Al día siguiente, aunque Sam se negaba a creer que Maurey hubiera hecho pública la historia de Sena, ya era bien conocida entre todos los gigantes.
Posiblemente alguna parte de ella, si no toda, había sido oída cuando los tres la discutían en los dormitorios; las voces tienden a colarse por debajo de las puertas y el pasadizo de cemento que conduce a las escaleras tiene buena acústica; tampoco ningún tetra podía ser censurado por mezclarse en un asunto tan íntimo y personal que concernía a toda su especie.
Al principio las reacciones variaban. Todos se resistían a creer tal cosa.
—¿Quién está enojado con Sena, Sam? ¡Alguien ha divulgado una fantástica y maldita leyenda!
—¡Mala suerte! Sam, debe de ser muy duro para ti también. Y aunque fuera por patriotismo…
—¡Qué bueno que te diste cuenta a tiempo!, ¿eh, Sam?
Por otro lado se había desatado una manifiesta hostilidad; algunos tetras cuando veían a Sam evitaban hablar o encontrarse con él.
Pero lo que más molestaba a Sam, era que, según los dichos de varios de los gigantes, Sena necesitaba que la «consolaran», y consideraban que sería fácil atraparla para satisfacer los malos hábitos que los tetras habían aprendido de los diploides.
Y nada se podía hacer para remediar aquella caótica situación. El doctor Fred estaba fuera de la ciudad, había ido a Toronto a un congreso de genética.
Había transcurrido casi un mes cuando las murmuraciones acerca del caso de Sena fueron desvaneciéndose. Lo que ocupaba esencialmente la atención de los tetras era el nuevo estado social al que habían ingresado: derechos de ciudadanía y trabajos remunerados. Nuevamente corrieron rumores de que los torneos se llevarían a cabo, aunque Methfessel y Maurey no habían dicho nada al respecto durante todo el mes.
Por debajo de todo, Sam pudo apreciar que las reacciones que provocó su noviazgo con Sena ya habían cristalizado en dos diferentes partidos: el primero lo formaban los incrédulos y simpatizadores que mostraron un abierto apoyo a los dos proscritos. El segundo lo formaban los patrioteros suspicaces y los lobos rechazados que se habían unido lentamente como glóbulos sanguíneos en sueros distintos.
Torvas señales eran visibles para Sam, a quien, por afectarle profunda y personalmente, lo habían sensibilizado en grado sumo. La división entre los gigantes se hacía más notable y empezaba a manifestarse claramente cuando los dos equipos de fútbol se enfrentaban.
Los tetras que simpatizaban con Sam y Sena, predominaban naturalmente en el equipo de los Titanes, al cual pertenecía Sam. Como resultado, los miembros de ese equipo, que formaban la minoría, se fueron aliando a los Atlántidas en donde también se operaba el mismo fenómeno. Methfessel, que ya regenteaba los dos equipos, no hizo nada por remediar aquella situación; al contrario, era visible que fomentaba aquella rivalidad y aceptaba los cambios que estaban sucediendo.
Se explicaba fácilmente, porque todo ello beneficiaba a Ira, pues los juegos se habían transformado ya en verdaderas batallas y cada equipo trataba de superar al otro sin importarle los medios que emplearan. Las multitudes que acudían a verlos gozaban, y cada día se veían más concurrentes porque ya no les importaba la clase de juego que iban a presenciar, pues estaban seguros que de todos modos encontrarían reñidas luchas entre los gigantes, naturalmente, el porcentaje de tetras lastimados en el campo de juego aumentaba considerablemente.
Antes de que el doctor Fred regresara ya se había producido una escisión entre ellos, y Maurey fingía ignorarlo. Algo había pasado y Sam no podía precisar qué. La autoridad que el doctor ejercía sobre los tetras había menguado; se expresaban de él en una forma que jamás lo habían hecho antes. Trató Sam de acercarse al científico, pero desgraciadamente el rígido horario a que estaba sujeto no se lo permitía, hasta que finalmente pudo conseguir hablar con él telefónicamente a las cuatro de la tarde de un día en que salían al campo de juego. El viejo doctor evadió sus preguntas y rechazó la petición de Sam, que le urgía para que lo recibiera inmediatamente. Accedió al fin a darle una cita para las seis de la mañana del día siguiente.
