Aquel mismo día, cerca ya de la medianoche, un gran automóvil negro se dirigía hacia Amsterdam, a cuarenta y cinco minutos de La Haya, donde había permanecido una hora aparcado ante la embajada de Bélgica.
El commissaris dormía en el asiento posterior, con su frágil cuerpo recostado sobre el de Grijpstra. Grijpstra estaba despierto y contemplaba hoscamente los oscuros campos que iban dejando atrás mientras reconstruía en su mente la larga e infructuosa conversación que acababan de mantener. En los asientos delanteros, De Gier y el chófer de la policía hablaban en susurros.
—No logro mantener los ojos abiertos —decía el joven agente de policía—. Es inútil, no sirvo para chófer. Acabo de presentar mi cuarta solicitud de traslado, pero volverán a rechazarla porque parece que le caigo bien al commissaris. He estado a punto de matarlo, de matarme yo y de matar a los ocupantes de otros automóviles; me he salido de la carretera media docena de veces; me he quedado dormido mientras esperaba que cambiaran las luces de los semáforos, pero a él le da lo mismo. Dice que ya se acostumbrará. Soy yo el que no se acostumbrará nunca. El ruido del motor me da sueño; nada más girar la llave de contacto, ya me entra sueño. Ahora mismo, estoy muerto de sueño.
—¿Quiere que le dé un puñetazo en la cara? —preguntó De Gier.
—No serviría de nada. Sólo aguanto despierto cuando hay alguien que me habla. Cuénteme una historia, sargento.
—¿Una historia? —se sorprendió De Gier—. ¿Qué clase de historia?
—Da lo mismo —respondió el agente—, pero procure que sea interesante. Usted investiga crímenes, ¿verdad? Seguro que conoce montones de historias interesantes. O, si no, hábleme de fútbol. Se lo digo en serio. Voy a quedarme dormido; he estado de servicio desde las siete de la mañana.
—¡Vaya chófer! —gruñó De Gier.
—Ya le he dicho que no deberían tenerme de chófer. Y ahora, ¿me contará una historia o prefiere que destroce el automóvil? Vamos exactamente a cien kilómetros por hora y este coche es bastante pesado. Seguramente rebotaremos en la valla de acero de la izquierda y daremos unas cuantas vueltas de campana. El pasajero de la derecha del conductor es siempre el que sale más malparado.
—¿Por qué no ha dormido en el coche mientras nos esperaba delante de la embajada?
—Lo he intentado, pero nunca puedo dormir cuando el coche está quieto. Lo que me mata es la combinación del movimiento y el ruido del motor. Fíjese en mis párpados, ya están medio cerrados. No puedo controlar los músculos.
De Gier suspiró.
—Érase una vez, hace diez años, cuando yo llevaba dos como agente uniformado de servicio en la calle, que tuvimos un asesino en el barrio antiguo.
—Eso es —aprobó el agente—, no se detenga. Le escucho.
—Nunca podíamos verlo, pero encontramos algunos rastros, y había testigos, y poco a poco nos fuimos haciendo una imagen del aspecto que debía tener el asesino, aunque la cosa era difícil porque sólo mataba a altas horas de la noche y en oscuros callejones donde no vivía nadie. En los callejones solamente hay movimiento durante el día, cuando los comerciantes abren sus almacenes para meter y sacar mercancías; por la noche allí no va nadie, excepto algunas prostitutas baratas y sus clientes. Las pocas personas que aseguraban haber visto fugazmente al asesino nos daban extrañas descripciones. Este asesino no tenía dientes como usted y yo, sino colmillos. No andaba, sino que parecía ir a saltos, dando grandes zancadas; tenía el pelo largo y negro y una cerrada barba rizada, sus ojos eran pequeños e inyectados en sangre y llevaba siempre un chaquetón de tres cuartos con capuchón. ¿Está escuchándome?
—Sí, sí —respondió el agente que conducía—, no se detenga.
—Solamente mataba mujeres, y encontrábamos los cadáveres por la mañana. Las descuartizaba, y sus restos aparecían dispersos por los callejones. Descubrimos que era capaz de trepar a los tejados de los almacenes y de agazaparse en un alféizar hasta quedar convertido en apenas una mancha negruzca, y cuando las mujeres pasaban bajo él, se arrojaba encima de ellas. A veces las estrangulaba, y a veces les clavaba sus colmillos en el cuello, desgarrando venas y músculos.
—Dios mío —musitó el agente.
