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Al día siguiente llego al trabajo media hora antes, a las ocho y media, y bajo directamente al sótano, donde están los archivos.

—Hablando del rey de Roma… —exclama Yannis al verme—. Estaba a punto de llamarte.

—¿Has sacado algo en claro?

—He revisado todos los documentos, uno por uno. Nadie ha pedido verlos desde que fueron archivados. Te lo garantizo.

—Gracias, Yannis.

El que fotocopiaba los informes para dárselos a Karayorgui lo hacía mientras aún estaban en las oficinas, antes de ser archivados. Eso significa que alguien de la jefatura se forra vendiendo información confidencial. Se me forma un nudo en la boca del estómago. Los documentos pululan por los despachos hasta seis meses antes de ir a archivos. En ese tiempo, cualquiera podría sacar un informe del fichero, fotocopiar las hojas que le interesan y volver a colocarlo en su sitio. Imposible descubrir al culpable.

Al enfilar el pasillo, veo a una chica que está esperándome delante de la puerta de mi despacho. Tiene el cabello rubio recogido en cola de caballo. Aunque lleva mocasines, debe de medir lo mismo que yo, es decir, uno setenta y cinco. Viste una cazadora de cuero negro, carísima, y una minifalda confeccionada con gran ahorro de tela, pues apenas alcanza a cubrirle el culo. Desde la faldita se prolongan un par de piernas deliciosamente torneadas. Cuando me acerco, veo que no debe de tener más de veinticinco años.

—¿Es usted el teniente Jaritos? —pregunta.

—Sí.

No lleva ni una mota de maquillaje y tiene los ojos azules, de una frialdad desconcertante.

—Me llamo Nena Delópulos, soy la hija de Kiriakos Delópulos. Quiero hablar con usted.

Ya había oído que Delópulos tenía una hija, pero no me imaginaba que luciera semejante cuerpazo.

—Pase —indico y le abro la puerta, mientras intento adivinar qué será eso tan importante que debe decirme, algo lo bastante grave como para haber sacrificado su sueño matutino.

Se sienta en la silla y cruza las piernas. La minifalda retrocede hacia arriba, ofreciéndome la vista de sus muslos hasta las braguitas blancas, que se vislumbran a través de las medias negras. Yo también cruzo las piernas, no para imitarla sino para apretar el pene entre ellas y controlar la erección. Me apoyo en el respaldo de la silla para aparentar tranquilidad, algo de lo que carezco por completo.

—La escucho.

—Néstor Petratos me ha dicho que vieron su coche cerca de la casa de Marza Kostaraku y que lo consideran sospechoso de dos asesinatos.

—Sólo le pedimos algunas explicaciones —respondo con cautela—. Si lo consideráramos sospechoso, lo habríamos detenido.

—Néstor estaba conmigo la tarde en que murió Marza Kostaraku, desde las cinco y media hasta las siete y media, aproximadamente. —Me observa y añade con sarcasmo casi imperceptible—: Estuvo a mi lado en todo momento; se lo digo para que lo deje en paz.

Así que ella es la amiga a quien Petratos quiso encubrir, por eso no nos dijo su nombre.

—¿Dónde vive usted?

—Tengo la galería Erodios en la esquina de Ifikratus con Aristarju. Es una vieja casa de dos plantas. La galería está en la planta baja. Y yo vivo en la de arriba. La calle Iéronos queda a dos manzanas de allí. Néstor no quiso revelarle que estaba conmigo porque nuestra relación es un tanto… peculiar. —Se interrumpe un momento y vuelve a añadir con el mismo sarcasmo imperceptible—: Mejor dicho, lo era; hasta ayer.

La peculiaridad de la relación consistía en mantenerla oculta de Delópulos. Ella no quería enfrentarse a su padre, y Petratos no quería enemistarse con su jefe. La miro y pienso en Katerina. Sea abogada o fiscal en el futuro, va a necesitar como mínimo diez años para labrarse una carrera. Mientras que ésta, a sus veinticinco años, tiene una galería por gentileza de su papi, se las da de lista y, encima, lo engaña.

Delópulos considera que nuestro encuentro ha terminado y se levanta.

—¿Está dispuesta a poner por escrito lo que acaba de declarar?

Mantiene la puerta entreabierta y se vuelve para mirarme.

—Mi padre y yo nos vemos una vez cada tres meses, señor Jaritos. Anoche, cuando supe que iba a despedir a Néstor, le dije que, si lo hacía, no me vería ni una vez cada tres años. Al final lo convencí. Así que ya ve, no tengo ningún problema en declarar y firmar lo que usted quiera. Encontrará mi teléfono en la guía: Galería Erodiós.

Sale y cierra la puerta a sus espaldas. Tampoco ella se toma la molestia de despedirse. ¿Qué pone el diccionario? Bufón. Sí señor.

