Ocho

El efecto del veredicto sobre el temperamento del público era sorprendente, especialmente para Sam cuyo conocimiento de la historia antigua romana era tan extenso como el que podía tener un albañil. En otras palabras, no sabía nada.

Hasta el primer día del juicio, la pregunta de si Sam era o no culpable no había sido muy discutida. Se le consideraba generalmente como autor único del crimen. De todos modos, el ya dictado veredicto de culpable parecía haber abierto una división entre el pueblo; repentinamente, el ambiente se había cargado de disensión.

Las columnas de los periódicos estaban llenas de comunicaciones en las que se usaba un violento lenguaje, cada escritor atacando al anterior, dentro del mismo periódico. Había peleas en los bares, ocasionadas por discusiones previas del caso; muchas veces esas peleas se extendían entre todos los parroquianos, los cantineros mismos, la gente que participaba en la variedad, los policías que habían venido a restablecer el orden. Eso se hizo común en todos lados.

En los lugares donde predominaba la opinión a favor de los Titanes y cuyos empleados minoritarios habían cometido la torpeza de emitir opiniones a favor de los Atlántidas, los habían cesado de sus puestos inmediatamente. Los comentaristas de televisión que no concordaban en sus puntos de vista hacían de sus programas un verdadero embrollo. Las páginas deportivas de los periódicos se veían llenas de tiras cómicas y columnas acerca de la controversia. Los senadores lanzaban durante sus campañas discursos en favor de los Titanes algunos, y otros en pro de los Atlántidas, en repetidas ocasiones los mencionaban con datos inexactos. Las denuncias denigrantes se habían hecho demasiado comunes y ya no ocupaban más los encabezados de los periódicos, y los libelos tetras explotaban con la violencia y frecuencia del maíz que se usa para el «pop-corn» americano.

Toda esa complicada edición estaba, además, nublada por una fuerte coloración política. Por alguna razón, el punto de vista general de los Titanes había sido adoptado por los elementos izquierdistas del pueblo, desde los más humildes grupos obreristas hasta los socialistas militantes; los conservadores, por otro lado, apoyaban los puntos de vista de los Atlántidas, que no solamente estaban contra Sam, sino que en contradicción con el nombre que se les había dado, eran antigigantes también. Sin poder explicarse la unión con los conservadores, los residuos del Partido Comunista Americano también se habían puesto del lado de los Atlántidas, arguyendo que los gigantes eran monstruos de laboratorio creados por los capitalistas con el fin de emplearlos para la dominación mundial.

Esta situación llevaba las amargas disputas hasta los hogares. Hijos e hijas, ordinariamente tomaban la «progresista» línea de los Titanes, mientras sus padres manifestaban su aprobación por los Atlántidas.

El tópico era bastante complejo y transformaba las divisiones familiares en rencores acabando como las teológicas rencillas que habían sido el veneno de otras edades.

Sam tenía que sacar sus deducciones acerca de esos acontecimientos, de acuerdo con lo que leía en los periódicos que le llevaban a su celda de muerte. Desde su ventana pudo ver el primer motín. Un pequeño grupo de una unión de trabajadores había preparado una manifestación pro libertad de Sam Ettinger. Eso lo hicieron como réplica a una campaña para que «internaran a los torpes gigantes» que había desatado una cadena de cobardes periódicos. Similares demostraciones se habían llevado a cabo en todos los rumbos de la ciudad, todas ellas inofensivas en apariencia y sin ninguna eficacia.

Pero la manifestación que tenía lugar fuera de la cárcel y que Sam presenciaba, había tomado diferente cariz. El gobernador, cuya opinión favorecía a los Titanes y había sido llevado a su casa obligado por los Atlántidas, cometió el táctico error de llamar a las fuerzas armadas para que disolvieran aquella manifestación.

La mayoría de los participantes eran trabajadores especializados en trabajos de ingeniería y estaban dotados de un excelente entrenamiento; eran pacíficos, hombres inteligentes que andaban en los cuarenta años de edad y que no se hubieran atrevido a violar la prisión, así como jamás pensaron en meterse a piratas.

