Nos sentamos en una mesa junto a la cristalera que da a Patisíon. Zisis ataca un helado y yo un agua con gas. Pasa una y otra vez la cuchara por el bol para dejarlo limpio y evitarles la molestia de lavarlo.
—Jristos Pilarinós —dice después en tono grave—. Hijo de refugiados políticos. Nacido en Praga, donde creció y estudió Ciencias Económicas. Nunca se metió en política. Al terminar los estudios, entró a trabajar en una empresa estatal. Creo que en la CSA, las líneas aéreas checoslovacas, aunque no he podido confirmarlo. Era eficiente y pronto ascendió de los puestos intermedios a los superiores. No pudo llegar a lo más alto porque los cargos directivos estaban reservados a la gente del partido. A principios de los años ochenta apareció de repente en Grecia y abrió una agencia de viajes. La pregunta es: ¿de dónde sacó la pasta para abrir negocios en Grecia el funcionario de una empresa estatal socialista?
Guarda silencio y me mira con una sonrisa taimada. No hace falta que me devane los sesos, enseguida sé adónde quiere ir a parar.
—Se la dieron los checos.
—Exactamente. Todos los países socialistas abrían negocios en el mundo capitalista porque necesitaban divisas. Algunos de estos negocios se montaban a través de los partidos hermanos del país en cuestión, pero la mayoría de las veces usaban hombres de paja. Pilarinós pertenecía a esta segunda categoría.
—¿Por qué confiaron los checos en un refugiado político griego? ¿Qué seguridad tenían de que no acabara llevándose el dinero?
Zisis sonríe con condescendencia, como si estuviera hablando con un retrasado mental.
—Disponían de toda una maquinaria de control. Para empezar, al lado de cada hombre de paja había otro personaje, generalmente un miembro del partido, que vigilaba sus movimientos a diario. Además, el partido hermano del país en el que operaban las empresas ejercía una supervisión y mantenía informados a los camaradas del otro partido. Al margen de todo esto, se reservaban además un medio de presión.
—¿Qué tipo de presión?
—El padre de Pilarinós murió hace años, pero su madre vive todavía. Vino de Checoslovaquia a principios de 1990.
—¿Qué me estás diciendo? ¿Que usaban a la madre de Pilarinós para presionarlo?
Zisis se encoge de hombros.
—No sería la primera vez, aunque no podría asegurarlo categóricamente. Los asuntos financieros de los partidos corrían a cargo de un grupo muy reducido de cuadros dirigentes. Había líderes en puestos muy elevados que no sospechaban siquiera lo que ocurría. ¿No te parece extraño que el hijo tenga un fortunón en Grecia y la madre viva de su pensión en Praga?
No sólo me parece extraño sino que clama al cielo. Zisis menea la cabeza con expresión fatalista.
—Controles, encubrimientos mutuos; lo tenían todo calculado al milímetro. Sólo un punto se les escapó: que todo aquel montaje se vendría abajo como un castillo de naipes en el ochenta y nueve. De repente Pilarinós es dueño de una vasta fortuna, toda para él solito. El Partido Comunista de Checoslovaquia se disuelve, los altos mandos se dispersan, y los que suben al poder no disponen de documentos para reclamar estas fortunas. Lo más probable es que ni siquiera conocieran su existencia.
—Y de la noche a la mañana el hombre de paja se convierte en un hombre de negocios.
—Exacto. —Zisis se inclina hacia delante y baja la voz—. Pilarinós se apropió de dinero ajeno, mucho dinero. No sólo lo odio yo, sino también los del partido. Les gustaría que se pudriera en la cárcel, pero para meterlo entre rejas haría falta sacar a la luz otras cosas. Te cuento todo esto para que sepas que no despierta las simpatías de nadie. —Cambia de posición. Se apoya en el respaldo de la silla, me mira y dice sin dudarlo ni un segundo—: No obstante, es imposible que esté metido en asuntos turbios.
—¿Por qué?
—Piensa un poco. Mientras existía el régimen socialista de Checoslovaquia, no se atrevía a dar ni un paso. Lo habrían liquidado. Ahora posee un inmenso patrimonio. ¿Por qué arriesgarse con dinero sucio?
