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Nos encontramos en su sala de estar, que en nada se parece a la de Antonakaki ni a la mía. Un viejo sofá, reliquia de los años cincuenta, una mesa de formica y cuatro sillas de plástico, de esas que venden los gitanos por cuatro cuartos. La mesa está cubierta con un mantel bordado a mano. La mesa y las sillas las ha comprado él. El sofá y el mantel son herencia de la familia.

Habla despacio, con dificultad. A menudo humedece los labios con la lengua.

—La conocí en el Servicio de las Fuerzas Armadas. Allí empezó. —Calla e intenta concentrarse—. ¿Se lo imagina? No logro recordar en qué año fue.

—Fue en el setenta y tres. Me lo confirmó un ex técnico de TVG2 que la recuerda.

—Tiene razón. Fue en el setenta y tres. Trabajaba en un programa de la policía y la enviaron a la academia para hacer un reportaje. Interrumpió la clase para hacernos preguntas a los estudiantes. Al final de la clase me esperaba en el pasillo. Dijo que quería hacerme algunas preguntas más. Temí meterme en un lío y me negué. Pero ella me tranquilizó. «No te preocupes. Si surge algo indecoroso lo censurarán», dijo riéndose. Así nos conocimos. —Se le escapa un suspiro.

—Y la relación siguió.

—Salimos un par de veces. Después me presentó a sus amigos, pero no les dijo que estudiaba en la academia de policía. Me presentó como estudiante de Derecho. Yanna y su chico. Así nos llamaban.

Estamos sentados cara a cara y nos observamos, como todas las mañanas. Aunque ahora apoya la cabeza en las manos y me mira directamente a los ojos, no un poco más arriba, como es su costumbre.

—Háblame del niño. ¿Cuándo ocurrió?

—Debió de ser en agosto, cuando fuimos juntos de vacaciones, porque me lo dijo en octubre.

El recuerdo lo agita y se le empaña la voz.

—Le dije que lo tuviera. Soy de pueblo y, en mi tierra, cuando dejas a una chica embarazada, te casas con ella. Así soy yo. Pero no era sólo eso. Yo la quería. Cuando tienes veintiún años te enamoras en un abrir y cerrar de ojos. Pasamos tres semanas solos en Kufonisia y, a la vuelta, no podía pasar ni un momento sin ella. Así que le dije que lo tuviera, que nos casaríamos. Se echó a reír. «¿Te has vuelto loco?», dijo. «Yo quiero hacer carrera como periodista. ¿Cómo voy a cargar con un crío y con un poli de marido? Ni hablar, abortaré». Le supliqué. Le repetí hasta la saciedad que la quería mucho y al niño también. La asustó mi pasión y decidió romper conmigo. Me volví loco. Pasé de las súplicas a las amenazas. Entonces desapareció. Inmediatamente después de los sucesos de la Politécnica dejó su puesto en el Servicio de las Fuerzas Armadas y cambió de piso y de teléfono. Yo no la localizaba en ningún lado. En mi desesperación, abandoné la academia.

Fue cuando ella decidió tener el bebé para entregarlo a su hermana. Pero Zanasis no lo sabe.

—De repente, después de tantos años, la veo aparecer un día en jefatura. Me quedé de una pieza. Ella me saludó amistosamente y me propuso que fuéramos a tomar un café. Mientras estábamos en el bar, va y me suelta de golpe: «Tu hija está muy bien. Tiene diecinueve años». ¿Se imagina cómo me sentí? Había implorado que no abortara, ella me dejó precisamente para hacerlo, por su culpa renuncié a la academia y, de repente, después de tanto tiempo, viene a decirme que al final tuvo la criatura, que fue una chica y que ya tiene diecinueve años. Enseguida le pedí que me dejara verla, pero se negó en redondo.

Se interrumpe y recobra el aliento. Vuelve a humedecerse los labios. Ahora habla sin mirarme, cubriéndose la cara con las manos.

—De pronto me empeciné en ver a mi hija. No me pregunte por qué. No sabría explicarlo. ¿Por haber querido tanto a ese bebé? ¿Porque ella se rió de mí? Supongo que por ambas cosas. Cuando vi que no conseguía nada presionándola, empecé a seguirla. Entonces descubrí que mi hija no vivía con ella. Es más, nadie de su entorno sabía que tenía una hija. A fuerza de buscar, la obstinación se convirtió en pasión. Deseaba ver a mi hija con toda mi alma.