La llegada de la guardia del Estado les llevó a un grado tremendo de indignación. Algo más ocurrió: un grupo de Atlántidas que se habían congregado para burlarse de los Titanes, se interpuso entre la guardia y los manifestantes, y como fueron empujados a un lado, comenzaron a arrojar piedras contra los soldados alegando derechos de libre agrupación.

Después de eso, ya Sam no pudo distinguir los grupos, ya que los dos se unieron contra los soldados. Se oyeron disparos, hubo gases lacrimógenos, hombres que eran llevados en camillas a las ambulancias de los hospitales, y vidrios de ventanas rotos. El motín fue movilizándose y se alejó de la prisión, pero conforme se alejaban con rumbo a la ciudad, la algarabía se hacía más y más intensa; dentro de la prisión aullaba una sirena, no porque hubiera o hubiera habido el menor intento de huida, sino porque al director de ese recinto no se le ocurrió otra cosa.

Todo eso, Sam lo sabía, no era más que el preludio para el holocausto final. Se retiró de la ventana, regresando a su catre a esperarlo…

Principió el ruido como un suave zumbido semejante al de una avispa, no soñoliento y arrullador como el de las abejas, sino un zumbido cortante, parte silbido, parte gruñido.

Escuchó Sam el enojoso ruido como producido por una sierra, y aunque lo había estado oyendo desde antes de la medianoche, no había sido lo suficientemente intenso como para identificarlo. Se levantó nuevamente para asomarse a la ventana. Antes de darse plena cuenta de lo que era, Sam asociaba aquel ruido con todos los de la ciudad que nunca está en silencio. Su corazón abandonó su ritmo ordinario para latir con precipitación. Tampoco podía respirar normalmente y la boca se le secó.

El futuro se le presentaba desde la obscura ventana en dos formas: violento y muy corto. Nunca, en ninguna ocasión, había esperado que fuera absuelto, pero cuando la Corte se negó a permitir la presentación de Decibelle como testigo, se había muerto la esperanza que él y Wlodzmierzc habían tenido la esperanza de implicar a Maurey e impedir que lo condenaran.

Sam había participado a Wlodzmierzc lo que pensaba acerca del intento que harían para rescatarlo, y, naturalmente, lo enteró de todas las sospechas y evidencias que había contra Maurey, pero el abogado polaco le advirtió que solamente la perra podría señalar a Saint George como el asesino y que la vida de Sam pendía de esa inadmisible acusación.

Esa acusación —aunque ni Woldzmierzc ni ningún otro «no gigante» lo pudieran saber— no podía haber salvado la vida de Sam, pero sí podía determinar lo provechosa que sería su muerte. Una vez que él fuera ejecutado en público, Maurey no se hubiera atrevido a organizar ninguna otra de sus locuras.

Un pequeño punto negro, como polvo de carbón, empezaba a dibujarse en el horizonte, a lo largo del alumbrado, debajo de las nubes. El ruido de la sierra se acentuaba y el punto negro en el horizonte también se hacía más visible.

Sam se preguntaba con desesperación por qué la base del ejército local no había sido notificada. Con toda seguridad que tendrían armas antiaéreas y potentes reflectores para localizar objetos en el espacio; ¿y qué pasaba con las redes de radar de la Fuerza Aérea? Unos cuantos jets lanzados al aire cambiarían los acontecimientos…

Pero ni luces de reflectores, ni ruido de aeroplanos; la ciudad roncaba exhausta por el motín y ligeramente calmada por el discurso del gobernador. Desolado, Sam se daba cuenta de que el zumbar de la sierra estaba solamente en el umbral de lo audible, pero, para él, que significaba tanto, se amplificaba enormemente. Woldzmierzc, el director de la prisión, los de la Corte, cualquiera de los que Sam sabía que vendrían; alguien, alguien que le hubiera creído o se hubiera sentido alarmado sin poder conciliar el sueño y que en su cama se preguntara: «¿Qué ruido es ese?».

