Methfessel cerró la puerta de su gabinete asegurando la cerradura y alzó la mano señalando al techo bajo de los vestidores. El ademán era innecesario; los dorados uniformes que pendían de cada puerta de los gabinetes no albergaban ningún sujeto, pero no obstante eso daban la impresión de tener vida propia, y semejaban la formación de una fanfarria de clarines.
Maurey caminó hacia el traje más cercano y lo examinó con admiración.
La parte básica de la armadura era una placa metálica que se ajustaba al pecho y espalda como el carapacho y peto de las tortugas. Al pie de aquella placa había una corta faldilla de metal formada por hojuelas encimadas, que servía al mismo tiempo como protector y cinturón. Él portador de aquel uniforme debía colgarse del lado izquierdo de la cintura una caja de control, en la tapa de la cual se veía un gran botón rojo y cuatro negros pequeños. Un arma semejante a la primera que diseñó Sam se encontraba enfundada, colgando de unas cintas de plástico del lado derecho. Ya no era tan voluminosa, ahora estaba simplificada y construida en tal forma que podía portarse fácilmente debajo del brazo derecho.
—¿Ya no tiene frasco frío? —dijo Maurey, sacando el arma de la funda—. Veo que hay un cable de salida para la caja de control; eso será un poquito desventajoso para la manipulación.
—No puedo objetar nada —replicó Methfessel, encogiéndose de hombros—; yo mandé los cálculos y dibujos a Kelland y él lo trabajó. Yo no podría diferencial un frasco frío de una roca caliente.
Maurey refunfuñó y puso de nuevo la pistola en su funda. No estaba muy seguro que él hubiera aprobado la idea de una pistola de fuerza, pero parecía carecer de importancia. Quizá los lances ideados por Ira después de todo hubieran sido mejor. Pero ya la cosa estaba hecha.
De todos modos, lo que realmente tenía de maravilloso la armadura, era lo que estaba colocado en la placa que cubría la espalda; semejaba las alas extendidas de un águila pronta a precipitarse sobre un corderillo. Recordaba aquellos cinturones voladores que usaban los personajes de fantasía de las tiras cómicas. Y eso era en realidad; pero estaba cuidadosamente disimulado con delicadas plumas metálicas y sus funciones eran las de proporcionar, en el momento en que la fuerza les fuese aplicada, una resistencia mayor al aire, impulsando o sosteniendo el peso completo de sus operadores. Parecían tener esas alas más ornamentos superfluos futuristas que ninguno de los que jamás fueron diseñados por Dick Calkins.
Maurey confiaba en que aquellos artefactos no tuvieran un solo centímetro cuadrado no aprovechable y que su funcionamiento fuera perfecto. La apariencia no importaba. Las hojuelas metálicas que formaban las alas estaban divididas en dos grupos alternados: el primero transmitía energía al segundo, y este la transformaba en movimiento mecánico. Entre los dos grupos se hallaban colocados finísimos campos magnéticos que neutralizaban o conservaban esa fuerza motriz y permitían la aceleración o frenado de las alas a voluntad del individuo que lo portaba. No tenía ese dispositivo partes móviles, pero todo el conjunto generaba una fuerza de impulsión maravillosa y su maniobralidad era sorprendente.
Finalmente, para completar el equipo, había un casco. Estaba conectado con el mecanismo volador y con la pistola de fuerza; Maurey no pudo, al momento, precisar cuáles serían sus funciones, ya que en el diagrama que envió a Kendall, no lo había incluido. Él simplemente había pedido que se incluyera una especie de gorra protectora. Ese casco estaba dotado, en la parte alta, de un pico realzado que, al parecer, servía para eliminar algún exceso de calor o radiación, o también, pensó Maurey, quizá era con fines puramente decorativos; pero de cualquier forma ofrecía el aspecto de un casco a la Buck Rogers y desentonaba con el soberbio diseño funcional del resto del atavío.
—¿Qué es eso?
—Para protección —dijo Ira—. Yo no sé. Quizá porque se supone que ustedes van a golpear a la oposición y alguna protección van a necesitar. En fin, yo no sé nada acerca de esta clase de artefactos, Maurey.
