Las ventanas del laboratorio de radiación para graduados eran como las de cualquier otro laboratorio de colegio: grandes, colocadas inadecuadamente y sin lavar desde hacía mucho tiempo. Maurey no vio el dispositivo en el banco hasta después de varios minutos de haber entrado al laboratorio, debido a que la luz del sol que penetraba durante el día, no permitía distinguir bien las cosas que se encontraban sobre el banco principal de trabajo colocado al pie de las ventanas.
Cuando al fin vio el artefacto que dejó Sam, contuvo la respiración por la sorpresa que le causó. Le bastó un momento para comprobar que lo que el día anterior había sido solamente una confusión de tubos y espagueti, estaba totalmente transformado en algo prodigioso. Maurey lo miró detenidamente. Lo que veía elevaba grandemente la estima en que tenía a Sam. Lo que un día antes había sido solamente un generador y había ocupado tanto espacio como un viejo radio superheterodino, ahora estaba perfectamente bien ensamblado a lo largo de un eje sencillo, con excepción de los forros de plomo; lo demás era poco más difícil de manejarse que una escopeta ordinaria.
Sam le había dado un arma poderosa a Maurey.
Silenciosamente corrió la cerradura de la puerta. El frasco de Dewar ya vacío y puesto entre el desecho hablaba elocuentemente. También sugería algo que Sam había evidentemente menospreciado. Encontró Maurey la bobina libre de Sam y le hizo un recipiente con grapas para sujetar el frasco de Dewar debajo del tubo de plata del rifle. Tomó el aire líquido usando el mismo recurso que Sam había usado, pero en vez de poner el tapón al frasco, le soldó un conducto que llevó hasta un generador a reacción que movía un ventilador delgado. Dos pilas eléctricas para lámpara de mano y un pequeño transformador completaron la obra; había liberado la fuerza del plomo.
El dispositivo ya era completamente portátil, y mientras no le faltara el aire líquido, era la primera máquina de movimiento continuo en la historia. Si se montaba en un proyector semiportátil, pensó Maurey, podría ser utilizado para operar una compresora completando el circuito. Le entusiasmó la idea.
Envolvió el aparato en periódicos y salió.
Los estudiantes que se encontraban en el patio le saludaron de lejos. Maurey era bien estimado; con su aire tranquilo de cosmopolita era envidiado por los jóvenes, y entre los preparatorianos existía el ideal de igualdad de derechos para los tetras, movimiento que Maurey había tenido buen cuidado de extender. Los muchachos diploides lo querían, mientras a los jóvenes gigantes solamente los respetaban.
—¡Hola, Maurey! ¿Qué llevas debajo del brazo?
—Trapos mojados —contestó—. ¿Cómo estás, June? ¿Terminaste ya con la disputa que tenías con tus padres?
—Sí, gracias a usted. ¿Irá esta noche a nuestra reunión?
—Así lo deseo, pero no vayan a esperarme mucho, por si no puedo ir.
Se cercioró de que el arma estuviera bien envuelta en el periódico y se despidió de la muchacha, encaminándose por el sendero de grava. Al lado opuesto del patio vio a otro gigante, pero estaba demasiado le, os para poder precisar quién sería. Desde luego era masculina la figura, pero hasta ahí fue lo que Maurey pudo determinar. Sintió un deseo violento de correr hacia él, gritando, para hacerle partícipe de lo que poseían y declarar de una vez la guerra a los escurridizos pigmeos, exterminarlos con el arma poderosa que traía debajo del brazo, como si fueran pichones de barro, pero…
Todavía no. Controló sus ímpetus y continuó pausadamente su camino sonriendo a los jóvenes diploides que lo veneraban.
Se daba cuenta de que su plan inmediato estaba todavía muy lejos de ser perfecto. Pensaba que más importante por el momento era el haber logrado sacar el arma fuera del edificio de Radiología, pues consideraba que si alguien que entendiera la encontraba, se vería desposeído de ella.
Sam no se preocuparía mucho por su desaparición, ya que pensaría que Maurey la había tomado, y cuando comprobara que así había sido, quedaría satisfecho. Por otro lado, el doctor Fred sabría inmediatamente que aquel artefacto no era un arma, sino simplemente un juguete del laboratorio de Radiación; de modo que, probablemente, el mejor lugar para guardarla mientras se la entregaba a Methfessel, era la caja de seguridad del propio doctor. Este era fanático en lo que se refería a respetar los derechos de propiedad de los gigantes. Cuando encontrara el proyector lo identificaría como pertenencia de Maurey y lo respetaría.
