Por la mañana llevo a Adrianí a la estación de Lárisa; a ella y tres maletas que pesan una tonelada. Anoche cuando volví a casa la encontré de pie delante de tres maletas abiertas sobre la cama, en las que intentaba embutir todo su guardarropa a presión. Sacaba ropa de la primera, la metía en la segunda, ponía lo de arriba abajo y viceversa, apretujaba en las esquinas zapatos envueltos en bolsas de plástico… Al final me aburrí de observarla, bajé el Dimitrakos del estante y me eché en el sofá. Terminó pasada la medianoche. Había pensado hacer el amor ya que no íbamos a vernos en dos semanas, pero yo estaba preocupado y Adrianí se hallaba tan agotada que no le quedaban fuerzas para aullar y fingir orgasmos.
Cuando termino de colocar las maletas en el compartimento del tren, mi cuerpo ha asumido la forma de una media luna inclinada.
—Un gran abrazo a Katerina.
—¿No quieres venir a vernos, aunque sólo sea el fin de semana? —Ya conoce la respuesta, pero insiste por última vez.
—Imposible. Apenas empezamos a aclararnos con el caso y aún no sé adónde nos llevará.
Le doy un beso en la mejilla derecha, me lo devuelve en la izquierda y bajo del vagón. Asoma en la ventanilla pero no pienso esperar hasta que el tren se ponga en marcha. Tengo prisa por ir al trabajo.
—Llámame por la noche para decirme cómo te ha ido el viaje.
El Mirafiori me espera mal aparcado en un pequeño hueco en la calle Filadelfias. Ya son las diez cuando por fin llego a jefatura. Antes de entrar en mi despacho llamo a Sotiris.
—¿Qué ha pasado con Jurdakis?
—Llegamos tarde y lo hemos perdido. Ha salido de viaje.
Me quedo atónito.
—¿De viaje? ¿Adónde?
—A Macedonia y Tracia, o al menos eso dice su mujer.
—¿En coche?
—No, en transporte público. No sé si tren o autocar.
—Quiero hablar con su mujer. —Me mira sorprendido—. Vamos, no te quedes ahí pasmado, ponte en marcha. Quiero verla en mi despacho dentro de una hora, y a su hijo también. Busca a Jurdakis y avisa a los puestos de la frontera con Albania. Es posible que pretenda borrar huellas que aún no conocemos.
Se me ocurre una idea que me deja perplejo. ¿Por qué se ha ido Jurdakis tan de repente? ¿Es una simple casualidad? ¿Como el asesinato del albanés antes de interrogarlo? Jurdakis no sabía que lo investigábamos, de manera que alguien le dio el soplo. ¿Quién? ¿Alguien del banco? Me lo creería si no fuera por el precedente del albanés. Anoche dejé a Sotiris una nota para que lo llevara a interrogar y hoy Jurdakis desaparece.
Decido informar a Guikas para cubrirme las espaldas. Fui yo quien le pidió que retrasara la investigación interna. No me interesa que estalle alguna bomba y que yo tenga que recoger los pedazos.
Quiero salir del despacho pero dos tipos me cortan el paso. Al primero lo reconozco enseguida: es Dimos Sovatsís. Luce un traje gris de cachemira inglesa, camisa azul oscuro y corbata azul claro. Lleva su pelo engominado hacia atrás, como en la fotografía. Me pregunto si se peina cada día con fijador o si usó goma arábiga para pegárselo de una vez por todas en el cráneo. El otro es un tipo de unos sesenta años, gordo y calvo, también vestido impecablemente. Detrás de ellos asoma Zanasis.
Intento averiguar a qué se debe la visita de Sovatsís. Hasta el momento, no les hemos abordado ni a él ni a Pilarinós. Por lo tanto, no puede saber que lo estamos investigando. ¿Ha sabido que hemos detenido a Duru? ¿Quién se habrá ido de la lengua? ¿El mismo que mete la nariz en todas partes? ¿El mismo que avisó a Jurdakis? Aun así, ¿por qué dar la cara en vez de esperar tranquilamente? Me gustaría conocer la respuesta a todos estos interrogantes para saber cómo tratarlo, pero no la conozco.