Perversamente, ya que había concebido Sam la esperanza de que lo oyeran, el zumbar de la sierra se perdió en los oídos de Sam, regresando a confundirse con la soñolienta y holgazana ciudad. Durante algunos segundos no pudo distinguirlo más. Pero entonces…, ya que no había cambiado en nada excepto para acercarse un poco más, saltó como si estuviera alrededor de su cabeza como cientos de miles de avispas en la antesala del infierno.

Aquel punto negro que se veía en el horizonte fue acercándose más y descomponiéndose en fracciones, como pequeños bacilos negros contra el lóbrego azul del cielo. El zumbido era ya tan intenso que verdaderamente molestaba los tímpanos de Sam; se dio cuenta de que era demasiado fuerte para la aparente distancia de lo que él había imaginado fuera un enjambre de avispas.

Se podían ver unas luces procedentes de la ciudad y en algún lugar profundo de la prisión se oyó un grito de alarma, no la alarma de un oficial, sino la de un hombre atrapado que ve la muerte próxima.

Nuevamente se oyó el zumbido llegando repentinamente a un estrépito tal que Sam, involuntariamente, bajó la cabeza.

Cuando se enderezó nuevamente, pudo ver un enjambre de figuras humanas perfectamente definidas que proyectaban sus siluetas contra el cielo y que se precipitaban sobre la prisión, pero dirigiéndose hacia los otros puntos negros que habían salido del horizonte.

Una flecha delgada de luz amarilla monocromática saltó de los puños apretados de una de las sombras que casi tocaban a Sam, lastimándolo. Se oyó un estallido seco, no tanto como el sonido de un disparo, sino más bien como un trueno. Al primero le siguieron docenas más.

El grupo lejano que se aproximaba respondió al instante. De estos no se oía un solo sonido, pero la nube volante se veía saturada de estrellas amarillas centelleantes. En el mismo momento, los ojos de Sam se vieron cubiertos de polvo, y un terrible golpe que recibió en la cabeza, encima de la sien izquierda, lo separó bruscamente de la ventana.

En la oscuridad, zumbándole la cabeza, con los párpados ardorosos, la amarga verdad se cernió sobre él. También los gigantes se encontraban divididos en dos grupos: Titanes y Atlántidas. Maurey obviamente había pensado que un grupo predominante de Titanes llevaría a cabo la incursión para su rescate; pero, por lo visto, con sorpresiva fuerza los Atlántidas habían llegado antes.

Ya se encontraba en pleno apogeo una batalla campal, una guerra civil en el aire, pero no solamente entre gigantes y diploides, sino gigantes contra gigantes.

Permaneció retirado de la ventana, con gruesas lágrimas brotándole de los ojos. No tenía idea de la fuerza terrible de aquella nueva versión de su juguete de laboratorio que las escuadras volantes estaban usando como arma. Dedujo que las brillantes flechas luminosas no eran más que el mismo principio de la infamia que se había adaptado para usar en el estadio, pero que Sam, como descubridor, se daba cuenta de que serían efectivas a cualquier distancia, limitadas únicamente por el horizonte. El impacto casual que recibió la ventana y le alcanzó en la sien, se lo hizo ver claro.

Airado, volvió desde el rincón de su celda a presenciar la nueva Pasadena. El escenario se veía reducido en el cielo al tamaño de una estampilla de correos. Se oyó en la ciudad el ruido de la batalla, los golpes secos de las armas de los gigantes. Una repentina lengua de potente luz apareció y desapareció en el espacio, dando a entender a Sam que al fin en el campo aéreo se habían dado cuenta de que algo anormal estaba ocurriendo.

De repente, una serie de fuertes golpes se sintieron en las paredes de la prisión. El grito de alarma del prisionero invisible se convirtió en un lastimero aullido que fue ahogado por la potente sirena de alarma; aparentemente esta era la única respuesta que el director del penal encontraba para resolver todos sus problemas. Siguió una nueva serie de golpes contra las paredes de piedra.

