Contemplaron a la mujer muerta y quedaron impresionados. De Gier, además, se sintió un poco mareado. Era el olor, por supuesto, un denso olor que le revolvía el estómago. Cuando se dirigió a una ventana se tambaleaba ligeramente. Tuvo que meter la mano por entre las plantas del alféizar para encontrar el tirador de la ventana. Esta se abrió fácilmente. El sargento no había olvidado utilizar un pañuelo y tocar únicamente el extremo del tirador. Cuando se dio la vuelta, las tres grandes moscas seguían zumbando por la habitación, y en su zumbar había una especie de gemido irritado: estaban alimentándose tranquilamente, y de pronto se había perturbado la calma de la habitación. Querían regresar a la herida y a la gruesa costra de sangre coagulada.
—Telefonea tú —dijo Grijpstra con voz ronca, y empezó a toser. Había instalado su cuerpo en una butaca baja, cerca del cadáver—. Yo te espero aquí.
De Gier se precipitó escaleras abajo, hacia el teléfono que había visto en la espaciosa salita del piso inferior. Dio su informe, colgó el auricular y atisbó por la ventana. La pequeña y cuadrangular figura de Bart de Jong seguía esperando al extremo de la pasarela. Salió al exterior.
—¿Y bien? —inquirió Bart.
—Me temo que su vecina está muerta —respondió De Gier. Bart no dijo nada. Sus negros ojos saltones no reflejaron ninguna expresión en absoluto.
—Un cuchillo en la espalda —añadió De Gier.
Bart meneó la cabeza.
—Violencia —dijo lentamente—. Eso está mal. No deberíamos hacernos daño el uno al otro, ni siquiera cuando lo andamos buscando.
—Y ella, ¿se lo andaba buscando? —quiso saber De Gier.
Bart asintió.
—¿Por qué?
—¿No sabe nada de ella? —preguntó Bart.
—No. Cuéntemelo usted. Usted es su vecino. ¿La conocía?
—Sí, claro. La conocía. El gato nos relacionaba. Yo solía traerle el gato de vuelta y ella me invitaba a tomar una taza de café. Una taza rápida; no éramos amigos, sólo vecinos.
—¿No le hacía usted proposiciones? —preguntó De Gier, sorprendido—. Parece una mujer muy atractiva.
Bart se echó a reír.
—No, ni siquiera lo intentaba. No soy muy bueno con las mujeres. Me falta valor. Tienen que pedírmelo ellas, ya sabe. Tienen que dejar bien claras sus intenciones, y aun así les pido permiso para asegurarme de que no pasa nada.
De Gier sonrió. Recordaba que, cinco minutos antes, la mano del hombre había temblado al encender su cigarrillo. Quizá fuese tímido y no le gustase tratar con la gente.
—¿Vive usted solo? —preguntó. Bart señaló su casa flotante.
—El bote es bastante pequeño, como puede ver. Sólo hay sitio para una persona. No me gusta recibir visitas, porque entonces la casa se llena demasiado y tropieza uno con las piernas del otro.
—Ya veo —asintió De Gier—, pero ¿por qué ha dicho que ella andaba buscando un acto de violencia?
Bart no respondió.
—¿No quiere decírmelo?
—En realidad, no —contestó Bart—. ¿Por qué decir cosas desagradables de la gente?
—Está muerta —le recordó De Gier—. Asesinada. Por alguien. Tendremos que encontrarlo. Si no lo hacemos, puede matar a alguien más. La sociedad debe protegerse. Usted forma parte de la sociedad, igual que yo.
Bart frunció el ceño.
—¿No está de acuerdo?
—No. La sociedad es una farsa. Un montón de egoístas que sólo piensan en ellos mismos. Son como insectos encerrados en una botella, y lo único que saben hacer es morderse entre sí.
De Gier reflexionó sobre la cuestión y asintió lentamente.
