6

Eran las diez de la mañana y llovía. De Gier acababa de llamar a la puerta de una casa flotante y estaba esperando a que le abrieran. Se había levantado el cuello de su elegante gabardina y mascullaba una sarta de maldiciones, contra sí mismo por haber comprado aquella gabardina y contra el fabricante que se había olvidado de hacerla impermeable.

Se abrió la puerta y una mujer obesa, enfundada en una vieja bata y greñas en la cara, le miró con ojos turbios.

—Váyase —gritó la mujer desde el interior del bote—. No sé qué vende, pero no lo quiero.

De Gier volvió a llamar.

—Váyase —chilló la mujer—, o llamaré a la policía.

—Yo soy la policía —gritó De Gier.

La puerta se abrió de nuevo.

—Enséñeme su identificación —exigió la mujer, y le arrebató el carnet de las manos. Lo examinó, sosteniéndolo al extremo del brazo y pronunciando las palabras en voz alta—: Policía Municipal de Amsterdam, R. de Gier, sargento.

—Muy bien —dijo al fin—. ¿Qué desea, sargento?

—¿Podría entrar un momento?

La mujer se hizo a un lado. De Gier le entregó una fotocopia del dibujo que había hecho Bart de Jong, con el hombre del chaleco rojo y el niñito de la pelota.

—¿Conoce usted a este hombre, señora?

—Espere que me ponga las gafas.

La mujer obesa buscó las gafas, limpió sus cristales y se las caló. A continuación, estudió atentamente el dibujo.

—Lo tengo visto —anunció—. Sólo viene los domingos, los domingos por la mañana. Se pasea con su hijo. Mucha gente viene a pasear por aquí y no me fijo en sus caras, pero a este lo recuerdo por su absurdo chaleco. Un chaleco rojo. También lleva una cadena para reloj, de oro. Me recordaba a mi abuelo, y por eso se me ha quedado en la memoria.

—¿Sabe cómo se llama?

—No —respondió la mujer—. ¿Cómo quiere que lo sepa? Nunca he hablado con él. ¿Por qué lo busca?

—Queremos hacerle unas cuantas preguntas —explicó De Gier, paseando la vista en torno y advirtiendo lo bien cuidado que estaba el interior del bote. Todo se hallaba en su lugar; los muebles daban la impresión de haber sido lustrados escasos momentos antes; las ventanas estaban tan limpias que tuvo que mirar dos veces para asegurarse de que tenían cristales. «Típico», pensó De Gier, obligándose a dirigir la mirada hacia la mujer, que estaba contemplándolo con suspicacia. «Fea mujer», se dijo De Gier. «Tendría que ponerse a régimen y dedicar una hora diaria a cuidarse. Aún no puede haber cumplido los treinta, y podría ser bastante atractiva si lo intentara».

—Tiene usted un hermoso bote, señora —dijo suavemente—. Ha de ser estupendo poder vivir en el agua.

—Preferiría un buen apartamento —protestó la mujer, pero esbozó una sonrisa.

—¿Por casualidad se ha fijado si el hombre venía hasta aquí en automóvil y lo aparcaba en las cercanías?

La mujer reflexionó; el esfuerzo la hizo menos fea.

—Sí. Es posible que viniera en coche. Estamos demasiado lejos de la ciudad para que viniera a pie, sobre todo yendo con un niño pequeño. Es posible que aparcara por aquí cerca y luego diera un paseo. Pero yo nunca he visto su coche.

—Gracias —dijo De Gier.

—¿Le apetece una tacita de café, sargento?

—No, señora, muchas gracias. Todavía me queda mucho trabajo por hacer.

De Gier se marchó. Era la decimoséptima puerta a la que había llamado en el curso de la mañana. Llamó a diez puertas más y finalmente obtuvo una respuesta. Regresó al VW de la policía y halló a Grijpstra esperándole, fumando pacientemente un cigarro.

—¿Por qué has tardado tanto? —gruñó Grijpstra—. Llevo casi media hora esperándote. Te he estado buscando. ¿Es que has encontrado alguna chica guapa por ahí?

De Gier respiró hondo.

—No.

—El hombre solía venir hasta aquí en un Rover rojo —anunció Grijpstra—. Quería decírtelo.

