40

—¿Dónde estamos, pues? —pregunta Guikas, que tiene delante la declaración de Papadópulos, recién firmada.

Apenas son las doce, pero estoy rendido.

—Hay pros y contras.

—Cuéntame los pros.

—Sabemos que el tinglado lo montó Krenek en Albania y hemos pillado a los dos conductores. Sabemos que Seji recogía a los niños en las afueras de Kastoriá y los entregaba a Duru. Hasta aquí todo encaja, pero ahora empiezan los contras. No encuentro el eslabón que vincula a Sovatsís con el caso. Es posible que Krenek lo organizara todo en colaboración con Duru, sin que Sovatsís supiera nada. Nuestra única esperanza es Jurdakis. Salvo que podamos demostrar que Sovatsís mató a Karayorgui y Kostaraku.

—¿No pudo matarlas Duru?

—En el mejor de los casos, podríamos acusarla de inducción al asesinato. Todo indica, sin embargo, que el asesino es un hombre.

Me mira pensativo. Es evidente que lo he puesto de mal humor.

—No desesperes —dice, más para levantar su propia moral que la mía—. A lo mejor la solución aparece por otro lado.

—¿Por qué lado?

—Por el de Duru. Con las pruebas de que disponemos, ella no se libra. Cuando su abogado se lo explique, tal vez decida hablar.

El timbre del teléfono interrumpe nuestra conversación. Guikas levanta el auricular.

—General Guikas. —Siempre pone su grado por delante mientras que yo, más modesto, contesto con mi apellido a secas, de manera que quien llama puede pensar que soy un simple agente—. De acuerdo, va enseguida. —Cuelga el teléfono y me sonríe—. Mira por dónde, una buena noticia. Jurdakis está abajo, esperándote.

Salgo del despacho como una exhalación y bajo los escalones de tres en tres. El pelotón de periodistas está reunido delante de mi despacho, liderado por Sotirópulos.

—¿Habéis encontrado a Jurdakis? —preguntan al unísono.

—Después —respondo, tratando de romper el cerco. Llueven las preguntas: si ha hablado, qué nos ha dicho, si realmente está metido en esto; pero yo no les hago caso. Entro y cierro la puerta.

En el despacho dos hombres aguardan de pie. Uno de ellos debe de rondar los cincuenta, estatura mediana, peso medio, cabello escaso. Lleva el abrigo desabrochado y, debajo, un traje y una camisa abotonada hasta el cuello, pero sin corbata. Supongo que es Jurdakis. El otro tendrá unos treinta años, lleva un traje barato comprado en unos grandes almacenes y una corbata tan raída que morirá de soledad, porque seguro que no tiene pareja.

—¿Dónde estabas, Jurdakis? Te hemos buscado por todas partes. Al final no nos ha quedado más remedio que molestar a tu mujer y a tu hijo —digo con sarcasmo.

—Estaba de viaje.

—Jristodulu, abogado —salta el otro—. Agradecería tuvieran en cuenta que mi cliente ha acudido voluntariamente en cuanto ha sabido que lo estaban buscando.

—Hay una orden de búsqueda, así que lo habríamos encontrado de todos modos, señor abogado.

—Ya, pero no es lo mismo.

No quiero perder el tiempo con el picapleitos y me dirijo a Jurdakis.

—¿Sabes por qué queríamos verte? Nos interesaba saber quién te daba los millones que distribuías en las cuentas bancarias de tu familia, a cambio de hacer la vista gorda con los camiones de Transpilar.

Jurdakis no contesta. Mira a su abogado.

—Quiero que sepan que mi cliente está aquí para colaborar con las autoridades, teniente.

—Bien. Lo tendremos en cuenta si las respuestas son satisfactorias. —Me vuelvo hacia Jurdakis—. Bueno, ¿quién te entregaba el dinero?

—No lo sé —responde.

—Escucha, Jurdakis. Ya he perdido demasiado tiempo contigo. No me cabrees. Hemos atrapado a los conductores, Milionis y Papadópulos. Tenemos a Eleni Duru, que acogía a los niños. Lo sabemos todo. Di quién te pagaba y terminemos con esto.

—Mi cliente dice la verdad —interviene de nuevo el abogado—. No lo sabe.

Los miro. Hay algo que no encaja.

—¿Cómo llegaba el dinero a tus manos? —pregunto a Jurdakis.