Curiosamente, mi primer pensamiento es para Sotirópulos. Ha podido contigo, Robespierre, digo para mis adentros. Lo dabas por vencido, pero él lo tenía todo atado y bien atado.

Enseguida me doy cuenta de que Sotirópulos no es el único perjudicado; también yo salgo mal parado. El capítulo Petratos queda definitivamente cerrado. Si estaba con Delópulos, no pudo matar a Kostaraku. Y si no asesinó a Kostaraku, tampoco es el responsable de la muerte de Karayorgui, ya que los dos crímenes van juntos. Su abogado tenía razón. A posteriori, queda demostrado que Petratos no tenía motivos para matar. ¿Por qué iba a odiar a Karayorgui cuando salía con la hija del jefe? ¿Por qué iba a temer por su puesto de trabajo? Está claro que no lo ha perdido. No sé si su exculpación me reconforta o me fastidia. Ahora tengo las manos libres para ocuparme de Sovatsís. Tendré que informar a Guikas, aunque eso puede esperar. En este momento lo primero es trazar un plan de acción para abordar a Sovatsís. El medio más seguro es Jurdakis, el aduanero. Cuando Sotiris haya reunido la información que necesito, ya lo someteré yo a examen.

De pronto se me ocurre una idea. Busco la fotocopia de la carta del desconocido «N» que había encontrado en el escritorio de Karayorgui.

«En todo ese tiempo he hecho lo que me pedías, pensando que mantendrías tu palabra, pero ya veo que te ríes de mí y que no piensas complacerme. Sencillamente, me tienes en vilo para poder chantajearme y obtener lo que deseas. Pero se acabó. Esta vez no pienso ceder. No me obligues, porque saldrás perdiendo y la culpa será tuya y de nadie más».

¿Podría esa «N» corresponder a Nena Delópulos? ¿Qué hacía, y por qué se sintió engañada por Karayorgui? ¿Interceder ante su padre para que la ascendiera, a cambio de dejarle a Petratos? Karayorgui no lo soltaba y Delópulos la amenazaba, probablemente con el despido. Hasta que Karayorgui, que no quería sacrificar su carrera, se lo cedió a Delopulos. Ésta es la explicación que más me conviene, porque de este modo se llena la laguna sin que aparezcan nuevos sospechosos.

El teléfono me aparta de mis pensamientos. Es Petridi, la juez de instrucción.

—¿Se acuerda de Seji, el albanés al que pidió que interrogáramos en relación a un posible tráfico de bebés?

—Lo recuerdo. Justo en este momento iba a llamarla.

—Su interrogatorio estaba previsto para pasado mañana, pero he tenido que cancelarlo. Lo asesinaron anoche.

La noticia me cae como un bombazo.

—¿Quién lo mató? —pregunto cuando me repongo.

—Uno de sus compatriotas lo apuñaló en los lavabos.

—¿Por qué razón?

—El autor alega que Seji le había robado. Le pidió que le devolviera el dinero, Seji negó que le debiera nada, y el otro le asestó cinco puñaladas en el vientre. Aunque fue trasladado de inmediato al Hospital General de Níquea, en el trayecto murió desangrado. En resumen: se pone fin a la investigación y el caso queda archivado.

—Gracias por informarme —digo para cumplir con la formalidad, y cuelgo el teléfono.

Me devano los sesos intentando descifrar el sentido del asesinato del albanés. A primera vista, no significa nada. Dos albaneses se pelean y uno mata al otro. Un fenómeno cotidiano, tanto dentro como fuera de la cárcel. Sin embargo, ¿es una simple casualidad que lo hayan matado justo cuando Petridi lo llamó a declarar?

Vuelvo a recordar la insistencia de Karayorgui en el tema de los niños, tanta que llegó a sobornar para conseguir mi informe. ¿Tan segura estaba de que el albanés no había matado a la pareja porque le gustara la chica, sino porque se hallaban todos involucrados en un asunto de tráfico de niños? Desde luego, esto explicaría la presencia de quinientas mil dracmas en la cisterna del váter. En tal caso, Seji compartió el destino de Karayorgui y de Kostaraku. Cuando se enteraron de que volvería a declarar, lo asesinaron para cerrarle la boca. No obstante, ¿cómo obtuvieron esta información? ¿Quién se la facilitó? ¿Se la vendió la misma persona que recibía dinero de Karayorgui a cambio de facilitarle los informes? ¿Y a quién se lo contó? ¿A Jurdakis? Es el único nombre que circula por jefatura.

La única solución es ir a la cárcel de Koridalós para averiguar in situ qué ha pasado. Sólo de pensar en el trayecto me mareo, pero no se me ocurre otra salida.