De Gier volvió a respirar hondo. En los últimos tiempos estaba entrenándose en disciplina mental y se había impuesto diversos objetivos, tales como no fumar antes del desayuno, no utilizar palabras malsonantes, detenerse ante los semáforos en ámbar o ser modesto. Pero los ejercicios eran difíciles y no siempre vencía. Esta vez perdió.

—Ya lo sabía.

—¿Qué significa eso de que ya lo sabías? —inquirió Grijpstra con irritación.

—El hombre conducía un Rover rojo.

—Entonces, ¿por qué no me lo habías dicho? —preguntó Grijpstra—. He estado yendo de arriba abajo como un tonto, llamando a un montón de puertas y hablando con un montón de señoras maduras con el pelo lleno de rulos, y resulta que tú ya lo sabías. ¿Por qué te has entretenido tanto?

—No me he entretenido —protestó De Gier—. He estado trabajando y he averiguado algo más que lo del Rover rojo. En la última casa flotante viven dos chicas, las dos estudiantes. Una estudia inglés y la otra medicina.

—Sí. Y cuando has llegado estaban duchándose y has tenido que secarles la espalda y luego te han invitado a tomar café y habría sido una descortesía negarse. Ya lo sé.

—Tú no sabes nada —gritó De Gier—. Pero ellas sí que sabían algo. Habían visto el coche y se acordaban de las letras de la matrícula.

—¿Qué letras?

—V. D. —contestó De Gier.

Grijpstra salió del coche y le dio a De Gier una palmada en el hombro.

—¡Espléndido! Buen trabajo. Excelente. Con eso les bastará a los oficinistas de la Jefatura. Has encontrado a nuestro hombre.

De Gier tuvo los primeros pensamientos gratos del día y dio las gracias a su suerte. Conocía a otros brigadas. También dio las gracias al commissaris: era él quien le había nombrado ayudante de Grijpstra.

—Estoy empapado —dijo Grijpstra—, y tú también. Antes de volver, iremos primero a tu piso y me tomaré un café mientras tú te cambias de ropa, y luego pasaremos un momento por mi casa para que pueda cambiarme yo, y telefonearemos al commissaris desde allí.

—Muy bien —asintió De Gier.

—Sí —dijo el commissaris por el teléfono de Grijpstra—, IJsbrand Drachtsma vendrá a las dos, pero me gustaría que estuvieran ustedes en mi despacho a la una. Los detectives han terminado de registrar el bote de la señora Van Buren y me gustaría comentar su informe con ustedes.

Los dos policías almorzaron en un pequeño restaurante económico cercano a Jefatura. Comieron deprisa y, todavía masticando el último bocado, salieron apresuradamente hacia un cuarto en el último piso del edificio de la policía, donde dos hombres en mangas de camisa estaban jugando a cartas.

—¿Tenéis ganas de trabajar un ratito? —inquirió cortésmente De Gier.

—No.

—Muy bien. Un Rover rojo, de modelo reciente. La matrícula empieza con las letras VD, pero no sabemos el número. ¿Quién es el propietario?

—Interesante pregunta —observó uno de los hombres.

—¿Cuánto tardaréis en averiguarlo?

—Un par de minutos o un par de horas, según la suerte que tengamos. No es urgente, ¿verdad?

—No es nada urgente —respondió De Gier—, pero me gustaría conocer el nombre y la dirección del propietario antes de diez minutos. Y, mientras estáis en ello, podríais comprobar si tiene antecedentes.

Los dos hombres interrumpieron su partida de cartas.

—¡Ah! —exclamó el commissaris—. Ya están aquí. ¿Han encontrado al hombre del chaleco rojo?

—Sabemos quién es, señor —respondió Grijpstra—. Se llama Holman y vive en la ciudad. Es el propietario de una pequeña empresa dedicada al comercio de frutos secos.

—¿Frutos secos?

—Nueces, anacardos, cacahuetes, toda clase de frutos secos. Los importa y los revende a mayoristas, supermercados y demás. Hemos telefoneado a su oficina y lo hemos citado para las cinco de esta tarde; vendrá aquí, a nuestro despacho. Parecía muy alterado.

—¿Le han dicho por qué deseaban verle?

—No, señor.

—Bien —aprobó el commissaris, y empezó a revolver los papeles que tenía sobre su escritorio—. Tengo aquí el informe sobre el registro de la casa flotante. Los detectives me lo han contado todo esta mañana, pero siempre va bien tener los detalles por escrito. Siéntense y les diré lo que hemos averiguado.