—El señor Sovatsís desea hablar con usted —anuncia Zanasis.
Me aparto y los dejo pasar. Avanzan y se sientan en las dos sillas. Yo ocupo mi asiento sin estrecharles la mano.
—Le presento a mi abogado, señor Starakis —dice Sovatsís—. Esta mañana me he enterado de que han detenido a mi hermana, teniente.
Aquí está la respuesta a mis interrogantes: Duru es la hermana de Sovatsís. Jamás se me habría ocurrido esta respuesta. Me la trago poco a poco, como hacen los niños con los helados, para saborearla mejor.
—La estamos interrogando.
—¿Qué cargos hay contra ella? —pregunta el abogado.
—No hay cargos, al menos de momento. —Prefiero no mostrarle mis cartas, y por eso añado vagamente—; Alguien presentó una denuncia según la cual en su guardería acogían a niños albaneses que se encuentran en Grecia ilegalmente para alimentar una red de tráfico de niños.
—¿Quién presentó la denuncia? —pregunta Sovatsís.
—Esto no puedo revelárselo.
—¿Y detienen a una puericultora diplomada, encargada de una guardería totalmente legal, por una mera denuncia? —interviene el abogado—. Tal vez la denuncia obedece a razones de competencia, rivalidad profesional, mala intención de algún padre. Lo que sea.
—Pedimos a la señora Duru que nos facilitara los nombres y las direcciones de los padres que le confiaron a sus hijos, sin embargo, hasta el momento no nos ha proporcionado ningún dato. Alega que los padres vienen a Grecia, le entregan los niños y regresan a Albania.
—¿Y esto le resulta extraño, con los tiempos que corren? —pregunta Sovatsís sardónicamente.
—Me parece inverosímil. Ningún padre dejaría a su hijo sin facilitar al menos un número de teléfono donde localizarlo en caso de urgencia.
—¿Teléfonos en Albania, teniente? —Sovatsís lo encuentra divertido y se ríe—. Ni siquiera los ministros tienen teléfono en Albania.
Ahora también el abogado ríe. Abro el cajón y saco la fotografía de Karayorgui: la de él y su colega charlando en la cafetería.
—¿Conoce a este hombre? —pregunto, y le paso la foto.
La risa se congela en sus labios.
—¿De dónde la ha sacado? —pregunta cuando consigue controlarse.
—Esto no importa. ¿Lo conoce?
—Si estoy con él, es que lo conozco. —Ha recuperado la compostura—. Se trata de Gustav Krenek, un buen amigo de Praga. Pasé mi infancia y juventud en Checoslovaquia; tengo muchos amigos allí.
—¿Su hermana conocía a ese tal Krenek?
—Sí. Lo conoció cuando Gustav vino a Grecia.
—Tenemos motivos para sospechar que este individuo es responsable del tráfico de niños y que su hermana colabora con él.
—¿Habla en serio? —dice, devolviéndome la fotografía—. Gustav Krenek es un empresario respetable.
—Muchas empresas respetables son tapaderas de otro tipo de actividades, tanto en Grecia como en el extranjero.
—No puede acusar a nadie apoyándose en vaguedades e imprecisiones, sin ninguna prueba concreta. Exijo que mi hermana sea puesta en libertad.
—En cuanto estemos seguros de que no se halla involucrada en algún asunto delictivo, la soltaremos.
—¿Cuándo me permitirán ver a mi cliente? —pregunta el abogado, convencido por mi expresión de que no pienso ceder.
—Ahora mismo.
Llamo a Zanasis a través de la línea interior y le pido que conduzca a Duru a la sala de interrogatorios.
—Me gustaría verla yo también —interviene Sovatsís.
—Lo lamento, pero está prohibido mientras sigan los interrogatorios preliminares. Sólo su abogado. —Me dirijo a Starakis—: Yo, en su lugar, le recomendaría que hablara para favorecer su situación.
Cuando se marchan, recupero el aliento en el despacho de Guikas.
—Está hablando por teléfono —dice Kula.
—Ya colgará —replico secamente, y me precipito hacia el despacho.
