Siete

El abogado de Sam era joven, corto de estatura y extremadamente alegre. Su nombre era Wlodzmierzc, la clase de nombres que jamás pasa inadvertido en los periódicos y nunca lo escriben mal los reporteros. (Los Smith, por ejemplo, pertenecen a la familia de apellidos que hasta los correctores de pruebas ignoran).

Wlodzmierzc estaba hablando con los reporteros, lo había venido haciendo en los últimos tres días durante los recesos en el juicio, y sin esfuerzo alguno respondía a las preguntas que en seis lenguas distintas le dirigían sin cesar.

Los lenguajes adicionales siempre se necesitaban, ya que reporteros de la prensa mundial y observadores legales de la Corte Internacional de Justicia habían venido a presenciar el juicio. Wlodzmierzc era abogado de las Naciones Unidas y había presentado sus credenciales a Maurey antes de que este hubiera decidido a quién entregar el capital de los tetras. Teniendo en cuenta que aquel abogado polaco era de lo más competente que podía encontrarse y por ser enviado de la ONU no cobraría, Maurey se vio forzado a tomarlo y a devolver a los tetras el dinero para pagar al defensor.

Si Maurey se sintió feliz o contrariado ante aquello que para él fue algo inesperado, será una pregunta que quedará sin respuesta. Él no confiaba en Sam. El gigante prisionero ya lo había sospechado y consideraba que Maurey lo tenía que aceptar como inevitable.

No valía siquiera el jurarlo aunque fuera vagamente.

Sam también había previsto la intervención de la Unión Soviética en su caso, y así ocurrió. Tan pronto como su delegado a las Naciones Unidas se presentó, hizo la advertencia de que existía la posibilidad de que en el caso del gigante americano se aplicara la justicia por mano de los propios gigantes.

El representante americano mismo tuvo que admitir que alguna preocupación pública podría afectar la conducta en el juicio. Después de eso, aunque el camino que había que atravesar era tortuoso, Wlodzmierzc siempre estaba claramente visible hasta el fin.

El alguacil de la sala golpeó la mesa pidiendo atención y el abogado regresó rápidamente a la mesa de la defensa sonriendo inocentemente a Sam.

—¿Algo nuevo? —le preguntó el gigante, en voz baja. Se sentó su defensor y se inclinó del lado de Sam, como siempre lo hacía para hablar con él sin retirar la vista de los testigos para no perder palabra o movimiento alguno.

—Temo que no mucho —le contestó—. Presiento que la intervención internacional que tenemos ha causado gran efecto en el público local, y tal actitud inevitablemente se filtrará a través del jurado y quizá llegue a impresionar hasta al juez. Fue una lástima que fracasáramos en nuestro intento de llevar el juicio a Inglaterra.

—Yo quisiera que me explicara por qué trató usted de hacerlo.

—Por evitar publicidad solamente, Sam. Las leyes inglesas no permiten a la prensa, televisión o cualquier otro órgano informativo que mencionen cualquier caso criminal hasta que las Cortes hayan tomado alguna decisión. Después de eso, ya pueden publicar todos los detalles relativos o alegar que hayan cometido injusticias si consideran que las haya habido, pero mientras se ventila el caso, los tienen atados. Las Naciones Unidas propusieron que en el Código de Derecho Internacional se incluyera una ley semejante, pero los Estados Unidos y varios otros… —interrumpió el abogado su explicación para adoptar su forma telegráfica de hablar cuando la Corte estaba en sesión.

—No importa, señor juez. Aquí está.

—¡Sena Hyatt Carlin! —anunció el alguacil de la Corte con su acostumbrada solemnidad.

Un fuerte murmullo se dejó oír en la sala. Esa era la primera oportunidad para ver en persona a la «princesa rubia» que habían descrito con profusión de detalles los periódicos. Sena llegó confiadamente a la silla de testigos. Le tomaron el juramento de rutina y se sentó con mucha gracia. La expresión de su cara era serena, un tanto fría; no reflejaba ni disgusto ni sobresalto, simplemente cautela. Al verla, Sam suspiró profundamente.

Cuando respondió Sena a las preguntas preliminares, la cautela y confianza en sí misma que aparentaba, se hicieron más notables. En la misma forma rápida que le preguntaron, así respondió, ni más ni menos; de esa manera permitió al fiscal establecer su identidad como testigo. De haberse encontrado Sam en la misma posición, hubiera respondido lentamente, desconfiando de posibles trampas que le pudieran tender con aquellas obligadas preguntas, pero Sena no parecía estar temerosa de nada.

