—¿Dónde has encontrado a los niños? ¡Habla!
—¿Dónde encuentran a los niños las guarderías?
—Los llevan sus padres.
—¿Dónde están los padres?
—Es la tercera vez que se lo digo. Están en el extranjero.
—Nombres, direcciones, teléfonos donde podamos localizarlos.
—Ya le he dicho que están en el extranjero. No encontrará a nadie.
Nos hallamos en la sala de interrogatorios. Eleni Duru está sentada muy erguida en una silla, a un extremo de la mesa. Tiene las manos entrelazadas, apoyadas en el tablero, y nos mira impávida, casi con aire provocador. Yo estoy sentado a su derecha. Guikas se halla frente a mí. Es de las pocas veces que abandona su despacho para presenciar un interrogatorio, evidentemente para subrayar la importancia del mismo.
—¿Nos tomas por idiotas? —pregunta Guikas sin agresividad—. Supongamos que los padres te entregaban a sus hijos y luego se iban de viaje. ¿Con quién te ponías en contacto en caso de necesidad? ¿A quién avisabas si enfermaban?
—Dispongo de un pediatra que viene a visitarlos. En casos de mayor gravedad, los llevaba al hospital. Yo me ocupaba de todo, así los padres podían estar tranquilos.
—¿Y cómo es posible que sean todos albaneses, que no haya ni un griego entre ellos? ¡No nos tomes el pelo! ¡Estos niños entraron en Grecia ilegalmente! —Como siempre, me toca hacer el papel del Malo.
Se encoge de hombros, como si la cosa no fuera con ella.
—No sé cómo entran en Grecia los albaneses o los búlgaros, ni me importa. Yo sólo sé que me los entregaron sus padres.
—De acuerdo —vuelve a intervenir Guikas con suavidad—. Danos las direcciones de los padres para verificar tu declaración y podrás marcharte.
Le felicito en silencio. Indirectamente acaba de decirle que si no nos da la información no se marcha de aquí. Parece que Duru ha captado el mensaje, porque titubea.
—No dispongo de las direcciones aunque le puedo proporcionar un número de teléfono.
—¿Uno? —pregunto con ironía—. ¿Por qué uno? ¿Son todos hijos de los mismos padres, o acaso pertenecen a alguna asociación?
Empieza a sentirse acorralada y procura no cometer deslices.
—Escuchen. El número que les voy a facilitar es de Tirana. Los padres son albaneses que en Albania no pueden criar a sus hijos como debieran. Allí no hay médicos, ni medicinas, ni alimentos adecuados, ni nada. Por eso los traen aquí y me los entregan. Los padres vienen cada dos o tres meses, los visitan y regresan a Albania.
Vuelvo a adoptar mi expresión más feroz.
—¡Estás mintiendo y eso te va a costar caro! Yo te diré qué es lo que pasa. Compráis los niños a sus padres, los traéis a Grecia y los vendéis en adopción. Habéis montado todo un negocio de venta de niños.
—¿Qué está diciendo? —grita indignada—. Soy puericultora diplomada. Mi guardería funciona legalmente, con licencia del Ministerio de Asuntos Sociales. ¿Y usted me acusa de traficar con niños? ¿Qué más va a salir de su mente enferma?
—Si eres puericultora diplomada, ¿por qué trapicheas con trasplantes de riñones? —pregunta Guikas.
Es evidente que esperaba la pregunta, porque se encoge de hombros con indiferencia y responde sin dudar:
—Conozco a algunos médicos, y ellos me plantearon que los pusiera en contacto con pacientes necesitados de un trasplante.
—¿Qué médicos?
—Extranjeros. Checos… Polacos… Húngaros… Conozco a gente en estos países. ¿Existe alguna ley que prohíba a los enfermos recibir atención médica en el extranjero? —No existe, y ella lo sabe. Tampoco podemos demostrar que los órganos fueran comprados a los desheredados de los Balcanes.
Tomo el relevo de Guikas.
—¿Cuál es tu relación con Ramís Seji?