Guikas tiene el auricular en la mano. Me indica que tome asiento, pero cuando ve que paseo nerviosamente arriba y abajo comprende la gravedad del asunto y decide colgar.
—¿Qué pasa? —pregunta, molesto porque he interrumpido su conversación telefónica.
Le hablo primero de Sovatsís y luego de la desaparición de Jurdakis.
—Lo de Sovatsís es una buena noticia. Ahora sabemos que Duru es su hermana y que conoce a ese… ¿cómo se llama?
—Krenek.
—Sí, Krenek. Lo de Jurdakis es un problema. Preferiría tener su declaración antes de hablar con Pilarinós, pero no podemos demorarnos más. Déjamelo a mí. —Lo dice como si asumiera un gran peso.
—Hay otra cuestión.
—¿Qué?
—Primero el asesinato del albanés, justo antes de que lo interrogara Petridi; ahora la desaparición de Jurdakis. Alguien recibe sobornos y pasa información.
—¿Quieres que ordene una investigación interna? Tú mismo me pediste que la retrasara.
Considero la posibilidad.
—Esperemos un par de días más. Algo me dice que el caso se va a resolver. Sólo quería ponerle al corriente.
—Vas aprendiendo —dice Guikas con una sonrisa y vuelve a descolgar el auricular.
Delante de la puerta de mi despacho me está esperando la agente que envié a Los Zorritos de Duru.
—He venido para contarle lo que ocurrió ayer. Esta mañana no le he encontrado.
Su expresión despierta mi interés.
—¿De qué se trata?
—Hacia las seis llamaron a la puerta. Era una pareja, extranjeros los dos. Me hablaron en inglés y preguntaron por Duru. Les dije que no estaba y quisieron saber cuándo volvería. No sabía qué hacer y preferí decirles que al día siguiente, para poder avisarlo a usted entre tanto. Entonces ellos entraron en la habitación donde está el parquecito y la mujer tomó a un niño en brazos. Lo arrullaba mientras hablaba con su marido. Con mi rudimentario inglés, comprendí que le decía que era una monada. Les pregunté si querían dejar un número de teléfono pero respondieron que no, que ya volverían.
—Cuando lo hagan, procura entretenerlos y avísame enseguida.
—Sí, señor.
—Buen trabajo —la felicito—. Tienes futuro. —Se va con una sonrisa iluminándole el rostro.
Cuando me quedo solo me entrego a mis cavilaciones; los silogismos consiguen levantarme los ánimos. Saco la lista de llegadas de la carpeta de Karayorgui. Llegada de camión frigorífico de Tirana el 20 de junio del noventa y uno, llegada chárter de Londres dos días más tarde. Llegada de camión el 25 de agosto, nueva llegada chárter el 30. Nueva llegada de camión el 30 de octubre del noventa y uno. Sigue la llegada de un viaje organizado de Nueva York el 5 de noviembre. La misma relación se mantiene hasta el final de la lista, una diferencia de dos a cinco días entre la llegada del camión y la del chárter o del viaje organizado.
Llamo a la centralita para pedir que me pongan con el jefe de Aduanas de la frontera con Albania. Le pido la relación de las entradas más recientes de Transpilar de Albania a Grecia. El último camión pasó hace cuatro días, el penúltimo hace una semana. Uno de los dos llevaba un cargamento de niños, por eso aparecieron los ingleses en la guardería de Duru. Primero llegan los niños y, al cabo de unos días, se trasladan en vuelos chárter o viajes organizados las parejas interesadas en adoptar. Seguramente declaran a un hijo en su pasaporte y, cuando llegan aquí, un empleado de Prespes Travel se encarga del papeleo. Tratándose de chárteres y viajes organizados, los trámites afectan al grupo en su totalidad y nadie se fija en si había un niño en el viaje de ida. Se lo llevan de aquí y se marchan tan campantes. Es lo que descubrió Karayorgui, cruzando la información con las listas. No puedo por menos de admirar el genio organizativo de Sovatsís. Ha montado dos negocios ilegales: la exportación de pacientes necesitados de trasplantes y la importación de niños para adopción, ambos plenamente integrados en los negocios legales de Pilarinós. ¿Empresas internacionales las de Pilarinós? Internacionales también las de Sovatsís. Impecable.
