La Asociación de Derechos Civiles se hallaba reunida en el sótano de la casa destinada a las Lenguas Romances; era moderadamente lujoso, con paredes cubiertas con chapas de cedro. Aunque no era muy grande el local, ordinariamente siempre sobraba espacio para el reducido grupo, pero aquella noche la concurrencia era tal, que resultaba insuficiente el salón para acomodarla. Con la llegada de nuevos asistentes, se hacía imposible la verificación de la asamblea para disgusto de June y alegría de Maurey. Finalmente resolvieron trasladarse al salón de clases más grande del edificio de la Universidad.
El motivo de aquella reunión no sorprendía a nadie: expulsar de la Asociación a unos tetras indignos.
La crisis causada por el asesinato del doctor Fred cometido por Sam, había hecho inevitable aquella conferencia general, y Maurey había aceptado con cierta reticencia la idea de June de que los defensores diploides más fuertes, los que destacaban en el movimiento protetra, debían asistir para darle más vigor a la asamblea.
Se podían ver unos cuantos policías que se habían pedido para proteger en caso necesario a los curiosos que pudieran ser víctimas de los airados ciudadanos. El número de policías no era cuantioso, pero la publicidad que dieron al acto fue enorme. También eso fue sugerido por June, con lo que se atrajo más la atención de los reporteros de los periódicos sedientos de grandes noticias.
La apertura formal de la reunión fue considerablemente demorada por Maurey que esperó hasta que el último gigante estuvo presente. Un grupo de tetras perteneciente al equipo de los Titanes se revolvían en los asientos, parecían muchachos de secundaria sentados en pupitres destinados a párvulos. Un ronco murmullo circulaba entre ellos. El reportero de la Prensa Asociada, que también había ido a la Universidad a presenciar una reunión antiviviseccionista, entrevistó brevemente a Maurey, dando la impresión de que escuchaba atentamente las respuestas que le daba el gigante. Al terminar se retiró.
Finalmente June captó la atención de Maurey que se encogió de hombros e hizo un ademán con los dedos. Parecía la señal para dar principio, por lo que June, tomando su mazo, golpeó sobre el escritorio detrás del cual se había colocado y llamó la atención a los concurrentes. Se veía su cara extraordinariamente joven.
—Amigos, vamos a atender los asuntos que tenemos a la mano —dijo claramente, dejando oír su voz por encima de la charla que aún no se desvanecía—. No pasaré lista ni perderé tiempo en rodeos parlamentarios. Se nos ha hecho un poco tarde. Voy a pedir a nuestra numerable concurrencia que guarde silencio mientras Tom Drobinski nos habla. Tom es el editor del periódico de la Universidad «Ecos del patio» y director de nuestro comité de Relaciones Públicas. Él nos va a informar sobre el estado de la opinión pública en estos momentos. Adelante, Tom.
Drobinski, un activo estudiante de segundo año de periodismo, con una estructura craneana que sería la envidia de una rana, se levantó y dijo, rápidamente:
—Ustedes han visto la mayoría de los periódicos, por lo cual no entraré en detalles. Un resumen breve: hablan acerca del mismo tema, con excepción de «Trabajador» que parece no estar enterado y «El Times», que resolvió con justicia mantenerse imparcial. No hemos tenido ninguna facilidad para protestar; en las teletransmisiones han descrito el ángulo parricida haciendo uso de símbolos nefandos y mitos falsos. Han rodeado el crimen de gran misterio, vagas figuras de gigantes, referencias bíblicas de «colosos en la tierra», la clase de temas que siempre hacen que la gente se sienta alarmada sin saber por qué. En el fondo, yo creo que todos, pero todos sin excepción, juzgan que Ettinger es culpable; sin embargo, algunos columnistas de la izquierda que saben de su culpabilidad, pero deseando que no existiera, han mencionado algo así como una reacción justificadora. Pero yo no soy analista y no puedo aclarar esa situación.
—Preséntanos un ejemplo, Tommy —dijo uno de los diploides.
