39

Estoy sentado delante del televisor con una bolsa de plástico en el regazo. La bolsa contiene un souvlaki con pita y todos los condimentos posibles, una hamburguesa con guarnición completa, un pincho variado —variadísimo— y patatas fritas, que entraron humeando en la bolsa y salen apelmazadas. Las despego con los dientes y me las como. No he traído plato, porque me gusta comer los souvlakis como un indigente. Así disfruto más. Si me viera Adrianí, me castigaría con una semana de interrupción de relaciones conyugales.

El informativo ofrece un reportaje exhaustivo sobre Jurdakis. Dónde nació, cuándo entró en el servicio, dónde hizo la mili, todo. Han descubierto la casa, pero como la suegra y la mujer han echado la llave y no salen, las imágenes se limitan a mostrar la torre de Mani trasplantada en Mílesi y a expresar la misma perplejidad que sentí yo cuando la vi por primera vez: ¿De dónde saca un aduanero la pasta para construirse una casa así? El hijo, con quien se topan en la calle, es parco de palabras. Sí, lo llamó la policía para preguntar por el paradero de su padre, pero sólo sabe que está de viaje. Los periodistas le informan de que se ha cursado una orden de detención. «Estoy seguro de que mi padre contestará todas las preguntas cuando vuelva», afirma con una convicción de la que carecía en el interrogatorio. Duru ha pasado a un segundo plano, ya que no hay noticias que la conciernan. Sólo comentan que sigue detenida y que está siendo interrogada. En lo que a Kolákoglu se refiere, ha desaparecido por completo del escenario. Ya nadie se ocupa de él, ni siquiera Sotirópulos, tan ansioso por descubrir el error judicial y restituir su reputación.

Los souvlakis se acaban al mismo tiempo que el informativo. Estoy dudando entre seguir atontándome delante de la tele o recurrir a mis diccionarios, cuando suena el teléfono. Es Zanasis.

—Los hemos localizado —anuncia triunfalmente—. Evánguelos Milionis está aquí, esperándolo. Jristos Papadópulos llega hoy en ferry a Patrás, desde Ancona.

—Vale, ya voy. Entretanto, llama a la policía de Patrás para que detengan a Papadópulos y nos lo manden inmediatamente.

Pilarinós ha cumplido. A las cinco de la tarde nos dio todos los datos que le había pedido. Milionis y Papadópulos son los conductores de los camiones frigoríficos señalados por Karayorgui. En cambio, el asunto de las listas de pasajeros está más liado. Los que procedían de países de la Comunidad Europea sólo habían de mostrar su documento de identidad para entrar en el país. Envié al aeropuerto las listas de viajeros de Estados Unidos y Canadá, aunque las posibilidades de que descubrieran quiénes habían venido con pasaportes familiares o habían declarado un hijo eran ínfimas. Después de la aparición de los ingleses en la guardería de Duru no me cabe la menor duda respecto al tinglado montado allí, pero sin la pareja resulta muy difícil demostrarlo. Mi única, esperanza radica en que Duru, Jurdakis o alguno de los conductores empiecen a cantar.

En jefatura me espera un hombre de unos treinta años, alto y chupado, bigotudo, con barba de tres días: Evánguelos Milionis. No tiene antecedentes penales. Ni condenas, ni detenciones, ni accidentes de tráfico. Es soltero y vive con sus padres. Está sentado frente a mí, con los brazos cruzados y cara de camionero muy macho, de los que no se arrugan fácilmente.

—¿Conduces camiones para Transpilar?

—Sí.

—¿Camiones frigoríficos?

—Frigoríficos, tráilers, lo que me echen.

—¿Haces transportes a Albania?

—No sólo a Albania. También a Bulgaria, Italia y Alemania.

—¿Qué transportas a Albania?

—Si llevo un frigorífico, carne o pescado congelados, y embutidos. Si llevo un tráiler, desde latas hasta prendas de vestir, lo que sea.

—¿Y qué traías de vuelta?

—Nada. Volvía de vacío.

—El 25 de agosto de 1991, 22 de abril de 1992, 18 de julio de 1992 y 5 de noviembre de 1992, cruzaste la frontera de Albania a Grecia.

—Es posible. ¿Cómo voy a acordarme después de tantos viajes?

—¿Qué transportabas a la vuelta?

—Ya se lo he dicho. Nada.

—No es eso lo que me han contado. Sé que transportabas a albaneses ilegales.

Me echa una mirada escrutadora, y de pronto estalla en carcajadas.

—¿Desde cuándo entran albaneses congelados en Grecia?

Me levanto de un brinco y acerco mi cara a la suya.

—¡No te hagas el gracioso, Milionis, porque te vas a arrepentir! —le grito al oído—. ¡Sé que hiciste cuatro viajes cargado de mercancías y que a la vuelta trajiste niños albaneses! ¡Hemos detenido a Eleni Duru y ha cantado de plano!

—¿Quién es ésa?

—¿Te suenan Los Zorritos?

—No.

—Es una guardería que dirige Duru en Guisis. Allí entregabas los cargamentos de niños albaneses.

