Dos

Los titanes, como Ira Methfessel había bautizado a su primer equipo, siguieron las prácticas obedientemente; pero aun sin las armaduras, eran lentos; así tan lentos como eran para pensar, lo eran para correr. Muchos de los jóvenes tetraploides habían visto juegos de fútbol, pero jamás les había sido permitido jugar durante sus días de escolares, de modo que ya siendo adultos y sin ninguna experiencia, el tener que correr con armaduras y protectores en los hombros y rodillas era una doble desventaja.

De cualquier forma, ya Ira tenía todo planeado y era hombre que no se daba por vencido fácilmente; llevó a sus tetras a un gran salón y con suma paciencia empezó a explicarles en lo que consistía el juego, describiéndoles en un gran pizarrón las primeras jugadas rudimentarias, pases de pelota en corto, varias formas de burlar a los jugadores contrarios, jugadas laterales, pases por aire, cómo penetrar por línea estando al borde de la zona final, etc. Al cabo de varios días de teoría los trasladó al campo de prácticas, teniendo siempre en cuenta que el uso de la fuerza bruta del equipo sería lo que esencialmente habría de divertir a los espectadores.

Las primeras carreras, prácticas con la pelota, jugadas desplegadas y laterales fueron un desorden completo: tropezaban unos con otros, se interferían en las carreras, tiraban la pesada bola sin lograr un solo pase, su lentitud para mover piernas y brazos era desesperante; pero Ira se consolaba pensando que el equipo contrario, los Atlántidas, estaba también formado por tetras, y consideraba que no podrían ser mejores que sus Titanes, y no olvidaba que la multitud en lo que principalmente estaba interesada era en ver a aquellos colosos en acción, sin importarle mucho su torpeza.

Methfessel era un diploide, promotor, entrenador y parte activa del propio equipo. Medía dos metros veinte centímetros, estatura poco común entre los diploides normales, tenía una fuerza extraordinaria, pero al lado de sus gigantes parecía una mascota. Sin embargo, los trataba como si fueran chicos de escuela. Durante los entrenamientos sudaba y maldecía. Sus tetras respondían a sus improperios con otros semejantes, pero lo hacían alegremente porque en medio de todo respetaban su inteligencia.

Para el día del juego, Ira había logrado transformar el inicial rebaño de torpes e imponentes rinocerontes en un grupo más o menos organizado que podía coordinar sus jugadas con algunos recursos que a fuerza de tesón les inculcó y se los hacía presentes a toda hora. Los jugadores de ambos equipos utilizarían modernos cohetes de retropropulsión debajo de sus hombreras, y también fue una labor dura enseñarles su funcionamiento y poder sacar provecho de ellos. El objeto era ayudarlos a movilizarse hacia adelante cuando fuera necesario.

Llegó al fin el día de la exhibición. Se agotó el boletaje y el estadio se llenó a su cupo máximo. Quedaron algunos miles de gentes a las puertas de entrada, ansiosas también de presenciar aquel nuevo espectáculo.

Ira Methfessel pudo apreciar inmediatamente los buenos resultados del duro entrenamiento a que había sometido a sus Titanes. Desde los primeros momentos del juego se manifestó la mejor organización y menor lentitud de sus tetras.

El pateo inicial correspondió a los Atlántidas. Lo hizo el pateador con tal fuerza que salió la bola de 12 kilos disparada fuera del estadio. Esto arrancó risotadas y gritos de admiración del público. Más tarde fue recogida aquella pelota parcialmente deshecha en los suburbios de la ciudad.

Se repitió el saque y, ya con menos impulso, quedó la bola dentro del campo, logrando Sam Ettinger apoderarse de ella. Los Titanes, sus compañeros de equipo dirigidos por Methfessel, fueron protegiéndole y le abrieron paso, un poco con habilidad, pero más con la fuerza bruta y el impulso de los cohetes que funcionaban eficazmente debajo de sus hombreras; penetró Sam en la zona final para anotar su primer down.