Los dos policías tomaron asiento y se pusieron cómodos. De Gier se frotaba las manos. El caso iba bien, pensaba. Los sospechosos acudían uno a uno. Estaban haciendo progresos, pero en el fondo de su mente una duda insidiosa le inquietaba. Localizó la duda insidiosa y la identificó: ¿Y si había sido un asesino a sueldo? Nunca había tenido que vérselas con un asesino a sueldo. Los asesinos a sueldo son profesionales. No tienen un auténtico motivo, pues sólo trabajan por una suma de dinero previamente convenida que les llega en el interior de un sobre cuando su misión está cumplida. No tienen ninguna relación personal con la víctima. Son fríos, desapegados. Sólo efectúan una visita a la casa de la víctima. ¿Cuánto tiempo hace falta para lanzar un cuchillo? ¿Y cómo puede un policía detener a un hombre que no deja rastros? Incluso era posible que el asesino fuese un extranjero, importado especialmente con el único fin de acabar con la vida de la señora Van Buren. Le habrían enseñado la casa flotante y una fotografía, y le habrían indicado una fecha y una hora.

—Parece usted preocupado —observó el commissaris.

De Gier le comunicó su duda insidiosa.

—Sí —admitió el commissaris—, también a mí me preocupa. Hay muy poca gente capaz de lanzar un cuchillo. En el ejército sólo se enseña a combatir con cuchillo a algunos cuerpos especiales. Aunque quizás el cuchillo no fue lanzado, después de todo; el doctor no estaba seguro. Pero no debemos preocuparnos: la preocupación es una pérdida de tiempo. La mujer fue asesinada y alguien la asesinó. Nuestra investigación debe atenerse a ciertas reglas básicas, y esas son las reglas que estamos siguiendo. Estamos interrogando a los sospechosos. Puede que alguno de ellos nos dé una pista. Y hemos registrado la vivienda. Casi toda la información que me han proporcionado los detectives esta mañana es de tipo negativo. No había huellas digitales; el tirador de la puerta delantera había sido limpiado por dentro y por fuera; no había indicios de allanamiento, lo cual significa que el visitante disponía de una llave o bien que la propia señora Van Buren le abrió la puerta. Las ventanas del bote estaban cerradas, salvo dos ventanitas muy pequeñas que la señora Van Buren debió de dejar abiertas para ventilar el lugar. Es imposible pasar por cualquiera de esas ventanitas. El pasamanos de la escalera también había sido limpiado, o sea que el asesino no llevaba guantes. En la librería, los detectives encontraron una caja fuerte cerrada. La he mandado abrir, y en su interior había más de mil florines en efectivo. También he recibido un archivador con resguardos del banco, según los cuales la señora Van Buren tenía más de treinta mil florines en su cuenta corriente. Venía pagando impuestos sobre unos ingresos anuales de veinticinco mil florines, y su fuente de ingresos se describe como «entretenimientos». La casa flotante es propiedad del señor Drachtsma, que no le cobraba ningún alquiler.

—Bueno —observó Grijpstra—, la cosa no está tan mal. Algo sabemos.

—Hay un poco más —añadió el commissaris—. Les pedí a los detectives que se fijaran en su librería; siempre me interesa saber qué lee la gente. La señora Van Buren tenía muchos libros en holandés, todos ellos novelas de autores conocidos, pero también había libros en otros idiomas. Los detectives hicieron una lista con todos los títulos extranjeros; debió de costarles una hora, por lo menos. Y puede que De Gier estuviera en lo cierto, porque había dos estantes de libros sobre brujería y hechicería, en cinco idiomas distintos. La señora sabía leer en inglés, en francés y en alemán, y también en español.

—Curaçao está muy cerca de Sudamérica —señaló De Gier.

—En efecto. Y aún hay otra cosa interesante. Miren esto. —El commissaris sacó dos objetos y los depositó sobre su escritorio—. ¿Qué dirían que es?

—Raíces —respondió Grijpstra.

De Gier examinaba las raíces con aire estupefacto. Medían unos quince centímetros de longitud y parecían un par de hombrecillos resecos, con piernas ahusadas y sendos penes, largos y delgados. Los hombrecillos tenían incluso cara, con ojos y nariz.

—Parecen hombrecillos —dijo al fin.