—Bueno, Bax Ferner ha expuesto una teoría «quasi freudiana» en el vespertino «Weathervane» de esta tarde: Dice que la gente de gran estatura es por naturaleza asesina, porque piensa que nadie los quiere; pero yo considero que es fascismo negro el clasificarlos así. Pero eso es por un lado. Yo vi un buen número de cables con noticias del Capitolio un poco antes de venir para acá. Uno de los senadores de Estado va a poner mañana a discusión que la colonia tetra sea supervisada por el gobierno ahora que la Universidad vendió su jurisdicción…
—Pero, Tom, ¡eso sería ilegal!
—No, no lo sería —repuso al momento Drobinski—. Las leyes referentes a las reservas para los indios no se han necesitado durante setenta años, pero aún están en los códigos. Eso es sólo el principio; hay otra resolución ya dictada, que obliga a registrar a todos los tetras con las amonestaciones contra ofensas habituales, numerarlos, hacerles que muestren tarjetas a las empresas que les den empleo y todo eso. Y mañana vamos a tener mayores problemas: Ira Methfessel anunció que se llevaría a cabo un torneo de cierta naturaleza, evidentemente alguno de esos torneos de los cuales se ha venido rumoreando con tanta insistencia, y la oficina de boletos del estadio informó que las gentes ya se suben unas en otras para conseguir sus entradas.
Dejó de hablar como si hubiera terminado y se sentó. Entonces se oyó su voz que salía de entre los asientos:
—Estamos a escasos dos días de un evento igual al que ocurrió en Pasadena; sólo que esta vez…
—June, ¿podría terciar en el asunto? —una voz profunda se dejó oír como una bendición desde la parte trasera de la sala. June sonrió.
—Debemos pensar por ahora en Sam —continuó el que había pedido hablar—. Maurey, ¿tú crees que exista alguna probabilidad de que obtenga un juicio imparcial?
—Sí y no —contestó Maurey levantándose—. Es obvio pensar que habrá intervenciones políticas; será imposible seleccionar un jurado cuyos sentimientos no sean ya antitetras. ¿Era eso a lo que te referías, Kelland?
—Precisamente.
—Bueno, pues no veo que podamos hacer nada al respecto. Con excepción de eso, espero que el juicio sea escrupulosamente justo. Naturalmente, tendremos que conseguir un buen abogado, tan brillante como nuestros escasos recursos económicos nos lo permitan. Estoy seguro que Ira Methfessel, si es debidamente abordado, nos hará algún anticipo a cuenta de lo que vamos a percibir por el torneo…
Se oyeron exclamaciones de disgusto. El que estaba provocando el alboroto era un atlántida, que se puso de pie y empezó a gritar. Con Maurey ya eran cuatro los que pretendían hablar al mismo tiempo y no se podía entender de qué hablaban. June golpeó con su mazo el escritorio imponiendo silencio.
—¿Por qué protestabas, Briggs?
—Es ridículo que discutamos por lo que Sam Ettinger ha hecho —dijo Briggs con violencia—. Lo que él hizo lo convierte en enemigo nuestro. Si nos unimos y nos formamos detrás de él, la opinión pública se pondrá en contra nuestra. Lo que debemos hacer, es tomar una resolución condenando su crimen y exigir una pronta e inmisericorde justicia; aprobarla unánimemente y dársela a conocer a los reporteros.
—¡Eso es lo que debemos hacer! —gritó un diploide exaltado.
—Yo no tengo nada contra él —dijo Maurey suavemente—. Ni una ni veinte resoluciones van a acelerar la justicia, y las leyes no se verán alteradas por nuestras palabras.
—Las palabras no importan, lo que interesa es separamos de Ettinger.
—¡Deshagámonos de Jonah! —sugirió Kelland.
Briggs no supo en qué términos poner la frase y gritó fuertemente.
—¡Exactamente! Vamos a echarlo a los lobos. Se lo merece. Lo que ha hecho es indigno de un tetraploide. Es un… pasadenista.