—No conozco a Duru y no he visto una guardería en mi vida. Crecí en la calle, soportando palizas.

—Quizá te vendrá bien alguna, ahora que vas a ir a la cárcel.

—Eso está por ver —responde fríamente.

—Vas a ir —insisto— porque también hemos detenido a Jurdakis.

—¿Y ése quién es?

—El aduanero que hacía la vista gorda cuando pasabas a los ilegales.

Se encoge de hombros con indiferencia.

—Nadie hacía la vista gorda, es más, me tenían horas esperando.

—Eres demasiado cabezota, Milionis. Te las das de valiente y acabarás cargando con todo. Los que se llenaron los bolsillos estarán encantados de haber encontrado al imbécil ideal. Será mejor que hables si no quieres agravar tu situación. ¿De quién recibías órdenes? ¿De Sovatsís?

—No he hablado con él en mi vida. Sólo lo vi una vez que pasó por el garaje, desde lejos. Habló con el encargado, a nosotros ni nos miró.

—¿Dónde estabas el 27 de noviembre? —Fue el día en que mataron a Karayorgui.

—Déjeme pensar… El 20 salí para Italia y Alemania. El 27 recibía cargamento en Munich.

Seguro que dice la verdad, porque sabe que me resultaría fácil comprobarlo.

—¿Y el 30?

Es el día que mataron a Kostaraku.

—Estaba aquí, en Atenas.

Podría buscarle las cosquillas por la muerte de Kostaraku, pero como tiene coartada para la de Karayorgui eso no serviría de nada.

El interrogatorio sigue hasta las siete de la mañana. Se repiten las mismas preguntas y las mismas respuestas, a veces con más fiereza por mi parte y otras con más nerviosismo por la suya. Pero estamos en un callejón sin salida. Milionis es un camionero joven, está acostumbrado a trasnochar al volante y a las siete está tan fresco como a las diez de la noche, cuando empezamos. Cuenta con su aguante para tumbarme, por eso decido cambiar de táctica. Lo interrogo durante tres cuartos de hora y luego me sustituye Zanasis. Me tomo un café, me relajo y empiezo otro turno de tres cuartos de hora. Pienso que así lo pongo nervioso, y además me mantengo despierto, porque a partir de las tres estoy que me caigo de sueño.

Voy por el quinto café, que tomo sentado en el sillón de mi despacho y con los ojos cerrados para descansar la vista, cuando suena el teléfono.

—Teniente, nos han traído a un tal Papadópulos. Para usted —me informa el agente de guardia en los calabozos.

—Sacad a Milionis de la sala de interrogatorios y meted a Papadópulos. Y mantenedlos separados; no deben comunicarse en ningún momento.

Busco los datos de Papadópulos y trato de concentrarme para leerlos. Es un tipo de unos cincuenta años, con mujer y dos hijos. Su hija está casada y tiene un niño de un año. Su hijo está haciendo la mili.

Dejo pasar media hora y vuelvo a la sala de interrogatorios. Me encuentro con un tipo calvo y tan barrigudo que el estómago se le derrama por encima del cinturón. Por lo visto maneja el volante con la panza, y su mujer debe de atarle los cordones de los zapatos. En cuanto me ve, apoya las manos encima de la mesa para no invadirla con el volumen de su cuerpo.

—¿Por qué me habéis traído aquí? ¿Qué he hecho? No me he peleado con nadie ni he ocasionado ningún accidente. ¡Y cuando pregunto adónde me llevan, nadie me da ninguna explicación!

Guarda silencio para que se lo diga yo, pero al ver que no recibe respuesta, se pone a gritar.

—¡He dejado el camión cargado en Patrás! ¡Como se den cuenta los ladrones y lo vacíen, la compañía me echará a mí la culpa!

Intenta dar la impresión de un hombre indignado, pero creo que pretende disimular su temor con los gritos.

—Siéntate —ordeno sin alterarme. Obedece enseguida y se sienta.

Empiezo como hice con Milionis y recibo las mismas respuestas, aunque en otro tono. Siempre volvía con el camión vacío, no sabe nada de niños ilegales, por qué queremos cargarle este muerto, treinta años al volante y no ha tenido ni un accidente. Milionis se ha mostrado frío e impasible; éste grita y protesta, pero también tiembla de miedo. Las cosas cambian cuando sale a colación el nombre de Jurdakis.

—¿Conoces a Jurdakis?

—No conozco a nadie que se llame Jurdakis.

—Es el aduanero que se dedicaba a contemplar los pajarillos cuando cruzabais.

—No conozco los nombres de los aduaneros. ¿Sabe a cuántos he visto en treinta años de profesión?

—En cambio, él sí te conoce. Estaba metido en el ajo. Cobraba pasta para dejaros pasar. Él nos dio tu nombre.

Saca un pañuelo del bolsillo y se seca el sudor de la frente. Me mira tratando de averiguar si lo que digo es verdad, pero no puede saber que Jurdakis ha desaparecido y que lo estamos buscando.