Todas estas reflexiones no eran más que psicología de salón basada falsamente sobre la estima de Maurey hacia la gente que le tenía afecto, pero por el momento no podría ser de otro modo. También consideró de importancia el persuadir a Sam de que no hiciera público su descubrimiento. No sería fácil convencerlo, ya que Sam, como cualquier estudiante ordinario de laboratorio, dependía de su reputación científica para lograr un aumento en su pequeño ingreso. Un descubrimiento tan revolucionario como este podría valerle un puesto de asistente de profesor.
Se sorprendió un poco Maurey al encontrar vacío el laboratorio del doctor Fred. El viejo científico casi no salía por aquellos días; tenía el rango de Profesor Emérito; no estaba obligado ya a la enseñanza de clase alguna y pasaba las horas que no dormía, que eran veinte de las veinticuatro del día, ocupado en su laboratorio preparando secciones microtónicas, arreglando, tiñendo, montando, diseñando y archivando los miles de especímenes o células necesarias para cualquier experimento en poliploidea. De modo que si no se encontraba allí, con seguridad debía estar tomando una de sus indispensables siestas.
Bueno, pensó Maurey, así era mejor. Se arrodilló ante la caja de seguridad. Una de las descuidadas habilidades tetraploides que se había afinado en Maurey era la del oído; los músculos de su medio oído eran tan sensitivos como los de las pupilas de sus ojos, y cuando se lo proponía por necesidad, podía reducir la superficie vibratoria del tambor de su oído a una abertura no mayor que la cabeza de un alfiler. Entonces era capaz de percibir sonidos desde 4 hasta 30 000 ciclos y hacerlo en forma selectiva; había grabado en su memoria los golpecitos casi imperceptibles de la caja fuerte desde la primera vez que el doctor Fred la abrió en su presencia.
La abrió sin dificultad, causándole gran disgusto encontrar lo que no había esperado. La caja estaba llena de papeles. Más que llena estaba atiborrada. Dos de los tres compartimientos ocupados con cajas pequeñas y el tercero contenía los ya familiares tubitos de paracolchicina que se usaban en el laboratorio. El resto de la caja estaba repleto de papeles, de notas, papel de copia, de dibujo, fotomicrografías, cartas, folletos delgados con grandes títulos, tarjetas de archivo y algo que a Maurey le pareció serían brillantes bloquecitos con lentes de silicón tratado. Una considerable porción de todo esto se le vino encima a Maurey en el momento en que abrió la puerta.
Lanzó un juramento. Desde una caja situada debajo de la mesa, se oyó un estornudo en respuesta y Decibelle dejó ver su cabeza fijando en Maurey sus ojos cafés con aire de reproche.
—¡Duérmete, maldito animalejo! ¿Qué voy a hacer con?…
Se dio cuenta de que estaba hablando en voz alta y guardó silencio. Como medida preliminar, tomó todos los papeles, y, haciendo cuatro montones sobre la mesa, los ató con una cuerda. Era obvio que no estaban seleccionados cuando los metieron en la caja, así que no perjudicaría en absoluto el redistribuirlos para lograr algún espacio para su arma. Después, colocó todo por tamaños, clasificando películas, notas, publicaciones, y demás artículos.
Tropezó la mano de Maurey con una hoja tamaño carta y la tomó para leerla.
CARLIN, SENA
HYATT
Jane Hyatt
Anthony Armisted
Carlin Series 0-573-9-002
Ligados sexualmente, doble-diploidea con tetra-ploidea marcada; cf. cartas de cromosomas: 2, 3, 6, 8, 9, 10, 14, 15, 18, 21, 22, 24.
Fuerte cruce de cromosomas diploideas. Cromosoma-X Tri-ploidea. Somáticamente una aparente tetraploide individual normal con sólo una ligera división…
Naturalmente, no era novedad para Maurey el leer que Sena tenía sangre de Hyatt. La mayoría de los gigantes tenía sangre de otros, con excepción de la generación joven que había tenido que sufrir debido a una orden de la Corte del gobierno que le prohibió al doctor Fred contribuir con células embrionarias a los experimentos de poliploides.