—Lo que hizo fue grave —dijo Maurice imperturbable—. Pero nosotros no tenemos prueba de que Sam lo haya hecho. Él diseñó el arma que se usó para matar al doctor Fred; pero yo personalmente la puse en la caja de seguridad del laboratorio y no hay una evidencia directa de que Sam la haya extraído de allí, ya que probablemente ni siquiera sabe la combinación.
—Yo no estoy seguro de que él la haya diseñado —interrumpió Kendall—. Yo he trabajado en armas semejantes de acuerdo con los datos que tú me diste, Maurey.
Hubo un murmullo y los reporteros se pusieron a tomar nota apresuradamente, pero Kendall prosiguió con presteza:
—Tú tienes mis dibujos y pudiste haber fabricado tú mismo un proyector siguiendo mi diseño. ¡Infiernos! Maurey, nadie sabe en realidad si eso fue lo que se usó para matar a nuestro creador. Un joven tetra pudo fácilmente haber aplastado el pecho del pobre viejo en idéntica forma si hubiera usado una pala y con un simple golpe. El proyector pudo haber sido dejado allí para crear confusión.
Maurey sintió que los labios se le ponían blancos y no pudo evitarlo. Como no pudo controlar esa reacción, pensó que debía explicarlo y disimular en alguna forma. La que más fácil y rápida le pareció fue considerarse ofendido.
—Perdona, Kendall —le dijo con fingido enojo—. Por fortuna te conozco y sé lo descortés que eres y que algunas veces hasta incurres en desatinos sociales. De otra manera me causarían enojo tus palabras. Todo lo que dices es verdad, pero podría ser considerado como una acusación de asesinato. No obras con cordura haciéndolo en público.
—Lo siento —dijo Kendall al instante—. No fue mi intención acusarte. Yo simplemente deseaba hacer ver que Briggs está colgando a Sam, anticipándose a que se pruebe si en realidad él cometió tal crimen.
—Tu reflexión es de tomarse en cuenta —le contestó Maurey—, aunque la hiciste en mala forma. ¿Qué propones, Briggs?
Habló Briggs usando palabras malsonantes para emitir su opinión y terminó diciendo:
—Exijo que se ponga a votación.
—¿Votar sobre qué?
—Sobre si denunciamos o no a Ettinger, pues, ¿sobre qué otra cosa?
—¿Aceptarás la decisión que se tome aunque salga contraria a lo que pretendes? —le preguntó Maurey con curiosidad.
—¡Naturalmente! ¿Por quién me tomas? Cualquier cosa que hagamos tiene que ser unánimemente. Estás haciendo demasiadas preguntas. Ahora, déjame hacerte una: ¿quién crees que mató al doctor Fred?
—No soy yo quien tiene que decirlo —contestó Maurey haciendo resaltar cada palabra—. De todas maneras, Briggs, yo dudo seriamente que ningún tetra habría alzado una mano en contra del viejo doctor, no importa lo que estuviéramos sufriendo por su causa. Si decidimos ayudar en la defensa de Sam, parte de nuestro esfuerzo debe dirigirse a encontrar al culpable.
Durante toda la asamblea se habían oído murmullos de algunos que en privado discutían el asunto, pero en aquellos momentos en que las palabras de Maurey profundizaban la discusión, el silencio general se impuso. Los reporteros se inclinaban intencionalmente sobre sus cuadernos de notas y Maurey pudo ver algunos encabezados:
LOS COLOSOS CONSIDERAN QUE NINGÚN GIGANTE MATÓ AL DOCTOR FRED HYATT.
AMENAZAN CON VENGARSE.
Pero él deseaba que aquellas líneas sorprendieran al día siguiente a los tetras, por lo que no quiso prolongar más el silencio.
—June —le dijo—, ¿puedes darnos unas tiras de papel para pasarlas entre todos los asistentes? Si están ustedes en pro de que se contrate un abogado para que defienda a Sam, amigos, escriban «SÍ». En caso de que los «NO» predominen, haremos una nueva moción.
