Nueve

El bosque era de un color negro alquitrán, se notaba una inquietud causada por los ligeros movimientos nocturnos de los viejos árboles que poblaban un área de veraneo. Apenas se percibían los pasos de animalitos que por ser tan pequeños, no eran objeto de la codicia de los cazadores y ya se habían adaptado al lugar donde moraban. Un leve viento movía las hojas secas y se confundían los ruidos y retozos de centenares de criaturas entre las que se encontraban ratoncillos, ardillas, cucarachas, lechuzas y una gran variedad de sabandijas.

Decibelle materialmente tiraba de Sam. Aunque nunca había estado allí, Sam sabía aproximadamente el sitio que ocupaba la cabaña del doctor Fred. Probablemente no hubiera tenido problema en encontrarla durante el día, pero la urgente necesidad para localizar a Maurey era imperiosa. Quería hacerlo antes de que la disciplina de la justicia diploide contra los insurrectos gigantes decretara la libertad de Maurey.

Y no solamente para proteger a los gigantes, sino también por lo que a Sena se refería. Sena era el futuro de ellos.

La correa de cuero que había atado al pescuezo de Decibelle continuaba tensa y Sam no hacía más que seguirla. Quiso cerciorarse si el casco transmisor que llevaba puesto estaba realmente en contacto con Kendall. Tiró del micrófono y lo llamó.

—Presente —se oyó la voz al instante.

—Muy bien. Está bastante pesada la caminata por aquí. ¿Hablas algún idioma extranjero, Kendall?

—¡Hummm! ¿Serviría el francés?

—No, todo lo que sé acerca de ese idioma es que el plural se forma con «X» y algunas veces no se pronuncia. Además, Maurey lo habla y no me gustaría que supiera lo que traemos entre manos. ¿Por casualidad no hablas alemán?

—«Doch gewiss» —contestó Kendall, cambiando rápidamente el idioma.

El apellido de mi familia es Keller, pero lo cambié para preservar a mis familiares del estigma que tenemos encima los tetraploides. Pero, ¿no sabes si Maurey…?

—No —interrumpió Sam—; él no lo habla. El conocimiento que yo tengo del alemán obedece a la gran afición que desde niño tuve por las obras musicales de Wagner. Para entender sus operas tenía que aprender su idioma y lo hice. Y ahora dime, Kendall, ¿qué novedades tienes por ahí?

—Por el momento nada, todavía espero la visita. ¿Se te ofrece algo más?

Sam tropezó y lanzó un juramento, entonces dijo:

—Bueno, cuéntales toda la historia y trata de tenerlos a mano hasta que encuentre la cabaña del doctor Fred. Ya te llamaré para contarte cómo me reciben. Deja una guardia para que vigile los generadores de aprovisionamiento, o estaremos perdidos. Y…, ¡ah, sí! Tan pronto como puedas, manda un par de nuestros muchachos más fuertes a que secuestren algún personaje del gobierno, un oficial del ejército, o policía del Estado. Vas a proporcionarle un casco como el que estamos utilizando para que pueda oír lo que decimos. No se te ocurra darle ninguna pistola ni equipo volador. Tan pronto como yo te pida ayuda, te lo traes inmediatamente, ¿me entiendes todo?

—Hummm —murmuró Kendall, haciéndole entender a Sam que estaba anotando las instrucciones recibidas, después las fue repitiendo en alemán, y finalmente, volviendo a su idioma, le preguntó—: ¿Está correcto, Sam?

—Jawohl —contestó Sam, y entonces le dijo—: Voy a dejar de hablar por un rato. Decibelle parece que me guía por unos matorrales hechos con alambre de púas.

—Muy bien. ¡Mira! Aquí llega Hammy Saunders. También yo me retiro, tengo que hablar en inglés por un buen rato mientras explico las cosas a los visitantes. Pero me dejaré los audífonos puestos.

Se retiró el micrófono Sam para hablarle a la perra:

—¡Hey! ¡Decibelle!

—Grrrrrrr.

—Muy bien; sigue adelante, te sigo.

Era seguro que Decibelle no estaba siguiendo ninguno de los caminos que por costumbre seguía el doctor Fred.