La aclamación que se desató en el estadio fue unánime. En las tribunas no había partidarios; el deseo general que los había llevado era uno solo: presenciar a aquellos dos grupos de colosos oponiendo sus descomunales fuerzas unos contra otros. Por tal razón los miles de espectadores aplaudieron aquella primera anotación, sin diferencia de opiniones.

El entusiasmo entre las filas de ambos equipos era visible. Se prepararon para reanudar el juego. Ira reunió a sus Titanes y los felicitó, recomendando, especialmente a Sam, que no hiciera uso exagerado de sus cohetes.

—Nos podrían aplicar una severa sanción si golpeas demasiado a los contrarios, Sam.

—Lo tendré presente, Ira —le contestó Sam—. Yo sólo traté de hacer a un lado a esa defensa izquierda y lo logré.

—De acuerdo, pero no abuses —le replicó Ira—. Fue mucha suerte que los referís no te vieran. Bueno, y ahora la jugada número ochenta.

Llegó el turno de patear a los Titanes. Los Atlántidas se apoderaron de la bola, pero al primer pase, el jugador fue despojado de ella y pasó nuevamente a poder de los tetras de Ira. Tuvieron su primero y diez yardas por avanzar. Se extendieron en forma de abanico por el campo; sus relucientes armaduras brillaban a la luz del sol y ya se iban acercando por segunda vez a la línea de meta. Sam tomó su posición de medio izquierdo y se inclinó para esperar. Le causó agradable sorpresa el darse cuenta de que estaba gozando del juego. Las emociones del primer esfuerzo brutal, la resistencia que le ofrecían los contrarios con sus abultados hombros y pechos, le estaban proporcionando un gran alivio a la contenida obligación de odiar todo lo que le rodeaba y que los cincuenta años de adoctrinamiento por parte del doctor Fred no habían logrado calmarlo.

Hammy Saunders, uno de los mejores tetras del equipo, lanzó la bola hacia atrás; se apreciaban las rayas pintadas de negro y amarillo girando en el espacio. Ira la recibió y corrió a colocarla en las manos de Sam que empezó a correr. Las figuras armadas ya se extendían rechazando a sus oponentes con recios golpes de guanteletes. La multitud rugía entusiasmada.

Sam localizó las hombreras rojas de Hammy que iba por delante de los dispersos gigantes y no se encontraba marcado. El casco de Saunders era como el de los demás: de plástico, con enrejado de protección para ojos y nariz. Ya empezaba a obscurecerse por la tierra cuando un atlántida se precipitó sobre Sam, pero este tuvo tiempo para disparar la bola hacia Hammy Saunders. Este retrocedió un poco para alcanzarla, y con sus cohetes escupiendo fuego, dio un tremendo salto. La recibió en el pecho y fue tan tremendo el impacto que voló cinco o seis metros sobre el campo para caer pesadamente.

Allí quedó sin movimiento.

Sonó el silbato del referí. Los dos equipos y hombres de campo se agruparon alrededor de Hammy olvidando sus rivalidades. Sam se abrió paso entre el compacto grupo.

El casco de Hammy se había partido a lo largo del enrejado. Una de las barras se desprendió y, al incrustársele en el ojo izquierdo, se lo arrancó de cuajo, quedando al lado de la oreja, suspendido solamente de un fino nervio. A pesar del estado de inconsciencia en que cayó, aún retenía la pesada bola con ambas manos pegadas al pecho. La multitud en las graderías rugía de entusiasmo por la formidable jugada.

—Retírate, Sam —se oyó la voz de Ira—. Cripes, déjalo en paz. Ustedes, muchachos, háganse a un lado, Hammy necesita que lo lleven al hospital. Retírense, retírense…

Los gigantes de ambos bandos emitieron un ronco gruñido. Los referís los apartaron apresuradamente. Hammy fue sacado del campo en una camilla especial.

Sam recordó las palabras de Sena:

«¿Te das cuenta, Sam? ¡Nos están haciendo pelear entre nosotros!».

Para calmar el alboroto, Ira, tratando de organizar de nuevo a sus Titanes, les gritó:

—¡Contra ellos, muchachos! ¡No dejemos que se salgan con la suya! ¡Vamos a matarlos! ¡En formación de grupo contra el defensa izquierdo! ¡Ese tipo no ha sentido todavía lo que es un puñetazo en la cara!

