3

—Lo que me gusta de la policía —comentó De Gier—, es el trabajo en equipo.

Grijpstra contempló el último automóvil que abandonaba la pequeña zona de aparcamiento junto a la casa flotante. Parecía pensativo.

—No habrías debido prestarle nuestro coche al commissaris —dijo al fin.

—Ja —replicó De Gier.

Juntos anduvieron hacia la pequeña casa flotante donde se alojaba su primer sospechoso, Bart de Jong. Caminaban despacio.

—¿Tienes alguna idea? —preguntó De Gier.

Grijpstra sacó un gran pañuelo blanco, bastante sucio, y se sonó la nariz.

—No estornudes. Contéstame.

Grijpstra volvió a estornudar. De Gier dio un salto hacia atrás. Había sido un estornudo potente, que expresaba todo el desprecio de Grijpstra hacia el mundo.

—Ideas —dijo Grijpstra—. Sí. ¿Por qué no? Nos ha dicho que la señora era una prostituta. Supongamos que lo sea. Probablemente es cierto, conque podemos suponer tranquilamente. A las prostitutas no les gustan sus clientes; de hecho, los detestan. Culpan a sus clientes por ser lo que son, y tienen razón. Todo el mundo tiene siempre razón, no lo olvidemos. Es una verdad fundamental. O sea que la prostituta detesta a su cliente y le hace sentir su poder. Él la necesita. Vuelve a verla. En realidad no quiere volver, pero lo hace, porque no puede evitarlo. Su deseo es mucho más poderoso que su fuerza de voluntad. Ella ve que vuelve y lo humilla. El cliente no quiere ser humillado. También el cliente tiene razón. Conque trata de hacerle daño. Y el asesinato es la forma más extrema de daño.

Estaban cruzando un pedazo de terreno virgen, y De Gier se detuvo a contemplar las hierbas que crecían en torno a sus pies.

—¿Crees que estas hierbas son peligrosas?

Grijpstra examinó las hierbas que De Gier señalaba.

—No. De chico, durante las vacaciones de verano, solía trabajar para un granjero. Tenía que arrancar las malas hierbas de sus campos. Todavía me acuerdo de algunas de ellas. Eso es amaranto, lo conozco por las manchitas negras en las hojas. ¿Las ves?

De Gier veía las manchitas negras.

—¿Para qué querría ella esas hierbas? —preguntó.

Grijpstra se volvió hacia su amigo y adoptó una expresión truculenta. Eso Grijpstra lo hacía muy bien, porque a menudo tenía que leerles cuentos a sus dos hijos menores y a ellos les gustaba que cambiara de expresión según lo exigía el argumento. En aquel momento adoptó su expresión más truculenta, la que reservaba para los personajes verdaderamente perversos. Descubrió sus grandes dientes cuadrados, entornó los párpados y contrajo el labio superior de tal forma que los extremos de su erizado mostacho se elevaron un poco.

—Quería arrojar un hechizo sobre sus clientes —siseó.

—¡Vamos! —exclamó De Gier—. No hagas eso.

—Que no haga, ¿qué?

—No hables de esa manera.

—Yo no hablaba de ninguna manera —protestó Grijpstra—. Sólo estaba tratando de explicarte algo.

—¿Crees que es capaz de volar sobre una escoba? —insistió De Gier.

—Era —dijo Grijpstra—. Ahora está muerta.

—Su alma sigue viva —adujo De Gier, y se estremeció.

Grijpstra no contestó. Había visto el estremecimiento y estaba preguntándose si habría sido auténtico. Nunca había logrado conocer del todo a su colega, pues cada vez que etiquetaba el comportamiento de De Gier y lo encasillaba de una u otra forma, De Gier hacía algo que contradecía directamente la definición recién encontrada. Pero quizá, pensó Grijpstra, aquel estremecimiento fuese auténtico. Al fin y al cabo, aquella mañana habían descubierto el cadáver de la señora Van Buren, y el olor, y aquellas tres malignas moscas de abdomen azul, tan enormes. Entonces De Gier había sentido náuseas. Y luego habían descubierto las plantas, plantas de brujería, plantas de magia negra.

Llegaron a la puerta de la pequeña casa flotante. La puerta se abrió en cuanto De Gier alzó la mano hacia el timbre.

—Lamentamos haber tardado tanto —se disculpó De Gier.

Bart sonrió.

—No tiene importancia. Pasen, por favor. Pueden tomar una taza de café, si les apetece.

—Eso estaría muy bien —respondió Grijpstra, agradecido.

—Y también unos bocadillos —añadió Bart.

—Eso estaría aún mejor.

La casa flotante se componía de una sola habitación. Bart cortó el pan y sirvió el café.