Probablemente, el fiscal advirtió esa confianza y seguridad con que Sena respondió al interrogatorio de preparación y dio el paso siguiente, iniciando el interrogatorio formal.

—Y ahora, diga, señorita Hyatt, ¿es verdad que el doctor Frederick Hyatt jamás le informó que usted no fuera una persona tetraploide?

—No.

—¿No?, ¿no qué?

—No; no es verdad —replicó Sena.

—Entonces, ¿sí le informó a usted?

—No. Él no tenía ninguna información de esa naturaleza que darme.

Sonrió el fiscal y continuó:

—Bueno, por el momento hagamos eso a un lado. Usted oyó el testimonio del biólogo Saint George. Me refiero a la parte de su declaración en la cual mencionó la visita que él hizo al dormitorio del acusado. De acuerdo con lo que usted sabe, ¿fue correcta esa relación?

—Absolutamente precisa —contestó Sena fríamente.

—Cuando estaban usted y Maurice Saint George en el cuarto del acusado, ¿hubo algún momento en que usted creyera que el biólogo estuviera tratando de engañarlos y crearles una confusión de orden emocional?

—No; nunca creí eso.

—Muy bien —dijo el fiscal, con petulancia—. Entonces, ¿usted consideraba que podría existir una barrera, digamos, un impedimento para que usted tuviera hijos con el acusado?

Por primera vez, Sena pareció estar ligeramente insegura.

—Creo que sí llegué a pensarlo —dijo, después de un breve momento—. Pero antes de aceptarlo como realidad, bueno, yo estaba alarmada y ansiosa por averiguar si Mau…, el biólogo Saint George, tenía razón.

—Señorita Hyatt, no objeto su respuesta, pero le ruego que en el futuro se concrete a responderme apegándose más a mis preguntas. A pesar de la revelación anterior que les hizo el señor Saint George, ¿usted de todos modos tenía planeado casarse con el acusado?, ¿eso es correcto?

Wlodzmierzc saltó de su asiento como una tarjeta automática y en voz alta dijo:

—¡Objeción!

El juez miró al abogado polaco con interés, como alguien que tuviera ante sí un huevo fósil de un dinosaurio. Wlodzmierzc, con el mismo tono, prosiguió:

—La pregunta de mi honorable oponente ha sido planteada de manera que afecta los asuntos íntimos familiares entre los tetraploides. Eso no viene al caso y sí es altamente perjudicial.

—Los aspectos perjudiciales son estimables —admitió el juez, volviéndose hacia el fiscal. Había cierta inflexión en su voz, que al oírla Sam pensó que hablaba con sinceridad.

—Señor Sturm, ¿está usted preparado para defender la objeción del defensor?

—No, señor juez, mi pregunta fue fortuita. Retiro la forma en que la hice y la enmiendo de manera que no ofenda los principios familiares de los tetras. ¿Señorita Hyatt?

«Sí», pensó Sam, «ahora que se ha sembrado entre el jurado una duda de la moralidad de los torpes gigantes…».

—Sí, es verdad —afirmaba Sena mientras corrían esos pensamientos por la mente de Sam.

—Gracias —continuó el fiscal Sturm—. ¿Cómo reaccionó el acusado ante la revelación del biólogo Saint George?

—No creyó que fuera cierto.

—De acuerdo, pero el señor Saint George dijo también que el acusado se mostró muy molesto, digamos, muy enojado. ¿Qué contesta usted a eso?

—No; no exactamente —dijo Sena—. ¿Usted quiere decir que si él estaba enojado con el doctor Fred?

El abogado fiscal, inclinándose irónicamente, afirmó:

—Eso precisamente es lo que le pregunté.

Sena movió la cabeza negativamente y dijo, con firmeza:

—La información le trastornó, tanto como a mí, pero no podía estar enojado con el doctor Fred hasta no confirmar si el biólogo Saint George decía la verdad.

—Entonces, ¿sí se habría enojado en caso de que la víctima le hubiera dicho la verdad?

—Todo dependía de la explicación. Al oír Sam la razón que había tenido el doctor Fred para efectuar ese cambio en mí, estoy segura que hubiera estado de acuerdo.

—Esa es puramente la estimación que usted hace del carácter del defendido.