—Sí —añadió De Gier en voz muy baja, casi un siseo—, en aquella época sí que teníamos auténticos crímenes. Pero la cosa se puso demasiado fea, una noche el asesino liquidó a dos mujeres y el commissaris decidió atraparlo a toda costa.
—Ha dicho que encontraron algunos rastros —susurró el agente—. ¿Qué encontraron? ¿Huellas digitales? ¿Huellas de pisadas?
—Llevaba guantes —explicó De Gier—, pero encontramos las huellas de sus pies donde había pisado la sangre de sus víctimas. Llegamos a la conclusión de que era un hombre muy corpulento, de más de un metro ochenta de estatura y complexión muy robusta. Además, siempre encontrábamos cáscaras de cacahuete.
—¿Cáscaras de cacahuete?
—Exactamente. Y también encontramos las bolsas vacías. Daba la impresión de que vivía a base de cacahuetes, pues llegamos a encontrar hasta seis bolsas vacías en los lugares donde había permanecido algún tiempo al acecho. Averiguamos que las bolsas procedían del barrio chino, donde por entonces había mucha gente en el paro. Los chinos compraban cacahuetes baratos al por mayor, los tostaban y los vendían en las calles por muy poco dinero.
—De modo que el commissaris decidió atraparlo, ¿eh? —comentó el agente—. ¿Qué commissaris? ¿El nuestro?
—El mismo —asintió De Gier, volviendo la cabeza hacia el asiento de atrás, donde el commissaris roncaba suavemente apoyado en el hombro de Grijpstra.
—¿Y qué hizo entonces? —quiso saber el chófer.
—Movilizó a toda la fuerza de policía. Aquella noche sacamos unos seiscientos hombres a la calle. Todo el mundo tuvo que ir, incluso los tipos inútiles como oficinistas, subinspectores y chóferes. Íbamos adecuadamente armados para la ocasión, y todos los agentes llevaban carabinas. Los sargentos y los brigadas llevaban subfusiles y granadas de mano, y yo estaba al frente de tres hombres que sabían combatir con lanzallamas. También vinieron los de la policía montada, y sus caballos resoplaban por todas partes. Por detrás se oía la brigada motorizada, que en aquella época todavía usaba Harley Davidsons: los motores rugían en primera. También estaban allí los carros blindados de la policía militar, y sus cadenas metálicas arrancaban chispas de los adoquines; los semiorugas eran muy espectaculares, y la luna hacía brillar los cascos de los conductores. Teníamos una autorización de registro general y nos habían dado las llaves de todos los almacenes, y los detectives que venían detrás nuestro examinaban todas las casas y todos los edificios. También participaban los botes de la Policía Náutica Estatal, bloqueando los canales por si acaso el asesino intentaba huir por el agua. Mientras nos deslizábamos sigilosamente por las angostas callejuelas con nuestros zapatos de gruesas suelas de goma, oíamos sus motores diesel zumbando en punto muerto.
—¿Y qué pasó? —susurró el agente.
—Fue la mayor operación en que jamás he participado —prosiguió De Gier—, y duró toda la noche, pero en ningún momento llegamos a ver al asesino. Seguramente se había quedado en su guarida, afilándose los colmillos con una lima y haciendo ejercicios gimnásticos para estar en forma.
—¡Vaya historia! —exclamó el agente en voz alta.
—No grite tanto, que despertará al commissaris —le reconvino De Gier—. Todavía no he terminado. El commissaris quedó muy frustrado, naturalmente, pero no se rindió. Él nunca se rinde. Se encerró en su despacho dos días enteros para pensar, y nadie podía molestarle, ni siquiera su chófer predilecto, al que tenía mucho afecto. Y al cabo de los dos días, salió con un plan.
—Un plan —repitió el agente.
—Un plan psicológico. Nos llamó a Grijpstra y a mí, junto con otros tres hombres, y le dijo a Grijpstra que aquella noche tendría que ir él solo al barrio antiguo. Grijpstra obedeció. Nosotros lo seguíamos, por supuesto, pero a distancia. Grijpstra iba provisto de una gran bolsa de papel con los más selectos cacahuetes recién tostados, y todos los demás llevábamos bolsas de recambio para dárselas a Grijpstra si se quedaba sin cacahuetes. El commissaris le había dicho que debía ir comiendo cacahuetes todo el rato y hablando él solo. Tenía que decir «estos cacahuetes son excelentes» y «estos cacahuetes están fresquísimos, ¡y qué crujientes!» y «¡Muchacho! ¡En mi vida había comido unos cacahuetes tan deliciosos!».
—Cacahuetes —repitió el agente, con un dejo de suspicacia en su voz.
