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Me encuentro algo mejor del estómago, pero el café y el cruasán me dan náuseas. Ayer me pasé toda la tarde en la cocina. Ni diccionarios, ni telediarios, ni nada. Adrianí estuvo preparándome la comida para todos los días que durará su viaje, y yo le hice compañía, ya que últimamente estamos muy acaramelados. Cochinillo asado, judías verdes, albóndigas fritas, platos que se pueden comer fríos para que no tenga que calentarlos. Al contemplar aquel banquete me dolió el dinero tirado porque, en cuanto Adrianí se marche, me limitaré a comer souvlakis. Ella me los ha prohibido, dice que los hacen con carne podrida y grasas perjudiciales para el colesterol. A mí eso me importa un bledo, me gustan igualmente. No sé si llegaré a probar sus guisos. El día antes de que vuelva de Salónica, lo tiraré todo a la basura, para que no lo encuentre en la nevera y evitar así la bronca.

—¿Qué has hecho con las listas de pasajeros que te dio Sotiris? —pregunto a Zanasis, que me está mirando con su habitual expresión matutina.

Abre las manos y se encoge de hombros.

—Imposible sacar algo en claro del aeropuerto. Preguntan si eran vuelos regulares o chárteres, y no tengo ese dato. Preguntan de qué compañías aéreas se trataba y los números de vuelo, y no lo sé. Lo único que sé es que los billetes se compraron a través de Prespes Travel, pero con eso no basta. Me remitieron a las compañías aéreas que cubren estas líneas, pero si no dispongo de más datos no pueden proporcionarme información. La única manera será seguir investigando directamente en Prespes Travel.

Ya lo sé, pero de momento eso es imposible. En cuanto me quedo solo, llamo a Kula por teléfono.

—Tengo que hablar con el general. Es urgente.

—Espere un momento. —Aguardo mientras ella consulta con su superior si puedo pasar. Después me informa de que hay vía libre.

El ascensor decide complacerme y llega enseguida. Guikas escucha la historia del albanés sin interrumpirme y yo le muestro el papelito con la dirección en Guisis.

—¿Cuándo podría tener un pelotón de asalto en el número 34 de la calle Kumanudi?

—¿Por qué de asalto?

—No sé qué encontraremos allí y me gustaría estar preparado para lo peor.

Llama por teléfono al jefe del comando de asalto y lo comenta.

—Te avisarán en cuanto estén listos. Calcula un cuarto de hora.

Vuelvo a mi despacho para ver qué ha conseguido Sotiris.

—Jurdakis tiene esposa, hijo y suegra, todos con cuentas bancarias. Él en el Banco Nacional, su mujer en el de Comercio, su suegra en el de Crédito y su hijo en Citibank. Ya he mandado un informe a la fiscalía. Cuando obtengamos la orden judicial, abriré las cuentas.

—Activa el asunto; tengo prisa.

No tomo el Mirafiori, voy con la furgoneta de los de asalto. Aparcamos en Sutsu, la calle posterior, para no llamar la atención. Mientras los hombres rodean la manzana, yo voy al número 34 y leo los nombres en los timbres. Hay unos quince apartamentos, la mayoría habitados por familias, con la excepción de una consulta de dentista, la sede de una empresa comercial y un timbre con nombre impreciso: Los Zorritos.

—Empecemos por aquí —digo a los dos hombres que me acompañan.

Llamo al timbre de la empresa comercial y me abren. Los Zorritos están en el tercer piso. Los hombres del comando se apostan a ambos lados de la puerta y yo llamo al timbre.

—¿Quién es? —pregunta una voz femenina. Las dos palabras bastan para que la identifique como extranjera.

—¡Abran! ¡Policía!

No obtengo respuesta y la puerta no se abre. Se oye ruido de pasos que corren, que se alejan.

—¿Derribamos la puerta? —pregunta un hombre del comando—. Una patada y estamos dentro.

—Espera. A lo mejor nos abren.

—No nos conviene esperar —me indica el otro—. Si están armados, les damos tiempo para que se organicen.