—Quizá tenga usted razón. Pero podemos tratar de no mordernos el uno al otro.
—Ella mordía a los demás, vaya que sí.
—¿Cómo?
—Bueno, ya sabe, era una puta. Se acostaba con hombres que estaban dispuestos a darle dinero. Mucho dinero. Mire su barco.
—¿No acepta usted a las putas?
Bart pareció cobrar cierta animación, y gesticuló con su brazo derecho.
—Sí, sí. Las acepto, en cierto modo. Los hombres deben ir a alguna parte a descargar su energía. Pero, en realidad, no disfrutan yendo de putas. Y las putas lo saben. Saben lo débiles que somos, nosotros, los portadores de esperma.
—Y por eso nos muerden.
—Si pueden. Y esta mujer podía. He visto salir del bote a sus clientes, y no parecían felices. Los dejaba secos. Uno de ellos debía de ser un hombre violento.
—¿Usted no es un hombre violento? —quiso saber De Gier.
—No. Me negué a ir al ejército porque no quería llevar armas. Monté un número y me echaron a las pocas semanas. Me corté las manos con una navaja de bolsillo y me paseé por todo el cuartel, llorando y sangrando.
—Eso fue un acto violento —observó De Gier.
—Tal vez. Fue una cosa autodestructiva, desde luego.
De Gier hizo un esfuerzo para controlar su enojo. Ya se había encontrado antes con hombres así, y nunca dejaban de irritarlo. Se recordó que no debía discutir con el hombre.
—¿Cómo se gana usted la vida? —inquirió.
Bart meneó la cabeza.
—¿Cobra el seguro de desempleo? —insistió De Gier.
—Desde hace unos meses. He tenido muchos trabajos, pero el jefe siempre acaba despidiéndome. Mi último empleo fue como chófer de una furgoneta.
De Gier vio los coches de la policía que se acercaban por la estrecha carretera.
—Están llegando mis compañeros. Me gustaría que volviera usted a su bote y nos esperase allí. Podemos tardar unas horas.
—¿Estoy detenido?
—En realidad, no, pero espérenos en su bote. Por el momento, no sabemos de nadie más que la conociera. Tendremos que hacerle unas cuantas preguntas. No le molestaremos más de lo estrictamente necesario.
Grijpstra permanecía sentado en la butaca baja, observando la mujer muerta. El silencio de la habitación le resultaba opresivo. Sentía grandes deseos de levantarse y expulsar a los moscardones por la ventana, pero se mantenía pegado al asiento porque no quería destruir ninguna pista. La habitación forzosamente tenía que proporcionarles alguna indicación. Estudió el mango del cuchillo, a unos dos metros de sus ojos. Se caló las gafas y se concentró en la mancha de sangre y su brillante centro. El cobre del mango resplandecía como si lo hubieran bruñido. «Un cuchillo del ejército», se dijo. «Pero ¿por qué me lo parece? No teníamos cuchillos así en el ejército». Pero seguía convencido de que era un cuchillo militar, y comenzó a escarbar pacientemente en su memoria. ¿Qué otros ejércitos conocía? El ejército alemán. Se concentró y vio a los soldados alemanes desfilando por las calles de Amsterdam, cosa de treinta años antes. No tenían cuchillos, solamente bayonetas. Los oficiales, tal vez. Recordó los oficiales navales alemanes; esos llevaban dagas. Pero las dagas eran distintas: estaban decoradas con borlas, y el mango terminaba en una pequeña protuberancia con una esvástica tallada. No era ese ejército. ¿Qué otros ejércitos conocía? El norteamericano. El canadiense. El inglés.