Pero, naturalmente, los «SÍ» ganaron. Hubo dos «NO»; uno fue emitido por el propio Maurey para romper la idea de unanimidad de que había hablado Briggs. Este también estampó su «NO». Maurey se alegró de que todo saliera según lo había planeado, aunque fue el primero en sorprenderse de que todos prácticamente votaron en favor de la propuesta para defender a Sam.
Anunció los resultados. Los reporteros salieron apresuradamente. Maurey miró hacia Briggs quien se limitó a encogerse de hombros. Su actitud fue realmente teatral; Maurey pensó que en un mundo nuevo, Briggs sería un estupendo actor si es que vivía para verlo. Sobre esto, Maurice tenía serias dudas.
Sam se dio cuenta con triste asombro de lo que todo hombre recién encarcelado encuentra: que después de solamente un breve aislamiento de su propio mundo, ya no puede entender las noticias que le llegan. Se enteró por un periódico local acerca de la «conferencia de guerra» con la convicción de que ninguno de los tetras cuyos nombres figuraban, podía haber dicho lo que se les imputaba; sin embargo, la relación completa de la forma en que se había desarrollado la asamblea, tenía coherencia.
Había algo más que le intrigaba: Methfessel había anunciado ya su torneo. Había un anuncio de media página que lo participaba en la sección de deportes, y la mitad del editorial lo dedicaban a él. Tenía muy poco sentido la forma en que Methfessel lo presentaba:
¡VEA LOS TITANES EN MORTAL COMBATE!
¡VEA TROPAS VOLADORAS CHOCAR EN EL AIRE!
¡VEA CÓMO LOS ASUNTOS AMOROSOS SE PELEAN HASTA EL FIN CON ESPADAS DE FUEGO!
¡COLOSALES HÉROES QUE LUCHAN POR LOS FAVORES DE BELLAS GIGANTES!
¡VÉALOS USAR ARMAS EXTRAÑAS QUE JAMÁS SE HABÍAN VISTO EN NINGÚN CAMPO DE BATALLA!
CAMPEONES CON ARMADURAS - CARGAS EN MASA
PRESENTANDO LAS GUERRAS DEL FUTURO
¡DESLUMBRANTES COLORES - BELLEZA - GRAN ESPECTÁCULO!
¡EL EVENTO MÁS SENSACIONAL DE UNA VIDA ENTERA!
Y seguía más todavía, lo que probaba que Barnum, el famoso empresario de circo del siglo, no había muerto todavía.
Los cronistas deportivos eran generalmente hostiles o por lo menos sarcásticos, pero parecían tener una idea mejor acerca de los planes que realmente tenía Methfessel y de lo que Sam podía deducir.
A pesar de que se exhibían los atavíos medievales que habían de usar los tetras en el torneo, la propaganda respecto de las armas que se citaban, desvanecía la idea de ver a caballeros colosos armados sobre grandes caballos. En la página editorial se hacía otro análisis de la situación y consideraban que en el fondo debía existir algo más que aquellos torneos que exhibían a los gigantes como seres irracionales, lo que significaba una gran desventaja para ellos, pues, por otro lado, querían ser considerados como cualquier otro ser humano normal. Como todos los editorialistas, el que eso escribía no se colocaba en ninguno de los bandos, ni tetraploides, ni diploides, por el temor a las represalias por cualquiera de las dos partes; esperaba que escribiendo de esa manera se le considerara imparcial.
Los reportes acerca del crimen en sí, eran un poco más comprensibles. Sena, a la que habían detenido como testigo material, había sido puesta en libertad bajo la fianza que otorgó Maurey. Sam no pudo hablar con ella. El periódico la entrevistó manifestando un «gran interés humano». La perra no se mencionaba en lo más mínimo, de lo cual Sam se alegró.