—¿No dijo Kendall en qué forma se usaban?
—A mí no me dijo nada. En los diagramas les da un nombre especial.
Por el momento, Maurey no encontró la razón por la cual Kendall había incluido aquellos cascos semejantes a un pequeño árbol de Navidad. Necesitaba un cuidadoso examen de los circuitos como de toda la indumentaria completa. La armadura había sido el trabajo de un genio; considerando la cantidad de conocimientos que requería, probaba que Kendall, que también era un gigante, a pesar de la opinión que Maurey tenía de él, había realizado una magnífica obra.
—Lo que me intriga —dijo Ira, en tono airado— es saber por qué razón Kendall no pensó en proteger brazos y piernas. Yo esperaba que diseñara una armadura que cubriera todo el cuerpo, como nuestros uniformes de fútbol.
—Debe haber tenido sus razones —contestó Maurey, pensativo—. Dígame, Ira, ¿todavía no ha venido Sam Ettinger a verlo?
—¿El pájaro que salió del campo cuando Hammy se lastimó? Sí, ya vino, y lo acepté de nuevo, como usted quería; pero debo decirle que no le tengo confianza. Es un descontento.
Maurey dejó ver una irónica sonrisa, y le dijo:
—No conozco un solo tetra que se encuentre amoldado a su situación.
—No es eso a lo que me refiero. Es uno de esos tipos que nosotros considerábamos después de la última guerra, como carentes de todo afecto; demasiado lleno de ideas propias como para seguir órdenes. ¡Oh!, bueno, usted ya lo ha descrito.
—De cualquier forma, usted gana dinero —le replicó Maurey—. Lo que me recuerda que debe usted hacerme un cheque por veinticinco mil.
—¿Para qué diablos?
—Quiero que usted compre el sitio donde están los dormitorios que nos sirven de alojamiento, y ese es el precio que la Universidad ha fijado.
—Piénsalo de nuevo —replicó Ira—. ¿Qué uso puedo darles a esas ratoneras? Voy a necesitar todo mi efectivo para ampliar el estadio.
—Pague usted por ellos. Recogerá su dinero con el ingreso que obtenga del primer torneo. La Universidad aloja a los gigantes y no le importa mucho lo que ellos hagan. ¿No se da cuenta de que si se hiciera público todo lo que usted pretende con esos torneos llegarían a prohibirlos? Entonces usted quedaría arruinado.
Methfessel quedó un momento pensativo. Era obvio que sabía que Maurey tendría algunas razones adicionales para que se compraran aquellos dormitorios, y aunque no le importaba averiguarlas, cuando se trataba de dinero, Ira siempre pedía una segunda razón si la primera no le satisfacía.
—Tengo que actuar como si aceptara que usted sabe lo que está haciendo —le dijo finalmente a Maurey, sacando su libreta de cheques—. Aquí tiene. Pero asegúrese que va a emplearlo todo en una misma inversión.
El doctor Fred no pudo reprimir más su enojo.
—Ya no puedo entenderte, Maurice —exclamó, paseándose excitado a lo largo del laboratorio—. Este asunto es de lo más audaz y descabellado que jamás he oído. Las relaciones de la Universidad con ese promotor ya son bastante dudosas; este moderno sistema semi-profesional de manejar los deportes ya es vicioso; en mi opinión, yo debía haber prevenido que en un grandioso proyecto como el nuestro, no viniera la explotación, y ahora me encuentro con que tú la vienes patrocinando, y lo que es más, haciendo de ella un asunto puramente comercial como vender papas.
—Nada de eso, doctor Fred —arguyó Maurey, pacientemente—, yo no hice la oferta ni la acepté tampoco; a lo único que me concreté fue a no actuar como intermediario, por lo que ellos tuvieron que buscar algún otro. Estoy de acuerdo con usted en que la liga entre la Universidad y Methfessel no es digna de elogio, pero prefiero sencillamente ponerme en un plan de realidades. Por lo que se refiere a los torneos, yo los veo desde otro punto de vista distinto al de usted. Y a propósito, quiero decirle que no fueron ideados por mí. Nos han dado una oportunidad para ganarnos la vida, y muy buena por cierto, para que ya no dependamos de la caridad universitaria, y eso es algo que necesitábamos hace mucho tiempo para elevar nuestra moral. Claro que no es muy digno ese medio de vida, pero no estamos en posición de elegir.