Es la única información sustancial que he logrado arrancarle a la ayudante. No conocía a la pareja de albaneses asesinados, pero cuando le mostré la fotografía de Seji, lo identificó enseguida. Nunca se había presentado en la guardería mientras ella estaba allí. Sin embargo, cuando una tarde volvió para recoger las llaves que había olvidado, lo encontró con Duru. Estaban hablando. Además, dijo que un tal Ramís llamaba a menudo por teléfono y preguntaba por Duru.
Es la primera vez que pillamos a Duru desprevenida.
—¿Quién es éste? —pregunta, pero es evidente que ha perdido el aplomo.
—Un albanés que asesinó a dos compatriotas. Hace dos días, otro albanés lo mató a él en la cárcel de Koridalós.
Le muestro la foto del cadáver, que examina fugazmente.
—Es la primera vez que lo veo.
—No es la primera vez. Tu ayudante lo ha reconocido.
—¿Cómo ha podido reconocerlo si está muerto?
—Por la foto. ¿Quieres que te muestre su declaración?
—No hace falta. Es la primera vez que lo veo.
—No se trata sólo de la foto. Entre las cosas que encontramos en el cadáver, estaba tu dirección. ¿Cómo llegó a tener tu dirección Ramís Seji?
—¿Cómo voy a saberlo? A lo mejor se la dio uno de los padres para que me transmitiera algún mensaje, y no le dio tiempo.
—¿Un padre que confía en un asesino?
—Cualquier albanés puede convertirse en asesino sin darse cuenta —responde con desprecio.
Seguimos jugando a las preguntas y las respuestas durante media hora más, pero no sacamos nada en limpio. Cuando salimos de la sala de interrogatorios, Guikas me dirige una mirada de perplejidad.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunto. Quiero matar dos pájaros de un tiro. Por un lado pido su opinión para involucrarlo. Si algo va mal con Pilarinós, no me podrá cargar el muerto, como pasó con Delópulos. No siempre me sonreirá la fortuna. Por el otro lado, Guikas es mucho más hábil que yo maniobrando, y prefiero cederle la iniciativa.
—¿Cómo llegaban los niños a la guardería? —pregunta él.
—La chica tenía una tarde libre a la semana. No en un día fijo, sino cuando lo decidía Duru. A la vuelta, siempre había una nueva tanda de niños. De vez en cuando, Duru entregaba alguno a sus padres.
Guikas se echa a reír.
—No miente. Se lo entregaba a sus padres adoptivos. —Se pone serio—. A ver qué sacas de Jurdakis. Entretanto, haremos pública la detención de Duru sin mencionar a Sovatsís ni los negocios de Pilarinós. A ver qué hará Sovatsís. Luego se sabrá si lo atrapamos o si hablamos primero con Pilarinós.
Desde mi despacho, llamo al Ministerio de Asuntos Sociales para pedir la dirección del departamento a cargo de las guarderías. La directora me confirma que Los Zorritos tiene permiso desde hace dos años y funciona legalmente. Su ficha está limpia. Pregunto si el inspector vio algo extraño en la guardería.
—¿Qué significa extraño?
—Que todos los niños sean albaneses. Ni uno griego.
—Lo extraño, teniente, es que la mitad de la población de Grecia sea albanesa.
Me deja atónito y cuelgo el teléfono. Parece que la noticia de la detención de Duru ya se ha hecho pública, porque Sotiris entra airoso en mi despacho.
—Por fin tenemos algo, ¿eh?
—No sé. Ya veremos.
—Espero que sí, porque de lo contrario estamos perdidos. Jurdakis nos conduce a un callejón sin salida.
—¿Cómo?
—Tengo las copias de las cuentas bancarias de la familia.
—¿Y? —pregunto extrañado.
—Convencí al fiscal de que era muy urgente. Me dio permiso y ya se arreglará con el juez. Sin embargo, no he descubierto sumas cuantiosas. La mayor asciende a trescientas mil dracmas.
Deja en la mesa las fotocopias de los extractos bancarios. Las recojo y repaso la lista de ingresos. Es cierto: no hay sumas importantes. Son las cuentas del propio Jurdakis y de su hijo las que tienen mayor movimiento. Hay ingresos regulares de doscientas cincuenta mil o trescientas mil, nunca superiores a trescientas mil.