La fecha para el juicio había sido fijada y la mencionaban con un encabezado impreso en letras itálicas a dos columnas. Un cuadro en la página 12 conteniendo datos muy pocos precisos acerca del lugar que Sam ocupaba en la Universidad y hacían burla de él. Especulaban acerca del arma en una columna escrita por la persona que tenía a su cargo la sección de «Caminando con la Naturaleza».
Maurey se había negado a explicar el funcionamiento del arma, pero aseguró que lo haría ante el Gran Jurado. El fundamento en el que se apoyó para su negativa, fue que no quería hacer públicos los detalles antes de lograr la patente y evitar graves pérdidas económicas.
Finalmente, los periódicos entretejían un laberinto de conjeturas acerca del asesinato. Mencionaban las reacciones oficiales; la expulsión de Sam de la facultad universitaria y la promesa de un funcionario de gobierno el cual prometía un inmediato castigo para el culpable y condenaba cualquier acto provocativo por parte de los gigantes.
Sin arrojar una luz sobre el caso, todo era alarmante.
En medio de aquel caos, lo que más molestaba a Sam era verse aislado y colocado en un programa de televisión cargando con el papel de un marido impotente. El escenario estaba dispuesto para la «Gran Comedia», en la cual el galán principal iba a efectuar una larga caminata y a ser encerrado en un cuarto hasta que volviera en sí con el efecto de su propia voz que gritaba desfigurada a través de un filtro que también transmitía sonidos discordantes de un órgano.
Su disgusto procedía del hecho de que la «Gran Comedia» era en aquellos momentos aciagos una conveniencia de la cual no podía sacar provecho alguno. Ya había vuelto en sí desde hacía una semana, en fracciones de segundo, sin necesidad del sonido trémulo de la voz humana, que había sido la suya propia, Sam era muy a menudo lento para pensar, pero las conclusiones a que había llegado, aunque retardadas, no variaban en absoluto: estaba seguro del nombre del asesino del doctor Fred y sabía en general los propósitos de Maurey: ahondar más, con todos los medios posibles, las diferencias existentes entre los gigantes y diploides, y provocar, en el momento oportuno, la ruptura final que los condujera a un nuevo «Pasadena», pero esta vez las víctimas no serían los tetras.
Sam no había previsto las implicaciones de su juguete para ser empleado como arma, pero tenía una mentalidad que captaba las cosas una vez que se las demostraban. Obligado a pensar en los fenómenos militares, media docena de aplicaciones se le vinieron a la cabeza: antiproyectiles, armas antitanques, para repeler ataques personales, y muchas más que podría diseñar con un mínimo de experimentación. Desde este punto de vista, el aparente ataque suicida de Maurey ya no lo veía tan descabellado y le recordaba a Sam que un centenar de hombres que hubieran sabido el uso de los explosivos en aquel tiempo hubieran podido conquistar el imperio romano con un ataque directo.
Maurey había planeado los torneos solamente como un pretexto para su proyecto de colonización de la luna. Sería interesante ver a qué entendimiento habían llegado después de las declaraciones que les hizo. Nunca tuvo Maurey el menor interés en la luna. Esto ya podía deducirlo Sam. Por otro lado, estaba perfectamente claro que los torneos no eran más que entrenamientos militares para los gigantes, y adiestrarlos en el manejo de los armamentos de que los dotarían.
Pero había una faceta tetraploide en la que la inteligencia de Maurey resaltaba más que en ninguna otra. Sam tenía el presentimiento de que realmente la historia genética de Sam había sido aprovechada por Maurey, sin considerar que fuese falsa o real. La acusación había impedido que Sam tuviese participación en toda política antidiploide, campo en el cual Maurey consideraba que no podía tenerle confianza. Le dio a Sam otros motivos de preocupación más inmediatos y también les inculcó a los gigantes razones para que desconfiaran de él.
