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—Pasen, pasen —dijo amablemente el commissaris. Los cuatro hombres entraron en tropel, sonrientes. Se estrecharon las manos. Aceptaron cigarros. Se ofrecieron fuego el uno al otro. Pero estaban tensos.

—Me alegro de que pudieran venir inmediatamente —comenzó el commissaris, mientras tomaba asiento y señalaba hacia las sillas con un gesto de la mano. El commissaris disponía de una buena habitación en la Jefatura. Aunque compartía su rango con otros cuatro oficiales, él era el de mayor antigüedad y su categoría era sólo inferior a la del jefe de policía, y había utilizado los galones para obtener un despacho cómodo, con una gruesa alfombra en el suelo, antiguas pinturas en las paredes, muchas plantas de interior y su propia cafetera particular.

—Nos comunicamos por télex con el coronel ayer por la tarde —explicó el hombre de la embajada norteamericana.

El hombre situado justo enfrente del commissaris se puso tieso, recordándole una especie de oso grande. Un oso gris, creía que se llamaba; en cierta ocasión había visto un ejemplar disecado en el museo zoológico. El coronel tenía un aspecto amigable, pero peligroso. Su grueso traje de tweed, no muy apropiado para un día tan caluroso como el que estaba haciendo, acentuaba la impresión.

—No se comunicaron conmigo —protestó, dirigiéndose al hombre de la embajada. Al commissaris le pareció que hablaba con voz bastante alta, demasiado alta en realidad—. Se comunicaron con la policía militar, y ellos me han hecho venir aquí.

Los otros dos hombres no dijeron nada.

—¿Es verdad o no? —les preguntó el coronel a los dos hombres silenciosos.

—No del todo, señor —respondió el más joven—. Le invitamos a venir.

—¿Y si me hubiera negado?

—Pero no se negó usted, señor —contestó el policía militar.

El commissaris sonrió. La situación le divertía. Los policías de todo el mundo tienen ciertos rasgos en común. En circunstancias parecidas, él habría dado la misma respuesta.

—No lo retendremos más de lo necesario —dijo suavemente el commissaris—. Permítame explicarle por qué le hemos invitado a venir aquí.

El coronel se relajó un poco. El commissaris le había producido una buena impresión.

—Ya sé por qué estoy aquí —adujo el coronel—. Me lo han dicho sus colegas. María van Buren ha muerto. Alguien la ha asesinado. Era amiga mía.

—Efectivamente —asintió el commissaris—. Era su amante. La encontramos con un cuchillo en la espalda. Una daga, para ser exactos. Un puñal militar. Según nuestro médico, la mataron entre las ocho de la tarde y la medianoche del sábado pasado.

El coronel se quedó pensativo. Pensó durante todo un minuto y, finalmente, esbozó una amplia sonrisa.

—El sábado pasado yo estaba en Düsseldorf, y pasé la noche allí con unos amigos. Me parece que no estuve ni un minuto a solas en todo el día, y tampoco por la noche. Y puedo demostrarlo.

—Bien —aprobó el commissaris—. Me alegro por usted.

Pero el coronel no le escuchaba. Estaba mirando por la ventana, con la sonrisa todavía en la cara. Cuando se cansó de mirar por la ventana, se volvió hacia los dos oficiales de la policía militar.

—¡Ja! —exclamó—. Están perdiendo el tiempo conmigo. Si no hubieran tenido tanta prisa, habría podido demostrar mi coartada sin necesidad de salir de Alemania.

El commissaris respondió antes de que pudieran hacerlo sus colegas.

—Vamos, vamos —dijo en tono conciliador—. No le hemos invitado a venir aquí para acusarlo de haber cometido un asesinato. En esta fase de la investigación, lo único que pretendemos es obtener información. No sabemos casi nada de la víctima. Usted la conocía bien. Tal vez esté dispuesto a hablarnos de ella.