—Esa es la respuesta que doy a su pregunta, señor Sturm.

—Cierto. ¿Cuándo supo usted del asesinato, señorita Carlin?

—Aquella mañana; creo que eran como las siete.

Rio el fiscal y continuó, implacable:

—Solamente una hora después de la cita que el acusado tenía con el doctor Hyatt, si es que no estoy equivocado. ¿Y el propio señor Ettinger se lo notificó? ¿Puede usted recordar las palabras que usó para hacerlo?

—¿Lo primero que me dijo?

—Sería muy bueno —aseguró el fiscal.

—Sí —dijo Sena—. Sus palabras fueron: «Check, Sena».

La sonrisa del fiscal se convirtió en un gesto de disgusto.

—¿Eso fue todo?

—Bueno, también dijo «adiós».

—¿Juegan ustedes mucho al ajedrez?

—No; no sé jugarlo y tampoco recuerdo que él lo juegue.

—Pero me imagino que usted sabía lo que el acusado quería decir con esa expresión de «Check, Sena».

—Creo que sí —le contestó Sena, mirándole fijamente a los ojos.

—Es usted muy obstinada, señorita Carlin. ¿Tengo que preguntarle que me diga exactamente qué le quiso decir con esas dos palabras: «Check, Sena»? Muy bien, ¿qué quiso darle a entender con ellas?

—Quiso decirme que «checara» los aspectos genéticos que el biólogo Saint George alegaba. Él previo, naturalmente, que con toda seguridad sería arrestado y no estaría en posición de «checar» personalmente esos datos.

—¿No se le ocurre que hay otros medios más simples para interpretar esa insinuación? —le dijo Sturm.

Mientras tanto, Sam llamó la atención con el codo a su defensor, pero este movió la cabeza.

—De acuerdo con las circunstancias, no.

—ENTONCES, POR FAVOR EXPLICARÁ, ¿CÓMO DOS ENIGMÁTICAS PALABRAS ERAN SUFICIENTES PARA INFORMARLE A USTED QUE SE HABÍA COMETIDO UN ASESINATO Y POR QUÉ LO ENTENDIÓ USTED DE ESA MANERA? ¿O ACASO HABÍAN USTEDES CONVENIDO EN ELLO?

Las palabras del fiscal fueron seguidas de un prolongado «aaaaaah» que invadió la sala de la Corte y que aun cuando no fue una exclamación escandalosa, de todos modos el juez pidió silencio.

—Yo ya sabía acerca del asesinato —dijo Sena, sin inmutarse—. El señor Ettinger requirió mi presencia y yo vi el cadáver antes de que fuera pronunciada ninguna palabra. Después de todo, no se necesitaban muchas para entender lo que ocurría.

—Pero, con toda seguridad, el acusado explicó a usted por teléfono lo que había pasado —le dijo Sturm, con fingida gentileza.

—Él no telefoneó; mandó un amigo.

—¿Con qué recado?

—Sin recado.

—¿El amigo simplemente se presentó? ¿Quién era ese amigo?

—La perra del doctor Hyatt.

La cara del fiscal enrojeció en una fracción de segundo y con precipitación le lanzó estas airadas preguntas:

—Señorita Carlin, ¿está usted pidiéndole a esta Corte que crea que el señor Ettinger se las arregló para que usted se presentara al laboratorio, simplemente enviando a una perra a que buscara a usted? ¿O acaso puso en el collar del animal una nota alusiva? ¿O quizá esa perra habla?

—¿Cuál de sus preguntas quiere usted que conteste? —le dijo Sena, con visible enojo.

—Ninguna, señorita Carlin, ninguna. Las retiro. Señor Wlodzmierzc, su testigo —con paso marcial se dirigió Sturm hacia su mesa. Al verlo Sam, imaginó que marchaba al compás de una marcha de Meyerber.

—Un momento, señor Wlodzmierzc —dijo el juez, nerviosamente—. Antes de que interrogue usted a la testigo, estoy seguro de que se da cuenta de que puede objetar las expresiones finales del señor fiscal. Esto va de acuerdo con las leyes americanas. No estoy sugiriendo que las preguntas del señor Sturm hayan sido impropias, pero quiero estar seguro de que usted no pierda algún…

—Gracias, señor juez, pero no tengo ninguna objeción que hacer —dijo el defensor, jovialmente—. Me alegra que mi valioso oponente haya hecho que la señorita Carlin mencionara esa perra. En vez de emplear el tiempo de la Corte dándole una información en fragmentos, voy a hacer una breve descripción de ese animal; cuando termine, pediré a usted me diga si estoy en lo justo, y de estar equivocado le ruego me indique dónde radica mi error.