Los Titanes no querían correr más riesgos. En los momentos en que ya habían descubierto en la parte baja lo que ocurría, ya no desperdiciaban tiros contra sus hermanos los Atlántidas. Estaban bombardeando la prisión, un objetivo que las armas de los Atlántidas no podrían alcanzar si es que estaban usando únicamente las armas que habían diseñado para los torneos en el estadio; serían efectivas solamente si se acercaran más, pero con toda seguridad ambos grupos estarían provistos de armaduras protectoras que anularían los impactos de sus armas. Kelland habría sido cuidadoso y previsto esos detalles. Por otro lado, los Titanes estaban seguros de que ablandarían las paredes de la cárcel a base de bombardear con sus armas.

El aullar de la sirena impedía por completo percibir todo sonido que viniera del exterior; pero el ruido de los golpes contra los muros se sentía claramente.

Entonces se apagaron las luces del corredor.

Sam giró sobre sus pies y fijó la mirada hacia fuera de su celda. Una ilusión enloquecedora aparecía ante su vista flotando en el aire en cualquier dirección que mirara. Finalmente, esa visión fue desvaneciéndose y comprendió lo que ocurría: las luces efectivamente se habían apagado. Hasta la que habían colocado en la parte superior de la reja de su celda estaba apagada.

Alguien que no había estado lo suficientemente asustado por el bombardeo, tuvo la idea de desconectar el interruptor general.

Las cerraduras eléctricas que mantenían las rejas cerradas quizá todavía estuvieran funcionando, ya que la energía era proporcionada por unos generadores enormes, completamente independientes de las líneas generales del penal. Pero la corriente que electrificaba las barras de la reja de Sam era tomada de la línea ordinaria y esta estaba muerta por el momento.

Se acercó Sam y golpeó una de las barras. Ningún choque eléctrico. Una de sus manos apretó fuertemente el hierro frío y empezó a tirar vigorosamente.

La reja era muy sólida. Parecía inamovible, pero cedió un poco. Su mano resbaló con el sudor; con la sábana que cubría el catre se limpió para tratar nuevamente, esta vez con ambas manos.

No quería verse rescatado por la gente de Maurice Saint George. Y trataba de evitarlo.

De nuevo tiró de la barra en la misma dirección que la vez anterior. El gran esfuerzo le provocó un fuerte dolor en todos los músculos, pero no había tiempo para ponerse a considerarlo. No era posible que pudiera separar las barras una de otra, ya que estaban todas entrelazadas formando la reja de una sola pieza, y tirar de una barra era tirar de la reja entera; pero si pudiera doblarla hacia adentro de la celda y arrancarla del marco de concreto donde estaba empotrada…

Bruscamente, el ruido de la sirena cesó. Pero las luces no se encendieron ni tampoco sufrió Sam ningún choque eléctrico a través de las barras. Era enorme el estruendo ocasionado afuera por las armas de sus hermanos los gigantes y ya también se distinguía el estallido inconfundible de las balas antiaéreas.

Otra vez dio un tirón Sam. El gozne sobre el cual descansaba la reja cedió al mismo tiempo que la parte del piso de concreto se abría en pedazos. Se inclinó Sam y forzó aquella esquina de la reja tirándola hacia adentro de la celda…

Al fin, la reja entera se desprendió entre chirridos, y con un impulso final, Sam dejó el camino libre para su escapatoria…

Ya se encontraba fuera de la celda, en el corredor.

Diez minutos más tarde, y habiendo tenido que matar a dos guardias que se interponían en su camino, Sam se encontraba en la ciudad que estaba invadida por una ola de terror.

Con toda delicadeza, Kendall tiró de la cortina de la ventana con los delicados movimientos de una persona que no quiere que el material que toca se desbarate en sus manos. Miró hacia el bosque para cerciorarse de que no había nadie espiando. Lanzó un profundo suspiro de alivio, y dejando caer la cortina, encendió una lámpara.