«Sí,» asintió para sus adentros. Se acordaba de los comandos ingleses alojados en barracones, cerca de la casa en que vivían sus padres. Le habían dado permiso para acompañar a algunos de ellos en una excursión por Holanda, y él había querido ver sus armas. Uno de los soldados vació el tambor de su revólver y se lo prestó, y él apretó unas cuantas veces el gatillo antes de devolvérselo; otro soldado le dejó su cuchillo, un cuchillo largo y cruel. El soldado sabía lanzarlo. Estaban almorzando bajo un grupo de árboles, y el soldado apuntó a uno de ellos y lanzó el cuchillo, que destelló bajo el sol y se hundió en la corteza del árbol, vibrando. Grijpstra también lanzó el cuchillo, pero falló, y el soldado se rio de él y limpió la hoja en la pernera de sus pantalones y devolvió cuidadosamente el arma a su vaina de cuero. Un perverso y malvado cuchillo. Un cuchillo con mango de cobre. Un cuchillo usado para matar. Muertes legales y autorizadas. El cuchillo había sido diseñado para matar a los enemigos del pueblo británico, pero ahora había matado a una ciudadana holandesa nacida en la isla de Curaçao, una islita del Caribe.
¿Le habían dado una puñalada, se preguntó Grijpstra, o acaso habían lanzado el cuchillo? ¿Había este vibrado tras hundirse en su blanco? Miró a su alrededor. Habrían podido lanzarlo. Quizá la mujer no sabía que tenía un visitante. El asesino habría podido subir sigilosamente hasta el final de la escalera. La mujer estaba vuelta de espaldas. ¡Zas! Ni siquiera habría sabido quién la mataba.
Sus ojos advirtieron algo fuera de lo corriente, una lucecita roja. La mujer había estado cosiendo a máquina. Era una máquina eléctrica y el piloto aún estaba encendido, como tenía que haberlo estado durante varios días. El policía se estremeció. Un segundo ojillo rojo lo miraba desde el otro extremo de la habitación, reluciendo en el frontal de un equipo estereofónico. La radio no estaba conectada, de modo que la mujer debía de haber estado escuchando un disco. O sea que no había podido oír a su asesino. Una mujer, pacíficamente atareada en su propia habitación. Quizás algún cantante romántico estaba hablándole de su pasión, de la luna y de las flores, cuando, de repente, la alada daga se había clavado en ella.
Sonrió. La alada daga, muy melodramático. Menos mal que De Gier había salido; aquella era precisamente la clase de observación que De Gier habría hecho. De Gier era un romántico incurable. Un montón de arena en la acera de una calle destripada por el departamento de Obras Públicas le recordaba de inmediato el desierto. Y el desierto le hacía pensar árabes a lomos de sus camellos, efectuando una incursión. Y antes de que uno supiera adonde quería ir a parar, ya estaba desvariando sobre el eterno silencio del espacio y los blancos rayos de la luna y el silencioso vuelo circular de los majestuosos buitres. Conque una alada daga. Y, sin embargo, el cuchillo había volado por el aire, se había clavado en la espalda de la mujer y había cortado el palpitante hilo de la vida en el interior de su cuerpo.
Un hermoso cuerpo, pensó Grijpstra. Pero muerto. El día anterior había visto un perro muerto en la calle, atropellado por un autobús municipal. Conocía bien a aquel perro, un alsaciano joven y juguetón perteneciente a un limpiacristales que vivía en la misma calle, un poco más abajo. Grijpstra se detenía a menudo para jugar con el perro, pero le había resultado difícil relacionar su cuerpo muerto con la imagen viviente que recordaba. La muerte es, sin duda, el final definitivo. Un cuerpo se convierte en un objeto. Y el cadáver de aquella mujer era un objeto, pero de hermosa forma.
Una prostituta, se dijo. De categoría, pero una prostituta. Tenía que haber sido muy buena en su oficio. Un coronel norteamericano, un diplomático belga, un magnate holandés. Sus honorarios debían de ser muy elevados. ¿Cuánto les cobraría? Una puta corriente pide veinticinco florines, o quizás un centenar si el cliente tiene exigencias especiales. ¿Cuánto debía de pedir la señora Van Buren? ¿Quinientos florines? ¿Mil?