El interior del bote era notable, notable porque apenas contenía nada. Las paredes, hechas de grandes y sólidos tablones, estaban pintadas de blanco y desprovistas de cualquier adorno. Había una mesa grande, una silla y un banco de madera en el que se acomodaron los policías, con aire pulcro y obediente, como alumnos de una escuela bien disciplinada. Sobre la mesa había unos cuantos libros. De Gier se puso en pie y los examinó. Tres de ellos habían sido escritos por autores de alto copete, y los dos restantes contenían reproducciones de pinturas modernas. Los cinco habían sido tomados en préstamo de la biblioteca pública. En el bote había también una cama, un catre del ejército, y el colchón y las mantas eran también del ejército. Un rincón del cuarto estaba acondicionado para servir de cocina. Había un viejo frigorífico, un sencillo hornillo eléctrico y un gran fregadero, además de otra mesa sobre la que Bart estaba preparando una ensalada. Asimismo, había un caballete con un cuadro a medio terminar.

—¿Les gustan las aceitunas? —preguntó Bart.

—No, gracias —dijo Grijpstra.

—Sí, por favor —dijo De Gier.

—Me gusta cocinar —explicó Bart, mientras disponía rápidamente la mesa—. De haber sabido que se quedarían a almorzar, les habría preparado algo mejor. Tomo dos buenas comidas cada día; eso compensa la soledad.

—¿No ha estado nunca casado? —inquirió Grijpstra.

—Sí. Hace mucho tiempo.

—¿Niños? —prosiguió Grijpstra.

—No. Me parece que si hubiéramos tenido hijos no la habría dejado. Mi padre me dejó cuando yo era un bebé.

—Entiendo —dijo Grijpstra.

—Tiene un hermoso bote —comentó De Gier, engullendo un bocado de la gruesa rebanada de pan recién horneado que Bart había cubierto generosamente con un pedazo de salchicha ahumada y una hoja de lechuga—, pero un poco vacío.

—Un pobre no puede permitirse poseer muchas cosas —contestó Bart.

De Gier meneó la cabeza.

—No estoy de acuerdo —objetó—. Yo he sido pobre, y siempre he tenido cosas. Demasiadas, en realidad. Atiborran toda la casa. Sólo Dios sabe de dónde salen, pero antes de que uno se dé cuenta, tiene la habitación llena de ellas y ha de comenzar a tirarlas. Pero usted vive en un bote vacío. ¿Cómo se las arregla para vivir sin cosas?

—Oh, no sé —dijo Bart—. Tengo cosas. Una cama, una mesa, una cocina completa. Yo pinto, de modo que necesito pinceles, lienzos, marcos y muchísima pintura, por supuesto. Todo eso lo tengo. Y allí hay un armario que todavía no han visto donde guardo un tocadiscos y una estufa eléctrica y ropa y unas cuantas cosas variadas.

De Gier seguía meneando la cabeza.

—Tiene usted lo estrictamente necesario —concedió—, pero ¿dónde está el resto?

Bart se echó a reír.

—¿De veras quiere que le explique mi forma de vida? ¿Le interesa la gente?

—Sí —respondió De Gier.

—Claro que sí —añadió Grijpstra—. La gente le interesa muchísimo, igual que a mí.

—Ustedes son policías —observó Bart—, representantes del Estado. ¿Se han parado alguna vez a pensar que nosotros, los ciudadanos corrientes, los vemos como representantes del Estado? ¿Que, cada vez que vemos un poli, pensamos: «Ahí va el Estado»?

—Lo sabemos —asintió Grijpstra.

—Sí —dijo Bart—, quizá lo sepan. Probablemente son ustedes inteligentes. Es una pena. El ciudadano piensa «ahí va el Estado», pero también «oh, bueno, todos los policías son estúpidos». Y tal vez se equivoca. Quizá los policías no son tan estúpidos.

—Explíqueme su forma de vida, por favor —le rogó De Gier.

Bart volvió a llenar las tazas con la cafetera de hojalata.

—Soy un inadaptado, esa es mi explicación. Pero sé que lo soy. Jamás conseguiré conservar un empleo. Empiezo a trabajar, trato de adaptarme, hago todo lo que puedo, pero al cabo de algún tiempo se tuercen las cosas y me echan a la calle. Cuando trabajo, gano el salario mínimo, y cuando pierdo el empleo sólo recibo un porcentaje, de modo que, haga lo que haga, nunca tendré dinero.

—¿Y entonces? —preguntó De Gier.

—Entonces, procuro no gastar nada. Se puede vivir con bastante comodidad por muy poco dinero. Es un descubrimiento que hice hace mucho tiempo. Se necesita disciplina, nada más. Me paso el tiempo diciendo «no». Compro comida, desde luego. Buena comida. Y tabaco. La comida y el tabaco tienen un precio, y debo pagarlo. Pero, aparte de eso, no compro nada.