—Sí que lo parecen, ¿verdad? Son raíces de mandrágora.

De Gier alzó la vista.

—Commissaris —comentó con voz queda—, estas cosas tienen un aspecto maligno. Las usan en brujería, ¿verdad?

—Así es. Le he pedido al doctor que les echara un vistazo y las ha reconocido de inmediato. Me ha contado una extraña historia. La planta a la que pertenecen estas raíces está considerada como la más poderosa de las conocidas por los hechiceros. En la Edad Media, estas plantas solían encontrarse al pie de los patíbulos, y se decía que no crecían a partir de una semilla, sino que las originaba el esperma que los criminales ahorcados en el patíbulo eyaculaban mientras libraban su combate final con la muerte.

—¡Bah! —exclamó Grijpstra.

El commissaris fijó la vista en el brigada.

—Lleva usted mucho tiempo en la policía, Grijpstra, y ya debería estar acostumbrado a este tipo de charla. Los rastros que descubrimos con frecuencia proceden del cuerpo humano. Es como las canciones que suelen cantar los chiquillos: «Mierda y meados. Y sangre, y esperma y baba y vómito y pus y mocos y sudor».

—Sí —admitió Grijpstra—. Lo siento, señor.

—No tiene importancia. Y tiene usted razón, por supuesto. El cuadro que estaba pintándoles no es muy hermoso, pero, de todos modos, así es cómo se suponía que nacía esta planta. Y los hechiceros siempre buscaban las raíces. Las raíces son tan poderosas que no puede uno arrancarlas de la tierra sin jugarse la vida. Como pueden ver, tienen apariencia humana y, según los hechiceros, son realmente humanas. Cuando se arranca la raíz, esta emite un espeluznante aullido que es capaz de volverlo a uno loco y hasta dejarlo muerto en el sitio. Por lo tanto, los hechiceros cavaban muy cautelosamente y ataban un cordel a la raíz y el otro extremo a la pata de un perro; luego, se tapaban los oídos con cera y llamaban al perro, y así arrancaban la raíz de la tierra.

De Gier seguía estudiando las raíces. No las había tocado, pero estaba inclinado sobre la mesa para verlas más de cerca.

—¿Y qué se supone que hacen estas raíces? —inquirió.

—El doctor no estaba muy seguro. Le parece que las llevaban en torno al cuello a modo de talismán, un talismán que confería poderes especiales a su portador, pero también es posible que fueran molidas y mezcladas con otras hierbas y hongos secos. Supongo que se podría preparar una poción con ellas.

—Parece que la señora sí era una bruja, a fin de cuentas —dijo Grijpstra, meneando la cabeza—. Yo creía que ya estaban pasadas de moda.

El commissaris iba a responder algo, pero sonó el teléfono y él mismo lo descolgó.

—Haga pasar el señor Drachtsma —ordenó. Mientras colgaba el auricular, se apresuró a recoger las raíces con la otra mano y las guardó en el cajón de su escritorio.

IJsbrand Drachtsma se había acomodado en la butaca señalada y estaba contemplando al commissaris. Parecía envuelto en un imperturbable silencio, erigido a su alrededor de la misma manera en que un huevo envuelve y protege al polluelo. De Gier admiraba a este recién llegado al pequeño círculo de sospechosos. Drachtsma, pensaba De Gier, tenía que ser un hombre muy poco corriente. Se lo habían descrito como un magnate, un dirigente nato. Drachtsma era el presidente de cierto número de empresas bien conocidas. Debía de ser riquísimo. También debía de ser muy poderoso, más poderoso, quizá, que un ministro del estado. Las empresas dirigidas por hombres como Drachtsma dan empleo a miles de personas. Flotas enteras de mercantes se mueven por los océanos porque hombres como Drachtsma han descolgado un teléfono. Las agencias de publicidad que ellos poseen nos dicen qué debemos comprar y hacer; son ellas las que conforman la rutina de nuestras vidas.

Pero, pensaba De Gier alegremente, si nosotros, unos simples policías, cogemos un teléfono, los hombres como Drachtsma comparecen ante nosotros. Manipulamos a los manipuladores.