—Yo objeto —dijo Sturm, con violencia—. Señor juez, el abogado defensor no está en posición de atestiguar en beneficio del testigo.

—Tiene todo el derecho de aclarar una pregunta hipotética, naturalmente que esto depende del contenido de la pregunta. Adelante, señor Wlodzmierzc.

—Gracias, señor juez. Señorita Carlin, esto es lo que deduzco de sus declaraciones: la perra que usted mencionó es un animal gigante. No pertenece a la especie de los tetraploides, pero sí se encuentra ligada muy estrechamente, en un sentido teórico. Según eso, su inteligencia es fuera de la común, así como su talla. Entonces, fue ese animal el que la despertó un poco antes de las siete de la mañana del asesinato; estoy usando las palabras que usó mi letrado amigo para referirse al día durante el cual no pudo haber ocurrido tal crimen…

—¡Objeción!

—Denegada —repuso el juez enfáticamente.

—Pero, señor juez, ¡el gran jurado ha decretado se enjuicie al acusado por asesinato!

—El señor Wlodzmierzc no discutió ese punto. Él discutió el día.

—… fue el mismo animal que entró en el edificio de los dormitorios de usted, empujó la puerta del cuarto y tiró de las sábanas con que usted se cubría. Tenemos testimonio para probar que esa perra, la misma y única perra, fue vista y oída en los patios a la misma hora, ladrando en la forma en que solamente ella puede hacerlo, ya que es única en su especie; sin embargo, no hizo ningún ruido mientras se encontraba en el dormitorio.

Intervino el juez para preguntarle:

—Señor Wlodzmierzc, ¿está usted preparado para establecer pruebas respecto de lo que usted afirma de algún otro modo que no sea solamente la aceptación pasiva de la testigo?

—Sí, señor juez. Estamos preparados para traer al animal aquí y demostrar que puede seguir instrucciones complejas, entender situaciones que involucren tres cosas distintas y ejercitar facultades de razonamiento en general que en ella son ligeramente mayores que las de un chimpancé, de manera especial aquellas facultades que pueden ser llamadas integrales. Puedo considerar que ese animal es un testigo de mucha importancia para la defensa. Mientras tanto, sólo pido que mi declaración sea aceptada como testimonio de la «presenté» testigo, en virtud de lo que ella representa para el acusado, sea en pro o en contra.

—Acordado. Vamos a oír el resto.

—El resto será dicho rápidamente. Señorita Carlin, usted fue con la perra al laboratorio del doctor Hyatt, ella la guio a usted hasta aquel lugar. Una vez que se encontró allí, vio al señor Ettinger y el cadáver. El señor Ettinger, señalándole los papeles revueltos que han sido mencionados ante esta Corte, le dijo: «Check, Sena». Al instante revisó usted los papeles durante los siguientes cinco minutos y salió del laboratorio llevando consigo a la perra. Déjeme preguntarle si lo que le he dicho hasta aquí es correcto o no.

—Absolutamente exacto, señor Wlodzmierzc.

—Bueno —el abogado defensor se dio vuelta rápidamente y con pasos ligerísimos se dirigió a su mesa para tomar una hoja de papel y regresar con la misma ligereza ante el juez y decirle—: Señor juez, aquí tengo una hoja de papel ordinario. Está totalmente cubierta según se puede comparar con las copias duplicadas, escrita a máquina a espacio sencillo; su contenido es de cantidades sin agrupar. Hemos preparado este documento con la esperanza de proporcionar algo que no le será posible a nadie grabar en la memoria por anticipado; la señorita Carlin no ha tenido jamás la oportunidad de verlo. ¿Nos permite el señor fiscal que se lo mostremos a la testigo solamente durante cuatro segundos medidos con un reloj cronotaquímetro a fin de demostrar que es capaz de retener mentalmente esas cifras con exactitud en tan corto tiempo?

—¿Y bien, señor Sturm?