Aquellas montañas eran muy viejas y mal conservadas, tanto que los visitantes del Lejano Oeste no se preocupaban por frecuentarlas en absoluto. Pero de todos modos, pensaba Sam, el doctor Fred debía tener algún camino abierto que no tuviera mucha pendiente para que le permitiera escalarlo con relativa facilidad.

La perra, por otro lado, mientras iba tirando de su amigo, subiendo y bajando por aquellos lugares tan accidentados, parecía darse cuenta de la urgencia que tenía Sam para llegar a la cabaña y no se había detenido a escoger un camino mejor.

Trepando por la montaña, con todos sus doloridos músculos molestándole, Sam pudo ver las primeras luces del alba en el cielo. Todavía no se había filtrado la luz entre los árboles.

La perra se paró en seco y se puso en la posición que un perro de caza adopta para señalar la presa deseada. Decibelle no tenía ningún entrenamiento para la cacería, pero probablemente había visto algún perro entrenado y estaba tratando de imitarlo. De haber participado en algún concurso, su mímica no le hubiera hecho merecedora a ningún premio, pero los deseos de Sam estaban cumplidos.

—Buena chica —le dijo suavemente—. Está en el otro lado de la cresta, ¿en?

Movió Decibelle la cola y nuevamente adoptó la misma posición para señalar.

—Muy bien. Échate, Decibelle. Quédate aquí. Ya regresaré.

Escudriñó Sam la obscura montaña y entonces se tiró en el suelo, escalando sobre su barriga. Al llegar a lo alto, se asomó cautelosamente sobre el borde.

El otro lado de la montaña era más empinado y la cabaña aparecía en un claro del bosque con vista a un tranquilo y hermoso valle y un arroyuelo al fondo. La bajada estaba cubierta de hierba y en un radio de veinticinco metros de la cabaña, el follaje doblaba en un círculo perfecto. Disimulado en el centro, ¡un proyector del efecto sin reacción de retroceso! Sam consideró el problema. Ya esperaba encontrar algo semejante. Sabía perfectamente las características de sus proyectores. Trabajaban en una sola dirección y podían ser usados como escudos protectores, pero no como detectores. La fuerza enviada contra ellos no tenía efectos contra sus generadores. Sus campos magnéticos no ejercían acción de retroceso ni físicos ni eléctricos. Lo que quería decir que el único camino para que Maurey lograra seguridad para su refugio era establecer una vigilancia de veinticuatro horas, ya fuera en persona, cosa sencilla, o a través de un perro vigía. Si Sam se mantenía oculto, Maurey no tendría forma de saber si había o no alguien que se aproximaba.

Naturalmente, Maurey había oído las conversaciones en alemán, pero, para su desgracia, no entendía el idioma. Adivinaba que estaba en peligro de ser descubierto y por ese motivo había tomado la precaución de protegerse con el proyector de Sam. Pero de todos modos, el haber escogido la cabaña del doctor Fred como refugio era una clara indicación de que no esperaba que nadie viniera a buscarle a aquel lugar desconocido, al menos ningún diploide, porque no descartaba la posibilidad de que algún gigante sobreviviente supiera algo acerca del lugar en que vacacionaba el doctor Fred.

Por lo pronto, Maurey no esperaba que Sam averiguara su escondite. En eso había sobreestimado su inteligencia y menospreciado la de su antiguo asistente.

Retrocedió entonces Sam unos cuantos metros y llamó a Kendall.

—Ya estamos reunidos, Sam —contestó Kendall—, y ya secuestramos a «nuestra autoridad». Tuvimos un pequeño problema con Briggs, ya que participa de la locura de Maurey. Trataba de sacrificarnos de acuerdo con el programa de Maurey, justificando la muerte del doctor Fred. Hubo necesidad de ponerlo a buen recaudo.

—Ya pueden venir —dijo Sam—. El lugar está al otro lado de la montaña, con vista al valle, en el sitio más lejano de la vieja reserva de los venados. Si vienes en dirección norte, no podrá verte.

—¡Sam!

Era la voz de Maurey. Se oía fría y divertida.

—Te he estado escuchando. ¿Qué te hizo pensar que yo no hablaba alemán?

—Muy bien, vamos a ver cómo hablas —le replicó Sam.