—¿Cuántos años tiene su hijo?
—No sé exactamente, pero es mayor. Trabaja en informática. Creo que es programador.
Seguro que el hijo gana más que el padre. Pero si Jurdakis se embolsa un sueldo complementario, las cifras están aquí. También en las cuentas de su mujer y su suegra figuran ingresos de doscientas o trescientas mil, aunque menos frecuentes.
—Tienes razón. A primera vista, todo está en regla.
Sotiris menea la cabeza decepcionado.
—Por eso digo que Duru es nuestra única esperanza.
Vuelvo a repasar atentamente las cuentas de los Jurdakis. Estoy convencido de que se me pasa algo por alto, aunque no sé qué. Son ya las siete, y decido recoger e irme a casa. Tengo que sacar dinero del banco para Adrianí. Y quiero ver el regalo que ha comprado para Katerina.
Durante todo el trayecto, no puedo apartar el pensamiento de las cuentas bancarias. Mientras espero en el semáforo de la avenida Rey Konstantino para entrar en Spiru Merkuri, de golpe reparo en la cuestión que se me había escapado. Doy la vuelta y me reincorporo al tráfico de la avenida Reina Sofía.
Cuando llego al despacho, los demás ya se han ido. Extiendo las fotocopias, una al lado de la otra. Primero la cuenta de Jurdakis en el Banco Nacional, a su lado la de su mujer en el de Comercio, después la de su hijo en Citibank, y por último la de su suegra en el Banco de Crédito. Las cantidades más importantes se dividen en dos categorías. Jurdakis ingresa ciento cincuenta mil o doscientas mil al mes, regularmente. Debe de ser su pensión. El hijo ingresa dos veces al mes, a veces ciento cincuenta mil, otras doscientas mil. Sus ganancias quincenales, seguramente. Hay sin embargo otra categoría de ingresos que perfilan un movimiento extraño en las cuatro cuentas. El 25 de junio del noventa y uno Jurdakis ingresa doscientas mil dracmas en su cuenta. Dos días después, la mujer ingresa trescientas mil. Tres días más tarde, el hijo deposita trescientas mil más. Por último, la suegra ingresa otras doscientas mil seis días después de Jurdakis. El movimiento de los saldos reproduce la misma pauta varias veces. Las cantidades varían siempre, en ocasiones es Jurdakis quien ingresa la mayor cantidad, otras es su mujer, su hijo o su suegra. El volumen total, sin embargo, siempre coincide: un millón de dracmas.
Abro mi cajón y saco la carpeta de Karayorgui. Separo la lista de los camiones frigoríficos de Transpilar y comparo las fechas. Al recorrido del 20 de junio del noventa y uno registrado por Karayorgui corresponde el ingreso realizado por Jurdakis cinco días más tarde y a continuación, los de su familia. Lo mismo sucede el 25 de agosto. En esta ocasión, la mujer de Jurdakis ingresa doscientas mil el día 30, seguida por el resto de la familia, siendo el hijo el último en ingresar. A todas las fechas registradas por Karayorgui corresponde una serie de ingresos. No obstante, existe una serie de entradas intermedias que siguen la misma pauta pero no guardan relación con las idas y venidas de los camiones frigoríficos. Evidentemente, Karayorgui consiguió localizar algunos recorridos, pero no todos. Los transportes eran mucho más frecuentes y estoy convencido de que, por poco que investigue, descubriré que prosiguieron con la ayuda de otro aduanero.
De modo que éste era el truco. Jurdakis cobraba sobornos de un millón por cada camión. Los cobraba en efectivo y los ingresaba en cuatro cuentas distintas para que si alguien investigara las cuentas por separado, no encontrara ninguna suma que llamara la atención. Sólo la combinación de las cuatro cuentas ofrece la imagen real del caso.
Dejo a Sotiris una nota diciéndole que quiero interrogar a Jurdakis al día siguiente y me voy al banco.