—Aquí estamos, Sam —dijo pesadamente—. Hice todo lo que pude para disuadir a esos tontos de que llevaran a cabo esa incursión para rescatarte, pero no pude lograr que al menos uno me escuchara. Ellos me consideraban solamente como el artesano que les fabricaba las armas, sin que tuviera que importarme lo que iban a hacer con ellas. De cualquier modo, tuviste suerte al lograr escapar y me da mucho gusto verte. ¿Hay esperanza, aunque sea mínima, de salvar algo?

—No lo sé —le contestó Sam, estirando sus largas piernas y descansando los pies, que sentía que le quemaban. Había corrido desde la prisión hasta la casa aislada de Kendall, pero no había sido fácil la pelea que tuvo que sostener contra el personal de la prisión que, aunque se encontraba presa de pánico, de todos modos trató de evitar su fuga. Cuando atravesó la parte central de la ciudad también tuvo una serie de contratiempos, por lo cual estaba verdaderamente rendido.

Mirando con agradecimiento a Kendall, le dijo, para contestar su pregunta:

—Puede haber, sí. En todo momento estuve deseando que tú no hubieras tomado parte en la incursión de rescate, pero no estaba seguro. Te confieso que estuve a punto de llorar cuando me abriste la puerta.

—Está bien, Sam. Ya olvídate de eso. ¿No sabes dónde pueda estar Maurey?

—No; no lo sé, ¿y tú? —le dijo Sam, sorprendido.

—No, Sam. Me estaba acordando que él iba a dirigir a los Titanes para rescatarte, pero no se presentó. Lo esperaron media hora y entonces alguien llegó gritando que los Atlántidas estaban preparando un contraataque. Salieron precipitadamente. Un fanático llamado Briggs, creo que lo recuerdas, el tetra que hizo la primera propaganda para Methfessel, bueno, él tomó el lugar de Maurey.

Sam gruñó, disgustado, y le dijo:

—¡Y nosotros aquí sentados, esperando a que nos arresten, mientras los gigantes ayudan a los diploides a que nos destruyan! Kendall, tú fabricaste todos esos aparatos. Yo no sé para qué usos modificarías mis principios. ¿No se te ocurre algo que podamos hacer?

—Bueno, podría al menos averiguar cómo va la pelea —se levantó y tomó de un armario alto un casco—. No necesitas apurarte demasiado, tú lo sabes, Sam. Esa fuerza tuya tiene polaridad, levanta tu ánimo; ¿encontraste por casualidad algún campo magnético que no tuviera polaridad? En los equipos que usan me tomé el trabajo de hacer conexiones directas entre la armadura protectora y los proyectores. De modo que lo más que les puede ocurrir es empujarse el uno contra el otro…

—Muy bien, muy bien. Pero cuando bajen a tierra serán ejecutados por los diploides —le gritó Sam.

Las balas no están provistas de armaduras para repeler otras balas.

Kendall se alarmó después de las reflexiones de Sam. Colocándose el casco empezó a hablar con toda claridad:

—¿Briggs? ¡Briggs! ¡Ah…!, bueno. Habla Kendall. ¿Has perdido alguno de tu equipo en ese bombardeo antiaéreo…? ¡Qué bueno que se te haya ocurrido la idea de retirarte del aire!; pero, ¿por qué no te retiras…? ¿Ya lo hiciste…? ¡Oh, Dios! Briggs, eso no tiene sentido, Sam ya escapó. Sálganse de esa tumba de concreto antes de que enciendan las luces… No importan los Atlántidas. Ellos me están oyendo igual que tú. Ya saben que Sam ha huido. ¡Piensa por una vez en el futuro de los gigantes! Sálganse antes de que los diploides los atrapen. Podrían tomar la decisión de volar el penal completo, con guardias y prisioneros inclusive para lograr destruirlos a ustedes… ¡Maldita sea…! Eres un tonto, Briggs, y un gigante tonto es mayormente tonto que un ser tonto normal. Saca a todos de allí. Tarde o temprano van a localizar mi planta aquí, y si se encuentran ustedes en el aire, ¡entonces la caída va a ser terrible!