Pero, ¿qué diablos era doble-diploidea? Dos y dos son cuatro, cualquier tonto lo sabía. Pero aun así, el doctor Fred debía de haber tenido alguna razón para clasificar a Sena como doblediploidea y no tetraploidea. ¡Y esa referencia que hacía de la «división»! Esa delicada palabra la usó deliberadamente en vez de poner «separación» o cualquier otro término que pudiera referirse a la psicología de Sena. Esa frase que empezaba con el término crucial de «somáticamente».
Maurey no era un genético, pero conocía su propia historia clínica y estaba acostumbrado a las abreviaturas que usaban los científicos. Sólo encontraba una interpretación posible. Alguno de los veinticuatro pares de cromosomas que transmitían la herencia humana y que habían sido aplicados a Sena en doble cantidad, no se habían duplicado, «no habían sido duplicados» deliberadamente, por la ingenua falla en los historiales del doctor Fred que hacía patente la sorpresa al traicionar los planes anteriores. Muchos de aquellos que habían doblado aún estaban actuando como juegos de pares, en vez de actuar como grupos de cuatro, y de aquellos mismos, muchos habían exhibido el peculiar fenómeno mezclador de genes llamados cruce de cromosomas diploideas, así que sus efectos genéticos no serían localizables por generaciones, excepto por medio de laboriosos procesos de mapas delineados de cromosomas, y aun entonces debía ser realizada esa labor por alguien que conociera el fundamental secreto que el doctor Fred había escrito en aquella página.
Maurey se tocó con los dedos el doloroso sitio de su oreja, del cual el doctor Fred tomaba su sangre para las biopsias periódicas que realizaba con él y con todos sus «muchachos». La transpiración de sus dedos le produjo ardor en la región tocada y todo su cuerpo se estremeció de furia y frustración.
«Los tetraploides no eran el fin de la historia».
Venía una nueva forma. Sena era el principio de ella y no se podía decir hasta qué punto las nuevas criaturas producto de la tectogenesia del doctor Fred podrían hacer ver a los gigantes como una especie anticuada. Sena se veía como tetraploide, pero sus hijos serían…
Si a Sena se le permitía tener hijos, ¿cómo resultarían?
El cachorro gruñó debajo de la mesa al golpearse el hombro contra el piso. Con su andar inseguro se acercó a Maurey dejándose caer sobre su lomo para que le rascara la panza; quedaban al descubierto sus rosadas tetas, que serían la fuente de la cual chuparían miles de triploides que la seguirían.
O quizá cachorros tetraploides, con características escondidas de lazos sexuales doblediploides que sorprenderían a sus anticuados maestros tetraploides…
Con un gruñido, Maurey cogió violentamente el proyector enfocándolo hacia el cachorro de Brobdingnagian; contra aquel tosco animal ignorante de los planes de Maurey para hacer triunfar a tos gigantes.
Maurey, haciendo uso de aquella nueva arma, lo hacía rodar hasta dejarlo tirado sobre sus orejas. Nuevamente, Maurey aplicó la fuerza del proyector contra el piso precisamente al lado de la perra, lanzándola a lo largo de todo el cuarto. Se levantó el animal ladrando furiosamente, brincando con sus patas abiertas. Esta vez, el reflejo del arma la tocó debajo de la barba. Dio un aullido mientras era lanzada contra la pared.
Maurey reía y volvió el reflector para extender sus rayos. La infeliz perra recobró su valor y se arrojó sobre él, pero este nuevamente, con su poderosa arma, la arrojó violentamente lejos de sí. «De modo que superar a los tetras, ¿eh? Ya veremos quiénes pueden desenfundar sus armas primero». Continuó lanzando a la perra de un lado a otro; metiéndola en el cesto de desperdicio y tirándolos contra la pared, haciéndolos rodar sobre el piso una y otra vez…
—¡Maurice!
Temblando, Maurey soltó el arma. Después de un breve momento, sus ojos se vieron nublados por las lágrimas.
Era el doctor Fred, naturalmente. Nadie más le llamaba Maurice. El científico estaba de pie en la puerta de entrada. La perra llegó arrastrándose hasta él sin dejar de volverse a mirar a Maurey como sorprendida por su conducta.
—Maurice, qué… Oí los aullidos del pobre cachorro a una cuadra de distancia. ¿Qué clase de instrumento es ese? ¿Estabas tratando de matarla? ¡Y has abierto mi caja de seguridad! ¿Te has vuelto loco?