Hubo un gran momento de vacilación, durante el cual Sam se sintió vagamente sorprendido de encontrarse con intensos escalofríos como si fuera atacado de malaria. Al fin, Sturm aceptó dejar que Wlodzmierzc llevara a cabo su demostración, pero exigiendo que Sena también llevara a cabo la misma prueba de cuatro segundos para retener en la mente dos páginas de la revista FAO en la cual daban las estadísticas de la producción del arroz del año 1948, y que fuera el propio fiscal quien le hiciera las preguntas que considerara convenientes.

Sena se prestó al experimento y se portó de maravilla: en la lista de cifras preparadas por Wlodzmierzc solamente falló ocho de las mil que había en la hoja. El defensor había previsto que podría incurrir en alguna pequeña falla.

En la prueba que sugirió Sturm, tuvo un tropiezo con una palabra que aparecía en una nota al pie de la segunda página de las tablas que ofrecía la FAO.

—Hemos preparado esta demostración para probar, señor juez, que la señorita Carlin está capacitada para retener en la memoria grandes cantidades de informaciones escritas, prácticamente en forma instantánea. Señorita Carlin, ¿quiere usted confirmárnoslo?

—Yo tengo lo que a menudo se llama mente eidética, o comúnmente también se conoce como mente fotográfica.

—Y diga, señorita Carlin, ¿se grabó usted en la memoria el contenido de los papeles del doctor Hyatt mientras permaneció usted en el laboratorio?

—Sí, señor; tuve suficiente tiempo para repasarlos tres veces y asegurarme de que los recordaría correctamente —Sena hablaba con mucha seguridad y pausadamente.

—Señor juez, esos papeles se encuentran aquí como evidencia; si la Corte a su digno cargo lo permite y el señor fiscal no lo objeta, la señorita Carlin está dispuesta a responder cualquier cosa que se refiera a ellos.

El juez miró hacia Sturm, quien asintió con la cabeza. Wlodzmierzc agregó:

—La razón de un hecho que hemos discutido, aparecerá en un momento. Ahora, señorita Sena, voy a preguntarle algo muy importante, y deseo que usted considere su respuesta detenidamente; es la siguiente: ¿vio usted o no vio en esos papeles algo relativo a su estado genético non tetraploide?

—¡La respuesta es sencilla! Sí, lo vi, señor Wlodzmierzc.

—De acuerdo con lo que usted vio, ¿son tetraploides sus características genéticas? —el defensor estaba llevando a cabo su interrogatorio poniendo en cada palabra todo el énfasis posible.

—No, señor.

Se oyó un murmullo general en la sala, pero Wlodzmierzc aún no terminaba:

—¿Y el acusado?

—Tampoco.

—¿Y el biólogo Saint George?

—¡Objeción! —gritó el fiscal—. Maurice Saint George no está sujeto a juicio. La pregunta afecta sus derechos privados.

—La objeción es aceptada —dijo el juez.

—Muy bien. Me va usted a contestar, señorita Carlin: de toda la colonia de gigantes, según la información que usted obtuvo, ¿cuántos de ellos son individuos tetraploides?

—Ninguno —dijo Sena, enfáticamente.

Hubo una exclamación general de asombro en la Corte; el juez ni siquiera hizo el intento de imponer silencio. Cuando se apagaron las voces, se dirigió al defensor:

—Señor Wlodzmierzc, casi sospecho que usted ha provocado esa declaración puramente para impresionar a la concurrencia.

—No soy culpable de ello, señor juez. El testimonio es en extremo pertinente. Señorita Carlin, responda si el acusado sabe estos datos, es decir, si los sabía antes de oír esta declaración de usted.

—No, señor; no que yo sepa. Yo creo que solamente los asistentes personales del doctor Hyatt lo sabían, y aun entre ellos era costumbre referirse a todos nosotros como tetras.

—¿Cuál era la razón?

—Porque así lo consideraba conveniente el doctor Fred. Cada uno de nosotros tiene un grado diferente de poliploidea y de diferente clase también, de manera que para generalizar la forma de tratarnos se estableció la palabra tetra, pero solamente había otra que sí se podía haber aplicado a toda nuestra especie: poliploides.

—Ya veo. En su opinión, ¿cuál es el motivo de la confusión?

Sena contestaba con tanta precisión que tenía absortos a jurados y público que presenciaba el juicio. Los reporteros de prensa y televisión no cesaban de tomar notas. Después de considerar por unos segundos la pregunta, respondió con el mismo aplomo:

—La confusión estriba en el uso del término «diploide» para clasificar a gentes «normales» en cuanto a su constitución genética. El ser humano «normal» es, en realidad, un individuo tetraploide, como los tomates y ciertas otras…

En aquellos momentos sí tuvo el juez que golpear con su mazo fuertemente para imponer orden, sintiéndose confundido y encolerizado.