—Compró usted los muebles —apuntó Grijpstra—, y los utensilios de cocina, y las mantas, y lo que dice que guarda en ese armario.

—Lo hice, sí. Pero pagué muy poco. Todo viene de subastas y tiendas de segunda mano. Ahorro la mitad de lo que gano, salarios y seguro de desempleo. Tengo una vieja bicicleta para ir de un lado a otro. Esta embarcación la construí yo mismo, hace años. El casco lo robé del cementerio para barcos que hay en el río. Creo que el encargado vio cómo me lo llevaba, pero no le importó. Allí hay montones de barcos, y están todos pudriéndose. Tuve que rehacer la superestructura, y para eso tuve que comprar algunos materiales, pero no muchos. No creo que gastara más de la mitad de los ahorros de un año, y desde entonces me he ahorrado una buena suma en alquileres.

De Gier se había levantado y estaba mirando por la ventana. Una gran barcaza pasó junto a ellos, arrastrada por un enérgico remolcador del río.

De Gier estaba pensando en su propio apartamento en los suburbios. También pensaba en todo el dinero que había dilapidado a lo largo de los años. El día anterior, sin ir más lejos: dos camisas a rayas que no le hacían ninguna falta, y a un precio muy excesivo.

«¡Qué diablos!», pensó, y se dio la vuelta.

—Pero usted pinta —arguyó.

—Sí. Pinto, y nunca he logrado encontrar la manera de comprar pintura a mejor precio. Por eso procuro no desperdiciarla.

Grijpstra se acercó al caballete.

—¿Puedo echarle una mirada a su trabajo?

—Desde luego.

El cuadro representaba un edificio. Grijpstra conocía aquel edificio, y nunca se le había ocurrido pensar que tuviera nada de particular. Era un gran montón de yeso y ladrillos, construido por el ayuntamiento durante la depresión de 1929 para alojar a alguno de sus numerosos departamentos. La pintura era sumamente realista, con minuciosa atención a los detalles. Pero Grijpstra descubrió que le gustaba, y siguió contemplándola.

—¿Usted también pinta? —quiso saber Bart.

—No. Pero me gustaría.

—¿Por qué no lo hace, entonces?

—¡Ah! —Grijpstra hizo un ademán—. ¿Por qué no pinto? Trabajo, llego a casa, leo el periódico, me voy a dormir. Hay muchísimas cosas que me gustaría hacer, pero los hijos exigen tiempo, y mi mujer no deja de hablarme, y la tele está conectada. A veces voy a pescar, pero eso es todo.

—Una lástima —dijo Bart.

—Sí, una lástima. Su pintura me gusta, pero no sé por qué.

—Mire otra vez —le sugirió Bart.

—Quizá sea el contraste —opinó Grijpstra—. Los grises y los blancos. Le dan al edificio el aspecto que debería haber tenido.

—No —objetó Bart—. Realmente tiene este aspecto. A última hora de la tarde, justo antes de que se vaya la luz. Posee una vida propia, y estoy tratando de captarla. También tiene una hilera de ventiladores en el tejado que están constantemente girando. Todavía no he hecho los ventiladores, y creo que me será muy difícil reproducir su movimiento. Lo mejor sería recortar unos agujeritos en el lienzo, construir unos pequeños ventiladores de metal, montarlos tras la pintura y hacerlos girar. Podría instalar un pequeño motor eléctrico.

—No, no —protestó Grijpstra—, así se convertiría en una cosa pop. Lo envilecería.

—Puede ser.

De Gier se había aproximado y estaba también contemplando el cuadro.

—Podría quedar muy bien —dijo De Gier—, pero no es original. He visto cuadros de molinos de viento con aspas que giraban de verdad.

—No hay nada original —respondió Bart—. Haga lo que haga, ya ha sido hecho antes. Sólo nuestras combinaciones son exclusivamente nuestras, pero incluso las combinaciones han sido hechas antes. Estoy seguro de que en este mismo instante hay otra persona que está pensando en instalar ventiladores en miniatura en una pintura de dos dimensiones.

—Sí —asintió Grijpstra.

—Lo que a ustedes les interesa es que les hable de la muerte de la señora Van Buren, ¿verdad?

—Y de su vida —añadió De Gier.

Bart comenzó a liar un cigarrillo con tabaco de una lata abollada. Sus manos no temblaban.

—De su muerte no puedo decirles gran cosa. ¿Saben ya cuándo murió?

—La hora exacta, no —respondió De Gier—, pero el doctor podrá decírnoslo mañana.