—No seas ridículo. Ya has cometido suficientes tonterías; ni siquiera tienes agradecimiento para tus amigos. Te han libertado y no puedes pensar en otras cosas mejores que envolver en un complot infantil al pobre de Kendall a quien es tan fácil convencerlo de cualquier cosa.

—¿En dónde estás? —le gritó Sam.

—Ya te lo diré cuando considere que puedo confiar en tu sentido común. No voy a poner en peligro todo el proyecto sólo por un hombre que no sabe lo que le conviene.

—¿Dónde está Sena?

—Aquí, con el resto de nosotros. Si tú deseas tomar parte en el mundo de los gigantes, debes reflexionar con cordura. Nuestra paciencia se ha venido agotando; dentro de corto tiempo tendríamos que proseguir sin ti; considero que esas gentes pequeñas no serían piadosas contigo.

Una sombra se posó frente a Sam. Era Hammy Saunders el primero en llegar. Sam le contestó a Maurey:

—Quizá tengas razón. Ya ha sucedido eso —hizo a un lado su micrófono con las patéticas ficciones de Maurey molestando sus oídos.

—Hammy, Maurey tiene el lugar protegido con proyectores. Tendremos que cortar por debajo de las rocas. Manda tres o cuatro hombres hasta el valle, que se cubran y que empiecen a trabajar con las pistolas. Cuidado de no pasar del límite de alcance de los proyectores de Maurey. Que no inicien la tarea hasta que yo les diga.

—De acuerdo.

Desapareció Hammy, mientras Sam permanecía sentado en la montaña cerca de la perra y chupando el néctar de las blancas flores de miel. Parecía que Maurey se había retirado por el momento.

Kendall y otros dos gigantes llegaron silenciosamente llevando casi en vilo a un asustado diploide con ropas de civil y la cabeza ridículamente cubierta con un casco que le quedaba enorme.

El hombre era el gobernador del Estado.

—«Sicherheitsdiener» da a entender muchas cosas, estoy de acuerdo —dijo Sam, en tono alegre, a pesar de la situación. Dirigiéndose al gobernador, le dijo—: Señor, siento mucho que hayamos tenido que recurrir a este forzado secuestro, pero créame, no le haremos ningún daño. No deseamos ocasionarlo a ningún diploide. Estamos aquí para desenmascarar al gigante compañero nuestro que ha causado tanto daño, empezando con el asesinato del doctor Hyatt. Nos hemos visto obligados a traerle a usted aquí para que sea testigo de nuestras intenciones.

El gobernador estaba pálido de terror; pero, a pesar de eso, conservaba su dignidad y le contestó con voz firme a Sam:

—Estoy obligado a aceptar la situación por el momento; veré y oiré, ya que no puedo hacer otra cosa; pero es bueno que sepa que no creo nada de lo que usted dice.

—No necesito que me crea. Si como usted dice, verá y oirá, nuestro caso hablará por sí mismo. Por lo pronto ya ha oído la conversación que tuve con el doctor Saint George. Él está muy cerca de aquí, en una cabaña que el doctor Hyatt ocupaba durante sus vacaciones. Retiene consigo a la joven de la cual habrá oído usted hablar: la señorita Carlin. Saint George aún no sabe que estamos tan cerca de él. Cuando lo saquemos de su refugio, usted podrá oír más que suficiente para que formar su criterio. Al menos esa es nuestra esperanza.

—Hay un buen número de soldados que le buscan, Ettinger.

—Lo sabemos, y esa es la razón por la cual estamos aquí. Si el ejército hubiera llegado antes que nosotros y le hubiéramos dicho dónde se encuentra el doctor Saint George, los motivos por los cuales lo queremos atrapar, habría habido un buen número de muertes, incluyendo la de la señorita Carlin. Está perfectamente bien equipado para soportar un sitio normal, a menos que se le bombardeara con artillería pesada, pero eso no solamente lo destruiría a él sino también a la señorita Carlin y no probaríamos nada. Queremos que la acusación salga de su propia boca, sin ninguna pérdida de vidas. ¿No le parece a usted que si resulta de esa manera quedaría usted convencido?

Bruscamente se pasó el gobernador la mano por la frente, estaba un poco sudoroso.