—Por favor, coronel —intervino el hombre de la embajada. El commissaris le dedicó una mirada. Un joven muy agradable, pensó. Con muchas ganas de ayudar.

—Ok, ok —dijo el coronel—, le ruego que me disculpe. No he querido ser descortés, pero comprenda que he estado sometido a cierta tensión desde que estos dos caballeros vinieron a buscarme. No me han dejado ni por un minuto. Creo que no han dejado de vigilarme ni cuando he ido al lavabo del avión. Quizá temían que pudiera escabullirme por la ventana.

Los policías militares se rieron educadamente y dejaron de reír en el mismo instante.

—Ok, ayudaré en lo que pueda. Es cierto que conocía bien a María; íntimamente, como suele decirse. Desde hace tres años. Tenía la costumbre de venir a Amsterdam al menos una vez al mes. Mi guarnición está justo al lado de la frontera, y es fácil llegar en automóvil. Lamento que haya muerto.

—Discúlpeme, por favor —dijo el commissaris—, pero no parece lamentarlo mucho.

El coronel se rascó la rodilla.

—¿Ah, no?

—No. Más bien parece aliviado.

—Bueno, es un alivio saber que puedo demostrar que no la he matado yo.

—Ya veo —asintió el commissaris.

—Muy bien —prosiguió el coronel—, quizá sí que me siento aliviado. Ya no tendré que volver a verla nunca más.

—¿Se había cansado ya de ella?

—Su inglés es excelente, ¿sabe? —observó el coronel.

El commissaris sonrió.

—Como la mayoría de los holandeses. No tenemos más remedio: el mundo es muy grande y nuestro país es muy pequeño, y nadie habla holandés excepto nosotros. —Se volvió hacia el joven de la embajada—. ¿Le importaría servirnos a todos otra taza de café?

El joven se levantó de un salto, deseoso de ser útil.

—¿Se había cansado ya de ella?

—Cansado no —respondió el coronel—. Pero quería dejar de verla.

—Pero eso le habría resultado muy fácil —se extrañó el commissaris—. Le habría bastado con no volver a su casa.

El coronel empezó a rascarse la rodilla de nuevo.

—¿Está usted casado? —inquirió el commissaris.

—Sí. En los Estados Unidos. Mi esposa permaneció conmigo en Alemania durante un tiempo, pero luego se volvió a casa. Estaba enterada de lo de María, si es a eso a lo que se refiere. María no me hacía chantaje. No podía, porque yo mismo le había hablado de ella a mi mujer.

—Si no se lo hubiera usted contado a su mujer, ¿cree que le habría hecho chantaje?

El coronel pasó a rascarse la otra rodilla.

—Es posible.

—¿Diría usted que María van Buren no era una mujer muy escrupulosa? —preguntó el commissaris.

El coronel asintió.

—Sí —dijo lentamente—, podría decirlo. Pero era muy atractiva. Bella también, desde luego, pero hay muchas mujeres que son bellas sin ser atractivas. A veces, la belleza resulta aburrida.

—¿Es usted un experto?

El coronel se echó a reír.

—Se supone que soy un experto militar. Sé unas cuantas cosas sobre armamento nuclear. Puede que también sepa algo sobre las mujeres.

—Así pues, usted encontraba atractiva a la señora Van Buren e iba a visitarla regularmente, pero ahora se alegra de no tener que verla de nuevo. Le agradecería que me explicara un poco la naturaleza de sus relaciones.

El coronel se removió en su asiento. Había dejado de rascarse las rodillas y sus manos estaban buscando otra actividad. Cuando se dio cuenta, las embutió en los bolsillos de su chaqueta.

—¿Le pagaba usted a la señora, señor? —preguntó el más joven de los dos policías militares.

—Sí, le pagaba.

—¿Mucho? —quiso saber el commissaris.

—No era barata.

—¿Cuánto le pagaba?