—Escucha, Papadópulos —digo en tono casi amistoso—. Sé que eres la última ruedecita del engranaje y que la pasta gansa la cobraban otros. Ando tras ellos, tú no me interesas. Si cooperas, prometo ayudarte. Hablaré con el juez de instrucción y lo más probable es que te libres con una multa. Cuando salgas, podrás decir que fuiste víctima de los tiburones. Pero si vas de duro, te pasarás al menos cinco años entre rejas. Piensa en lo que esto significará para tu hijo que está en la mili. Tu yerno a lo mejor decide divorciarse. Estarás en chirona y te lloverán las hostias.

Callo. Él tampoco dice nada. Nos miramos. De repente aquel hombretón se deshace en lágrimas. La barriga se sacude contra el borde de la mesa, como si fuera un enorme neumático rozando con el bordillo de la acera, las lágrimas se deslizan con dificultad por sus pómulos y luego se precipitan raudas sobre la mesa. Él las deja rodar sin enjugárselas.

Es un espectáculo tan deprimente que preferiría apartar la vista para no presenciarlo.

—Lo hice por mi hija —confiesa entre sollozos—. Le había prometido que le regalaría un piso cuando se casara, pero no podía pagar los plazos. Todo el dinero que me dieron lo gasté en el piso de mi hija.

—Espera, vayamos por partes. ¿Quién te metió en esto? ¿Sovatsís?

El llanto se corta de golpe, como con un cuchillo, y me mira boquiabierto.

—¿Qué Sovatsís? ¿El nuestro? ¿Qué tiene que ver con todo esto?

Ahora me toca a mí sorprenderme. Lo observo en silencio, mordiéndome la lengua para no hablar.

—¿Quién, entonces? ¿Duru?

—No. Un extranjero.

—¿Qué extranjero?

—A mediados de junio del noventa y uno estaba en Tirana con un cargamento, y me abordaron un extranjero y un norepirota. El extranjero hablaba italiano y el otro me traducía al griego. Sabían que volvía con el camión vacío y me preguntaron si transportaría cargamentos suyos en secreto, cobrando medio millón por viaje. Les respondí que no quería líos, pero el extranjero insistió. Dijo que los de Aduanas no pondrían problemas y que no corría peligro.

—¿Y le creíste?

—Al principio no. Entonces se ofreció a acompañarme en el primer viaje, para que yo comprobara que todo estaba arreglado. Viajó conmigo, cruzamos la frontera de noche y no hubo controles. Desde entonces, a la vuelta de cada viaje llevaba un cargamento y recibía quinientas mil a cambio.

—Y el cargamento eran albaneses con sus hijos.

—Sólo los niños. La pareja de albaneses venía para cuidar de ellos. Siempre la misma pareja.

Empiezo a comprender.

—¿Dónde dejabas a los niños en Atenas?

—No los dejaba en Atenas.

—¿Ah, no?

—No, los dejaba a diez kilómetros de Kastoriá. Salía de la nacional y tomaba una carretera secundaria, donde esperaba un camión cerrado. La pareja se metía en el camión con los niños y yo volvía a Atenas sin carga.

Por eso ni él ni Milionis conocían a Duru. Krenek lo arreglaba todo en Albania. Sovatsís no figuraba en ninguna parte. Krenek se ocupaba de la sección de suministros, Sovatsís del departamento de ventas, y Duru del almacén.

El único eslabón eran los dos hermanos: Sovatsís y Duru. Todos los demás desaparecían en el proceso. Llamo a Zanasis y le pido las fotos de la pareja asesinada por Ramís Seji y las que el forense le hizo a él.

—¿Dónde estabas el 27 de noviembre?

La fecha no parece significar nada especial para él, porque responde espontáneamente:

—Aquí, en Atenas.

—¿Recuerdas qué hiciste entre las once y la una de la noche?

—Estuve en casa de mi hija hasta las doce. Celebramos el cumpleaños de mi nieto. Después volví a casa con mi señora. —El recuerdo de su nieto le provoca nuevas lágrimas.

—¿Quién más estuvo allí?

—Los consuegros y la hermana de mi cuñado con su marido. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque aquella noche asesinaron a una periodista relacionada con el caso.

—¡Yo no soy ningún asesino! —exclama aterrorizado—. ¡Me metí en este lío para que mi hija no se quedara en la calle, pero no soy ningún asesino!

—Tranquilo, nadie te está acusando —respondo.

Zanasis trae las fotos. Le muestro primero la de la pareja. Él echa un vistazo y finalmente aparta los ojos para no ver más.

—¿Los conoces?

—Son ellos —balbucea—. Los que acompañaban a los niños.

Retiro la foto antes de que vomite encima de la mesa.

—¿Y a éste, lo conoces?

—Sí. Es el conductor del camión que esperaba en las afueras de Kastoriá.

Así que era eso. Los tres se quedaban con algún niño y lo vendían por cuenta propia. Seji los mató porque no le daban su parte. Por eso encontramos las quinientas mil en la cisterna del váter. Después, alguien pagó al otro albanés para que matara a Seji, pues era el único camino que podía conducir a Duru.