Los vecinos nos han oído y se abren las puertas de los demás pisos. En una de ellas aparece una pareja de jubilados, y en la otra, una mujer de unos treinta años con un niño de la mano.

—¡Métanse en casa y cierren con llave! —grita el hombre del comando ferozmente.

La mujer tira del niño y cierra la puerta.

—¡No lo hagan! ¡Hay niños pequeños! —grita la vieja, asustada.

Hemos dado en el clavo, pienso, mientras se oye otra voz desde el interior del piso, esta vez con acento normal:

—¿Quién es?

—Vamos, señora, no nos haga perder el tiempo. ¡Policía, abran! —respondo con voz de poli hastiado.

—¿A quién buscan?

—¿Abres o derribamos la puerta? —grita el hombre del comando, impaciente por interpretar al duro de Miami.

En el umbral aparece una mujer alta y enjuta, de unos cuarenta y cinco años. Su cabello empieza a encanecer en las sienes, y no lleva maquillaje. Los dos hombres del comando y sus armas automáticas no parecen amedrentarla.

—¿A quién buscan?

La aparto a un lado sin responderle. Detrás de mí entran los dos hombres y cierran la puerta. Nos encontramos en un pequeño recibidor cuadrado, frente a una puerta corredera con panel de vidrio esmerilado. Está cerrada.

—¿Con qué derecho irrumpen en mi casa? ¡Exijo una explicación! —El tono de su voz es ahora severo, aunque contenido: mantiene la sangre fría.

Tampoco le contesto ahora. Abro la puerta corredera y veo dos estancias contiguas. La primera es en parte sala de estar y en parte sala de juegos infantiles. En cada esquina de la pared de enfrente hay un sillón, separados por una mesita. El suelo está cubierto con una moqueta de color granate. Sobre ella juegan cuatro chiquillos, un niño y tres niñas. Parecen de la misma edad, de dos a tres años, y todos llevan ropa humilde aunque limpia. A su alrededor, un despliegue de muñecas, cochecitos, cubos, todo de plástico barato. Los deben de haber comprado en el mercadillo.

Me siento en el suelo con las piernas cruzadas delante de una niña que juega con su muñeca y pregunto:

—¿Cómo te llamas?

En lugar de responderme, la niña me muestra la muñeca.

—¿Te gusta la muñeca?

Tampoco ahora responde, aunque asiente con la cabeza. El niño intenta arrebatarle el juguete. La niña se echa a llorar. Empiezan a discutir en una lengua que no entiendo, aunque me suena a albanés.

—¿Va a decirme por fin qué significa todo esto? —Mi silencio e indiferencia han puesto nerviosa a la mujer, y grita. No me inmuto, sigo sin hacerle caso.

En el centro de la habitación contigua hay un gran parque infantil. Dos niños gatean en su interior, mientras un tercero se agarra de la red. Echo un vistazo y vuelvo al recibidor. La mujer, que me está siguiendo, se ha dado cuenta de que no conseguirá respuestas de mí y se dirige a los dos hombres:

—¿Quién es este señor? ¿Tendrían la amabilidad de decírmelo? —Los dos hombres del comando fingen no haberla oído.

—¡Voy a llamar a la policía para averiguar quién es usted y quién le ha autorizado a irrumpir en mi casa! —me advierte en tono desafiante, pero no lleva a cabo su amenaza.

A la derecha, el recibidor se abre a un pasillo. A la derecha del pasillo está la cocina, y al lado una puerta cerrada, el cuarto de baño, lógicamente. Echo un vistazo a la cocina. Una chica de unos veinte años está sentada con las manos apoyadas en la mesa. Me mira y tiembla de pies a cabeza del susto. Enfrente se encuentra la tercera habitación del piso. Al mirar por la puerta abierta, veo dos moisés. Entro en la habitación y descubro tres más, cinco en total, con bebés de seis a nueve meses en su interior. Niños de todas las edades, para todos los gustos.

Cansada de seguirme, la mujer me espera en el recibidor. Vuelvo junto a ella.

—¿Cómo te llamas? —pregunto bruscamente, en tono casi agresivo.