—Cacahuetes. Grijpstra se había comido ya cuatro bolsas y acababa de comenzar con la quinta cuando el asesino se abalanzó sobre él. Intentó golpear a Grijpstra en el cuello y arrebatarle la bolsa al mismo tiempo, pero Grijpstra estaba alerta, de modo que lo esquivó y le echó la zancadilla. Entonces nos arrojamos todos sobre él y lo envolvimos en una red especial que el commissaris había encargado a una firma especializada en la confección de redes para capturar tiburones. La lucha fue tremenda y el asesino estuvo a punto de escapar, pero logramos dominarlo. Incluso Grijpstra tuvo que ayudarnos, a pesar de que estaba conmocionado y atiborrado de cacahuetes, y finalmente capturamos al asesino.
—¿Y quién era? —quiso saber el agente.
—Ya se lo diré otro día —respondió De Gier, volviendo a hablar con voz normal—. Puede dejarme aquí mismo, vivo en esta calle. Ha conseguido llegar a Amsterdam. Felicidades.
El automóvil se detuvo y el commissaris abrió los ojos.
—¿Baja aquí, De Gier? —preguntó.
—Sí, señor. Vivo aquí cerca.
—¿Por qué no viene a mi casa, con Grijpstra? No vivo muy lejos, y podrá regresar dando un paseo. Grijpstra puede tomar un taxi. Tomaremos una copa de brandy y hablaremos de lo que hemos de hacer mañana.
—Señor —dijo De Gier, y volvió a meterse en el coche.
Su estado de ánimo mejoró cuando el commissaris alzó su copa. El brandy olía bien, muy bien, y el commissaris estaba encantador. Les presentó excusas por retenerlos hasta tan tarde y los halagó a ambos diciéndoles que era un placer trabajar con ellos.
Luego fue a la cocina y llenó dos cuencos de patatas fritas, y le ofreció a Grijpstra la mejor butaca del cuarto.
—Bueno —comenzó por fin el commissaris—. Parece que no hemos avanzado mucho esta noche. Ha quedado bien claro que el señor Wauters, nuestro amigo del cuerpo diplomático belga, no estaba dispuesto a decirnos nada más que lo indispensable. También ha quedado claro que no tiene ninguna coartada.
De Gier tomó otro sorbo de brandy y lo paladeó lentamente. Veía de nuevo el evasivo rostro del diplomático. Este se había mostrado sumamente cortés. Había pasado la noche del sábado en su piso de soltero, él solo. Había estado un rato mirando la televisión y se había acostado temprano. No había salido del piso, no había ido a Amsterdam y no había matado a la señora Van Buren.
—Reconoció que María van Buren era su amante —dijo el commissaris—, y reconoció que le pagaba una cantidad mensual. No quiso decirnos cuánto. Dijo que estaba enterado de que ella tenía otros amigos, pero que siempre había fingido ignorarlo. Un acuerdo entre los dos. Muy conveniente. Vivir y dejar vivir. Evitar enfrentamientos indeseados. Un auténtico diplomático.
—No parecía lamentar que hubiera muerto —observó De Gier.
—Sí —asintió el commissaris—, esa es una importante observación. Esta mañana, cuando ha venido el coronel norteamericano, he advertido la misma reacción. El coronel se sentía aliviado, al igual que el señor Wauters. Visitaban a la mujer regularmente, iban a verla por propia voluntad, se gastaban dinero con ella, mucho dinero en el caso del coronel y posiblemente también en el del diplomático, pero ambos se han sentido aliviados al enterarse de que no tendrían que ir a verla nunca más.
—Una bruja —comentó De Gier.
—Perdón, ¿cómo ha dicho? —preguntó el commissaris.
—Una bruja, señor. Cultivaba plantas extrañas. Lo indicamos en nuestro informe, y el doctor ha confirmado que las plantas que encontramos en su casa flotante eran venenosas. Belladona, beleño y algo más, he olvidado el nombre.
—Ah, sí —contestó el commissaris—. Ya he visto el informe. Plantas. La tercera era datura. Hoy en día las plantas están de moda, todo el mundo las cultiva. Pero la gente las cultiva para la cocina y para fines medicinales. A nadie se le ocurre cultivar plantas venenosas.
—La señora Van Buren lo hacía —intervino Grijpstra.
—¿Pretende sugerir que confeccionaba pociones? —inquirió el commissaris, mirando a De Gier—. ¿Filtros que hacía beber a sus víctimas y que paralizaban de alguna manera su fuerza de voluntad, de modo que se veían obligados a seguir visitándola?