¿Cómo se percató Karayorgui de todo esto? Nunca lo sabré a ciencia cierta, aunque me lo imagino. Descubrió la red de trasplantes por casualidad cuando hizo aquel viaje con su hermana y su sobrina, y empezó a investigar. Dio con Duru y la guardería de niños albaneses. Sospechó lo que ocurría y decidió profundizar en sus pesquisas.
Sotiris me saca de mis cavilaciones.
—Jurdakis y su hijo están aquí.
—Que pasen.
Jurdakis ronda los cincuenta. Está gorda y lleva un abrigo color almendra que la hace parecer más gorda aún. Va emperifollada como un árbol de Navidad: collar de oro, brazaletes de oro, pendientes de oro y un cargamento de anillos de oro. Lleva puesto todo lo que le faltó en su juventud, para desquitarse. El hijo es todo lo contrario. Donde uno esperaría ver a un joven ejecutivo en traje y corbata, aparece un tipo con barba, cazadora gruesa, tejanos y calzado deportivo.
—¿Dónde está su marido? —pregunto a la mujer bruscamente.
—Ayer salió de viaje, ya se lo he dicho al subteniente. —Parece preocupada y nerviosa. En el caso del hijo, la expresión resulta mucho más hermética debido a la barba.
—¿Viaje programado o repentino?
—No, estaba programado desde hacía días.
—¿Adónde ha ido?
—Macedonia… Tracia… La verdad, no sabría decírselo con precisión.
—Y ¿se pone usted en contacto con él?
—Él llama por teléfono porque siempre está en la carretera.
El hijo escucha la conversación sin intervenir. Su mirada va saltando alternativamente de la mujer a mí.
—¿Siempre está en la carretera y ha preferido los transportes públicos en lugar de ir en coche?
—Nunca lo lleva fuera de Atenas. No le gusta conducir.
Menuda patraña, pienso para mis adentros. No se lo ha llevado porque nos sería facilísimo localizarlo. En un transporte público resulta más difícil.
El hijo decide intervenir por fin en la conversación.
—No entiendo, teniente. ¿Está prohibido que mi padre viaje?
Le enseño la fotocopia de su cuenta bancaria.
—¿Puedes explicar de dónde viene la pasta? —pregunto.
No sé si me ha oído, porque fija toda su atención en la hoja.
—¿De dónde la ha sacado? —pregunta finalmente, como si no pudiera creer que se trata de su cuenta.
—No importa, pero ha sido por medios legales, con el permiso del fiscal. Háblame de estas cantidades.
Se vuelve para mirar a su madre. Ella está ocupada admirando sus anillos. Al darse cuenta de que por ese lado no va a recibir ayuda, se ve obligado a responder.
—Las doscientas cincuenta mil son de mi sueldo. El resto, extras.
—¿Qué extras?
—Trabajos míos.
Separo la cuenta de la mujer y se la doy.
—Y sus ingresos, ¿de dónde provienen? ¿De una casa de modas?
—De mi madre —responde enseguida—. Vive con nosotros y comparte los gastos de la casa.
—Su madre también ingresa regularmente doscientas o trescientas mil dracmas, pero no figuran salidas de su cuenta a favor de la suya.
Cuando ven que también tengo la cuenta de la suegra de Jurdakis, no saben qué decir. Sigo atacando.
—¡Tome, la cuenta de su marido! ¡Póngala junto a las otras! —ordeno a la mujer—. El dinero se ingresaba en las cuatro cuentas con pocos días de diferencia. Todas las cantidades, sin embargo, suman un millón exacto. ¿Se puede saber de dónde sacaba los millones su marido, un aduanero jubilado?
—No vivimos de su pensión. Stratos trabaja en otros asuntos —farfulla.
—¿Cuánto le aportan estos otros asuntos para ingresar millones en el banco y construirse un palacio en Mílesi? ¡Diga la verdad, porque de lo contrario están ustedes perdidos! —Me dirijo al hijo—. ¡Tú perderás tu trabajo y tu reputación, y tus padres se quedarán sin la casa! ¡Iréis todos a la cárcel!
