.
—Sí, eres mi amigo. Yo no creo en la amistad, porque, como el señor IJsbrand Drachtsma nos ha explicado hace un rato, nada es permanente y todas las cosas llegan a su fin, por lo que son ilusorias y desprovistas de sustancia real. Pero, al menos por el momento, eres mi amigo.
—Entonces, cuéntame por qué no te atraparíamos.
—Tú estarías muerto —señaló De Gier.
—Ah, es verdad. Cuéntame por qué Sietsema y Geurts no te atraparían.
—Porque sé cómo funciona el ordenador de la ciudad. Me pondría una bata blanca, me confundiría con las demás batas blancas, apretaría unos cuantos botones y tendría un nombre nuevo. Entonces, alquilaría otro apartamento. Y luego me buscaría un empleo de barrendero y me darían uno de esos bonitos vehículos motorizados y una escoba, y me pasaría todo el día tomando el sol y holgazaneando y hablando con la gente y sería feliz.
—¿Y nunca te identificaríamos?
—Tú estarías muerto —insistió De Gier con tono de reproche.
—Siempre se me olvida. ¿Y la policía no te identificaría nunca?
—Nunca —aseguró De Gier.
—Lo más probable es que no —concedió Grijpstra—. Buena idea. Gracias.
—¿Piensas hacer la prueba? —inquirió De Gier.
Grijpstra había cogido sus baquetas y dio un vacilante redoble.
—Bien —dijo De Gier, y sacó su flauta. Estuvieron tocando hasta que sonó el teléfono.
—Ha llegado el señor Holman —anunció Grijpstra, golpeando suavemente el lado de un tambor—. El commissaris nos espera; lo ha hecho pasar a su propio despacho.
—Pero ¿qué es esto? —protestó De Gier—. Creía que éramos nosotros los que estábamos a cargo del caso.
—No le niegues su placer a un anciano —replicó Grijpstra.
La mano del señor Holman era húmeda y fofa, pero el hombre trató de dar fuerza a su apretón. Intentaba mostrar una apariencia de coraje. El commissaris lo había acomodado en una butaca baja, y los tres policías contemplaban desde lo alto a su víctima, que se revolvía en el asiento.
Grijpstra sintió compasión de aquel gordo. Tomó asiento a su vez y le sonrió.
El señor Holman le devolvió la sonrisa, pero la suya apenas aleteó unos instantes en sus regordetes labios y se desvaneció tal como había surgido.
—Leí en el periódico que habían matado a la señora Van Buren —comentó con voz aguda—. Me supo muy mal enterarme de que la habían asesinado. Era una señora muy agradable.
De Gier recordó que había leído el expediente del señor Holman esa misma mañana. Dos condenas. Una por desfalco, cosa de diez años antes, y otra por lesiones graves. El sargento había estudiado los detalles de ambos casos. Cuando el señor Holman aún trabajaba para un patrón, se había apropiado de unos cuantos miles de florines que un cliente le había pagado por mercancías recibidas. No existía factura, pero el señor Holman había firmado un recibo. Tres meses de prisión, de los que dos habían quedado en suspenso. Luego, un año más tarde, había golpeado al hijo de un vecino. El chico estaba pisoteando las plantas del jardín del señor Holman. A consecuencia del golpe, había caído contra un poste de la verja y había debido ser conducido al hospital. Una fisura en el cráneo. Tres meses de cárcel.
«Un individuo astuto y violento», pensaba De Gier, pero lo que estaba viendo no concordaba con la imagen que se había formado por la lectura del expediente. Al igual que muchos otros hombres obesos, el señor Holman tenía un aire jovial. «Un tipo jovial», pensaba el commissaris. «Lástima que sea tan nervioso».
Grijpstra también pensaba, pero vagamente. Acababa de recordar que el señor Holman vendía frutos secos. A Grijpstra le gustaban los frutos secos, sobre todo los anacardos, que a veces compraba envasados en latitas. Pero su precio era bastante elevado. «Si yo fuera un policía corrupto», pensaba Grijpstra, «le obligaría a que me diera todo un saco de anacardos, y me iría a casa a comérmelos».