La secuela del asesinato era lógica. Colocaba a Sam físicamente lejos y al mismo tiempo lo aislaba políticamente, y multiplicaba los sentimientos antidiploides haciendo de Sam y Sena un par de mártires. Finalmente, los historiales que habían substraído de la caja del doctor, habían sido seleccionados con mucha astucia para sugerir que los tetras reales de los que no había probabilidades que apoyaran a Maurey, también eran de dudosa historia genética y que el mismo Maurey podía pertenecer al mismo grupo, lo que lo acreditaría entre ellos como altruista.
Sin duda la labor realizada por Maurey estaba bien hecha. Sam, tendido en el catre de su celda, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza y descansando los pies en el suelo, se sorprendió al terminar estas reflexiones. Ninguna de las deducciones que hizo le llevaba a enfurecerse contra Maurey. La opinión que se formó de él era, según su limitado vocabulario, de que el gigante renegado simplemente carecía de moral.
No lo consideraba ni malo ni loco, solamente un ser de acción directa. Era un proscrito de la sociedad, como todos los tetras, pero se diferenciaba de ellos en que quería llevar su exilio hasta la fosa, hasta ese oscuro declive en el cual no hay cosas malas ni buenas. Maurey no se pararía a pensar que una cosa era mala si le llevaba a un buen fin, y lo único que consideraba era que un mal fin no valía nada.
Ese modo de ser de Maurey lo había apreciado Sam muy a menudo en el laboratorio donde lo había visto desbaratar los nudos gordianos con mágica rapidez. En los primeros días de sus experimentos, Sam se había resistido a rechazar por matemáticamente ilógica una línea aparentemente necesaria. Su jefe le dijo:
—¿Te vas o te quedas, Sam? Las matemáticas son sólo razonamientos después de la acción. Si quieres avanzar en la vida, camina y no te pares a dar explicaciones; si quieres quedarte atrás entonces quédate en casa; pero después no te quejes de no haber logrado llegar a la meta que te habías propuesto. En otras palabras: cuando decidas permanecer en casa, olvídate de todo lo que habías planeado; pero recuerda también que lo que tenías en la imaginación siempre existe, no importa que esté marcado como «terra incógnita» o tenga un gran letrero que diga: «Aquí hay dragones».
Maurey era admirable. De todas maneras, viviendo como ser humano, pedía una constante lucha de protección contra su propia clase. Sam tenía objeciones personales para despedazar las vidas de otros, y no aceptaba ningún fin que lo justificara; y la misma personalidad que le permitía admirar la brillante y clara inteligencia de Maurey lo hacía condenar duramente los fines que Maurey perseguía.
Sam apenas se había dado cuenta de una fracción del embrollo que Maurey había hecho, pero sí estaba seguro de que el fin se aproximaba.
Se oyeron pasos afuera de la celda y Sam se enderezó apoyándose en los codos. Los guardias le traían la comida. Para los diploides ordinarios aquellos guardias eran fuertes y rudos como osos; pero comparados con Sam… Las barras de las rejas también habían sido hechas de acuerdo con los planes diploides, pero para encerrar a Sam tuvieron que ser electrificadas.
Los guardias pusieron en el suelo, delante de la puerta, la bandeja con la comida de Sam, retirándose inmediatamente unos pasos más atrás y apuntándole con la ametralladora. Alzaron la cabeza para mirarlo y la luz del foco que indicaba si la corriente con que electrificaban la reja estaba conectada o no, les dio de lleno a los guardias; uno de ellos fue a desconectar el interruptor y regresó al lado de su compañero que, sin dejar de apuntarle con su arma, le gritó a Sam:
—Tú, gigante torpe, ven a recogerla.
Sam se levantó de la cama y fue a recoger la bandeja por debajo de las barras. Como de costumbre, la comida era abundante, un poco más del doble de una ración ordinaria para un diploide de los más grandes y también el doble de lo que Sam necesitaba para no debilitarse. Como todos los gigantes, su grado catabólico era muy bajo, y una alta proporción de lo que comía lo eliminaba dejando un bajo porcentaje solamente para la formación de nuevas células. Pero de todos modos dejaba en la bandeja casi la mitad de lo que le llevaban. Las autoridades de la prisión continuaban enviándole las mismas cantidades, pensando que su estado nervioso no le permitía comer normalmente.