El doctor suspendió sus paseos y miró fijamente por arriba de sus anteojos al gigante.
—No has dicho la verdad ni a medias, y quiero pensar que has hablado siguiendo una fantasía tuya. Pasaré por alto tu curiosa concepción de una conducta realista. Esa clase de oportunidades no es nada nuevo en el mundo, no lo ignorabas. Evidentemente tú crees que vas a debilitar los negocios que Methfessel sostiene con la Universidad solamente porque transformes ese proyecto tetraploide en una aventura de negocios. La mitad de eso es cierto; pero el reverso de la moneda es que al mismo tiempo has desprestigiado la reputación de la Universidad más seriamente de lo que pudiera haberle afectado cualquier posible relación con deportes profesionales. ¡Veinticinco mil dólares! ¿En qué estaría pensando la directiva? ¿Por qué de una vez no les vendieron a los farmacéuticos de Columbia, del otro lado del río, todo nuestro departamento de química incluyendo los estudiantes? No; no me interrumpas, Maurice. Eso es sólo el principio; yo supongo que tú te das cuenta de que, por lo que a mí se refiere, han terminado las investigaciones tetraploides. Ahora que ya los gigantes están viviendo en su propiedad privada deberán de ser tratados como cualquier otro asistente graduado o estudiante becado. Los aspectos sociales del estudio salieron por la ventana y no tendré ninguna autoridad para dirigir o interferir en ninguna forma los experimentos de los cursos de genética. Me he quedado solamente con un grupo de voluntarios.
Respiró fuertemente y continuó:
—¡Voluntarios! ¡Con razón las llamadas ciencias sociales fueron un fracaso! Uno o dos de los átomos de oxígeno, ¿darían un paso adelante para responder concienzudamente preguntas impersonales?
Maurey trató de hablar, pero prefirió dejar que el viejo doctor terminara con su perorata.
—No sé cuál será la reacción pública cuando conozcan a fondo estos asuntos, pero desde luego no va ser nada tranquilizadora —prosiguió el doctor, ya un poco más calmado—. Sólo puedo esperar que no vaya esa reacción a llegar a un extremo. Tú has impulsado a tus hermanos hacia la posición de ciudadanos particulares y te vas a dar cuenta de que ese será un estado social mucho más peligroso y humillante que el que antes tenían, aquel en que eran considerados por el público como animales de experimentación. Podrán tus motivos ser muy buenos, Maurice, aunque no lo creo así; pero buenos o malos, la forma en que has actuado ha sido despreciable.
El doctor le dio bruscamente la espalda a Maurey y se quedó mirando fijamente hacia la ventana sucia.
—Sí; esperaba que usted reaccionaría con disgusto —le dijo Maurey—, pero, en verdad, no pensé que fuera a excitarse tanto. Es inverosímil oírle proferir tales términos contra mí, doctor Fred. El hecho de que poseamos alguna propiedad no va a cambiar en lo más mínimo sus relaciones con nosotros. Todos los tetras le debemos a usted nuestra existencia y nuestras ventajas biológicas y no lo olvidaremos. Estaremos exactamente en el sitio en que estábamos antes. El hecho de que ese pedazo de tierra no podrá ser en el futuro llamado confinamiento de los gigantes, nada cambiará nuestros niveles sociales. Vendremos a usted y seguiremos cooperando con sus experimentos. Lo buscaremos para que nos guíe como antes. Sus anatemas sobre los «voluntarios», no lograrán disimular que siempre lo hayamos sido; nunca ejerció usted ninguna dictadura sobre nuestras vidas privadas ni trató jamás de hacerlo, «al menos hasta ahora», de modo que no tiene sentido el que usted se queje de que nos hayamos sacudido del control que tenía sobre nosotros. Todavía tiene usted lo que antes tenía.