Cuando regresó del campo pensó Sam ir a pasar la tarde con Sena, pero considero que no sería benéfico para ninguno de los dos. Su situación ya era bastante desoladora como para que se pasaran dos o tres horas mirándose el uno al otro sin encontrar nada que decirse, ni siquiera alguna palabra de consuelo que pudiera devolverles la confianza en sí mismos.
Sam le habló por teléfono y le dijo de la cita que había logrado con el doctor. La comprensión por parte de ella le hizo sentirse un poquito mejor, pero momentos más tarde ya se encontraba nuevamente desesperado.
El estar solo en su cuarto le hacía sentirse peor todavía. No se podía concentrar en sus libros técnicos por más de tres minutos, porque nuevamente le invadía el recuerdo de sus problemas y de personajes ficticios que lo hacían ponerse impaciente y furioso. Emma Bovary lo había influenciado por varios años, pero ahora le parecía como una tonta que por no tener problemas reales los había inventado. A la medianoche no pudo controlarse más y salió precipitadamente de su cuarto sin preocuparse de cerrar la puerta ni de apagar la lámpara de noche.
Caminó sin rumbo fijo a través de los patios de la escuela y finalmente, sin darse cuenta, se encontró a la orilla del río. Sentándose en el empinado muro ribereño se puso a tirar piedras al agua. Cada piedra agitaba la superficie en donde se reflejaban las luces de los Farmacéuticos Columbia situados al otro lado. Dejó de lanzar piedras para sumirse nuevamente en sus pensamientos. Las imágenes que se reflejaban en el agua se proyectaban en su mente como un sedante hipnótico, pero no le trajeron paz alguna…
De pronto se oyó un agudo y lúgubre sonido. Esto le volvió a la realidad, y parpadeando, se irguió, sintiéndose entumecido y emocionalmente deshecho. Lo que había percibido e identificado como grito, no había sido más que el silbido de la planta del otro lado del río. Indicaba el cambio de turno de las cuatro de la mañana, cosa que su reloj confirmó.
Pensó que era mejor regresar al edificio de genética y esperar al doctor Fred. La espera sería tediosa, ya que se encontraba bien despierto; pero podría matar un poco el tiempo internándose en el pueblo y tomar algún desayuno en cualquier restaurante de los que permanecen abiertos durante la noche. Desgraciadamente ni siquiera tenía apetito. Trepó por el arenoso muro y comenzó a caminar sintiendo alivio en sus entumecidos músculos.
Cuando estuvo ante el edificio ya despuntaba el alba. Nada se movía. Era una lástima que aquella aparente paz tuviera que romperse. Subió los numerosos escalones y después de una breve pausa entró en el edificio, encontrando un poco de calor que buena falta le hacía.
La puerta del laboratorio del doctor Fred no estaba cerrada, por lo que resolvió entrar.
Antes de que Sam la tocara, pudo ver que la caja de seguridad estaba bien abierta. Había papeles tirados en un desorden completo. La impresión que esto le causó se reflejó en su estómago.
¿Un robo? Pero, ¿qué guardaba el doctor Fred en aquella caja como para que pretendieran robárselo?
La respuesta le vino a la mente y pensó que cualquier cosa sería mejor que hacer frente a ello. Se dirigió a la puerta y su primer impulso fue correr hasta el río y arrojarse al agua que por la luz del alba parecía teñida de sangre.
Pero la vista del cuerpo del doctor Fred le hizo detenerse aterrorizado. Grotescamente se encontraba casi debajo del banco de trabajo. Su hombro y mejilla descansaban en un charco de sangre. A pesar de la posición torcida en que se encontraba, era fácil ver que toda su caja torácica había sido aplastada con un solo y tremendo golpe.
Decibelle gruñó; al reconocer a Sam levantó la cabeza que tenía reposando en el zapato del científico muerto. Quejándose suavemente, empezó a arrastrarse sobre su panza. Se inclinó Sam todo aturdido y posó su mano temblorosa sobre la cabeza del animal; pero ya había visto el arma que había ocasionado la muerte de su creador y no podía apartar la mirada de ella.
Se encontraba tirada en la esquina más distante del salón, la que siempre estaba obscura durante el día, pero que en aquellos momentos, con los primeros rayos del sol, estaba totalmente iluminada. A pesar de que estaba el arma deshecha, la reconoció en seguida.