Grijpstra gruñó. ¡Mil florines! El salario de un obrero. Un obrero especializado que trabajara un mes entero recibiría esta cantidad. Se quitó las gafas y limpió los cristales, contemplando ominosamente el cadáver.
Pero en seguida se corrigió. Todo eran suposiciones. Tal vez la pobre mujer no les cobraba nada en absoluto. Tal vez invitaba a esos hombres para tener compañía y ellos la utilizaban y quizás ella se sentía agradecida. En cualquier caso, él, Grijpstra, no debía juzgarla. Tenía que encontrar al asesino y presentar un caso sin cabos sueltos para que el acusador público supiera lo que debía hacer. Una tarea sencilla. Nada de moralizar.
Tranquilizada así su mente, comenzó a mirar de nuevo en torno. Una agradable habitación, llena de luz, con ventanas en tres de los lados. Una habitación de mujer. Seguramente no recibiría en ella a sus visitantes. Esta era la habitación en que podía estar a solas, confeccionar vestidos, escuchar música y cuidar de sus plantas. Había plantas en todos los alféizares. Algunas de ellas le resultaban conocidas: la espina santa, el amaranto, la planta-camarón con una florescencia rosada al final de cada tallo. Otras no supo reconocerlas. Tenían aspecto de malas hierbas. Trató de recordar lo que sabía de las malas hierbas. Y, mientras intentaba recordar, llegaron los coches de la policía y comenzaron a maniobrar para aparcar ante la vivienda.
El commissaris también había venido, y Grijpstra, que había cedido la embarcación a los fotógrafos, los especialistas en huellas dactilares y el forense, le presentó su informe con De Gier a su lado, a una distancia respetable pero aun así formando parte de aquel reducido círculo interior.
—¿Muerta dice? —preguntó el commissaris—. Así que, por una vez, el Servicio Secreto tenía razón. La última vez que recurrieron a nosotros nos hicieron perder tres semanas con un viejo uniforme militar, y no había nada que encontrar. ¿Se acuerdan?
—Sí, señor —respondió De Gier. El uniforme lo había encontrado él, abandonado por un sargento norteamericano en un cuarto de hotel. El Servicio Secreto concedió la máxima prioridad al caso, pero no hubo caso. No hubo secretos, ni espías, nada de nada. Sólo un montón de trabajo, trabajo a tientas, porque ni Grijpstra ni De Gier ni la media docena de policías que habían participado en la búsqueda sabían qué estaban buscando. Les dieron nebulosas órdenes y muchísimas direcciones, y se movieron a ciegas hasta que una noche les comunicaron que se había tratado de una falsa alarma.
—Sí, señor, lo recuerdo —repitió De Gier.
—Pero ahora nos han guiado hacia un cadáver —observó el commissaris—, de modo que quizá tengan algo de inteligencia.
—Un cadáver asesinado —añadió Grijpstra.
El commissaris esbozó su sonrisa de anciano. Se movieron las comisuras de sus labios.
—Bueno —dijo—, yo no voy a entrar. Ahí dentro tienen trabajo para un buen rato. Me llevaré su coche, y ustedes pueden volver con los demás. Al inspector jefe le sabrá mal haberse perdido todo esto, pero no pienso interrumpir sus vacaciones. Ustedes y yo tendremos que resolver el caso, y él podrá seguir tomando el sol unas cuantas semanas. Buenos días.
—Señor —saludaron ambos policías, y De Gier le entregó al commissaris las llaves del Volkswagen gris.
La ambulancia ya estaba allí, y los dos hermanos del Servicio Sanitario abandonaron el bote transportando cuidadosamente su camilla, seguidos por el médico de la policía.
—Buenos días —le dijo a Grijpstra este último—. Lleva muerta dos días, por lo menos. El cuchillo se clavó limpiamente.
