—No hay forma de localizar a Eleni Duru —me informa Sotiris a la mañana siguiente—. Cuando se hizo el documento de identidad declaró que vivía en la calle Skopelu, en el número 14, pero se mudó hace cinco o seis años, después de la muerte de su marido. Nadie sabe adónde. El titular del teléfono era su marido y ella lo dio de baja hace dos años. En la actualidad no figura ningún número a su nombre.
—Sigue buscando. Es imprescindible que la encontremos.
—Han contestado de Aduanas sobre los camiones de Transpilar.
—Dime.
—Transportaban mercancías para empresas griegas y norepirotas[6] en Albania. Regresaban vacíos.
—¿Vacíos?
—Sí. Pero hay algo que no encaja.
—¡Sotiris, me tienes harto! ¿Qué es lo que no encaja?
—Todos los documentos de entrada de Albania a Grecia están firmados por el mismo funcionario de Aduanas, un tal Lefteris Jurdakis. ¿No le parece extraño que a los camiones de Transpilar les toque siempre el mismo aduanero?
No sólo me resulta extraño sino que apesta a cien kilómetros.
—Ponte en contacto con la aduana de la frontera. Quiero hablar con ese tal Jurdakis.
—Ya no trabaja allí. Se acogió a la jubilación anticipada.
—Que Zanasis se ocupe del aeropuerto, tú ponte a buscar a Jurdakis. Quiero que lo encuentres como sea.
No cabe duda de que alguien daba el soplo a los conductores en Albania y que ellos cruzaban la frontera cuando Jurdakis estaba de servicio. Seguro que los conductores también eran siempre los mismos. Podría pedir sus nombres a Transpilar, pero se enteraría Pilarinós y empezaría a hacer preguntas. Prefiero esperar hasta después de interrogar a Jurdakis. El teléfono me saca de mis cavilaciones.
—Sube a mi despacho —ordena Guikas en tono tajante.
El ascensor vuelve a hacer de las suyas. Sube y baja entre el cuarto y el tercero. Ya harto, decido ir por la escalera.
Kula no está, y entro sin llamar en el despacho de Guikas. Sobran las ceremonias.
Guikas, sentado a la mesa, tiene enfrente a Petratos y a otro hombre de unos cuarenta años, impecablemente vestido. En el extremo de la mesa se sienta Kula, con un bloc en el regazo, lista para tomar notas.
—Siéntate —indica Guikas.
Tomo una silla de la mesa de reuniones y la llevo al otro extremo de donde se encuentra Guikas, para tener a Petratos de frente.
—Te presento al señor Sotiríu, el abogado del señor Petratos. —Guikas señala al cuarentón—. El señor Petratos accede a responder a nuestras preguntas.
Petratos me perfora con una mirada cargada de veneno.
—Antes de proseguir —dice el abogado—, quisiera ser informado del resultado del análisis grafológico de la muestra de escritura de mi cliente.
Guikas se vuelve hacia mí y me mira. Otra vez asume el papel de Bueno de la película, dejándome a mí el de Malo, y cediéndome por lo tanto la iniciativa. De acuerdo, no hay mal que por bien no venga.
—El resultado es negativo —respondo con toda la tranquilidad que me es posible, lo que suscita la sonrisa triunfal de Petratos, que es peor que una bofetada—. No obstante, esto por sí solo no significa nada.
—Significa mucho, de otro modo no habría insistido tanto en conseguir la muestra —ataca el abogado.
—Esta conversación resulta desagradable para todos —interviene Guikas—. Vayamos al grano y terminemos cuanto antes.
Me dirijo a Petratos.
—A la hora del asesinato de Marza Kostaraku, alguien vio su coche aparcado en la calle Monís Seku, a dos manzanas de Iéronos, donde vivía Kostaraku. ¿Podría decirme qué hacía allí en el momento del crimen?
—¿Está seguro de que se trata de mi coche?
—Un Renegade con matrícula XPA-4318. ¿No es su coche?
Es mentira: el testigo no vio la matrícula, pero intento pillarle en falso.
Petratos mira confuso a su abogado, que no parece inquietarse lo más mínimo. Por el contrario, alienta a su cliente con una sonrisa.
—Di la verdad, Néstor. No tienes nada que temer.
—No sé a qué hora fue asesinada Kostaraku, pero es cierto que me encontraba en el barrio entre las cinco y media y las siete y media de la tarde. Fui a visitar a una amiga.
—¿Quién es esa amiga? Nombre, apellido y dirección. —Por fin empiezo a arrinconarlo.
—¿Por qué quiere saberlo?