Maurey la había elaborado con la fórmula del propio Sam.
Con excepción de un pequeño porcentaje de americanos, todos los demás tienen contacto con crímenes solamente a través de los periódicos, películas o magazines de novelas. Sam no era la excepción. Decir que estaba abrumado por el miedo y el horror no describe lo que verdaderamente sentía, ya que la frase no corresponde al estado de ánimo en que se encontraba; pero, efectivamente, las emociones que sufrió, sí fueron de miedo y de horror, y eran enteramente distintas de todas las emociones que él jamás había asociado con aquello.
Se dio cuenta de que ya debía de estar haciendo algo, pero nada se le ocurría aplicable al caso. Simplemente se agachó y absurdamente rascaba la cabeza del semicrecido animal; trataba de pensar, ya no pensar racionalmente, sino pensar en cualquier cosa. No podía coordinar sus ideas. Quizá lo más aterrador de todo fue el cortante latigazo que sintió en todo su ser en el momento en que descubrió el cuerpo; había sido como una puñalada de culpabilidad. Trazas de ella permanecían, aunque en realidad era inocente.
Su conciencia era la que le causaba aquel sentimiento de culpa y le hacía ver que se encontraba en mala posición. El doctor Fred había sido asesinado mientras él se hallaba sentado a la orilla del río, solo, incapaz de precisar cuánto tiempo había permanecido allá. Al salir de su cuarto olvidó apagar la luz y cerrar la puerta, circunstancias que hacían aparecer como la tentativa de un aficionado para establecer una coartada; pero recaía sobre un motivo poderoso que saltaba a la vista, un motivo poderoso de los que jamás hubieran sido achacados a ningún sentenciado a muerte.
La sensación de culpa había sido más intensa que la del miedo.
Se había radicado hondamente en su conciencia que le gritaba con un pleno conocimiento de causa: «Yo lo hice». Había invocado en su defensa el considerarse un hombre distinto a los demás.
Todos aquellos sentimientos se agitaron dentro de su cerebro por unos minutos. Cuando fue capaz de controlar sus ideas, le vino a la mente una pregunta: ¿Muestran los estudios estadísticos de los neuróticos que corren a la policía a confesarse autores de esos crímenes publicitarios, una predominancia de los miembros de la minoría?
La pregunta era tan remota de cualquier reacción apropiada a un asesinato, que no pudo ahogar una risa histérica convulsiva. Pero esta le aclaró la mente. Se dio cuenta de que ya podía pensar con un poco más de coherencia; le dio a la perra otra palmadita y se levantó.
Lo mejor que se le podía ocurrir por el momento, era retirarse del laboratorio y dejar que alguna otra persona encontrara el cadáver. Una honda tristeza le invadió; pensaba que el asesino verdadero lo había planeado todo para que ocurriera de aquella manera. Esto debía ser aceptado desde el principio. Se dio cuenta Sam de que no podría desbaratar los planes de aquel asesino profesional.
Tendría que consolidar su posición dentro del cuadro de una célula muerta.
Tenía una ventaja: el asesino no podía haber sabido por anticipado que Sam encontraría el cuerpo en la madrugada, a menos que hubiera interceptado el teléfono del doctor Fred y se hubiera enterado de la cita que tenían a esas horas. Habría requerido una vigilancia extraordinaria. De eso estaba convencido y consideraba imposible que nadie hubiera planeado el crimen con un horario determinado, y probablemente no estaba dentro de sus planes el que Sam fuera el primero en averiguarlo, pues los accidentes no pueden ser previstos; se había esperado que el crimen hablara por sí solo en la ausencia de Sam.
Estimó que al menos transcurriría una media hora hasta que el primer asistente del profesor o instructor entraran en el edificio y quizá una hora para que el primer estudiante no graduado viniera en busca de consejo al laboratorio del viejo doctor. Entonces consideró que podría emplear unos quince minutos para examinar rápidamente el montón de papeles que se encontraba delante de la caja de seguridad. Valía la pena correr el riesgo, pues quizá no volvería a tener otra oportunidad semejante.