—Bueno, sea cual sea la hora exacta, estoy seguro de que no tendré ninguna coartada. Siempre estoy aquí solo y me habría sido muy fácil escabullirme hasta su bote y asesinarla. Más fácil que a ningún otro, porque desde mis ventanas se ve su barco y podría saber si estaba sola o no. ¿Cómo murió?

—Ya se lo he dicho —contestó De Gier—. Alguien le clavó un puñal en la espalda.

—Ah, sí, un puñal. Yo nunca usaría un puñal.

—¿Qué usaría usted?

—Nada. Yo no mataría. Antes dejaría que me mataran. Tal vez mataría para proteger a mi hijo, pero no tengo ninguno. Yo mismo no me protegería.

—De modo que no sabe usted nada de su muerte —resumió De Gier—. Bien, háblenos entonces de su vida.

Bart sacudió la cabeza.

—Ya se lo he dicho. Nunca llegué a conocerla muy bien. Alguna vez me hizo pasar para tomar café, pero nunca tuvimos una verdadera conversación. Tengo algunos geranios que no crecían muy bien, y ella me aconsejó que les pusiera un abono especial en el agua y hasta me dio una caja llena. Muchas veces doy de comer a su gato, conque supongo que quizá quisiera hacer algo a cambio.

—¿Se cuidará usted del gato, ahora? —inquirió De Gier.

—¿Le preocupa el gato?

—Sí —respondió De Gier—. Yo también tengo uno.

—No se preocupe. Yo me cuidaré de él. Lo llenará todo de pelos, pero me haré cargo de él si nadie más lo quiere.

—Bien —aprobó De Gier.

—¿Quién cree usted que la mató? —preguntó Grijpstra.

—¿Uno de sus clientes, quizá?

—Es posible. ¿Sabe quiénes son?

Bart reflexionó durante casi medio minuto.

—No. Pero puedo describir sus coches. Un Citroën nuevo de color negro, con matrícula belga y una placa del cuerpo diplomático. Un Buick grande con matrícula de Estados Unidos, supongo que de algún oficial del ejército destinado en Alemania, y otro Citroën de color plata, también nuevo, con tapicería de cuero auténtico y muchísimos cromados. No tengo las matrículas. Eran siempre los mismos coches. Muchas veces me había preguntado qué pasaría si algún día llegaban los tres al mismo tiempo, pero no ocurrió nunca. Supongo que sólo los recibía con previa cita.

—¿La visitaba alguien más?

Bart reflexionó de nuevo.

—Sí. El hombre del chaleco rojo. Solía venir los domingos por la mañana. Un tipo gordo, con una cara como uno de esos pequeños quesos de Edam, totalmente vacía de expresión. Y siempre llevaba un chaleco de terciopelo rojo oscuro, con una cadena de oro. Nunca supe a qué venía. Solía traer un niño de unos cinco años, y siempre venía los domingos por la mañana. A veces venía sin el niño.

—¿Venía en coche?

—No. A pie, con el niño.

—¿Y cuando venía sin el niño?

—También a pie.

—¿Un hombre alto? ¿Bajo?

—Poco menos de un metro ochenta y con tendencia a engordar. De unos cuarenta años, calvicie incipiente. Podría hacerles un bosquejo.

Bart esbozó rápidamente una figura, a lápiz. Sabía dibujar bien.

—Dibuje también al niño, por favor —le pidió Grijpstra.

—¿Por qué? ¡El niño no sería capaz de clavarle un puñal a una mujer!

—No, pero enseñaremos el dibujo por ahí. Puede que alguien los reconozca.

Bart dibujó también al niño.

—Lleva una pelota bajo el brazo —observó De Gier.

—Exacto. El niño siempre llevaba una pelota.

—¿Alguien más? —inquirió De Gier.

—Nadie que ahora recuerde. Tenía otros visitantes, pero ahora mismo no los recuerdo. De todos modos, no eran clientes. Repartidores, Testigos de Jehová, esos siempre están viniendo, parece que les gustamos, y un hombre que le traía huevos, vendedores ambulantes y gente que se había perdido.

—Y usted —concluyó De Gier.

—Eso es. —Bart parecía muy tranquilo.

—No le molestaremos más —dijo Grijpstra—. Gracias por el almuerzo. ¿Dónde está la parada de tranvía más cercana, por favor?

—¿Es que no tienen coche? —preguntó Bart, asombrado.

—Se lo ha llevado el commissaris.

Bart se rio de buena gana.

—Recorran todo el sendero y al final giren a la izquierda. Luego tendrán que caminar hasta el campo de fútbol. Allí pueden tomar un tranvía, y también hay una parada de taxis.

—Está usted de broma —replicó De Gier.

—No le has preguntado si la vio alguna vez volando en una escoba —dijo Grijpstra mientras andaban por el largo sendero hacia la carretera principal.