—Escucha, Lambros. Karayorgui era ambiciosa, pero no tenía ni un pelo de tonta. Había reunido tal cantidad de datos que a nosotros nos hubiese llevado un año recogerlos. Si lo investigaba tan a fondo, es que había descubierto algo.
—¿Estás seguro de que investigaba a Pilarinós y no a alguien de su entorno?
De golpe recuerdo las fotos que había hecho Karayorgui. La del grupo de hombres en el club nocturno y la de aquellos dos tipos en la cafetería.
—Vamos a dar una vuelta —propongo a Zisis.
—¿Dónde?
—Hasta mi despacho. Quiero mostrarte una cosa.
—Ni hablar —contesta como si le hubiese mordido una víbora—. Yo no pienso poner el pie en jefatura. Estuve a punto de perder la pensión porque tardé tres meses en pediros el certificado que necesitaba. He querido ayudarte, pero no te pases.
—¿Y una solución de compromiso? —propongo riéndome—. Iremos hasta la entrada. Tú te quedas en el coche y yo subiré al despacho para buscar algo que quiero que veas.
—Si me quedo en el coche, de acuerdo —dice, y se levanta enseguida.
Son las once pasadas, y no hay demasiado tráfico. Después de la plaza de América, donde se ensancha la avenida Patisíon, no nos detiene ningún semáforo y, en menos de veinte minutos, estamos en jefatura. Durante el trayecto, hablamos de cualquier cosa. Pregunta cómo le van los estudios a mi hija. No conoce a Katerina, pero sabe que estudia en Salónica. Empiezo a contarle mis penas porque no viene para Navidad y, sin darme cuenta, vierto todo el veneno que llevo dentro contra el merluzo. Zisis escucha sin interrumpirme. Comprende que me hace bien hablar y desahogarme.
Se queda dentro del Mirafiori mientras yo subo corriendo al despacho y bajo las dos fotos de Karayorgui. Le enseño primero la del club nocturno.
—Éste es Sovatsís —dice en cuanto la tiene en las manos, y señala al tipo de pelo engominado y sonrisa de estreñimiento.
—¿Quién es Sovatsís?
—El miembro del partido encargado de la vigilancia de Pilarinós.
—¿Y los otros dos?
—Extranjeros, seguro. A éste no lo conozco. El otro, el que está sentado junto a Pilarinós, me resulta familiar, pero no recuerdo dónde lo he visto.
Su dedo se detiene, no sobre el cara de pan sino sobre el otro, el que se encuentra al lado de Pilarinós. De repente, da un brinco en el asiento.
—¡Claro! —grita entusiasmado—. ¡Es Alois Hacek! ¡Uno de los dirigentes del Partido Comunista de Checoslovaquia! Era el responsable de finanzas del partido y seguro que vino a Grecia para controlar las actividades de Pilarinós.
Le muestro la fecha, abajo a la derecha.
—14 de noviembre del noventa —murmura sorprendido—. El partido ya se ha disuelto, ¿y él hace viajecitos a Grecia?
Saco la otra foto, la de los dos hombres que están charlando en la cafetería. Zisis mira la fecha: 17/11/90. Coloca las fotografías una al lado de la otra. No digo nada, lo dejo pensar con tranquilidad. Menea la cabeza y suspira.