Para prevenir que ninguna de sus huellas digitales fuera a aparecer, se estiró las mangas de la chaqueta y se cubrió las manos. Extrajo del cajón donde se guardaba el equipo de ginecología, un par de guantes de goma cubiertos con una fina capa de polvo. Cualquier cosa que tocara quedaría marcada. Pero aun así, era preferible a dejar sus huellas. Nunca había tocado los historiales del doctor Fred y era muy importante no dejar ninguna evidencia. Resolvió pues usar los guantes, pensando además que los expertos en dactiloscopia iban a encontrar por lo menos las huellas de catorce personas, quienes, Sam estaba seguro, los habían usado durante el mes.
El expediente completo de Sena no estaba. Tampoco los de Kendall Hammy, Maurey, ni el del propio Sam. Y así buscó a la ventura los de otros gigantes allegados suyos, sin encontrarlos.
La falta de aquellos expedientes y especialmente el de Sena y el suyo propio, era una prueba concluyente para confirmar lo que hacía unos minutos había pensado y que le imposibilitaría para nombrar al que sin duda alguna era el culpable Maurice Saint George.
Maurey, el dios jefe de todos los tambaleantes olímpicos que el doctor Fred había producido, había dado la recompensa merecida a su creador.
Sam pudo apreciar la astucia del plan antes de llegar a la conclusión final. La aparente crudeza del cuadro, por ejemplo el abandono de la única, inconfundible arma, condenaba a Maurey inmediatamente. Este había hecho algo más que implicar a Sam había preparado el escenario para sugerir un torpe intento de disimular las evidencias. Presintió Sam con una fría certidumbre que los esfuerzos de Maurey le iban a rendir fruto, nunca había hecho nada a medias.
¿Había algo más? Sí, la perra. Quedaba el factor visible para Sam sobre el cual ningún plan había hecho Maurey no se hubiera atrevido a matarla, ya que era bien sabido entre los gigantes que el animal no lo quería. Algo más Maurey no tenía sentimientos y no hubiera pensado en matar a la perra, a menos que esta le hubiera rasgado el pantalón. En vez de eso, admitió Sam, Maurey había actuado rápidamente, sin dar tiempo a que el animal se diera cuenta de lo que ocurría hasta que fuera demasiado tarde. Consumó su crimen y salió antes de que Decibelle confirmara la muerte del científico, o el hecho de que hubiera habido una disputa.
Probablemente ni la hubo, simplemente un inesperado golpe silencioso del proyector, la rotura del equipo, un fuerte impacto del cuerpo del doctor contra el banco de trabajo, las pisadas que hacían crujir los escalones de madera, y un asustado, perplejo, solitario animal.
Pero la perra no era tonta. En ningún sentido era un animal ordinario. Maurey había huido sin ser atacado, pero había algunos detalles que sin duda podían existir en la mente de Decibelle, lenta pero inexorable.
—Decibelle —murmuró Sam—. ¡Perrita! ¿Dónde está Sena? ¿Dónde está ella? ¿Dónde está Sena?
La perra lo miró.
—¡Perrita! ¡Decibelle! ¿Dónde está Sena? ¡Búscala!
La repetición empezó a surtir efecto. La perra, todavía con las orejas caídas, miraba hacia la puerta y nuevamente a Sam.
—¡Ve a buscarla, anda, ve! ¡Búscala!
Decibelle, con ojos enrojecidos, parpadeaba como tratando de captar las órdenes de Sam. Al fin se levantó dirigiéndose hacia el cuerpo inerte del doctor Fred.
—No, no, Decibelle, yo estoy aquí. Yo cuidaré del doctor. No te preocupes. Deja eso a Sam. Ve a buscar a Sena. Vamos, Decibelle, busca a Sena. Cuéntale lo de Maurey. Tú eres una buena perrita, hiciste lo que pudiste, ahora busca a Sena y dile lo de Maurey.
Cuando Sam pronunció el nombre de Maurey, la perra de repente lanzó un gruñido, que a lo lejos podría tomarse como el ruido que produce la sierra al cortar un metal oxidado. En seguida, lanzando imponentes ladridos, salió con grandes saltos precipitándose a la escalera que la condujo fuera del edificio. Sus ladridos se fueron perdiendo en los patios de la Universidad saturada del aire fresco de la mañana.
Sam se quedó escuchando cómo iban disminuyendo de intensidad los ladridos de la perra, y entonces se limpió la frente con su arrugado pañuelo y tomó el teléfono del doctor Fred.
—¡Comuníquenme con la policía!