—¿Es posible que fuera lanzado? —inquirió Grijpstra.
—Es posible —admitió el doctor—. Es un cuchillo poco corriente. Nunca había visto uno igual. Mañana podré decirlo con más certeza.
—¿Cree usted que han movido el cuerpo?
—No.
El médico estaba ya cerca de su automóvil cuando Grijpstra se acordó de las plantas y corrió hacia el coche.
—Disculpe, doctor. ¿Sabe usted algo de plantas?
El médico pareció sorprenderse.
—¿Plantas?
—Sí. Plantas. Hierbas.
—Sé algo —dijo el doctor—. No creerá que la han envenenado, ¿verdad?
Grijpstra le explicó a qué se refería.
—Entiendo —asintió el doctor—. Tendremos que volver adentro.
Examinaron entre los dos los tiestos de plantas, con un desconcertado De Gier a sus espaldas.
—Hmmm —dijo el doctor.
Grijpstra esperó.
—No estoy seguro —prosiguió el doctor—. Tendré que llevármelas conmigo. Son malas hierbas, desde luego, y bastante malignas, diría yo. Venenosas.
Grijpstra emitió un gruñido.
—¿Cómo es que se ha fijado en ellas? —quiso saber el doctor, volviéndose al oír el gruñido—. ¿Sabe usted algo sobre plantas?
—En realidad, no —reconoció Grijpstra—, pero me he pasado un rato a solas en esta habitación y me ha dado la impresión de que parecían malas hierbas, no el tipo de plantas que suele tener la gente en sus casas.
—Pero ¿qué es todo esto? —preguntó De Gier—. ¿Qué somos ahora? ¿Botánicos?
—¿No ha oído hablar nunca de las malas hierbas, amigo? —inquirió el doctor, contemplando a De Gier con aire placentero.
—He oído hablar de la hierba —respondió De Gier—, y tengo unos cuantos geranios en el balcón y una planta bulbosa que me regaló mi tía, con unas bonitas flores rojas. Peonza se llama, me parece.
—Peonía —le corrigió el doctor—. Cincuenta céntimos la pieza en el mercado de la calle. Yo mismo compré una el otro día; da unas flores muy hermosas. Pero estas plantas son otra cosa. Si son lo que yo creo, son plantas venenosas. Las hay de tres clases, fíjese. Lo consultaré con un amigo mío que trabaja para el ayuntamiento como jefe adjunto de todos los parques. Seguro que él lo sabe.
—Venenosas, dice usted —comentó Grijpstra.
El doctor encendió su pipa y volvió a contemplar las plantas.
—Venenosas, no cabe duda. Pero tal vez puedan utilizarse para otros fines. Quizás una bruja pudiera preparar un filtro amoroso con ellas. O un ungüento. Si se embadurna las axilas, el pene y los testículos con ese ungüento es probable que note algunas sensaciones interesantes.
—¿Sí? —preguntó De Gier.
—Puede encontrarse volando por el aire, amigo, montado sobre una escoba, de camino a una fiestecita.
Grijpstra posó una pesada mano en el hombro de De Gier.
—¿No te gustaría eso, De Gier?
—Y tanto —respondió De Gier.
—Habría mucha diversión en la fiesta —añadió el doctor.
—¿Qué clase de diversión? —quiso saber De Gier, que contemplaba las plantas con ojos como platos.
—Sexo —contestó el doctor—. Limpio y buen sexo.
—¡Muchacho! —exclamó De Gier.
—Puede ayudarme a llevarlas hasta mi coche.
Poco después, De Gier descendía por la escalera tambaleándose bajo el peso de la maceta más grande. El doctor llevaba otra más pequeña y Grijpstra cargaba con una pequeñísima, muy cautelosamente, como si aquel vegetal de inocente aspecto pudiera estallar ante su rostro.
—Una bruja —mascullaba De Gier para sí.