Esa era otra prueba de que la gente que tenía buenas razones para enterarse de los problemas de los tetraploides, no había hecho el menor esfuerzo por aprender los hechos que habían estado a su alcance durante medio siglo.
Esperó un guardia mientras el otro regresó a electrificar nuevamente la reja. Eran tontos y rudos, pero hasta cierto punto amistosos; a pesar de los malos modales con que lo trataban, de vez en cuando charlaban con él. En esa ocasión le preguntó uno:
—¿Oíste las noticias?
—Vi el periódico matutino —contestó Sam comiendo una chuleta—. ¿Ha salido algo nuevo durante el día?
—El gobernador prohibió que se llevara a cabo el espectáculo que ustedes habían anunciado —le dijo el guardia usando un bajo lenguaje—. Consideró que podían provocar tumultos. ¿Qué es lo que iban a hacer? ¿En verdad iban a presentar exhibiciones aéreas y todo eso que dice la prensa?
—Ojalá supiera —dijo Sam—. Antes de que oyera los rumores de esos torneos me apresaron. Parece que Methfessel cambió sus planes desde que estoy aquí.
—Si tú me preguntas —dijo el otro guardia—, te diré que ha sido una jugada sucia —se encendió la luz indicadora y bajando los guardias sus ametralladoras se acercaron a la reja un poco más; el que hablaba continuó—: Compré boletos para la esposa y los chicos, dos dólares por cabeza el asiento de las últimas galerías. Ese Methfessel va a tener que devolver el importe, ¿qué otra cosa puede hacer?
—¡Naturalmente! —dijo Sam—. Tiene que devolverlo. Él ha venido regenteando los deportes de la Universidad desde hace mucho tiempo. Estoy seguro que es persona honrada.
—Bueno, de todos modos la familia se va a sentir defraudada con la cancelación.
—Tuviste suerte —repuso el primer guardia—. Cuando llegué a la oficina de boletos, ya estaban agotados y tuve que pagar a un pulpo revendedor diez dólares por un solo boleto, también de galería. Varios muchachos pagaron lo mismo que yo, así que imagínate lo que perdemos. Si pescara a ese Methfessel, le arrancaba la piel; pero creo que no es su culpa, porque me imagino que también él sale perdiendo fuertes cantidades.
—¡Qué desagradable! —dijo Sam con sinceridad—. Según yo veo las cosas, no creo que Methfessel fuera a anunciar sus torneos si es que no hubiera contado antes con el permiso del gobierno. Sencillamente se hubiera ahorrado todos los problemas que ahora debe tener.
—Ya lo creo —interrumpió el guardia que casi ni había escuchado las reflexiones de Sam, y continuó—: De acuerdo con la propaganda, se esperaba que iba a ser un buen espectáculo. Hemos visto por arriba del estadio, durante los entrenamientos, algunos de los tetras volando y disparando algo que no podemos precisar. Por la rapidez con que vuelan parecen águilas…
—¿Los han visto? —le interrumpió Sam.
—De pura casualidad —contesto el guardia con precipitación—. No porque estuviera yo esperando la ocasión. De todos modos ya tenía mi boleto de entrada para ver el espectáculo completo.
—No tomes a mal mi curiosidad —dijo Sam tratando de disimular su ansiedad por saber más. Tenía miedo de hacer otras preguntas. Se le fue el apetito repentinamente y colocó la bandeja en el mismo lugar en que los guardias la habían puesto. Estos la levantaron y sin prolongar la conversación se retiraron.
Se sentó Sam en el angosto catre, desalentado y aturdido. ¡Así que los anuncios puestos por Methfessel en los periódicos no habían sido pura hipérbole! Evidentemente Maurey, quizá con otra ayuda, había utilizado el descubrimiento del empuje sin reacción de retroceso para adaptarlo a aquella clase de aparatos voladores. Claro que conociendo la fórmula, ya había sido fácil diseñarlos, pero Sam no los había visto antes. En realidad sentía que necesitaba someterse a ese proceso de la «Gran Obra» para volver en sí completamente.