—Vamos, señor Petratos —interviene Guikas con expresión obsecuente—. Sabe muy bien que tenemos la obligación de comprobar su testimonio. No porque cuestionemos sus afirmaciones, sino porque es el procedimiento habitual.
Petratos parece más confuso. Vacila y reflexiona.
—Lo siento, pero no puedo revelarles la identidad de la chica.
—¿Por qué?
—Hay razones que me obligan a mantenerla en secreto —responde.
—Su identidad no será revelada salvo que resulte absolutamente necesario.
—El señor Petratos no tiene la obligación de contestar —interviene de nuevo su abogado.
—Cierto, pero las cosas serán más fáciles para él y también para nosotros si contesta. De lo contrario, nos obligará a investigar más a fondo.
—Investiguen —replica el abogado, desafiante—. Ya han analizado la muestra de escritura y no han encontrado nada. Tampoco ahora lo encontrarán, porque no hay asesinato sin móvil. Y mi cliente no tenía móvil alguno para matar a Karayorgui ni a Kostaraku.
—El señor Petratos mantuvo relaciones con Karayorgui. La ayudó a ascender, y ella lo abandonó. También sabemos que Karayorgui codiciaba el puesto del señor Petratos. Por lo tanto, tenía muchos motivos para odiarla.
Petratos se echa a reír a carcajadas.
—Es posible que Karayorgui deseara mi puesto, pero no tenía la menor posibilidad de conseguirlo. Ninguna, teniente. Se lo garantizo.
Habla con tanta convicción que empiezo a dudar.
Sotiríu se pone de pie.
—Creo que lo mejor será que demos por terminada esta conversación —dice—. Si tan seguro está de que el señor Petratos es el asesino, no tiene más que detenerlo. Sin embargo, le advierto que si lo retienen sin pruebas pienso presentar una denuncia a la fiscalía. Pondré en pie de guerra al mundo periodístico y lo destrozaré.
Hago un último intento, aunque sé que será en vano.
—Parte del alambre que se utilizó para estrangular a Kostaraku fue hallado bajo el coche del señor Petratos.
—Si pretende probar que el asesinato se perpetró con este trozo de alambre, yo le demostraré que también pudo llevarse a cabo con un alambre de mi jardín. —Se dirige a Petratos—: Vámonos, Néstor. No hay nada más que decir. —Acto seguido se vuelve hacia Guikas—. Mis respetos, general. —No considera necesario despedirse de mí; yo soy la pieza desechable.
—¿Qué hemos sacado de todo este asunto? —pregunta Guikas cuando nos quedamos a solas.
Intento aprovechar la situación al máximo.
—En primer lugar, no sabíamos con certeza si el Renegade era realmente de Petratos, porque nuestro testigo no se había fijado en el número de matrícula. Ahora estamos seguros. En segundo lugar, está la amiga de Petratos. O se lo ha inventado para escurrir el bulto, o bien trata de proteger a alguien muy conocido. En mi opinión, se trata de lo segundo.
—¿Qué hacemos ahora?
—Intentaremos localizar a la chica, para no dejar cabos sueltos.
Su mirada me indica que no está convencido. Cambio inmediatamente de tema y le hablo de Sovatsís, los trasplantes y los camiones frigoríficos de Transpilar. Después del jarro de agua fría que nos ha tirado Petratos, le alivia saber que no voy a echar más leña al fuego persiguiendo a Pilarinós.
Me reservo lo del aduanero para el final.
—A éste quiero encontrarlo enseguida. Lo malo de este caso es que no sabemos cuál era exactamente el móvil del crimen y nos vemos obligados a investigar todas las posibilidades. Petratos, Sovatsís, los trasplantes, los camiones, todo.
—Si algún día lo resolvemos, encenderé una vela a la Virgen —dice desesperado.
Sotirópulos me aguarda ante la puerta de mi despacho.
—¿Viste mi crónica en el informativo de ayer?
—Sí —respondo secamente.
—Y eso no es nada. Bastaría con investigar un poco más a fondo para demostrar que el caso Kolákoglu es un simple montaje.
—Ya veremos qué pasa si te denuncia el padre de la niña.
—No se atreverá. Tendría que permitirle declarar, y los abogados se la merendarían.
Sus palabras me revuelven las tripas y agarro el pomo de la puerta para refugiarme en mi despacho, pero él me sujeta por el brazo.
—Tengo algo más para ti.
—De qué se trata.
Se agacha y me susurra confidencialmente al oído:
—A Petratos le han dado la patada. Delópulos lo despidió anoche.