—Muy bien —cedió el coronel—. Era una puta, si desean saberlo. Una puta de alta categoría. Cobraba quinientos por noche, a pagar por adelantado. El dinero sobre la mesa o no había diversión. Pero la diversión era muy buena.

—¿Dólares?

—No, florines. Pero quinientos florines es mucho dinero. Y además estaban los extras: perfumes, un anillo, un vestido. Incluso un abrigo de pieles. Él abrigo me costó dos mil dólares, pero es que entonces la deseaba muchísimo.

El rostro del mayor de los dos policías militares se movió. Se movió unos instantes y, de pronto, una pregunta brotó de sus labios.

—¿Alguna vez se mostró interesada por su trabajo, señor?

—No —replicó secamente el coronel—, nunca me preguntó nada sobre armamento nuclear.

—Todas estas preguntas deben de resultarle muy desagradables —comentó el commissaris—, y no le haremos muchas más. Pero he estado haciendo un cálculo rápido. Si hace tres años que conoció a la señora, y si le cobraba quinientos florines por noche, y si la visitaba por lo menos una vez al mes, y si le hacía costosos regalos, entonces debe de haberse gastado con ella unos diez mil dólares.

—En efecto —admitió el coronel—. Yo también lo he calculado en el avión. Diez mil.

—Una suma considerable —observó el commissaris—. ¿Le importaría decirnos cómo y dónde la conoció?

—La conocí en una fiesta. Aun antes de conocer a María, solía venir a Amsterdam con frecuencia. Amsterdam es una buena ciudad para nosotros, mejor que Alemania. El ambiente es perfecto. Solía venir con mis amigos, y uno de ellos tenía conocidos aquí. En el Leidse Gracht hay una casa con gabletes que pertenece a un holandés muy rico, un hombre llamado Drachtsma. Me parece que su nombre de pila es Ice, o algo por el estilo. Y le sienta bien el nombre, porque es un tipo muy frío[2]. En la fiesta había muchos invitados, algunos bastante famosos, creo: músicos, pintores, importantes hombres de negocios, profesores… Les gusta que vayan extranjeros. María era la estrella de la fiesta y, aunque al principio yo iba con mucho cuidado porque creía que era la amiguita de Ice, lo cierto es que me puso las cosas muy fáciles. Al salir, la acompañé hasta su casa y me quedé a pasar la noche.

—¿Le hizo pagar?

—Y tanto —asintió el coronel—. Eso me hizo sentir como un idiota. Yo creía que le había producido una gran impresión, pero tuve que pagar.

—Y luego siguió yendo a verla —concluyó el commissaris—, aunque en realidad no deseaba hacerlo. Estoy en lo cierto, ¿no es así?

—Es cierto —reconoció el coronel.

—Ilógico, ¿no cree?

—Sí. No puedo explicarlo. No se trataba de amor. Era sexo, desde luego, pero puedo tener todo el sexo que quiera sin salir de Alemania.

—¿Sabe de otros hombres que estuvieran interesados en la señora Van Buren?

—Cualquiera que la conociese, supongo —respondió el coronel—. Usted mismo lo estaría, si la hubiera conocido.

El commissaris sonrió.

—Yo ya soy viejo —objetó—, y padezco de reumatismo.

—Tal vez ella se lo habría curado.

—Sí. Tal vez. Pero ahora está muerta.

—Bueno, Ice se interesaba por ella, el hombre que dio la fiesta y que era el dueño de la casa. Un hombre grande, calvo. Un hombre grande y robusto. Estoy seguro de que también era su amante.

—¿No planteaba eso dificultades? Me refiero al hecho de tener que compartirla con otros.

—En realidad, no. Yo sólo podía verla cuando ella quería.

—¿La visitó alguna vez sin cita previa?

—Una vez lo intenté y no me abrió la puerta, aunque las luces estaban encendidas. Había un coche aparcado al otro lado del camino. Un Citroën negro con una placa CD.

—¿Sabía usted quién era el propietario del automóvil?