Sam se puso a meditar con detenimiento.
Después de un momento hizo nuevas deducciones. Aún permanecía sentado, inmóvil. El hecho de que Maurey poseyera esos equipos voladores, aunque fuese un simple cinturón volador, era digno de tomarse en consideración. Con toda seguridad que iba a organizar un grupo para que lo rescataran de la prisión.
Al pensar en ello, Sam se resistía a aceptarlo. Las astucias de las personas amorales mezcladas en política, pueden conducirlas a cometer verdaderas atrocidades si son empujadas a ello, y Maurey era exactamente de esa clase. En diferentes aspectos era un genio, pero su habilidad para retroceder encontrándose al borde del desastre era nula.
Y si ya se le había ocurrido llevar a cabo una operación para rescatar a Sam de la prisión no se pararía a pensar en las consecuencias que esto pudiera acarrearle. El rescatarlo oponiendo la fuerza contra los diploides, le rendiría frutos inmediatos. Los planes de Maurey se dirigían hacia allá, a provocar conflictos directos contra ellos. Si Sam fuera libertado, Maurey tendría que pensar ya en otras cosas; pero Sam no esperaba ser liberado ni absuelto, pues para considerar la posibilidad de que lograra su absolución habría que esperar que aquellos graves cargos se desvanecieran solos. Sam era demasiado buen científico para dejar que esa esperanza se convirtiera en una hipótesis.
Un hecho bien definido era que Sam se encontraba encarcelado.
El saber los planes de Maurey ciertamente no le beneficiaba en maldita la cosa.
El rescate sólo podría precipitar la masacre. Aprovechando Sam la confusión quizá lograría huir para que más tarde fuera presentado ante los tetras que lo habían liberado; eso le aseguraba que no sería asesinado traicioneramente con el pretexto de haberle hecho un favor. Las probabilidades que Sena tenía eran menores. Quizá ella desaparecería, para evitar que la mataran, pues si había escondida en ella alguna solución para el problema tetraploide, aunque fuera inconveniente, Maurey tenía que saberlo en su totalidad para aprovecharla; pero en cualquier forma Maurey la tendría fuera de circulación y oportunamente la eliminaría una vez que estuviera satisfecho con los datos que obtuviera de ella.
Después de pensar Sam en eso, que quizá ya estuviera en la mente de Maurey, se sintió como si fuese la reencarnación de Casandra, pero en una voluminosa forma masculina. Él podía, si así lo quisiera, decir la verdad de lo que estaba próximo a suceder, pero con seguridad nadie le creería. Sus acciones estaban tan constreñidas como sus palabras. Sería juzgado, convicto, y cuando el grupo de rescate de Maurey viniera, escaparía. Escapar ahora, completamente fuera del hecho de que no podría ser, lo haría objeto de una cacería humana sin misericordia y lo convertiría en una masacre antes de lo planeado; exactamente igual a la que provocaría la operación de rescatarlo.
En ambos casos, la pregunta de ¿quién estaba exterminando a quién?, prevalecía, hasta que el último pobre perro hubiera sido colgado y las sangrientas narices que quedaran fueran contadas.
Otro hecho definido: Sam no podía, en ninguna forma, detener la operación que planeaban para rescatarlo. La situación había llegado al punto de que no importaba cuan loco fuera el plan, tenía que ejecutarse. Nadie podía detenerlo, al igual que el juicio no podría ser detenido por nadie. Hasta la lógica dictaba aquellos sucesos, incluyendo la escapatoria de Sam. Después de eso…
Después de eso, quizá Casandra saldría del escenario para dejar el lugar a Orestes regresando de su exilio. «Quizá». Aún no encontraba la respuesta. Por el momento, Sam no tenía otro papel en el drama:
«Sentarse y esperar».