—¿Cuáles eran sus relaciones con la señora Van Buren, señor Holman? —comenzó el commissaris.
—La conocía —respondió el señor Holman. Se le quebró la voz, y trató de disimularlo con un carraspeo.
—Háblenos de ella —le pidió el commissaris con tono placentero—. Nos interesa mucho. Ya sabe usted que la mataron, que la asesinaron, y cuanto más sepamos sobre ella, más fácil nos será encontrar a su asesino. Si era amiga suya, seguramente querrá usted que encontremos al asesino, ¿verdad?
—Sí —contestó el señor Holman—, sí, era amiga mía. Pero no muy amiga. Todo empezó a causa de mi hijo y su pelota.
—¿Su pelota? —se extrañó el commissaris.
—Sí. Se le cayó al río, al Schinkel. A mi hijo le gusta que salgamos a pasear los domingos por la mañana, y tenemos la costumbre de ir en coche hasta el Schinkel, aparcar por allí y dar una vuelta. A veces, jugamos con su pelota. A mí no me gusta jugar a pelota, con que normalmente suele echarla él de un lado a otro, y un domingo se le cayó al río. El chico sólo tiene cuatro años, y quedó muy desconsolado. Le prometí que le compraría una pelota nueva porque no podíamos alcanzarla desde la orilla, pero se puso a llorar y a dar gritos, así que llamé a la puerta de la señora Van Buren pensando que quizá desde su bote podríamos alcanzar la pelota. Entonces yo no la conocía en absoluto.
—¿Y les hizo pasar?
—Sí. Estuvo muy amable.
—¿Y recuperaron la pelota?
De pronto, el señor Holman contuvo una risita.
—Sí, al final la recuperamos, pero entre tanto mi hijo se las compuso para caerse al Schinkel. Se cayó por la ventana.
—Debió de ser una mañana entretenida —apuntó Grijpstra, pensando en los numerosos paseos que sus hijos le habían obligado a dar los domingos por la mañana.
—Una mañana muy complicada —respondió el señor Holman—. Tuvimos que quitarle la ropa y ponerla a secar, y no pudimos irnos.
—Y a usted, ¿le molestó eso? —quiso saber el commissaris.
—Ha visto a la señora Van Buren ¿no? —preguntó el señor Holman.
—Vi su cadáver en el depósito.
—Entiendo. Bueno, cuando vivía era una mujer muy hermosa.
—¿Llegó a conocerla bien? —inquirió De Gier.
El señor Holman estaba sudando. Sacó un gran pañuelo y se enjugó el rostro.
—No. No del modo en que está pensando.
—¿Cómo sabe lo que estoy pensando? —preguntó De Gier.
—Lo sé. Pero no fue así, en absoluto. Sólo íbamos a visitarla. Siempre los domingos por la mañana, y siempre con mi hijo. Ella me invitaba a tomar café y mi hijo se tomaba una limonada. Nos quedábamos media hora, más o menos.
—¿Y solamente hablaban? —preguntó el commissaris.
El señor Holman permaneció en silencio.
—¿Nada de relaciones íntimas?
—No, señor.
La habitación estaba muy silenciosa.
—¿Y su esposa? ¿Estaba enterada de sus visitas a la señora Van Buren?
El señor Holman emitió otra risita.
—Sí. Mi hijo siempre le hablaba de aquella señora tan simpática. Mi mujer decía que quería ir a conocer a la señora simpática.
—¿Llegó a hacerlo?
—No.
—La mataron el sábado por la noche —anunció Grijpstra.
—El sábado por la noche —repitió el señor Holman—. Mala cosa.
Los policías esperaron.
—El sábado estuve en mi despacho toda la tarde y parte de la noche. Llegué a casa sobre las once.
—¿Había alguien con usted en el despacho?
—No —respondió el señor Holman—. Estaba solo. Tengo la costumbre de ir a trabajar los sábados. Para mí, es el mejor día de la semana, sin llamadas ni visitas.
—¿Ha estado en el ejército? —quiso saber Grijpstra.
—No. Tengo un problema en la columna. ¿Por qué?