De Gier no respondió.
—Podría ser —admitió el commissaris—. Puede que los tuviera hechizados. Tal vez el hechizo consistía en su propia energía sexual y en algo que les hacía comer, beber o fumar. O tal vez quemaba unos polvos y ellos inhalaban el humo tóxico. Una fuerza potenciaría la otra y las víctimas sólo quedarían satisfechas cuando las tenían las dos a la vez. Pero esto es muy fantasioso. Y romántico, desde luego.
—De Gier es muy romántico —apuntó Grijpstra.
El commissaris cloqueó y volvió a llenar las copas.
—A su salud, caballeros.
Bebieron todos.
—La palabra correcta es nostálgico —prosiguió el commissaris—. Estamos retrocediendo hacia la Edad Media, a las épocas oscuras en que la gente vivía en pequeñas comunidades rodeadas de inmensos bosques. Es una época que hemos olvidado, pero todavía se mantiene en la memoria de la gente, oculta, pero viva. Últimamente parece que está volviendo a resurgir. Lo he visto en los hippies. Algunos de ellos deben de tener exactamente el mismo aspecto que los discípulos de antiguos magos, puro siglo XIV. ¿Van alguna vez a las librerías?
—No, señor —contestó Grijpstra—. No muy a menudo.
—Sí, señor —contestó De Gier.
—Sin duda se habrá dado cuenta de que los libros sobre plantas son muy populares. Yo mismo he leído unos cuantos. En mi opinión, no es más que basura; una serie de datos que pueden hallarse en cualquier enciclopedia pero reunidos en un volumen con un par de dibujos para completar el lote. Los libros auténticos no están en venta. Los antiguos ermitaños tenían libros, pero sólo podías utilizarlos si el ermitaño accedía a instruirte, y tenías que vivir con él durante años y años, y entonces sí que te lo enseñaba todo acerca de las plantas. Me atrevería a decir que también se podría aprender por uno mismo, tratando de cultivar diversas plantas y estudiándolas a fondo. Yo me paso un rato en el jardín todos los días, y es asombroso lo que se puede llegar a aprender. ¿Tienen ustedes jardín?
—Yo tengo algunas plantas en el balcón, señor —respondió De Gier.
—¿Qué plantas tiene? —quiso saber el commissaris, aparentando un gran interés.
—Geranios —dijo De Gier—, y una planta que se llama peonza, una planta bulbosa con flores encarnadas.
—Peonía —le corrigió el commissaris—. Y, dígame, ¿contempla usted alguna vez sus plantas?
—Sí, señor.
—¿Y qué ve?
—Son muy hermosas.
—Sí —asintió el commissaris—. Son muy hermosas. Incluso los geranios son hermosos; todo el mundo los tiene, y son muy hermosos. Es la primera lección que hay que aprender.
Había hablado con cierta emoción, y en la habitación se hizo de nuevo el silencio. Era un silencio agradable, y Grijpstra se sintió de pronto muy apacible. De Gier estaba sentado en el borde de su asiento con la copa de brandy en la mano, esperando que el commissaris dijera algo.
—Pero no estoy dispuesto a creer que la señora Van Buren era una bruja. Puede que tuviera las plantas por alguna otra razón. Quizá le gustaba su aspecto. También poseía muchas otras plantas, aparte de esas. Tenía al coronel en su poder, y estoy seguro de que tenía hechizado a nuestro señor Wauters, pero se trataba de una mujer sexy y hermosa. Las mujeres tienen poder, un poder pasivo. Les basta sonreír un poco y los hombres corren hacia ellas. A los hombres no les gusta ser manipulados, pero lo son, por las mujeres y por sus propios deseos incontrolados. Tal vez el coronel y el señor Wauters se sienten complacidos porque ahora pueden salir en busca de caza fresca. Y tal vez ella los sometía a un chantaje. Nuestros amigos niegan que les hiciera chantaje, y es comprensible. La chantajista ha muerto y se ha llevado con ella su secreto. Tres detectives han registrado hoy la vivienda; mañana por la mañana sabremos qué han encontrado. Nadie ha sacado nada de la casa flotante, porque ha estado vigilada toda la noche y toda la mañana hasta la llegada de los detectives. Es posible que encontremos algo.
—¿Qué impresión le ha producido el coronel, señor? —inquirió Grijpstra.