¿Cómo iba a presentársela si se la había dado a Antonakaki?

—Un día vino y me dijo que me la enseñaría si le hacía un favor. Quería copias de todos nuestros informes sobre el tráfico de niños.

—Y se las diste.

—Se las di porque no me pareció mal. Todos los periodistas consiguen información de este modo. Sin embargo, cuando le hablaba de la chica, siempre me daba largas.

—¿Por eso empezaste a escribirle cartas amenazándola?

—Sí.

—Y ¿por qué firmabas con una «N»?

—Nasos. Así me llamaba ella. Zanasis no le gustaba y me llamaba Nasos.

A menudo la respuesta está delante de nuestros ojos, y nos obstinamos en cerrarlos.

—Hasta que un día me pidió otro favor. Quería saber cuándo cruzaban la frontera los camiones de Pilarinós y qué funcionario de Aduanas los registraba.

De modo que había sido él quien había asustado a Jurdakis con sus preguntas.

—¿Y lo averiguaste?

—Todo. Los nombres de los camioneros, el del funcionario. Lo averigüé todo y le pasé la información. —Suspira y levanta la mirada—. Desde entonces, voy cuesta abajo —dice.

—¿Por qué?

—Porque Duru se puso en contacto conmigo.

—¿Duru?

—Sí, Duru. Me llamó a casa. Quería verme, y me propuso que colaborara.

—¿Cómo averiguó tu número de teléfono?

Zanasis sonríe.

—No es tan difícil adivinarlo. Jurdakis no sabía quién soy. Nunca di mi nombre cuando llamaba a Aduanas. ¿Quién pudo facilitárselo?

—Karayorgui —digo, aunque no me lo acabo de creer.

—En efecto. Nunca lo admitió, pero ¿quién más pudo ser? Me había atado una mano con mi hija, y me quería atar también la otra para que no escapara. Hizo una llamada anónima a Duru y le reveló quién investigaba a Jurdakis.

—Si sabías de qué se trataba, ¿por qué aceptaste colaborar con Duru?

—Dije a Yanna que no pensaba seguir adelante, que me retiraba. Pero ella tenía el demonio metido en el cuerpo. Siempre encontraba la manera de liarme. Me propuso fingir que les seguía el juego, reunir la información y pasársela a ella. Al terminar su investigación, diría que había descubierto el tinglado con mi ayuda y que con ello me haría famoso. Así tendría oportunidad de conocer a mi hija, porque la chica había recibido una buena educación y no deseaba decirle que su padre era un simple poli.

¿Por qué no me había dicho Duru que conocía a Zanasis? Evidentemente, porque sigue negando toda culpa y se guarda un as en la manga. Se reserva la bomba para cuando se vea acorralada.

—Acepté, pero con una condición. Que antes de hacerlo público facilitaría la información a la policía para que pudierais hacer las detenciones. Estuvo de acuerdo y continuamos con el plan. Reunía información y se la pasaba a Duru. Cada vez que llegaba una entrega de niños, procuraba estar en el barrio. Si aparecía algún coche patrulla, lo alejaba. Al mismo tiempo, avisaba a Yanna. Cuando vi a Seji en la sala de interrogatorios, lo reconocí enseguida. Lo había visto traer niños en el camión. Yo di el soplo de que lo teníamos. Cuando firmó su confesión, le di doscientas mil dracmas. Le dije que era un anticipo y que cobraría cinco veces más si mantenía la boca cerrada. El imbécil se lo tragó, y lo mataron. También di el soplo a Jurdakis. Sabía que Sotiris lo estaba buscando.

—Oye, Zanasis, estás hablando conmigo, con Jaritos. ¿Pretendes hacerme creer que hiciste todo eso para ver a tu hija?

—Tú te has pasado la vida mimando a tu hija —salta de pronto, tuteándome—. Y un día sí y otro también estás por los suelos porque la echas de menos. Cuando te llama por teléfono, se te cae la baba.

Te ha dado de lleno, Jaritos. Será mejor que no digas nada.