—Sólo preguntaba —dijo Grijpstra—. Y acaba de decirnos que no le gustan los deportes. No quería jugar a pelota con su hijo.
El señor Holman meneó la cabeza.
—Me gusta mucho el deporte.
—¿Algún deporte en particular? —inquirió el commissaris.
—Los dardos —explicó el señor Holman—. Juego muy bien a dardos. No es un deporte muy popular en Holanda, pero me gusta. En casa tengo un cuarto especial donde podemos jugar. Soy el presidente del club, ¿saben?
—Los dardos son un deporte de lanzamiento —observó Grijpstra lentamente—. ¿Cree que sabría lanzar esto, por ejemplo?
El estilete destelló en su mano. Lo había abierto mientras lo sacaba del bolsillo.
—Sin duda —contestó el señor Holman—. ¿Dónde quiere que lo clave?
—En la caja de puros —dijo el commissaris—, pero espere un momento. Antes quiero sacar los cigarros. —El commissaris colocó la caja vacía sobre un archivador—. Aquí está bien —concluyó.
El señor Holman se levantó y se balanceó sobre sus pies. Tenía los párpados entornados y sopesaba el cuchillo en la palma abierta.
—¡Ya está! —exclamó.
El movimiento había sido rapidísimo. El estilete de Grijpstra se hundió en el mismo centro de la caja de puros, perforando la delgada madera. La caja quedó destrozada.
Mientras Grijpstra se acercaba al archivador para recobrar su cuchillo, el señor Holman empezó a comprender.
—La mataron lanzándole el cuchillo, ¿verdad? —preguntó en un susurro.
—Así es —asintió el commissaris.
—Yo no la he matado —dijo el señor Holman, y se puso a llorar.
El despacho estaba nuevamente en silencio. El señor Holman se había marchado, sonándose ruidosamente la nariz, tras pasarse más de una hora contestando preguntas.
—¿Y bien? —preguntó el commissaris, al cabo de unos minutos.
Grijpstra y De Gier se lo quedaron mirando.
—¿Y bien? —volvió a preguntar el commissaris.
—Difícil —sentenció Grijpstra.
El commissaris seleccionó un cigarro de entre el desordenado montón que tenía sobre su escritorio.
—Debo conseguir una caja nueva —murmuró para sí, y, en voz más alta, añadió—: No debería llevar ese estilete, Grijpstra.
—No, señor.
—No tiene ningún motivo —intervino De Gier—. Ningún motivo en absoluto. ¿Por qué habría de querer matar a una mujer que le daba tazas de café e invitaba a su hijito a beber limonada? No era cliente de ella, y no es posible que le hiciera chantaje.
—¿Por qué no? —inquirió el commissaris.
—No iría a visitarla los domingos por la mañana si ella fuese su puta los días entre semana.
—Cierto —asintió Grijpstra.
—Quizá no tuviera que pagarle nada —apuntó el commissaris—. Quizás eran amantes.
—¿Esa bola de carne? —se mofó De Gier.
—Lo que las mujeres encuentran de atractivo en un hombre —empezó el commissaris con voz de conferenciante— no suele ser su apariencia.
De Gier pareció quedar dolido, y Grijpstra sonrió.
—Tal vez le regalaba flores —sugirió Grijpstra—, y le recitaba poesía, y tenía pequeñas atenciones con ella.
—De acuerdo —admitió De Gier—. Eran amantes. Le cantaba canciones de amor. Y finalmente le hundió un puñal en la espalda.
—Tendremos que volver a hablar con él —decidió el commissaris—. Llámenlo a su oficina mañana por la mañana y díganle que se presente aquí a las tres de la tarde.
Se puso en pie y abrió la puerta.
—Este caso le está gustando —dictaminó Grijpstra mientras regresaban a su propio despacho.
—Pues a mí no —replicó De Gier—. ¿Y a ti?
—Sí —dijo Grijpstra—. Es un bonito caso, bonito y complicado. Vámonos a un café a tomar algo y empecemos otra vez por el principio. Ahora disponemos de mucha información.
—No —se rebeló De Gier.