Tratando de controlar su estado de ánimo y enterrándose las uñas en las palmas de las manos, dijo Maurey:
—No la estaba lastimando, doctor Fred. Era un simple juego. Ella se divertía tanto como yo —había recogido el arma, y al darse cuenta de que la tenía apuntando al pecho del doctor Fred, la bajó, y en medio de una sonora risa, continuó—: Reconozco que sus aullidos se oían como si la estuviera matando, pero es que ¡es tan grande…!
El doctor Fred pasó frente a él mientras hablaba, y se inclinó sobre los papeles que aún quedaban sobre su mesa.
—¿Por qué has abierto mi caja? —le preguntó.
Maurey le mostró el teorema preparado. El viejo hombre de ciencia refunfuñó, casi como el cachorro, y le dijo:
—Ya veo. ¿Quién te dio la combinación?
Maurey pensó que lo único indicado en la vergonzosa situación en que se encontraba era decirle al doctor la verdad. Quizá lograra interesarle o distraer su atención hacia ese punto, pero en cualquier forma no consideró aconsejable decirle que alguna otra persona le había proporcionado la combinación. El doctor podría, quizá, investigarlo. De manera que le contó cómo la había obtenido.
—¿Es esa la verdad? —le dijo el doctor.
Buscó entre el montón de papeles hasta que encontró los de Maurey; allí estaba su historia clínica y las cartillas de sus cromosomas.
—¡Ojalá me hubieras dicho eso antes! —le dijo a Maurey, en tono petulante; las cartillas visiblemente estaban revueltas y le preguntó—: ¿Las barajaste tú? —pero corrigiéndose sin dejar de mirarlas, continuó—: No, no; ya estaban así: en un desorden absoluto; en realidad, necesito una secretaria, pero todas tienen la cabeza tan hueca… Por favor, ven a verme el próximo miércoles, ¿lo harás, Maurice? Quiero ver si puedo investigar esa agudeza auditiva. ¡Cuánto me hubiera gustado que me lo hubieras dicho antes!
—Lo noté hace poco tiempo —dijo Maurey. Ya su mente se había tranquilizado, pero su cuerpo aún temblaba. Esa reacción era inevitable y sabiéndolo ya no le inquietaba.
Pero llegaría el día en que los gigantes no necesitarían disimularle al doctor Fred…
«Y eso debía ser muy pronto».
Una aguja colgada de la punta frente a la ventana, se mecía con la regularidad de un metrónomo. En el momento en que la aguja pasaba frente al vidrio central, el doctor Fred la enhebraba con un hilo encerado, lo sacaba y volvía a enhebrarla una y otra vez.
Calmaba sus nervios de esa manera y no dejaba de hacerlo hasta no considerar que se encontraba perfectamente tranquilo. El disgusto que le había ocasionado la escena de Maurey con la perra, el ver su caja abierta, había sido tremendo; ya era demasiado viejo para sufrir emociones tan fuertes; cada perturbación hipotalámica podía alterar la coordinación que necesitaba y de la cual dependía el buen éxito de las microdisecciones y manipulación de los cromosomas.
La perra había descansado su cabeza sobre el cierre del zapato del doctor; se inclinó para examinarla. El animal parecía encontrarse bien; el juguete de Maurice, fuera lo que fuese, no le había hecho daño, aunque sí la había espantado. El doctor Fred se preguntaba que clase de objeto sería. Semejaba algún dispositivo eléctrico. Antiguamente algunos chicos sádicos, con pistolas de agua, disparaban amoniaco a los ojos de los perros. En la época del doctor Fred, los chicos se divertían haciendo sufrir a los animales con chispazos de bobinas de alta tensión; no había diferencia entre los chicos diploides o tetraploides; todos trataban de satisfacer su fantasía de poder con equivalentes crueldades.
Reflexionando, corrigió lo que pensaba; sí, había diferencia. Los gigantes, hasta los mejores de ellos, tenían que vivir en un mundo activa y sutilmente hostil; los diploides, con excepción de unos cuantos, tenían la prodigalidad de la naturaleza. Los temblores de tierra no odian a nadie, pero los diploides…
Los diploides odiaban a los gigantes, y tenían los medios para incrementar aquel odio. Su psicología era obscura; pruebas de campo tendían a mostrar que los celos de los diploides eran originados por estos factores: la longevidad y la casi increíble fuerza y terquedad de los gigantes.