—No.

—¿Y no estaba celoso?

—No —contestó el coronel—. No, creo que no lo estaba. Me sentí como un idiota, eso es todo.

—Ya ha utilizado antes la palabra «idiota». Ella le hacía sentir como un idiota a menudo, ¿no es así?

El coronel no respondió.

El commissaris adoptó su expresión de anciano comprensivo.

—No debe sentirse violento —dijo—. En este despacho somos todos hombres. Ya sabemos lo que es sentirse como un idiota.

—Ok —admitió el coronel—. Muchas veces me hizo sentir como un idiota.

El commissaris se puso en pie.

—Le agradezco que haya venido. Aquí tiene mi tarjeta. Si se le ocurre alguna cosa, cualquier cosa que pueda ayudarnos a encontrar a nuestro hombre, no deje de llamarme.

Se estrecharon la mano. El coronel y el joven de la embajada abandonaron el despacho.

—Interesante —comentó el commissaris, dirigiéndose a los dos policías militares.

—Mucho —asintió el de más edad—. Estoy completamente seguro de que encontrará a su hombre. Un caso claro y sin complicaciones, diría yo. La ha matado uno de sus clientes, ¿no cree? O el brazo derecho de un cliente. Incluso en Amsterdam debe de ser posible contratar a un asesino.

—¿Por qué dice que incluso en Amsterdam? —quiso saber el commissaris.

—Es una ciudad tranquila y agradable. Sin problemas. He oído decir que ni siquiera tienen una brigada de homicidios permanente. Sólo la tienen cuando hay un asesinato, y suele haber muy pocos al cabo del año. Yo soy de los Estados Unidos, y allí la cosa es muy distinta.

—Sí —admitió el commissaris—, quizá resulte un caso fácil. Pero no hemos encontrado huellas digitales, y el cuchillo es un arma profesional. Un puñal de comando británico. El doctor opina que fue lanzado, y en Amsterdam no hay muchos ciudadanos capaces de lanzar certeramente un puñal de comando.

—Antes preferiría vérmelas con su caso que con el mío.

—¿Tiene usted un caso?

—Ya sabe cuál es el trabajo del coronel; él mismo se lo ha dicho.

—Armamento nuclear —asintió el commissaris—. Nuestro Servicio Secreto está interesado. Han sido ellos quienes nos han conducido hasta el caso. La casa flotante estaba sometida a vigilancia desde mucho antes de que la mujer fuese asesinada.

—Exactamente —dijo el oficial—. El coronel conoce algunos secretos, y esa mujer hacía de él lo que quería.

—Entonces, ¿qué va a hacer ahora? —inquirió el commissaris.

Los dos policías se pusieron en pie y comenzaron a dirigirse hacia la puerta.

—Vigilarlo —respondió el de más edad—. Si se gasta diez mil dólares en una puta, no es un buen riesgo de seguridad.

—¿Y quién lo es? —preguntó el commissaris.

—No ha sido él —declaró Grijpstra.

—No —dijo De Gier.

Había sido un largo viaje, tres horas hacia el norte y casi tres horas hacia el sur, y estaban a punto de llegar de nuevo a Amsterdam.

—Un buen tipo —prosiguió Grijpstra—. Un hombre feliz; feliz en su trabajo y felizmente casado.

—Le pone a uno enfermo, ¿verdad? —comentó De Gier.

—No. ¿Por qué? Todos los hombres deberían ser felices.

—No es natural.

—Puede que no —concedió Grijpstra—, pero es reconfortante encontrar una excepción, conocer en carne y hueso a un hombre verdaderamente feliz.

—Ha sido una pérdida de tiempo —replicó De Gier, deprimido, mientras trataba de adelantar a un gran camión que circulaba haciendo eses.

—Se ha dormido. Toca la bocina.

De Gier obedeció. Por la ventanilla del camión apareció una mano que les hizo señas para que pasaran.