—Quizá sí —contestó—, si encuentro algo de verdad en ello, pero no estoy en posición de emitir un juicio. He sido secuestrado por agentes de un convicto de asesinato, señor Ettinger. El punto de partida para juzgar la situación será ese, no importa lo que usted haga o Saint George confiese. Siga adelante. Observaré con atención. Es todo lo que puedo prometerle.

—Será suficiente —dijo Sam, con gravedad—. El saber que cuento con su buena voluntad era algo que yo necesitaba. Kendall, busca un sitio desde el cual el gobernador pueda observar y estar seguro al mismo tiempo. Debemos protegerlo contra cualquier posible disparo del proyector o armas de fuego de Maurey.

—Entiendo —repuso Kendall, al instante—. Señor gobernador, tendremos que transportarlo nuevamente por aire. Espero que será la última vez.

—Lo mismo espero yo —dijo el gobernador.

Dos de los gigantes, guiados por Kendall, llevaron en vilo la pequeña figura del gobernador volando sobre las copas de los árboles y describiendo un arco hacia el lado opuesto del valle. Él sol se elevaba a la izquierda, iluminando la falda de la montaña; el trinar de un gran número de pájaros alegraba el nuevo día. Una lengua inofensiva de humo salía de la chimenea de la cabaña desvaneciéndose en el cielo.

Después de un momento, regresó Kendall.

—Los muchachos que enviaste al fondo del valle, están empezando a perforar —le dijo a Sam—. Parece que han encontrado mármol suave. No hay indicios de alarma por parte de Maurey. Si todo sigue bien, la cabaña empezará a bambolearse en unos cinco minutos más.

—Muy bien —le contestó Sam, y levantándose, empezó a subir con calma hacia el lugar desde donde dominaba la cabaña. Se ajustó el micrófono y comenzó a hablar con voz clara y firme:

—Maurey. Te hemos encontrado. Te daremos diez minutos para que salgas.

Saint George rio, con ganas.

—¿Que salga? ¿De dónde, Sam?, ¡qué niño eres! Y piensas que me vas a hacer creer que sabes dónde me encuentro. Si quieres saberlo te lo diré, pero no antes de que me asegures que no nos venderás a los diploides.

—No hay aquí diploides humanos —le dijo Sam, pacientemente—, y te hemos encontrado. Asómate a la ventana y mira hacia la parte alta de la montaña.

Hubo un largo silencio.

—Ya veo —dijo, al fin, la voz de Maurey—. Bueno, acepto que no hay refugio perfecto y supongo que vendrá tras de ti una gran multitud de diploides aullando. Mejor haz que se vuelvan, Sam, antes de que vayan a salir lastimados. No pienses que una cabaña metida en el bosque es todo lo que queda del poder de un tetraploide.

—Claro que no, Maurey, pero tampoco creo que tengas ahí un batallón de gigantes.

Maurey ahogó una risa.

—No discutiré contigo, Sam. Todavía conservo algún respeto por ti y te recomiendo que te retires antes de que se inicie la batalla final. Para los diploides todo ha terminado; nada puedes hacer para cambiar la situación. Entonces, ¿para qué te expones?

—Te repito que aquí no hay diploides. ¿Dónde está Sena?

—¿Sena…? Aquí, con el resto de nosotros.

—Me gustaría hablar con ella.

—Está ocupada.

Toda la ladera de la montaña, las rocas que rodeaban el valle, los collados, los matorrales, revelaban la existencia de gigantes. Allí permanecían inmóviles, como los soldados con dientes de dragón de Cadmo. Extendió Sam su brazo señalando hacia ellos, y dijo:

—Aquí están nuestros gigantes, Maurey, puedes verlos si quieres. Solamente faltan dos o tres a lo sumo, sin contar con aquellos que fueron presos o muertos en la incursión que preparaste para que me rescataran. Uno de los que faltan es Sena. ¿Dónde está?

—Aquí —la voz de Maurey no reflejaba temor alguno; no había nada que indicara que la gran sarta de mentiras urdidas por él se le venía encima inexorablemente.

—Déjala salir.