Sam permanecía sentado. Kendall lo miró alzando sus cejas con resignación; se quitó el casco y lo sostuvo delicadamente en las manos.

—Están en la prisión —le dijo Kendall—; siguen peleando contra Atlántidas y diploides, pero no sabe cuáles son las pérdidas. No logré meterle en la cabeza un poco de sentido común. No quiere creer que estás fuera. Si lo oyeras pensarías que él quiere en persona acabar contigo; está ansioso de localizar tu celda.

Sam lo dejó hablar, y muy quedo, casi en un murmullo, le dijo:

—¿Puedes cortarles la energía?

—Seguro que sí —le contestó Kendall, reflexionando—. No pensé que ofreciera seguridad el dotar de energía a cada uno separadamente. Lo mismo opinó Methfessel. Quería una forma de bajar a tierra a los dos equipos para que, en caso de que se alteraran los ánimos o el torneo tomara otro aspecto, los pudiera controlar.

—¿Dónde está el generador?

—Aquí mismo, debajo de la casa. Ellos reciben las ondas que envío desde mi casco transmisor; este pequeño arbolito de Navidad que ves aquí.

—Kendall —le ordenó Sam, enérgicamente—, ¡dame ese casco!

Intrigado, Kendall se lo entregó ajustando el micrófono de mejilla a la cara de Sam sin esperar; este empezó a hablar:

—Briggs, ¡tienes cinco minutos para que salgan de ahí!

—¡Tú no te metas en lo que no te importa! —contestó una voz ruda dentro del casco—. Optaste por quedarte en casa. Nosotros arreglaremos nuestros asuntos por nuestra cuenta, sin ti. Y recuérdalo después. Por ahora, conserva tu nariz limpia o…

La voz de Briggs se disipó. Cuando se oyó de nuevo era con un tono de sorpresa:

—¿Ettinger? ¿Eres tú?

—Sí, soy yo —dijo Sam, tranquilamente—, y ahora escúchame: tu jefe Maurey los ha abandonado, Briggs. Él quería a toda costa a Sena y los ha empujado para que se hagan pedazos los unos a los otros. Los diploides se encargarían de exterminar a los que queden.

—Estás mintiendo.

—¡Oh! ¿No leíste las declaraciones del juicio? ¿Aún no sabes por qué Maurey quiere a Sena? ¿Y cuál es la razón por la que quiere que todos los demás muramos? Pero, por el momento, ya es tarde para que empieces a pensar. Déjame hacerlo por ti. Vente con tus muchachos para acá. Hacia donde les proporcionan la corriente. Aprisa, todos ustedes incluyendo los Atlántidas. Cinco minutos; recuerden: una vez transcurrido ese tiempo quedarán ustedes sin energía en sus equipos, porque voy a desconectarla desde aquí.

—¡Mugrosos asesinos!

—¡Yo no lo soy! Te estoy dando una oportunidad que no mereces. Pero asegúrate de que antes de que transcurran los cinco minutos estés aquí. Después, tú y tus muñecos voladores no volarán más, ¿entiendes?

Se quitó el casco. Los ojos de Kendall centelleaban.

—¿Estás loco? —le dijo, violento—. Te van a asar a fuego lento, nada más por la amenaza que les haces. La mitad de ellos ya piensan que eres un traidor y no me diste oportunidad de decirte, pero todos los tetras que están usando cascos como ese te han oído. ¿Estás tratando de suicidarte?

—No; no me hubiera preocupado por hablar de la manera que lo hice si hubiera pensado que era sólo Briggs quien me oía. De todas maneras, cuando ellos lleguen, yo no estaré aquí. Tengo otras cosas que atender; necesito a Maurey y lo voy a encontrar, no importa dónde se haya escondido.

—Oí lo que se refería a él, Sam, pero no lo creí.