—Le hemos salvado la vida —dijo Grijpstra—. Debe de llevar conduciendo más de las ocho horas legales. Podrías pararlo y pedirle que te enseñara el libro de ruta.

—No —objetó De Gier—. Vamos en un coche sin marcas. Te has pasado demasiado tiempo de uniforme.

—Cierto —admitió Grijpstra—. Resumiendo: hemos ido a ver al exmarido de María van Buren. Se casó con ella en Curaçao hace diez años, cuando ella contaba veinticuatro. Permanecieron un año más en la isla y luego vinieron a Holanda. Se instalaron en el norte, donde él consiguió un empleo como director de una fábrica textil. Ella se aburría. Su marido le gustaba, y le gustaba ocuparse del jardín, y a veces salía a navegar a vela por los lagos y a visitar las islas, pero aun así se aburría. Él no podía dedicarle mucho tiempo, conque la señora se aficionó a navegar sola. A menudo solía pasarse todo el día fuera. De vez en cuando, se pasaba todo un fin de semana en Amsterdam, también sola. El marido protestó y acabaron divorciándose. No tenían hijos. Él volvió a casarse, hace ya seis años, y ahora es feliz. Su actual esposa es muy agradable; hemos hablado con ella. Hemos visto a los niños, un bebé y otro que ya empieza a andar. Unos niños muy hermosos. Al principio le enviaba una pensión, pero ella le escribió para decirle que no hacía falta que le mandara nada, así que dejó de hacerlo. Eso fue hace tres años. No ha vuelto a verla desde que se divorciaron. Y, lo más importante de todo, tiene una coartada. No pudo estar en Amsterdam el sábado, ni el viernes o el domingo. No estuvo allí, o sea que no la mató él. Además, tampoco tenía ningún motivo para matarla. Y parecía lamentar sinceramente que la hubieran asesinado. Yo le he creído. ¿Y tú?

—Claro —contestó De Gier—. Yo también le he creído, y eso que nunca creo a un exmarido cuando su antigua esposa aparece asesinada. En un caso de asesinato, los maridos y los exmaridos son siempre los principales sospechosos.

—Sí —asintió Grijpstra, con voz cansada—. ¿Qué más nos ha dicho este principal sospechoso?

—Que ella procedía de una buena familia, de la alta sociedad de Curaçao. Su padre es un importante hombre de negocios. Todavía vive, al igual que su madre. Tiene varias hermanas, todas muy bellas. La enviaron a Holanda y cursó aquí sus estudios secundarios y algunos cursos en la universidad, donde estudió literatura holandesa. Tendremos que pedir a la policía de Curaçao que efectúe algunas indagaciones. Será fácil. Podemos comunicarnos con ellos por télex o por teléfono. Ya he telefoneado a Curaçao alguna vez, y sólo hay unos minutos de demora.

—¿Y qué más?

—Nada más —contestó De Gier—. Hemos perdido un día.

—Es imposible perder un día —objetó Grijpstra—. Hemos hecho algo, ¿no?

—Habríamos podido quedarnos en casa —adujo De Gier—. Es bueno quedarse en casa. Habría podido leer un libro en el balcón de mi apartamento. Ha sido un día hermoso y soleado. Habría podido hablarle a mi gato y habría podido ir a unos viveros. Quiero comprar más plantas para mi balcón.

—Plantas —repitió Grijpstra—. Antes de salir, he estado hablando con el doctor. Le enseñó aquellas hierbas a su amigo. ¿Sabes qué eran?

—No. Y tú sabes que no sé qué eran.

—Una era belladona, otra era beleño y la tercera era una datura, también llamada estramonio.

—¿Y qué?

—Son venenosas. Las tres. Y son utilizadas por los hechiceros.

—Botánicos —saltó De Gier—. Ya te dije que nos convertiríamos en botánicos.

—En botánicos, no —le contradijo Grijpstra—. Tendremos que convertirnos en hechiceros.