—Me alegro de que haya podido venir —decía el commissaris. IJsbrand Drachtsma inclinó ligeramente su calva cabeza en respuesta a la observación. De Gier sabía que Drachtsma andaba cerca de los sesenta años, pero el cuerpo que tan cerca de él estaba en aquellos momentos irradiaba más energía de la que debería corresponderle por su edad. Los claros ojos azules de Drachtsma chispeaban con un brillo expectante, como si aquella entrevista fuese para él una nueva experiencia que pensaba disfrutar a fondo.

Drachtsma, ante la hospitalaria invitación del commissaris, había cogido un cigarro de la caja que había sobre la mesa y procedía a encenderlo con sus fuertes y atezadas manos, utilizando un encendedor de oro de maciza apariencia. Sus gestos eran medidos, como si controlara todas sus actividades. El encendedor produjo una llamita el primer intento. De Gier pensó en el suyo, que jamás funcionaba correctamente y que cada vez debía ser engatusado de un modo distinto para que diera lumbre.

—Solamente unas pocas preguntas —decía el commissaris—. No le retendremos más de lo imprescindible. —Y Drachtsma había vuelto a inclinar su calva frente. El escaso cabello que enmarcaba su pulimentado cráneo aún no se había vuelto completamente gris.

—El sábado pasado por la noche —respondió Drachtsma con una voz profunda, que reverberaba en su amplio pecho—, estuve con mi esposa en Schiermonnikoog. Suelo pasar muchos fines de semana en la isla. Tuvimos invitados, unos socios comerciales de Alemania. Por la tarde los llevé a navegar, y pasamos la velada escuchando música. Puedo darle sus nombres y direcciones, si lo desea.

—Se lo ruego —dijo el commissaris.

Drachtsma garrapateó en una hoja de su agenda, una agenda encuadernada en piel que extrajo del bolsillo interior. Cuando hubo terminado, arrancó la hoja y se la tendió al commissaris.

—¿Le importaría explicarnos la naturaleza de sus relaciones con la señora Van Buren? —inquirió el commissaris.

—Era mi amante.

—Entiendo. Me pregunto si podría facilitarnos algunos detalles sobre la vida de esta señora. Alguien la mató, y quienquiera que fuese debía de tener una buena razón. Si sabemos quién era la señora, quizá podamos averiguar quién la asesinó.

—Sí —asintió Drachtsma—, a mí también me gustaría saber quién la ha matado. No sufrió, ¿verdad?

—Creo que no. La mataron por la espalda, y el cuchillo se clavó con gran precisión. Lo más probable es que muriera inmediatamente, sin saber qué le había ocurrido.

—Bien —dijo Drachtsma.

Los tres policías estaban mirándolo.

—Díganos, por favor —le urgió el commissaris.

—Oh, lo siento. Estaba pensando en Maria van Buren. ¿Qué puedo decirles? La conocí cuando todavía estaba casada; su exmarido dirige una fábrica textil que forma parte de la organización para la que yo trabajo. La conocí en una fiesta y creo que me enamoré de ella. Tenía su propia embarcación, y nos veíamos en los lagos. Se divorció.

—Lo lamento —comenzó el commissaris—, pero me veo en la necesidad de hacerle preguntas de índole personal. Espero que no le moleste la presencia de mis dos ayudantes. Están a cargo de la investigación, y me gusta que participen en todas sus fases.

—Me parece bien —respondió Drachtsma, y dirigió una sonrisa a los dos policías. Fue una sonrisa cordial. Drachtsma sabía cómo tratar a los subordinados.

—¿Por qué no se casó con María van Buren? —quiso saber el commissaris.

—No quería casarme con ella —dijo Drachtsma—. Además, ya estaba casado. Tengo un hijo y una hija, y ambos quieren mucho a su madre. También yo quiero a su madre. Y, por otra parte, no creo que María hubiera aceptado casarse conmigo. Era muy celosa de su intimidad. Compré una casa flotante para ella porque le gustaba vivir en el agua. Por entonces, su bote era el único que había en aquella parte del río Schinkel. Ahora hay muchos cerca del suyo, y a menudo le había sugerido que debería mudarse, pero ella estaba acostumbrada a vivir allí.

—Si era su amante y vivía en una embarcación de su propiedad, supongo que le enviaría usted un cheque mensual.

—Supone bien —admitió Drachtsma.

—¿Sabía usted que tenía otros amantes?

—Sí. Y no me importaba. Siempre la telefoneaba antes de ir a verla, y ella solía telefonear a mi oficina.