Los mayores disgustos, las perturbaciones hipotalámicas, el odio que realmente sentían era ocasionado por la estatura de los tetras más que nada. Quizá inconscientemente el diploide promedio deseaba ser gigante y se sentía frustrado; pero aun así, ¿dejarían que sus hijos fueran tetras? ¡Nunca! Ninguna ventaja de los tetras compensaría el acarrear el estigma de ser tan diferentes.
Circulaban cuentos ofensivos para las mujeres tetras, basándose en el sentido cruel de la desproporción sexual de ellas, y consideraban que su fertilidad era limitada por los organismos tetraploides. «¿Sabes lo que cuentan de sus mujeres? Que no sirven para el amor, así es. Un amigo me contó que…». Este era uno de los miles de cuentos escabrosos. También habían inventado el tipo predatorio de mujer tetra —no siempre soltera— para la que los hombres tetraploides eran fácil presa. Sobre eso también circulaban chistes obscenos.
Las perturbaciones emocionales entre los gigantes se venían acentuando más y más según aumentaba la presión de los diploides. El tormento que uno de sus «muchachos» había ocasionado a aquella indefensa perra, había sido para el doctor Fred el fenómeno que más le había entristecido; más que esto, lo había sacudido hasta la base de sus planes para los gigantes, como un temblor lesiona los cimientos de una casa vieja y sólida.
Mientras el doctor Fred reflexionaba, el balanceo de la aguja colgada se hacía gradualmente más lento, tomando la dirección de la rotación de la tierra. Al final, la aguja golpeó un vidrio de la ventana y quedó inmóvil; el ligero golpecito le recordó la razón por la cual la había colocado allí. El impacto que le causó ver cómo la mente de Maurey, que consideraba hermosamente balanceada y que en aquel momento se había transformado por tal locura, le había asustado más de lo que preocupaba al doctor, no se había alterado en Maurey.
Pero lo esencial, el impacto mental, permanecía. Si el más inteligente de los gigantes se inclinaba ya hacia la fácil excusa de la persecución, si ya había caído lo suficiente como para buscar la compensación en el sadismo, entonces los planes para los tetras que el doctor Fred había elaborado, se encontraban aún muy lejos de su fase final.
El darse cuenta de aquella situación fue lo que le hizo hablar como un viejo senil, como un doctor de ópera delante de Maurice a fin de ocultar su miedo. Había sido puramente tonto el pretender que Maurice había alterado el orden de sus papeles. No depositaba nada en la caja sin antes haber escogido cuidadosamente su contenido y sujetarlo al archivo mecánico. Deseó que el gigante no se hubiera dado cuenta de ello; pensaba el doctor que Maurey se encontraba poderosamente trastornado, pero esto era sólo un punto débil de la vaga esperanza que abrigaba el doctor Fred. Naturalmente, el sentido de culpabilidad tiene su punto de partida; a un cierto nivel de intensidad comienza a confirmar el modelo habitual más que a impedirlo…
Pero Maurice había estado también escudriñando entre los papeles: y no importaba el grado de alteración en que se encontraba, había que tener presente que él era el más listo de todos los tetras. Podía haber visto ya los papeles de Sena y entenderlos.
Naturalmente que de haberlos visto los habría entendido y entonces habría comprendido algunos de los ingredientes de la bomba de tiempo que el doctor Fred había plantado debajo de gigantes y diploides.
Ya no sería capaz Maurice de esperar la explosión. Se encontraría perfectamente dispuesto a matar al doctor Fred y liberarse…
Excepto que el matarlo no lo liberaría. Solamente una muerte podría inutilizar aquella bomba de tiempo. El doctor extendió con ambas manos los papeles sobre la mesa. Los símbolos clave relativos a Sena saltaron a su vista. Precipitadamente tomó las tarjetas y buscó entre ellas: record de cromatina, película del análisis molecular, sumario genealógico…
El record somático faltaba.
Cualquiera que fuera el resultado de las mutaciones genéticas reales, el tipo que los teóricos llamaban cataclísmico, estaba implícito en Sena, la floración final de las posibilidades del homo sapiens.
Esas posibilidades estaban todas implícitas en su record somático, la primera descripción amplia de la futura humanidad. Y el reporte y las posibilidades se encontraban en las manos de Goliath y los filisteos, un gigante, y…
Un hombre loco.
El doctor Fred consideró, con amargo interés académico, las lágrimas que le corrían por sus arrugadas mejillas.