Desde la avenida Alexandras hasta la estación de Lárisa avanzo a paso de tortuga, pero avanzo. En cuanto enfilo la avenida Konstantinopla, me encuentro una caravana de un kilómetro que se detiene cada diez metros. Los coches quedan atrapados en los cruces y cortan el paso, los que intentan salir de las calles laterales tocan el claxon como endemoniados… Un auténtico caos. Cuando llego a Petra Rali, se me ha quedado el cerebro como una coliflor podrida. Ya ni me acuerdo de Sovatsís, del albanés ni de las piernas de Nena Delópulos. El Mirafiori no aguanta tanto, me temo que al final me dejará tirado.

En Petru Rali la situación se normaliza un poco y el Mirafiori comienza a rodar. En Grigori Lambraki, el tráfico mejora aún más. Un cuarto de hora después llego a la cárcel.

Cuando le explico al director la razón de mi visita, se encoge de hombros en señal de impotencia.

—La verdad, no sé qué decirle. Todo indica que se trata de una pelea corriente que terminó a cuchilladas.

—¿Está seguro de que no hay nada detrás?

—¿Cómo voy a estar seguro? Ellos hablan siempre en su idioma. Los de aquí no quieren tratos con los albaneses. En la calle, el autor de la agresión era jefe de una banda que asaltaba a sus compatriotas. Lo mismo hace dentro de la cárcel. Seguramente quería algo de la víctima y, cuando el otro se opuso, lo mató. Después se inventó la excusa del robo.

—¿Dónde consiguió el cuchillo?

—Dijo que lo había robado de la cocina. —Su risa indica que no lo cree—. Lo tenemos aquí, en aislamiento. ¿Quiere hablar con él?

No me parece necesario. En el caso de que haya actuado por cuenta de otro, se atendrá a su versión y de ahí no lo moverá nadie. Igual que Seji.

—No. Pero me gustaría echar un vistazo a los objetos personales de Seji.

—Acompáñeme.

Me conduce al depósito donde han trasladado las pertenencias del albanés. Al verlas, me quedo boquiabierto. Ropa interior nueva, calcetines nuevos, dos camisas nuevas, un par de zapatos probablemente sin estrenar y una cazadora flamante.

—¿De dónde ha sacado todo esto? —pregunto al director—. Cuando estaba en jefatura tenía una cazadora raída y unos tejanos remendados.

—Preguntaré si se lo entregó alguna visita.

—¿Han encontrado alguna cartera? ¿Dinero?

—No, pero si lo llevaba encima debe de estar con sus pertenencias en el Hospital General de Níquea.

Tras las pesquisas del director averiguamos que el albanés no había recibido ni una visita mientras estaba en la cárcel.

Enfilo otra vez la calle Grigori Lambraki, más preocupado que durante la ida. La ropa nueva apoya la versión de que el albanés fue asesinado para que no hablara. Si este bribón tenía dinero para renovar su guardarropa, lo consiguió a cambio de algún trabajo; y el único trabajo que había llevado a cabo fue matar a la pareja. No es difícil imaginar cómo llegó el dinero a sus manos, dado que no había recibido visitas: se lo mandaron por medio de uno de los celadores. El primer interrogatorio no les inquietó, porque logró convencerme de que se trataba sólo de un crimen pasional. Le pagaron y se quedaron tranquilos. Sin embargo, cuando la juez de instrucción lo convocó para una declaración suplementaria, se asustaron y lo liquidaron para no dejar cabos sueltos.

Conduzco distraído y paso de largo ante el desvío de Jrisostomu Smirnis. Me veo obligado a retomar Petru Rali y regresar por la avenida Civón.

El médico que cuidó del albanés ya se ha marchado, pero me topo con la jefa de enfermeras, una mujer solícita y diligente. Ella misma me acompaña al almacén. La ropa del albanés está metida en una gran bolsa de basura. Vuelco el contenido y examino las prendas de una en una. Aunque llevaba la misma cazadora que en jefatura, los tejanos son nuevos. No obstante, aquí tampoco hay dinero.

—¿No llevaba dinero encima? —pregunto a la jefa, que se ha quedado para ayudarme.

—Si lo llevaba, estará en contabilidad.

El responsable del departamento de contabilidad se dispone a salir y no disimula su disgusto por el retraso que voy a ocasionarle. Abre la caja fuerte y me entrega un billetero. Es de plástico barato, con la imagen de la Acrópolis estampada en dorado, de esos que se adquieren en cualquier quiosco de la plaza Omonia. Parece a punto de reventar. Lo abro y saco un fajo de billetes de cinco mil y tres de mil. Cuento los primeros. Veinticinco. El granuja llevaba encima ciento veintiocho mil dracmas, más el dinero que gastó en ropa. Debió de tener unas doscientas mil. El resto son documentos redactados en albanés. No entiendo qué dicen, aunque parecen emitidos por un organismo oficial. Por último, desabrocho el bolsillo para monedas. Sólo encuentro un papelito desgastado y lo abro. Alguien ha anotado con caracteres albaneses y en mayúsculas:

KUMANUDI 34 GUISIS

Lo miro extrañado. Luego me lo guardo en el bolsillo y me voy.