—Sí, sí, Maurice —se oyó la voz cansada del doctor Fred, que sin volverse hacia Maurey, continuó—: No ignoro la diferencia entre los significados real y formal de lo que pretendes que yo crea. Por ejemplo, tus palabras me dicen lo que tú ves: un hombre viejo, agotado, quejándose de tu intervención y de la fría realidad entre él y la afición por sus mascotas. Retiro la acusación que tú consideras de mala fe y que no tenía derecho a hacer; pero creo que tú tampoco ignoras las tremendas consecuencias que les acarreará a los gigantes lo que has hecho, no a mí, Maurice, a los gigantes.
—Y dime, ¿para qué querías el record somático de Sena?
—Yo no lo quería. ¿Supone usted que debía tenerlo? Y de todas maneras, ¿qué relación tiene eso con lo que estamos hablando?
—Me gustaría mucho saberlo —dijo el doctor Fred—. En cualquier forma, tus planes no me incluyen a mí y ya no intervendré en tus asuntos. Es mejor que te vayas, Maurice. Tú no puedes deshacer, en ningún caso, lo que has hecho. Yo no puedo esperar que tú me participes lo que estás planeando. Pero te diré lo siguiente: tu cordura es dudosa.
—Me iré —dijo Maurice—. Ya que usted me ha acusado tan injustamente, dejaremos este asunto. Adiós, doctor Fred.
Salió cerrando la puerta y bajó las viejas escaleras de madera que rechinaron al recibir su gran peso. Aunque estaba un poco disgustado, y eso no podía remediarlo, estaba satisfecho de la forma en que se había desarrollado la entrevista con el doctor Fred. Estaba seguro de que la mayoría de los gigantes se alegraría de substraerse al ojo paternal de la Universidad; naturalmente acudirían al doctor Fred y se encontrarían con que este acusaba a Maurey de algún complot nefando, cuyos detalles el viejo científico no estaba en situación de darles.
El resultado final sería el fortalecimiento de su ya considerable influencia y en detrimento del prestigio del doctor, y aunque Maurice negara que fuese el director de tal movimiento, el dicho del doctor Fred elevaría su posición ante los gigantes.
Había que prever que el científico no reaccionara como había pensado, pero tomando en cuenta la actitud que había asumido, el peligro no era grave, y en unos cuantos días ya no importaría lo que dijera o hiciera.
Se quedó parado por un momento en el pórtico de piedra mirando hacia los dormitorios que consideraba ya como propiedad de los tetras.
Ya era después del mediodía y probablemente Sam y Sena estarían comiendo en el comedor de los estudiantes. Por un momento pensó dejar el asunto para el día siguiente; pero, reflexionando, resolvió que como la tarea que se había impuesto era ardua, no debía posponer ni un solo día nada que pudiera arreglar inmediatamente.
Subió en su vehículo y se dirigió hacia el dormitorio de Sena, le dejó una nota y en seguida se trasladó al dormitorio de los hombres, entrando al cuarto de Sam con una llave maestra. En la máquina de escribir de Sam había una carta a medio terminar; su contenido carecía de interés. Seleccionó un libro y se sentó cómodamente.
Sena fue la primera en llegar. Estaba sonrojada.
—Tuve un grave disgusto en el primer piso con unos chicos —le dijo a Maurey—. ¿Crees que esté bien visto que venga yo aquí?
—Absolutamente seguro. Ya te explicaré tan pronto como llegue Sam. Debo advertirte que la situación es un poco compleja, y tiene algunos aspectos desagradables.
—¿De verdad? ¡Qué ominoso! —exclamó Sena, sentándose en el borde del catre de Sam y alzando sus cejas un tanto alarmada—. ¿No puedes…? ¡Oh!, parece que viene Sam.
La agudeza auditiva de Maurey le había permitido detectar la respiración un tanto agitada de Sam cuando apenas se encontraba al pie de las escaleras. Cuando entró, la sorpresa del gigante de pelo negro era un tanto cómica.
—¿Qué es lo que ustedes dos pretenden? ¿Que me corran de aquí? ¡Después de haber vuelto a ese loco equipo de fútbol! ¿Es esa la forma de demostrar su gratitud?