De repente, el hijo se revuelve como un loco hacia la madre.
—¡Yo se lo dije! —grita—. ¡Le dije que no quería que ingresara dinero en mi cuenta, pero el muy cabezota no hace caso a nadie!
—Calla —masculla la madre aterrorizada.
Sin embargo, el hijo no está dispuesto a sacrificar su vida y su carrera por su padre. Prefiere hablar y acabar con la cuestión.
—No sé de dónde sacaba la pasta mi padre, teniente. Lo único que me dijo fue que ingresaría dinero en mi cuenta y que yo se lo devolvería poco a poco. Verá que hago reintegros de cincuenta en cincuenta mil. Son las devoluciones. Lo mismo hizo con mi madre y mi abuela.
Recupero las cuentas y las examino. Ciertamente, en todas hay reintegros de cincuenta o sesenta mil, un mes o dos después del ingreso.
—¿Nunca preguntaste a tu padre de dónde provenía el dinero?
—No.
—¿Por qué?
—Tenía miedo —responde.
Los datos de que dispongo no me permiten detenerlos. Digo a la mujer que avise a Jurdakis de que lo quiero ver en Atenas enseguida y los dejo marchar.
—Obtén una orden de arresto para Jurdakis —ordeno a Sotiris cuando nos quedamos solos. Asiente y se dirige a la puerta—. ¿No te has fijado en la jugada de las cuentas? —pregunto cuando se dispone a salir.
—No. No se me ocurrió compararlas.
Llamo a los calabozos y pido que me manden a Duru. Debe de haber pasado una mala noche. Tiene el vestido arrugado y el pelo muy desaliñado. Su mirada, no obstante, sigue siendo la misma, provocadora y fría.
—Te he llamado para informarte —digo con ironía—. Has tenido visitas en la guardería.
Una sombra de inquietud asoma en sus ojos, pero su mirada no vacila, y me contempla con recelo.
—¿Qué visitas?
—Una pareja. Les dijimos que no estabas y mostraron gran interés por uno de los bebés. Lo abrazaron, lo acariciaron, jugaron con él.
Trata de adivinar adónde quiero ir a parar, pero me mantengo inexpresivo. Al final, opta por esbozar una sonrisa.
—Serían sus padres —dice—. Se lo he dicho un montón de veces. Vienen a verlos.
—Serían albaneses graduados en Oxford. Según me dijeron, podrían pasar por ingleses.
—Eran albaneses —se obstina—. Como su gente habla un inglés de pena, creyeron que eran ingleses.
No sabe que sus palabras hieren mi orgullo personal.
—Elenitsa —replico con desprecio para devolverle la ofensa—, la representación infantil ha terminado. ¿Por qué no dices la verdad y terminamos de una vez? Cuanto más tardes en hablar, más investigaremos nosotros, y más acusaciones te colgaremos al final.
—Eran albaneses y eran los padres del niño. Ustedes los asustaron y por eso huyeron. ¿No ve lo que está haciendo? ¡Está arruinando mi negocio!
Seguramente la pareja tenía instrucciones de hablar sólo con ella. Convencida de que no volverán, se hace la dura.
—¿Has hablado con tu abogado?
—Sí.
—¿Y no te ha dicho que te conviene contarnos la verdad?
—Sólo hay una verdad, la que ya le he contado tantas veces. La misma que le referí a él.
—¿Qué le dijiste de tu amigo Gustav Krenek?
—No es amigo mío, sino de mi hermano. Yo sólo lo he visto una vez, cuando vino a Atenas.
Ha recuperado la confianza en sí misma. Me pongo de pie.
—¿Quieres que mande a alguien a traerte una muda de ropa?
—¿Por qué? —vuelve a mirarme con recelo.
—Porque me parece que vas a pasar mucho tiempo aquí —respondo, y salgo del despacho.
Podría buscar a todas las parejas de extranjeros que se albergan en los hoteles de la ciudad y pasarlos por Identificación, pero sé que Guikas no me lo permitiría. Diría que damos palos de ciego, que no disponemos de datos concretos. Las embajadas se pondrían en pie de guerra y perjudicaríamos al turismo.