—Yo no lo haré —dijo Sam.

—¿Eh? No me salgas con eso. ¿Quién dirige el equipo?

—Tú —le contestó Sam—. Pero yo me retiro. Los Atlántidas no le hicieron nada a Hammy. Fue un accidente. Él perdió el ojo por seguir tus consejos y participar en esta salvaje exhibición. Yo me retiro.

—¡Eres un cobarde! —le gritó Ira—. ¡Gigante torpe!

Con la manaza aún cubierta con el guantelete, Sam cogió a Ira por el hombro izquierdo. La hombrera que le cubría crujió con la fuerte presión, y mientras el diploide se tambaleaba perdiendo el equilibrio, gritaba:

—¡Suéltame!

—Modera tu lenguaje, ¡asno imbécil! —le respondió Sam, tratando de controlar su enojo. La armadura crujía en su pecho y los ojos le brillaban con furia—. Estoy cansado de tus juegos. Te haría pedazos si alguien ofreciera dos centavos por ello.

Lo soltó bruscamente y le desprendió la hombrera que se le vino entre las manos con un chirrido al romperse el metal. La fue estrujando lentamente como si fuera de papel, y al hacerlo, se estremeció por el placer que le causaba imaginarse que trituraba huesos.

—Tómala —le dijo Sam, devolviendo al promotor la estrujada hombrera. Su boca se contraía con la amargura que ponía en sus palabras—. Alégrate de que no te hice eso a ti. Yo me retiro, ¿lo entiendes ahora?

Ira tomó torpemente el despojo mirando a través de la reja de su casco al furioso tetra.

—Mira, Sam —le dijo—; me estás achacando esto a mí. Nadie es culpable, como tú mismo dijiste. Tú sabías que esta exhibición era peligrosa y tampoco Hammy lo ignoraba…

Se oyó el silbato del referí y el tenso grupo completo se movió cinco yardas fuera del campo clamando tiempo fuera. Ninguno de los Titanes pareció advertirlo; seguían la disputa y se agruparon nuevamente. Algunos de los Atlántidas comenzaron a filtrarse en el tropel. En las gradas se oían protestas de impaciencia.

—Ira tiene razón —dijo Chris Harper—. Él no tuvo la culpa.

—Yo dije que ha sido un accidente —rugió Sam—. Esa clase de accidentes que los despreciables camarones que ocupan las tribunas esperan que ocurran para su diversión. Esa es la pena que nos imponen por ser nosotros una minoría. Si ellos fueran menos que nosotros, cambiaríamos lugares y nos divertiríamos a costa de ellos. ¡Yo he terminado con todo esto!

Dando zancadas salió del campo. La multitud se burlaba de él ruidosamente.

Maurey le estaba esperando cuando salió de los vestidores El gigante más viejo sonreía irónicamente y eso le molestó a Sam debido al pésimo estado de ánimo en que había quedado, por lo que a pesar del respeto que Maurice le inspiraba le increpó:

—¿A qué viene esa sonrisa burlona? ¿Acaso es gracioso que un hombre pierda un ojo como acaba de ocurrir allá en el campo?

—De ningún modo —dijo Maurey, tratando de consolarlo. La ironía de su sonrisa desapareció en parte—. Te aseguro que lo considero seriamente, Sam. ¿Regresas conmigo al laboratorio?

—Si me necesitas, iré. De todos modos no tengo adonde ir mientras Sena se desocupa.

—Muy bien —dijo Maurey—. Te llevaré si gustas. Mi autoplano lo dejé en el estacionamiento.

No dijo nada más Maurey hasta que entraron con su autoplano en el viaducto que los llevaría de regreso a la ciudad, y aun entonces no se mostraba muy comunicativo. Puso en acción la hélice de su autoplano, lo elevó casi verticalmente, y dijo a Sam:

—¿De modo que al final de cuentas Ira te hizo enojar?