—Al principio tampoco yo lo creía —le dijo Sam, fríamente—, pero es verdad. Él fue quien mató al doctor Fred, no yo. Accidentalmente él se dio cuenta de que nuestra poliploidea está muy mezclada y que la forma en que se habrá de manifestar en las próximas generaciones será con una variación en la cual no podremos identificar especie alguna. Fueron los historiales de Sena los que lo llevaron a ese punto, y al darse cuenta de la triste realidad, perdió el juicio. Él quería que los gigantes siempre lo fueran; que conservaran una superioridad sobre los seres normales, para poder gobernarlos algún día. Tenía planeado vengarse de la masacre de Pasadena y estaba seguro de lograrlo, barriendo a los diploides con el arma que le di. Pero después del juicio, se dio cuenta de que jamás podría lograrlo. Él sabía que el futuro descansaba en la asimilación y la aparición gradual de las características poliploideas entre la gente normal. Así que parece que él ha decidido eliminar a los gigantes inútiles obligándolos a que se destruyan unos a otros, con la feliz colaboración de los diploides, mientras él, doctor Maurice Saint George, se prepara para convertirse en el padre del futuro. Lo único que queda ahora que podría causarle dolores, es Sena. Mientras pueda esconderla se puede proteger, eso piensa para el presente, y ser patriarca de todas las generaciones venideras para el futuro. Pero no podrá esconderla más, porque ella es mía, Kendall.

—¿Dónde la vas a buscar? —le preguntó, con amabilidad, Kendall.

—¿No conoces la cabaña donde pasaba sus vacaciones el doctor Fred?

—Nunca supe que la tuviera.

—Se me olvidaba que no lo sabes —le dijo Sam—. Tampoco Sena y yo lo hubiéramos sabido si Maurey no hubiera abierto la caja de seguridad del doctor Fred. Todos ignoraban su existencia y el doctor jamás se lo habría mencionado a nadie. Pero está por los alrededores, estoy seguro. Y es allí donde Maurey debe estar, escondido con todos esos papeles; es el único lugar donde piensa que nadie lo buscará. Debía habérmelo imaginado.

Por un momento, Sam permaneció pensativo.

—Kendall, habla a la policía diploide y cuéntales todo eso; los necesitaremos. Pero no lo hagas hasta que nuestros hermanos se encuentren aquí y les hayas hecho entender lo que ocurre. Dame uno de esos cascos para estarme reportando contigo de donde esté. Tendremos que desenmascarar a Maurey nosotros mismos, pero necesitamos a los diploides para lograrlo. Y les demostraremos que estamos actuando de buena fe.

—Sería mejor que te llevaras un traje completo —le aconsejó Kendall, casi con ternura—. Maurey estará también armado y no hay razón para que te expongas a ser muerto con tu propio descubrimiento teniendo la protección a la mano.

—Muy bien.

—Sam, no has contestado a mi pregunta. ¡Oh!, perdona, creo que todavía no te la había hecho.

—¿Cuál es, Kendall?

—¿Qué planes tienes para encontrarla? ¿Y a él también?

—Tengo un amigo —respondió Sam, sonriendo—. Sena me dijo que tú te encargarías de cuidarlo aquí. ¿Todavía lo tienes?

Kendall se sorprendió con la pregunta, pero después rio alegremente, y le contestó:

—Sí, Sam. Tu amigo está aquí. Adelante, haré lo que tú digas. Tu amigo está…, ¡infiernos!, ¡hombre! Ve a la puerta y llama.

Tres pasos le bastaron a Sam para llegar a la puerta, y abriéndola se precipitó en el bosque. Detrás de él, Kendall añadió:

—¡Y que tengas buena caza, Sam!

Se oyó la voz de Sam llamando:

—¡Decibelle! ¡Decibelle! ¡Vuelve con Sam! ¡Aquí está Sam! ¡Decibelle! ¡Decibelle, ven aquí, ven aquí conmigo! ¡Decibelle!

La respuesta se dejó oír en forma de un alegre y sonoro ladrido. Sam se perdió en la oscuridad de la noche.