Maurey le hizo un gesto amistoso y le explicó lo que pasaba.
—De manera que este es, desde ahora, un apartamento privado, Sam, y podrás recibir aquí a alguna mujer si así lo deseas.
—Eso me agrada —dijo Sam inmediatamente. Sena sonrió.
—Sabía que te agradaría. Pero hay un obstáculo. Yo ya esperaba que tan pronto como tú y Sena se enteraran de las noticias, desearían unirse, ya que su problema de habitación estaba resuelto; así que deseaba hablar con ustedes para persuadirles de que no lo hicieran.
—¿No hacerlo? —exclamaron los dos a coro. Sena se inclinó hacia él, y le preguntó:
—¿Qué quieres decir?
—Contéstame, Sena —dijo Maurey, encarándose con ella—. ¿Conoces tu historia? ¿Sabes cuál es tu composición genética?
—Bueno, no; realmente no sé gran cosa —admitió ella—. Más o menos lo que todos sabemos acerca de nosotros. Sé quiénes fueron mis padres y que uno de ellos era pariente del doctor Fred; también conozco la teoría del duplicacromosomas.
—Eso es lo que pensé. ¿Sabes tú algo más, Sam?
—¿Acerca de mí?
—No, acerca de Sena —le contestó Maurey.
Sam movió la cabeza negativamente un tanto confuso. Hizo Maurey una pausa. Se daba cuenta de que Sam le agradaba y se preguntó si realmente era necesario ser tan cruel. Los dos muchachos se amaban; ¿no sería suficiente convencerlos nada más de que no tuvieran hijos?
Se dio cuenta inmediatamente de que aquella sugestión sería tan mal recibida como la anterior. La casi esterilidad de los gigantes había convertido el control de la natalidad entre ellos poco menos que en un crimen; y además, ¿qué harían si se presentara un accidente? Una ola de temor le hizo contener la respiración.
—Odio tener que decir esto —balbuceó—, pero tengo que hacerlo. Sena, he visto tus historiales; el doctor Fred me los enseñó. Tú no eres un tetraploide.
Sena palideció, y poniéndose una mano en el cuello, dijo, temblorosa:
—¿Que no lo soy…?
—Así lo temo. Esencialmente… Perdónenme los dos, pero este asunto es de trascendencia para todos nosotros; esencialmente tú eres una diploide. Tu estatura es tectogenética en su origen. Se te dio con directas manipulaciones una de las famosas microoperaciones en los genes realizada por el doctor Fred. Si tú y Sam tienen un hijo, será triploide como la perra Decibelle.
—¿Estás seguro, Maurey? —preguntó Sam lentamente—. ¿Por qué el doctor Fred había de hacer esa jugarreta? A mí me dijo que esa perra era puramente un experimento y que no se había ocupado en probar la triploidea en humanos.
—Y no lo ha hecho. Pero cuando nazca un hijo de Sena, ahí estará la prueba. Por lo que toca, bueno… Naturalmente, la curiosidad científica debe de tener una razón. Él tenía que proveerse de un ser humano diploide para aparearlo con un tetraploide, así que tenía que proporcionarle una pareja de estatura adecuada.
Hubo un breve silencio. Al fin, Sam habló:
—Lo siento, Maurey, pero no puedo creerte. El doctor Fred trabaja abiertamente y se lo hubiera dicho a Sena, y cuando supo con quién iba a vivir ella, también se lo hubiera dicho a su compañero, en este caso, a mí.
—Me parece correcta esa reflexión —dijo Sena—. Debes de haberlo malinterpretado, Maurey. Después de todo, aunque seas el más inteligente de todos nosotros, tú no eres un genético.
Moviendo la cabeza con disgusto, Maurey replicó:
—No había ninguna razón para que el doctor se lo dijera a nadie. Ustedes han visto qué clase de buey azul es esa perra; ustedes no habrían establecido la diferencia entre ese animal triploide y una tetraploide si el doctor Fred no se lo hubiera explicado, ¿verdad? Naturalmente que no; y los cachorros que tenga también los verían ustedes como tetras, de la misma manera que Sena es considerada una tetra.