—… pero la duplicación de cromosomas aparentemente ocurrió hace un milenio, así que los genéticos, cuando se refieren a los humanos «redoblados», los llaman por costumbre tetras porque ellos tienen dos veces más el número de cromosomas. En realidad, tales individuos debían llamarse, naturalmente, octoploides —por primera vez desde que entró a la sala, sonrió—. En toda nuestra colonia, solamente hay dos individuos con esas características. Me imagino que podríamos haberles puesto «octopus» como apodo.

—Muchas gracias —dijo el defensor, y dirigiéndose al fiscal con su acostumbrada jovialidad, le señaló—: Su testigo, señor Sturm.

Este se levantó. Se veía considerablemente nervioso y avanzó con el ceño fruncido hacia Sena.

—Señorita Carlin, ¿es usted genética?

—No, señor.

—¿Ha tenido usted algún entrenamiento en esa materia?

—He tomado ya un curso durante dos semestres.

—¿Alguna vez le dijo a usted el doctor Hyatt personalmente cualquier parte de la hipótesis que ha ofrecido usted a la Corte?

—No, señor; ya se lo había dicho yo al señor Woldzmierzc.

—¿Ha confirmado usted alguna parte de esa hipótesis con los asistentes del doctor Hyatt a quienes usted mencionó?

—Brevemente, el doctor Edwards está de acuerdo con ella. El doctor Hammersmith fue un poco más precavido en externar su opinión y se concretó a decir que fácilmente podía ser verdad.

—¿Le manifestó a usted la razón de las precauciones que tomaba al emitir su opinión? —ya Sturm estaba recuperando su aplomo y preguntaba secamente.

—Sí, señor. Me dijo que nadie sabía si los seres humanos «normales» eran tetraploides o no; que era probable, pero que no había sido probado. De todos modos, añadió que lo discutía a menudo con el doctor Hyatt, y que este mantenía que sus experimentos con nosotros, los gigantes, estaban muy apegados a ello.

—Más tarde, pediremos a los doctores Edwards y Hammersmith que vengan a servir como testigos. Por favor, conteste usted nuevamente, ¿sabía o no sabía el acusado de la existencia de esa hipótesis?

—Yo creo que no lo sabía —repitió Sena.

Sturm llamó la atención del jurado y prosiguió, con firmeza:

—Entonces, ¿no podía eso haber afectado su conducta el día del asesinato?

—No, yo no veo en qué forma podía haberle afectado.

—Y ahora, hablando de esos papeles que se encontraban fuera de la caja de seguridad del doctor Hyatt, ¿había algunos que se relacionaran directamente con usted?

—No, señor.

—¿O con el acusado, o con el biólogo Saint George?

—No, señor, tampoco —respondió Sena, un poco confusa.

—Entonces, ¿usted no se encuentra en condiciones de precisar cuál es el estado genético de usted o del acusado o del señor Saint George?

—De acuerdo.

Se irguió Sturm y dijo en voz alta y firme:

—Señor juez, el fiscal considera que cualquier esfuerzo que se haga por proseguir este caso sería infructuoso. Se retira el fiscal a descansar.

El juez dirigió su mirada hacia el defensor de Sam.

—Señor Wlodzmierzc, ¿tiene que llamar la defensa algunos testigos más?

—Sí, señor juez. Deseamos traer la perra triploide Decibelle al lugar de los testigos, demostrar su inteligencia con pruebas apropiadas y hacerle ciertas preguntas de tal naturaleza, que sea capaz de contestar.

Sturm se puso de pie, gesticulando furiosamente, pero el juez se le adelantó:

—Señor Wlodzmierzc —le dijo, con voz grave—, esta es una Corte americana de justicia, no un espectáculo del salón de música. La Corte le ha permitido a usted introducir ciertos hechos relacionados con esa perra, pero ninguna paciencia ni la dignidad de la ley podrían permitir que se presentara ese animal como testigo. Si tiene usted algunos testigos más admisibles, tráigalos; de otra manera, esta Corte se retira por hoy.

Las deliberaciones duraron todo el día siguiente, pero los miembros del jurado sólo salieron por seis minutos.