—Espero que no le moleste lo que voy a decir —observó suavemente el commissaris—, pero no parece usted muy afectado por su muerte.

No hubo respuesta.

—¿No le importa que haya muerto?

—Es un hecho inalterable, ¿no cree? —alegó Drachtsma—. No puedo hacer nada. Todas las cosas llegan a su fin.

Esta contundente respuesta desconcertó un tanto al commissaris, y pasó algún tiempo antes de que la conversación reanudara su curso.

—El cuchillo —apuntó el commissaris— me tiene preocupado. Lo guardo aquí, permítame que se lo enseñe.

Drachtsma cogió el cuchillo.

—Un puñal de combate —observó, con aire pensativo.

—¿Sabe qué clase de puñal es? —inquirió de pronto Grijpstra.

Drachtsma se volvió y miró a Grijpstra a los ojos.

—Sí —respondió—. Es un cuchillo de los comandos británicos.

—Me parece que no debe de haber mucha gente que sepa cómo lanzar un cuchillo así —dijo el commissaris, con aire dubitativo.

—Creo que yo podría hacerlo —afirmó Drachtsma—. Durante la guerra, nos entrenamos con puñales como este. Cuando desembarqué en Francia, llevaba uno idéntico, y maté a un alemán con él.

—¿Sabe usted de alguien que conociera a la señora Van Buren y que fuera capaz de lanzar este cuchillo?

—No —contestó Drachtsma—. A excepción de mí mismo —añadió casi inmediatamente.

—¿Sabe usted de alguien que quisiera verla muerta?

—No —repitió Drachtsma—. No creo que tuviera ningún enemigo, y sus amantes no éramos celosos. Éramos sólo tres, que yo sepa, y a uno de los otros lo conozco personalmente, un coronel norteamericano llamado Stewart. El tercero es un belga. Lo vi en una fiesta, pero apenas unos segundos. Me pareció un tipo muy educado y cauteloso, en absoluto la clase de persona que se diría capaz de lanzar un cuchillo contra la espalda de una mujer.

—Ya hemos interrogado a ambos caballeros —anunció el commissaris.

—Y supongo que los dos tendrán sus coartadas.

El commissaris pasó por alto el comentario.

—Una cosa más, señor Drachtsma —comenzó—, ¿le importaría decirme cuánto le pagaba a la señora Van Buren?

—Veinticinco mil al año —respondió Drachtsma—. Pensaba pagarle un poco más, debido a la inflación. Pero ella nunca me pedía dinero.

—¿Algún extra?

—Sí. De vez en cuando le compraba joyas y vestidos, y dos veces al año le regalaba un billete a Curaçao. Sus padres viven cerca de Willemstad.

—¿Fue alguna vez con ella?

—Tengo muy poco tiempo libre —negó Drachtsma—. La única isla que verdaderamente me gusta es Schiermonnikoog.

—Muchas gracias —dijo el commissaris, frotándose vivamente las manos—. Las últimas preguntas: hemos descubierto que la señora Van Buren se interesaba mucho por las plantas. Me pregunto si… —No terminó de formular la pregunta.

—Plantas —repitió Drachtsma, y se echó a reír—. Sí, ya sé lo de sus plantas. Con frecuencia me llevaba a pequeñas herboristerías donde venden plantas medicinales, y siempre estaba leyendo libros sobre este tema. Para mí, era un motivo de irritación, pues a menudo se pasaba la noche hablando de plantas, y yo no la visitaba para eso. Tuvimos algunas disputas por esta causa, e incluso la amenacé con dejarla si no abandonaba sus ridículas hechicerías, pero era una amenaza vana. No creo que le hubiera importado en lo más mínimo que la dejara. Era una mujer muy fuerte.

—Una mujer muy fuerte que murió asesinada —concluyó el commissaris—. Gracias, señor Drachtsma. Espero que no tengamos que molestarle de nuevo.

—No creo que nadie sea capaz de azorarlo —observó Grijpstra en cuanto el señor Drachtsma se hubo retirado.

—Ya veremos —respondió el commissaris suavemente—. Es un frisón, y los frisones son unos cabezotas. Pero no es el único frisón del mundo. ¿No nació usted en el norte, Grijpstra?

—Sí, señor, en Harlingen.

—Yo nací en Franeker —dijo el commissaris.

—Nunca se debe subestimar a los provincianos —intervino De Gier.