—Sí —contestó Sam. Fue una respuesta sorda; permanecía sentado, inmóvil, mirando hacia el frente. Ya había empezado a sentirse un poco culpable por la conducta violenta que observó en el campo de juego, pero la pregunta de Maurey lo rebeló nuevamente y continuó con énfasis—: Yo creo, Maurey, que ya es tiempo de que dentro de esta maldita cultura encontremos otros trabajos productivos para nosotros los gigantes. El accidente no fue culpa de Ira. Debemos de culpar a los diploides.

—¿A todos? —replicó Maurey tranquilamente.

—Sí, a todos. Supongo que tú quieres que exceptúe al doctor Fred, pero no. Él desea nuestro bien, y ha sido uno de los factores principales para tenernos satisfechos, en una forma moderada al menos, con el actual estado de cosas. Pero eso no podrá durar siempre.

Maurey le echó una mirada de reojo y le dijo:

—Eso le he estado diciendo al doctor Fred, pero él es demasiado viejo para cambiar. Nosotros tendremos que labrarnos nuestro propio futuro si la situación actual no nos agrada.

—¿Se te ocurre alguna idea? —le preguntó Sam con curiosidad.

—Sí, creo que sí. Pero antes de que empiece a hablar de lo que planeo, quiero estar seguro de que no vaya a resultar otra masacre como la de Pasadena.

—Yo soy discreto —dijo Sam—. ¿No podrías decirme algo de lo que se te ocurre?

—Bueno, en esencia es verdaderamente simple. Quiero comenzar con un proyecto para casa-habitación exclusivamente para nosotros. La zona desmilitarizada de la Luna hace poco ha sido declarada territorio público; yo creo…

—Eso no suena tan sencillo —dijo Sam—. Volvemos a Pasadena, Maurey, y es precisamente lo que a los diploides les gustaría: tenernos a todos reunidos en una zona determinada donde pudieran bombardearnos y extinguirnos de una vez por todas.

Maurey maniobró en su autoplano dirigiéndolo a tierra.

—No soy tan estúpido, Sam —replicó sonriente—. Por supuesto que superficialmente sí parece que volvemos a un caso semejante al de Pasadena, pero es intencional. Hace tiempo que vengo meditando sobre ello y he llegado a la conclusión de que la única forma de obtener algo de los diploides es aparentar que hacemos las cosas a su modo. «Aparentar», Sam. En realidad, pienso que nuestros pares tetraploides no durarán más de un mes. Cuando haya transcurrido ese lapso podrán ocurrir cualquiera de estas dos cosas: o nos habremos extinguido, o estaremos en posición de dictar los términos de arrendamiento en tierra diploide. Espero que algún día podremos tener un verdadero planeta, y preferiría que fuera este en el cual vivimos ahora; los tetras están llamados a multiplicarse. La mayoría de los padres de familia se verán obligados a no negar a sus hijos las ventajas de la Tetraploidea en un mundo donde los tetras son parte normal del orden de las cosas.

Sam estaba un poco confuso.

—Te olvidas del ángulo de la baja fertilidad —le objetó a Maurey—. Todavía existe mucha oposición moral y religiosa hacia nuestros arreglos matrimoniales en común, y todavía encontramos más obstáculos si consideramos la veneración que se debe a la maternidad. Muchas madres de familia preferirían morir antes que aceptar tener una hija gigante. Esa es la razón por la cual tenemos pocas mujeres; y los diploides se sienten orgullosos de ser más prolíficos que nosotros.

—Seguro, seguro. Así está el problema. Yo no dije que mi plan iba a ser fácil —diciendo esto, Maurey hábilmente bajó su autoplano a la carretera firme, desconectó la hélice y lo guio por la línea que conducía a la universidad—. Mi idea es que nosotros tenemos que simular que les llevamos la corriente a los diploides por un tiempo. Sintetizando, nuestra labor es esta: hacer que, los diploides pongan armas en nuestras manos. El doctor Fred ya nos ha proporcionado una…

—¿Quieres decir, nuestra estatura?

—No, esa no es todavía una gran ventaja, y además, esa no es la clase de armas a la que me refiero. ¿No conoces a Decibelle? —preguntó Maurey.

—¿Ese tonto cachorro? ¡No me digas! Me hace pedazos mis agujetas.