—Eso no es ninguna novedad.
—Esta vez es seguro. Mañana o pasado estallará la bomba. Eres el primero en saberlo.
—¿Por qué te alegras tanto?
—Porque ahora vendrá a llamar a la puerta de nuestra cadena, pero le pararé los pies. Voy a vetarlo.
Cuando estoy a punto de cerrarle la puerta en las narices, veo que Sotiris se acerca.
—Perdona, tengo trabajo —me despido de Sotirópulos en tono cortante.
—He localizado a Jurdakis —anuncia Sotiris en cuanto nos quedamos solos—. Tiene una granja en Mílesi.
—¿Dónde queda eso?
—Pasado Malakasa. En la curva que baja hacia Oropós.
—Buen trabajo. Prepárate, nos vamos.
Me mira sorprendido.
—¿No lo llamo para que venga aquí?
—No. Prefiero que vayamos a verlo nosotros. —Pienso que un poco de aire puro me sentará bien.
Pasado Filocéi, el tráfico disminuye y llegamos a Kifisiá en media hora. Sin embargo, justo al torcer en Nea Erizréa para salir a la nacional, se desata un repentino e intenso chaparrón. Afortunadamente, la nacional está desierta y, a pesar de que no superamos los sesenta, llegamos pronto a Malakasa. El pueblo está vacío, ni un alma en las calles. Me detengo delante de Tráfico y mando a Sotiris a preguntar si saben dónde está la casa de Jurdakis. Mientras espero, bajo un poco la ventanilla para aspirar el aroma de pinos mojados, pero la lluvia me empapa la manga. Suelto un taco y subo la ventanilla.
Sotiris vuelve corriendo y se mete en el coche. En Tráfico no saben dónde vive Jurdakis; sugieren que preguntemos en el quiosco de Mílesi. Cómo no se me había ocurrido. En Grecia, lo que no sabe la policía lo saben los quiosqueros.
Por la carretera a Mílesi no circula ni un vehículo. A la derecha se extienden los cultivos. A la izquierda, el campamento militar abandonado de Malakasa. Dos kilómetros más adelante, terminan los campos y nos adentramos en un bosque de pinos. Ha disminuido la intensidad de la lluvia, que ahora cae cansinamente. La carretera inicia una pendiente. Pasada la curva, vemos el quiosco, junto a la parada del autobús. El quiosquero nos indica que sigamos bajando por la vía que transcurre por delante de su quiosco. Es un camino estrecho y sin asfaltar, y el Mirafiori patina constantemente en el barro. Pienso que tendré que volver haciendo marcha atrás, porque será imposible dar la vuelta con el coche.
Al final del camino, a la izquierda, se extiende una granja inmensa que trepa por la ladera y que debe de llegar hasta la carretera de Oropós, al otro lado. Una casa se yergue al fondo, aunque en realidad se trata de una gigantesca construcción de tres plantas. Ni que hubieran desmontado una de las torres de Mani para trasladarla a Mílesi. No puedo ver la cara que pongo en el retrovisor, pero si se parece a la de Sotiris, entonces tengo expresión de alelado total.
—¿Entramos? —pregunta cuando logra salir de su asombro.
—¿Para qué? ¿Para preguntarle por qué siempre estaba de guardia cuando pasaban los camiones de Transpilar? La casa habla por sí sola. ¿Comprendes ahora por qué quería venir aquí? Para ver cómo vive.
Sotiris me observa sin añadir palabra. Subo al coche, arranco y empiezo a alejarme marcha atrás. Un poco más allá nos quedamos atrapados en el barro, y Sotiris sale para ayudar. Mientras piso el acelerador y Sotiris empuja por el capó, se abre una de las ventanas de Jurdakis y asoma una mujer, que se queda mirando nuestra desgracia.
—Mañana te dedicarás a investigar el árbol genealógico de Jurdakis —digo a Sotiris cuando, después de mucho bregar, llegamos otra vez al quiosco—. A él mismo, a su mujer, a sus hijos, suponiendo que los tenga, a sus padres, si todavía viven. Solicitarás el permiso del fiscal para indagar en las cuentas bancarias de toda la familia. Quiero saber qué cantidades se ingresaban, cuándo y quién lo hacía. Sólo hablaremos con él cuando estemos en condición de arrinconarlo. —He aprendido mi lección con Petratos y no quiero abordar a Jurdakis sin disponer de datos suficientes.
La lluvia ha cesado por completo. Al adentrarnos de nuevo en el pinar, bajo la ventanilla para respirar su aroma y limpiar mis pulmones.