—Ella no lo desea. Tiene más sentido común que todos ustedes juntos. Yo no entiendo cómo has podido arrastrar a tus hermanos a esta aventura, Sam. Supongo que Briggs fue muerto. No puedo encontrar otra explicación a lo que pasa. Muerto tratando de rescatarte a ti, Sam. Pero de todos modos, eso no cambia la situación. Si todos ustedes están controlados por los diploides, Sena y yo trabajaremos en pro del futuro de los gigantes sin ustedes. ¡Váyanse a casa y púdranse todos!

—Aquí no hay diploides, déjame hablar con Sena.

Maurey guardó silencio. Parecía que ya no iba a hablar más. Entonces, tratando de imponer la autoridad que había ejercido sobre ellos, en voz alta les gritó:

—¡Óiganme todos ustedes! Están suicidándose. Ustedes tienen suficiente poder contra los diploides y lo han puesto en manos del asesino de nuestro creador. Les di a ustedes una causa; les proporcioné los medios para liberarse de los pigmeos, verdadera y finalmente libres. ¿Van ustedes, en estos momentos, a abandonar todo eso?

—Briggs dijo que tú mataste al doctor Fred —dijo una voz que Sam desconocía.

—¿Y eso qué importa? —repuso Maurey—. ¡Hagan frente a la realidad! Yo no maté al doctor Fred; es obvio que Sam lo mató; pero su muerte era necesaria. Nos dio la oportunidad que necesitábamos para levantar a los diploides contra nosotros. El doctor predicaba la paz entre los pigmeos. Nosotros sabíamos que esa paz no era posible. Lo que necesitábamos y nos sigue haciendo falta es la guerra. Ustedes tienen en las manos los instrumentos para esa guerra, yo se los he dado. Si los usan con inteligencia serán invencibles. Y ahora tienen la ocasión, pueden arrasar el planeta entero.

—Tú nos dividiste —profirió otra voz anónima—. Tú nos hiciste luchar unos contra otros.

—Pero sin que se causaran daño alguno —le replicó Maurey—. Ustedes no pueden lastimarse unos a otros con el uso de esas pistolas. Yo lo arreglé de esa manera para evitar que en las disputas del juego pudieran lastimarse; y… era también la forma de disimular el nacimiento de un ejército de gigantes. Sus armas son mortales si las usan contra los diploides.

Un murmullo desarticulado se oyó entre los inmóviles colosos.

—¿Qué nos dices de las baterías antiaéreas que dispararon contra nosotros, Maurey?

—Nada, sus pérdidas fueron mínimas, el propio Sam lo admitió.

Un sordo rumor se oyó en la montaña.

—Muy malo, Maurey —dijo Sam, implacable—. La verdad ha salido, ya lo ves. Salió a luz en el juicio. No existen los diploides. Todos los seres humanos son tetraploides. Nosotros, los gigantes, somos poliploides, pero todos lo somos en diferentes grados. Como gigantes no sobreviviremos; pero podremos lograrlo a través de Sena y otras como ella, porque los hijos que ellas tengan serán normales. Nuevamente podrán volver a ocupar un puesto en la sociedad y les será permitido a sus hijos olvidar esa herencia. Con el tiempo, las características poliploides empezarán a reaparecer, en fragmentos, hasta que la raza completa sea marcadamente poliploide, y entonces los gigantes no serán vistos como seres anormales ni sujetos a masacres. Pero por lo que a ti toca, Maurey, tú eres un «pasadenista» muy astuto, pero bien definido. Averiguaste el estado genético de Sena y mataste al doctor Fred para mantener el secreto. Nos echaste a los unos contra los otros con la esperanza de que los normales nos destruyeran mientras nos enredábamos en una lucha fratricida. Culpándome de la muerte del doctor Fred, provocabas el odio entre nosotros; y preparando la misión para mi rescate, les dabas oportunidad a los normales para que nos exterminaran… Mientras tú te escondías con Sena, planeabas convertirte en el patriarca único de la humanidad poliploide del mañana, el único padre de la ruda raza de larga vida que sería necesaria para llegar a las estrellas. Fue un gran juego, Maurey; pero siendo una locura, te resultó un fracaso.

—Es ridículo… —se oyó la voz de Maurey.