—El doctor Fred no ve todas esas implicaciones, me alegra decirlo —dijo Maurey—. También vamos a emplear los efectos atómicos de la reacción negativa que estamos tan afanados en producir y que tarde o temprano será un arma. De esto tenemos que estarte agradecidos, Sam. Pero ante todo dependemos de Ira y sus bobos torneos.

—¡Gran Júpiter! —exclamó Sam—. Vas a acabar por decirme que regrese a jugar fútbol con Ira.

—Eso es precisamente lo que quiero —replicó Maurey serenamente—. No puedo ordenarte que lo hagas, porque soy tu superior solamente en el laboratorio, pero te agradecería que así lo hicieras. Quiero que los singulares torneos que Ira organiza alcancen su máximum, por lo que eso significa para mi plan. Si logramos producir a tiempo los efectos atómicos de la reacción negativa, se los proporcionaremos a Ira y tendría un mejoramiento estupendo muy por encima de esos cohetes de retropropulsión que usan ustedes bajo sus hombreras, y que, empleados como arma, serían de las más mortíferas que jamás haya registrado la historia. Dejo a tu consideración, Sam, formarte un concepto de lo que significarían todos esos objetos. Pero, hemos llegado.

Estacionó su autoplano en los sótanos del Laboratorio de Radiación para Graduados y entró empujando la puerta oscilatoria.

—¿Quieres pasar?

—Por supuesto que sí —contestó Sam, pensativo—. Dime una cosa, Maurey, ¿qué hay de extraordinario en que logremos producir esos efectos atómicos de reacción negativa? Según mi modo de ver, eso será únicamente un juguete de laboratorio. Estoy perfectamente convencido de que muy pronto encontraremos la posición en que debemos colocar la bobina de retroceso.

—¿Todavía no lo has precisado?

—¡Noooo! Pero creo que puedo obtener la recirculación en alguna forma, quizá de acuerdo a la forma como un regenerador utiliza una fuerza neutralizada. Es lógico que no debe haber reacción en absoluto.

Encogiéndose de hombros dijo Maurey:

—La Tercera Ley del Movimiento de Newton quedará desvirtuada universalmente como ha ocurrido con sus otras leyes. De todos modos, Sam, trata de localizar con precisión el lugar para tu retrobobina para que no haya errores. Pero si resulta con que no hay tales efectos iguales opuestos…

—Los habrá, Maurey —le interrumpió Sam con firmeza—. Siempre los hay. ¿No vienes conmigo?

—No, Sam; tengo otras cosas que atender. Tienes tu llave, ¿verdad? Muy bien, nos veremos mañana.

Subió Sam las escaleras y entró en el laboratorio olvidándose en seguida de Maurey. Aunque era fácilmente absorbido por los asuntos políticos, la presencia de problemas técnicos le hacía olvidarse de cualquier otra cosa. Ya se había olvidado de la disputa con Ira Methfessel; también ya casi no recordaba los planes que Maurey le había comunicado para establecer a los tetras en un territorio exclusivo, dotándolos de casas propias adecuadas y que no se las disputaran los diploides. La idea que le sugirió Maurey de la Tercera Ley del Movimiento de Newton, quizá no tuviera aplicación alguna al juguete que tenía entre manos, pero había sido suficiente para atraer toda su atención.

Conectó en su aparato los elevadores de potencia y esperó a que sus tubos se calentaran. ¡Tal pérdida de energía!, y sólo por la imposibilidad de no usar transistores. Lo comprendía, pero ese otro asunto…

Originalmente, el experimento había sido encaminado para explorar algunos efectos laterales de la rotación magnética; un proyecto rutinario de elevadas altitudes. Sam y Maurey habían pensado que el gobierno esperaba obtener alguna fórmula de antigravedad aplicando la teoría magnética de Blacket y Dirac. Pero hasta aquella fecha, no había aparecido tal solución; en lugar de ello…

Probando su aparato, Sam tocó la llave experimentalmente. Al extremo opuesto del salón se agitó una campana sonando alegremente, aunque no estaba conectada en ninguna forma con el aparato.