—Pero, ¡dinos la razón, Maurey!
—Aún no estoy seguro, pero el doctor Fred es ya muy viejo y su modo de pensar ha cambiado. Cuando le objeté respecto de este nuevo caso, se volvió contra mí verdaderamente indignado. Lo primero que yo deseaba saber era por qué no había podido fecundar artificialmente con células embrionarias tetraploides a una mujer diploide en vez de crear una incipiente raza que parte el corazón. Fue entonces cuando perdió el control y jamás obtuve una respuesta. En cualquier forma, pienso que él no cree que los tetras hayamos sido un experimento brillante por lo cual ha venido sembrando seres distintos entre nosotros. Estoy seguro de que Sena no es la única de su especie. En unas cuantas generaciones volveremos a la estatura diploide. ¡Volveremos a ser diploides!, ignorando cómo o por qué ocurrió. Y nadie tratará de experimentar nuevamente, porque, para entonces ya existirán leyes para prevenir la duplicación de cromosomas en seres humanos. ¡Infierno! Ya ni siquiera estoy seguro si yo también soy uno de sus juegos.
Imagínense el golpe que recibí al enterarme de la evolución que existe en Sena. Les aseguro que comprendo cómo se sienten ustedes. Pero les he dicho la verdad.
Sam profirió un juramento y se sentó bruscamente, tratando de recostarse en los brazos de su silla de escritorio, como un hombre que de repente se siente débil de las piernas. Sena parpadeaba, tratando inútilmente de contener las lágrimas. Maurey se sintió en aquellos momentos como un pobre compositor de música cuya primera sonata le hubiera valido una gran ovación.
—Claro que es difícil aceptar esa verdad, bastante dura, pero como Sena dijo, quizá yo haya malinterpretado lo que vi y posiblemente esa sea la razón por la cual el doctor Fred se haya disgustado tan terriblemente conmigo. Me agradaría saber que estoy equivocado. Uno de ustedes tiene que averiguar lo que les he dicho.
—Yo hablaré con él —dijo Sam—. No quiero pensar que tú nos hubieras contado todo eso, si no fuera cierto, pero naturalmente tenemos que estar seguros de que estás en lo justo —su voz disminuyó de intensidad cuando terminaba la frase y nuevamente, elevando el tono, exclamó—: ¡Maldición! Realmente estaremos perdidos si todo resulta cierto.
—La vida está siempre llena de pesares y alegrías —dijo Sena, tratando de disimular su tristeza, pero su intento fue vano—. No me entregaré a ningún hombre, ni alto, ni bajo, si resulto ser lo que tú dices, Maurey; pero ya tengo casi cuarenta años y apenas estaba saliendo de una desagradable adolescencia de diez años cuando ya tenía veintiocho, ¿no es eso contrario a tu teoría?
—Ojalá que lo fuera —contestó Maurey, sombríamente—. Pero desgraciadamente no prueba nada en ninguno de los dos aspectos. Tendrías que tener la longevidad de un tetra para probar que lo eras, a menos que el doctor Fred también te haya dado esa característica para sus propósitos carnavalescos. De otra manera, eres una tetra auténtica y te habré causado tan gran disgusto por nada. Lo único que puedo decir es que no hubiera abierto la boca si no hubiera estado seguro de lo que para mí es la verdad plena. ¿Y si no tuvieras hijos, Sena?
—No —intervino Sam, con voz grave—. Por todo lo que sabemos, el doctor Fred puede tener razón: nosotros los tetras no hemos sido un experimento satisfactorio. Estoy convencido de que tus intenciones son buenas, pero no nos someteremos a nada hasta que yo haya investigado a fondo.
—Es lo justo —convino Maurey, levantándose. Se alegraba de que Sam hubiera adoptado aquella terca actitud. Eso desvanecía los últimos motivos de arrepentimiento. Sam era completamente agradable, pero en el juego de ajedrez que venía desarrollando nadie era indispensable.
—De acuerdo —les dijo a modo de despedida.