—Entonces, deja a Sena que hable. Si ella está libre y a tu lado, si ella tiene un casco como el nuestro y ha estado oyendo todo lo que dijimos, déjala que hable.

—Ciertamente —dijo Maurey, con calma—. Como te dije antes, ella está ocupada; veré si desea hablar contigo. Espera.

Hubo un largo silencio. La luz del sol invadía ya casi todo el fondo del valle; mientras, los zapadores de Kendall seguían excavando en lo profundo de los cimientos de la cabaña del doctor Fred. Las nubes estaban teñidas de inocencia color de rosa.

—Aquí está —dijo Maurey, interrumpiendo el silencio.

—¿Sam? —pronunció Sena, con aparente calma.

—Sí…, sí, Sena.

—Estoy bien. No hay razón para que te preocupes por mí. Maurey tiene una pistola contra mi costado, pero estoy segura que no se atreverá a disparar…

Cuando pronunciaba la última palabra, su voz se desvaneció bruscamente y los audífonos de Sam se estremecieron. Su réplica fue una mezcla de miedo y admiración. ¡Dijo tanto con tan pocas palabras…!

—¡Habla, Maurey! —gritó—. ¿Tienes algunas mentiras más?

—¡Manténganse a distancia todos ustedes! —rugió Maurey—. Son un hatajo de tontos. Sólo recuerden que ustedes se encuentran afuera y yo aquí dentro, con Sena. ¡Sam tiene razón! Sena es la llave de nuestro futuro; si algunos gigantes van a sobrevivir, tendrá que ser a través de ella. Si alguno de ustedes hace algún movimiento hacia la cabaña, Sena morirá. También ella tenía razón. No la maté por lo que dijo en el casco. Yo mato por razones más poderosas, como maté al doctor Fred. Láguense. Su futuro está en mis manos y no hay nada que puedan hacer para evitarlo.

De repente, la cabaña se inclinó a un lado. Una masa de piedras se precipitó ruidosamente por la ladera hacia el fondo del valle. El increíble grito de Maurey penetró en lo profundo de los oídos de todos los que lo oyeron.

El círculo plano del follaje al frente de la cabaña se veía intacto.

Por la falta de cimientos en la base del generador que proporcionaba la corriente a Maurey, se cortó su transmisión.

—¡Decibelle! ¡Tras él, Decibelle! ¡Pronto, Decibelle! ¡Síguelo!

El enorme animal se precipitó hacia la cabaña con una velocidad increíble para sus proporciones. Desde el interior de la choza que se deslizaba por la ladera, salió un disparo del proyector de Maurey, pero fue demasiado alto.

Decibelle se lanzó por la ventana trasera al interior de la cabaña, entre un estruendo de cristales rotos. Maurey volvió a dar un grito pavoroso. Sin darse cuenta, Sam empezó a correr precipitadamente en dirección de la choza. Otra sacudida de la cabaña hizo saltar en astillas algunas de las tablas que formaban la pared.

Otros disparos sonaron en el interior que hicieron volar en añicos los ladrillos de la chimenea, que saltaron hasta el techo.

—¡Quítenmela!, ¡quítenmela! ¡Los mataré a todos! ¡Los mataré a todos!…

Los gritos de Maurey sólo encontraban eco en el fondo del valle.

¡Al fin había tenido su perra!

Antes de que Sam estuviera a la mitad del camino que lo separaba de la cabaña, ya la destrucción era completa, y Maurey, vigas, ladrillos, fuego, Sena, futuro, pasado, adornos, concreto, tierra, tuberías, alambres, vida, libertad, persecución y felicidad se despeñaban vertiginosamente hacia el fondo del valle sembrado de pinos olorosos entre los cuales se filtraban los rayos del sol.

Fue largo el tiempo que tardó Sam en separar de las ruinas el cuerpo de Sena, del cual se había escapado la vida.

Pero más largo aún el que se necesitó para arrancar las fauces de Decibelle de la despedazada garganta de Maurice Saint George.

Un poco más tarde, todos los gigantes se habían retirado y el gobernador también.

La luz del sol bañaba todo el valle hasta el fondo en donde yacían los escombros de lo que por unas horas fuera la morada de los patriarcas de la humanidad de un futuro que nunca llegó.