—Es un hombre inteligente —respondió el commissaris—. Admitió muchas cosas, lo cual es buena estrategia si tiene algo que esconder. Incluso admitió haberse gastado una fortuna en ella durante los tres últimos años, pero una fortuna que entraba dentro de sus posibilidades. Los coroneles cuentan con buenos ingresos, sobre todo en el ejército norteamericano. Tiene una coartada y estoy seguro de que resultará buena. La policía militar norteamericana la comprobará, desde luego, pero estoy seguro de que resultará auténtica. Sin embargo, De Gier, el coronel dijo algo que concuerda con su teoría.
—¿Dijo que era una bruja? —preguntó De Gier.
El commissaris sonrió.
—No, pero dijo que era muy atractiva y que yo mismo me habría interesado por ella si la hubiera conocido. Le contesté que ya soy viejo y que sufro de reumatismo, y entonces él dijo que tal vez la señora Van Buren me habría curado. Es muy difícil curar el reumatismo.
—¿Le preguntó usted si la señora Van Buren estaba interesada en las plantas? —inquirió De Gier.
—No —negó el commissaris—. En aquel momento, no se me ocurrió. No fue hasta más tarde cuando caí en la cuenta de su comentario.
—Podría ponerse en contacto con la policía militar norteamericana y preguntárselo —sugirió Grijpstra.
—Tal vez lo haga. Y tal vez no.
—¿Le parece que no tiene importancia? —quiso saber De Gier.
—Quizá no. La mató un hombre que no la apreciaba. No la apreciaba porque ella estaba haciéndole chantaje o porque lo había humillado. También es posible que la mataran porque sabía algo. El Servicio Secreto se interesaba por ella desde hace algún tiempo. Tal vez la daga fue lanzada por un asesino profesional contratado por alguna embajada. El hecho de que fuera una bruja, que aún no se ha demostrado que sea un hecho, quizá no tuvo nada que ver con su muerte. Puede que debamos considerar sus prácticas de hechicería como un simple pasatiempo.
El commissaris se puso en pie.
—Se hace tarde, caballeros, y supongo que querrán irse a la cama. Mañana será otro día, y ya veremos qué nos trae. Hablaré con IJsbrand Drachtsma y lo citaré para la tarde. Ustedes también estarán presentes, y podremos hacerle todas las preguntas que deseemos sin vernos rodeados de diplomáticos y policías militares. Llámenme mañana a la una en punto y les diré a qué hora va a venir. Por la mañana, podrían tratar de encontrar al hombre que tiene una cara como un queso de Edam, el que lleva un chaleco rojo y tiene un hijo pequeño que juega a la pelota. Pueden preguntar por él a todos los residentes de la zona y mostrarles su dibujo. Mientras ustedes buscan a chaleco rojo, yo me pondré en contacto con la policía de Curaçao y averiguaré todo lo que pueda sobre el historial de María van Buren. Buenas noches.
—Que duerma usted bien, señor —dijo De Gier.
—Esperen —los retuvo el commissaris—. Todavía tengo que telefonear a un taxi para Grijpstra.
—No se preocupe, señor —rehusó Grijpstra—. Iré andando hasta la parada de taxis. Hace una noche muy agradable.
—Como guste.
El commissaris los acompañó hasta la puerta y sonrió al estrecharles la mano. Tenía un aspecto muy amistoso.
—Espero que no la matara el diplomático belga —comentó De Gier mientras se dirigían hacia la parada de taxis.
—¿Por qué no?
—Porque es un diplomático y no podríamos detenerlo.
—¿Quieres que alguien sea castigado? —se extrañó Grijpstra—. Tenía entendido que no creías en el castigo. ¿Acaso no me dijiste el otro día que sería mucho más divertido capturar delincuentes si supieras que luego iban a llevarlos a un lugar agradable con un gran parque donde pudieran relajarse, comer buenos alimentos y jugar a toda clase de juegos hasta que estuvieran curados de nuevo?
—Sí —admitió De Gier—. Los delincuentes son unos enfermos y habría que curarlos en un entorno placentero. Pero hay excepciones. Este asesino ha matado a una mujer hermosa, y las mujeres hermosas escasean. Un hombre así tendría que ir con bola y cadena. Además, la señora Van Buren era una bruja. Me habría gustado conocerla.
—Ah —dijo Grijpstra.
—¿No estás de acuerdo?
—Estoy de acuerdo —respondió Grijpstra, dándole a De Gier una palmada en la espalda—. Ahora, vete a casa, métete en la cama y sueña dulces sueños.
—La vida ya es un sueño —observó De Gier.
—Basta por hoy. Buenas noches.
Cerró de golpe la portezuela del taxi y el automóvil se puso en marcha.
De Gier lo despidió agitando la mano.
Grijpstra no volvió la cabeza.