Menea la cabeza para subrayar su desesperación.

—Ya te he dicho que tenía el demonio en el cuerpo. Y sabía cómo alentar mis esperanzas. Desde el día en que acepté seguirle el juego, Yanna volvió a acostarse conmigo. No lo hacía muy a menudo, sólo de vez en cuando. Sin decírmelo, me dejaba creer que ahora podría ocurrir lo que no había sucedido veinte años atrás: vivir todos juntos, ella, nuestra hija y yo.

—¿Cuándo aceptaste la cruel realidad? —pregunto.

—Después del asesinato de los albaneses, cuando te metió la idea de los niños. Tú no sabías nada pero yo comprendí enseguida lo que pretendía. Quería que anunciaseis una investigación en torno al tráfico de niños. Entonces ella haría público su trabajo y demostraría que, mientras la policía no hacía más que dar palos de ciego, ella ya tenía el caso resuelto. Quería ridiculizarlos a todos, policías y periodistas, convertirse en un ídolo. Demostrar que estaba muy por encima de sus colegas varones. Lo único que le faltaba, y que tampoco yo pude averiguar, es la implicación de Pilarinós en todo esto.

Porque no conocía a Zisis. A éste lo tenía yo.

—¿Por eso la mataste?

Esperaba la pregunta. Me mira durante un rato. Tengo la impresión de que lo negará, pero al final dice despacio:

—En parte, tú tienes la culpa de que lo hiciera.

—¿Yo?

—Tú me pediste que la viera aquella noche. Yo no quería, pero tú insististe. Cuando le dije que me había dado cuenta de su juego y le recordé nuestro pacto, se echó a reír. Dijo que mantendría su palabra, aunque con un pequeño cambio. Entregaría toda la información, pero sólo cuando la llamara la policía; así demostraría que sin ella estábamos perdidos. La amenacé con contártelo todo. Volvió a reírse y me advirtió que no lo hiciera, porque estaba metido hasta el cuello y, si le arrebataba la primicia, divulgaría mi papel en el asunto para vengarse. Antes de irnos, quiso hacer una llamada. La acompañé hasta su coche. En mi ceguera, pensaba que cambiaría de parecer en el último momento. Pero ella bajó la ventanilla y me dijo que anunciaría una parte del asunto aquella misma noche para que a la gente le picara la curiosidad, y a las ocho y media de la tarde siguiente ¡bum!, estallaría la bomba en el informativo de las ocho y media. Y arrancó enseguida, para que yo no tuviera tiempo de protestar.

Saca un pañuelo de papel y se seca la frente bañada en sudor. De repente, como ocurre siempre que alguien trata de evadirse de la tensión, salta a un tema irrelevante.

—Perdona, no te he ofrecido nada. ¿Te apetece un café?

—No, no quiero nada. Sigue.

Ve que no tiene escapatoria y se rinde a su suerte.

—No me fui enseguida. Me quedé allí un rato para reponerme y pensar más fríamente. Entonces comprendí que todo era mentira. Ella no tenía la menor intención de presentarme a mi hija, ni de hacerme partícipe de su éxito. Entré en mi coche y la seguí. Vi su automóvil aparcado delante de los estudios. No sé si ya había decidido matarla. Seguramente sí, porque esperé a que se fuera el guardia de seguridad para colarme dentro. Conocía el lugar, ella misma me lo había descrito. La encontré retocándose el maquillaje, delante del espejo. Se cabreó al verme. La acusé de no haber respetado su parte del trato y le advertí que si no me decía inmediatamente dónde estaba mi hija, tendría que devolverme toda la información que le había pasado. —Se interrumpe y sonríe—. A quién se le ocurre… Debía de estar totalmente ofuscado para hablar de tratos. Entonces confesó que había dado nuestra hija a una pareja sin niños y que no podía presentármela ni pensaba decirme dónde estaba.

De repente guarda silencio y se echa a reír. Una risa demente, paranoica.

—Yo no llevaba el revólver, por eso ella no se preocupó. Cómo iba a imaginarse que le clavaría el pie del foco. —La risa cesa bruscamente y recupera su actitud de antes—. Me apoderé de los papeles de su bolso y de la agenda, por si acaso. Entré en el ascensor y bajé al garaje. Me escondí entre los coches y salí detrás del primero que abandonó el aparcamiento.