—Se lo cuento desde el principio. Una tarde, al volver a casa del trabajo, encontré un paquete postal. Era una caja sencilla, de esas que usan para embalar vasos. Dentro había quinientas mil dracmas. Pensé que se trataba de un error, aunque el paquete llevaba mi nombre y dirección. Estaba devanándome los sesos intentando deducir quién la había mandado, cuando de pronto sonó el teléfono y una voz masculina preguntó si había recibido el dinero. Quise saber su nombre pero no me lo dio, se limitó a comentar que, al cabo de dos noches, un camión frigorífico de Transpilar cruzaría la frontera, y que si lo dejaba pasar sin registro me enviaría otras quinientas mil.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—No recuerdo la fecha exacta, pero debió de ser en mayo del noventa y uno.

—Y lo dejaste pasar.

—Sí. Tres días más tarde, recibí el resto del dinero. Desde entonces me llamaba para darme la matrícula del camión. Yo lo dejaba cruzar sin registro, y él me mandaba un millón.

Así de sencillo. El primer camión en cruzar, en mayo del noventa y uno, debía de estar realmente vacío. Si Jurdakis se negaba a colaborar y realizaba el registro, no encontraría nada. ¿Qué arriesgaba Sovatsís al intentarlo? Un sueldo, quizá menos. Al ver que Jurdakis mordía el anzuelo, puso en marcha la operación.

—¿Cómo te enviaban el dinero?

—Siempre en un paquete, por mensajería.

—¿Quién era el remitente?

—El nombre siempre variaba.

—¿Por qué lo dejaste, si todo marchaba como un reloj?

—Los camiones pasaban siempre por la noche y yo tenía que cambiar de turno para estar allí. Al principio me resultó fácil, porque nadie quiere trabajar de noche. Sin embargo, llegó un momento en que les extrañó que siempre solicitara el turno nocturno. Después oí que alguien andaba investigando acerca de los camiones.

—¿Quién?

—Alguien de Atenas, no sé. Nunca llegué a saber quién.

Yo sí lo sé. Karayorgui.

—Había cumplido el tiempo mínimo de servicio necesario para la jubilación. La pedí y me retiré.

Otra persona recibía ahora los paquetes de dinero. A éste lo encontraríamos, pero Sovatsís se mantenía fuera de nuestro alcance. Nuestra única esperanza sería detener a Krenek, pero seguramente a estas alturas debía de estar en alguna parte de Suramérica.

A pesar de todo, saco la famosa foto de los dos y se la muestro.

—¿Conoces a alguno de éstos?

La mira y niega con la cabeza. Él y su abogado me acompañan al archivo fotográfico. Le enseño las fotos de Milionis, Papadópulos, Duru y Seji. Reconoce enseguida a los dos primeros, pero Duru y Seji le son desconocidos. Lo mando a declarar y luego al calabozo.

Sotirópulos está al acecho ante la puerta de mi despacho.

—¿Qué pasa con Jurdakis? ¿Ha hablado?

—Guikas hará una declaración oficial.

—¡Venga ya!

Le indico que me siga al interior del despacho y le resumo lo que me ha contado Jurdakis. No es ningún favor especial, porque Guikas comunicará lo mismo a los demás.

—¿Hasta qué punto está involucrado Sovatsís, el hermano de Duru?

—¿Tú crees que está en el ajo?

—Sin duda, pero me temo que no podrás demostrarlo —dice, lo cual me desanima—. Está bien cubierto. Tu única esperanza es Pilarinós.

—¿Por qué Pilarinós?

—Porque para él Sovatsís es un auténtico incordio. Si descubre algo en su contra, por insignificante que sea, os lo entregará para quedarse tranquilo.

No había pensado en esto, y me complace la idea.

—¿Qué has hecho con Kolákoglu? —pregunto mientras se dirige a la puerta.

—¿Con Kolákoglu? —Me mira sorprendido.

—¿No querías demostrar que había sido condenado injustamente?

Se había olvidado.

—Ya me gustaría, pero no puede ser. —Suspira—. Kolákoglu ha dejado de ser noticia y no importa lo que le pase. Si preparo una crónica, el director de informativos la eliminará.

Robespierre en la nómina de los medios de comunicación, con pagas extra y derecho a jubilación. Son las cuatro de la tarde. Llevo cuarenta horas en la brecha. Decido recoger los bártulos e ir a dormir. De todas formas, ya he terminado por hoy.

Antes llamo a Sotiris y le digo que no dejen piedra sin levantar hasta que encuentren algo sobre Sovatsís.