—Eleni Duru.

—De modo que además de trasplantes de riñón, también te ocupas de cuidar niños.

Aunque se sorprende, su autodominio resulta admirable.

—Soy puericultora diplomada y mi guardería es legal, funciona con permiso del Ministerio de Asuntos Sociales.

—¿Y de qué tipo de niños te ocupas?

—De cualquier tipo, sin discriminaciones, siempre que sus padres puedan pagar mis honorarios.

—Quiero la lista de padres de los niños. Datos completos. Nombres y apellidos, direcciones y números de teléfono.

—¿Por qué?

—Aquí las preguntas las hago yo. Dame la lista.

Por primera vez, pierde la compostura y titubea.

—Se la daré, pero sus padres se encuentran en el extranjero.

—¿Todos?

—Todos.

—¿Dónde?

Intenta encontrar una respuesta convincente a la desesperada.

—No sé dónde, exactamente. Viajan durante un tiempo… Unas semanas… Unos meses… Y como no saben dónde dejar a sus hijos, me quedo a su cuidado hasta que vuelven.

En la mesilla de la sala de estar hay un teléfono. Llamo a Zanasis.

—Manda enseguida a una agente al número 34 de la calle Kumanudi, en Guisis. Tercer piso. Y llama al Ministerio de Asuntos Sociales. Que envíen ahora mismo una asistente social a esta misma dirección. Date prisa, es urgente.

—¿Qué significa esto? —pregunta Duru cuando cuelgo.

—Significa que tú y la chica me acompañaréis a jefatura.

—¿Me detiene? ¿Bajo qué cargos? —Cada vez que se siente en peligro, recupera la sangre fría.

—De momento, quiero hacerte algunas preguntas. Después ya veremos.

Me gustaría dar saltos de alegría, pero Duru es astuta y me contengo para no descubrir mi jugada. Prefiero dejarla en la incertidumbre: el propósito es que se sienta más insegura y angustiada.

—Siéntate —le digo—. Nos iremos en cuanto lleguen la agente y la trabajadora social.

Vacila un instante. Después opta por hacerse la despreocupada. Nos sentamos en los dos sillones y permanecemos en silencio mientras los niños juegan a nuestros pies. De vez en cuando, uno de ellos se acerca a Duru y le muestra su juguete. Ella lo acaricia y le habla. Cuando dos de ellos empiezan a pelear, toma a uno en brazos para tranquilizarlos. Me impresiona la ternura con la que trata a los pequeños. Los dos hombres del comando están sentados frente a mí. Han bajado los fusiles y los sostienen a un lado con discreción. A la vuelta, les faltará tiempo para dejarme en ridículo ante todo poli habido y por haber: he pedido un pelotón de asalto para arrestar a un grupo de bebés.

Media hora más tarde llegan la agente y la trabajadora social. Mientras doy instrucciones a la primera, Duru informa a la segunda. Cuándo debe dar de comer a los niños, cuándo cambiarles los pañales. Le enseña el piso.

—Nos vamos —le digo al final, y llamo a los dos hombres para que traigan a la chica, retenida en la cocina.

La joven nos mira con ojos de animal acosado.

—No te preocupes, no pasa nada —le dice Duru en griego, pero no parece convencerla.

Mientras esperamos el ascensor, la chica se zafa bruscamente de los hombres y se lanza hacia las escaleras. El comando la alcanza en el descansillo de abajo y la trae de vuelta.

Los balcones y las ventanas de los edificios circundantes están llenos de gente que contempla el espectáculo. Una pandilla de reporteros y cámaras ha cerrado la calle delante del edificio. Al verme, se abalanzan sobre mí con los micrófonos tendidos como si fueran lanzas. Hablan todos a la vez y no entiendo qué dicen.

—Sin comentarios —respondo a todos en general, y me encamino hacia la furgoneta, que los de asalto han llevado hasta la puerta. Los reporteros me persiguen y me acribillan a preguntas, pero yo ni los veo ni los oigo.

Meto a la chica y a Duru en el vehículo y partimos hacia jefatura.