Se levantó Sam, bajó la campana y colocó otro blanco para prácticas. Su máquina funcionaba como siempre. Cada átomo de energía que pasaba por ella, era medido. Hasta las pérdidas que ocasionaba la medición estaban calculadas. Y la fuerza de empuje que ese pulso invisible disparaba contra el blanco, siempre igualaba exactamente la cantidad de fuerza que usaba el aparato.

No había ninguna equivalencia en retroceso.

Suponiendo que esa aparente falta de regresión fuera real, según Maurey había opinado; suponiendo que, por una vez, una acción no implicaba una reacción igual y opuesta, o que un objeto que era empujado no ofreciera ninguna fuerza de retroceso…

El blanco que había colocado sí había retrocedido, pero eso era secundario —ex post facto—, comoquiera que fuese. Cambió el sistema de medición y probó de nuevo. No hubo aumento en la cantidad de calor que lanzaban los tubos cuando el dispositivo era «disparado». El conjunto de cables tampoco se calentó. Siguiendo una corazonada, hizo una bobina libre con la carga de plomo tomada de la fuerza principal, corrió al cuarto contiguo a sacar una taza de aire líquido del laboratorio de presión y sumergió su bobina en ella. La colocó en el aparato en diferente posición, y en el momento en que oprimió el botón, el blanco estalló. Emocionado, Sam comparó las lecturas del medidor de objetivos contra la resistencia disminuida de la bobina fría. Coincidían hasta la última fracción decimal. Nada perdido en resistencia. ¿Entonces, qué? La ebullición del aire líquido no se había acelerado visiblemente cuando el pulso fue lanzado, pero no podía confiarse en la vista para detectar tal cosa. Para confirmar por última vez embotelló el aire líquido y la bobina en un frasco de Dewar con un inductor Rahm muy sensitivo como tapón, conectándolo a un kimógrafo.

Disparó el dispositivo cuatro veces. La línea del tambor del kimógrafo no mostró alteración alguna ni en su parte alta ni en la baja. Y como antes ya había fallado repetidamente en detectar ninguna radiación o efectos subópticos…

La Tercera Ley del Movimiento de Newton había sido desbaratada…

Las cifras matemáticas para describir las fórmulas que empleó podrían esperar. Consideraba, además, que le iba a ser muy simple probar su nueva teoría y clasificar aquella de Newton como una teoría incoherente. Lo que más interesaba en esos momentos a Sam era reensamblar su aparato para hacerlo portátil. Aun para él que no tenía un ojo práctico para su propio descubrimiento, las ventajas de las probabilidades que ofrecía eran evidentes. Si un hombre pudiera sostener en las manos un artefacto como aquel y aplicar toda la fuerza de que disponía contra algún objeto; si él pudiera convertir, por ejemplo, un par de miles de kilovatios en empuje físico contra una carga pesada, dos o tres hombres podrían levantar sin tocarla una locomotora pesada, o…

Diseñar un proyector compacto no lo encontraba difícil. Con excepción de los dos tubos principales, todo lo demás podía ser reemplazado con un par de 6V6 sin mucha pérdida de eficiencia, y la eficiencia y la pérdida podrían ser expresadas en calor y disipadas sin daño alguno efectuando la descarga del pulso desde un tubo realzado con un reflector detrás de él. También el realce podía ser cargado para lograr un campo de enfocamiento, y el tubo podía ser de plata y actuar como guía de ondas…

Una hora más tarde, Sam había logrado un objeto que podría haber sido el arco para flechas del siglo veintiuno, pero que no necesitaba del arco para lanzarlas. Su creación era un poco incómoda, ciertamente, pero lo que importaba era que funcionaba a la perfección.

De pie junto a la ventana del laboratorio, se estuvo divirtiendo proyectando su aparato hacia las gentes que pasaban, quitándoles los sombreros de las cabezas, hasta que, por estar demasiado obscuro, suspendió su práctica que se iba haciendo peligrosa. Entonces colocó su dispositivo sobre la mesa, salió del laboratorio silbando una alegre tonada y se dirigió hacia los dormitorios.

Un estudiante de historia podría esperar desde esos momentos algún suceso importante; pero Sam era solamente un científico.