Karayorgui tenía miedo, aunque no de él. Temía a Sovatsís, Duru y compañía. Por eso llamó a Kostaraku.

Zanasis se levanta y se acerca al mueble donde está el televisor. Cuando lo abre, caigo en la cuenta de que no voy armado y que como agarre una pistola, las voy a pasar canutas. Pero él saca un sobre amarillo y una agenda y me los da.

—Éstas son sus cosas, toma.

Las dejo encima de la mesa sin tocarlas.

—No sabes cómo me sentí cuando me presentaste a su sobrina —oigo su voz—. En el mismo instante en que la vi comprendí que era mi hija, pero ya era demasiado tarde. ¿Qué iba a decirle? ¿Hola, soy tu padre y he matado a tu madre?

—¿Por qué asesinaste a Kostaraku?

—Tú, otra vez. Me dijiste que Yanna había llamado a Kostaraku para que se hiciera cargo de la investigación. Temí que le hubiera entregado más información de la que llevaba encima, y que tal vez mi nombre apareciera en ella. No quería arriesgarme. Me identifiqué y le dije que tenía algo que darle de parte de Karayorgui. Me abrió enseguida. Llevaba el sobre conmigo. Mientras lo hojeaba, le rodeé el cuello con el alambre y la estrangulé.

Me mira y suelta otra carcajada.

—Después fui directo a verte para informarte sobre Kolákoglu —prosigue—. Tú eras mi coartada. Buscabas al asesino por todas partes y lo tenías delante de tus narices.

Me mira y sigue riéndose. Pienso que es la última vez. A partir de mañana ya no intercambiaremos miradas, y no tendré la oportunidad de invertir las reglas del juego: mirarle a los ojos diciéndole que soy un cretino, para que él responda «sé que eres un cretino».

De pronto se pone serio.

—Ahora saldrá todo a la luz —dice, y suspira agobiado por la idea—. Yo perderé mi reputación, y mi hija descubrirá que su padre es un asesino.

—¿Qué otra salida nos queda? —respondo—. Es la única solución.

—¿Vas a detenerme?

—Eso depende de ti. He venido solo para hablar contigo. Si lo prefieres, mañana mando a los agentes a que te detengan.

—Qué más da, hoy o mañana. Estoy perdido. Terminemos cuanto antes con esto. Espera un momento, por favor. Voy a buscar mis cosas.

—Vale, no tengo tanta prisa.

Se levanta y sale al recibidor. Podría abrir la puerta y escapar pero, si tuviera esta intención, ¿no sacaría la pistola? De cualquier forma, hay que correr cierto riesgo.

Abro el sobre de Karayorgui. Contiene otro carrete de fotografías, una pila de documentos impresos y cuatro fotos. Deben de ser de este carrete más reciente. Lo había sacado de la carpeta para revelarlo. El material que encontramos nosotros es más antiguo. Una de las fotografías es de Duru. Las tres restantes fueron tomadas de noche en la calle Kumanudi. En ellas figuran tres personas distintas en el momento de sacar a un niño del camión. Reconozco a Seji. Los otros dos deben de ser la pareja de albaneses asesinados, aunque la imagen no es lo suficientemente clara. Los miro y me entran ganas de hacerlos trizas. Si hubiéramos dispuesto de esta información desde el principio, habríamos cerrado el caso en unos pocos días. Karayorgui y Kostaraku seguirían con vida. Sé que es una tontería, pero no resulta agradable que te digan que, aun sin querer, has causado dos muertes. En cualquier caso, Duru ya no se libra.

El disparo suena en otra habitación, quebrando el silencio. Salto al recibidor y en mi precipitación los papeles quedan esparcidos por el suelo. El dormitorio está al fondo. A través de la puerta abierta, distingo las piernas de Zanasis en la cama. Al entrar, veo su cabeza en la almohada. El brazo izquierdo cuelga a un lado. La mano derecha empuña aún el revólver reglamentario y reposa en el colchón, al lado del cuerpo. La cama está sin hacer, y la sangre se extiende poco a poco, tiñendo la almohada.