—¿Quieres saber qué pasó en estas dos fechas en Atenas? —pregunta—. Te lo diré, y no creo que me equivoque. —Se interrumpe para ordenar sus pensamientos y prosigue—: Cuando a finales del ochenta y nueve se vienen abajo los regímenes socialistas, los cuadros dirigentes de sus partidos lo pierden todo. El pueblo se frota las manos. Se acabaron los buenos puestos, se acabaron las dachas, se acabaron las limusinas; todos al paro. Pero no es exactamente así, porque aquella gente había tenido el monopolio del poder durante cuarenta años. Son los únicos que saben gobernar, los únicos que tienen contactos con el resto del mundo, los únicos capaces de moverse y relacionarse. Y lo hacen. De mandos del partido pasan a convertirse en empresarios. Antes hablaban de política, ahora sólo les importan los negocios. Alois Hacek pertenece a esta categoría. Seguramente debía de tener pruebas de que Pilarinós había sido financiado por el Partido Comunista de Checoslovaquia. En noviembre de 1990 viene a Atenas para hablar con Pilarinós. «¿Qué prefieres?», le dice. «¿Que entregue las pruebas al nuevo Gobierno para que puedan reclamar tus empresas, o que nos convirtamos en socios?». ¿Qué habrías hecho tú en su lugar? Es cien veces mejor tener un socio que perderlo todo.
Dirige la mirada a las dos fotografías apoyadas en el parabrisas. Pilarinós me mira, vaso en alto. Desde luego no brinda a mi salud, sino a la salud de su colaboración con Hacek en el negocio.
—Sin embargo, hay una pega. —La voz de Zisis me devuelve al presente.
—¿Cuál?
—Los otros dos. Ya te he dicho que la maquinaria del partido basaba su buen funcionamiento en los controles. Del mismo modo que Sovatsís vigilaba a Pilarinós, el otro, el que está sentado a su lado, vigilaba a Hacek. Fueron estos mandos intermedios los que pagaron el pato. Ya nadie los necesitaba, eran objetos perdidos y no reclamados. Sin embargo, para Sovatsís y el otro las cosas no eran tan fáciles, porque ellos sabían. ¿Qué podían hacer Hacek y Pilarinós? Les dieron un hueso que roer para que mantuvieran la boca cerrada. Pero esos dos no quedaron satisfechos. Mira qué sonrisas más elocuentes. Toda la vida conformándose con las migajas, y ahora los otros se llevan la parte del león y a ellos les tiran los despojos. Deciden montar su propio tinglado. Tres días después vuelven a reunirse para hablar. Es lo que representa la segunda fotografía.
—¿A qué tinglado te refieres?
—¿Cómo voy a saberlo? A ti te corresponde averiguarlo.
Miro a los dos tipos, sentados uno al lado del otro. Uno con el pelo engominado, el otro con flequillo; ambos con la misma sonrisa ácida.
—Dos negocios, uno dentro del otro —digo—. El primero es legal, el segundo clandestino. Se aprovecha de los recursos del primero y de la seguridad que le brinda, porque ¿a quién se le ocurriría investigar las empresas de Pilarinós?
—A esa periodista, sin ir más lejos —me recuerda Zisis.
—A Karayorgui…
—Karayorgui no iba detrás de Pilarinós, sino de Sovatsís.
De repente recuerdo de qué me sonaba la cara de Sovatsís. De los recortes de prensa, donde figuraba detrás de Pilarinós. Las piezas van encajando. Las fotos, en las que siempre aparece Sovatsís, los esquemas, las listas, todo. Desde el principio, algo no cuadraba en el asunto Pilarinós. Me parecía poco probable que un empresario de su calibre jugara con dinero sucio. Sin embargo, lo que no encaja con Pilarinós le viene como un guante a Sovatsís. Se me quita un peso de encima porque, con Pilarinós al margen, las cosas resultan más fáciles.
—¿Sabes cuál es el nombre de pila de Sovatsís?
—Dimos.
Es el único detalle que me molesta: la carta del desconocido «N». Si Sovatsís se llama Dimos, las cartas no son suyas. ¿Quién dice, sin embargo, que las cartas están relacionadas con este caso y no con otro cualquiera?
—¿Y una tal Eleni Duru? ¿Te suena?
—¿Duru?… No. —Abre la puerta—. Ahora que te lo he aclarado todo, puedo ir a dormir —añade satisfecho.
—Te llevo.
—No hace falta, está lejos. Tomaré un taxi.
—¿Por qué gastar dinero en un taxi? Yo te llevo.
—¿Sabes cuántas veces he hecho este trayecto a pie porque estaba sin blanca? —dice—. Al menos, ahora puedo pagar.
Gira para abrir la puerta, pero alargo la mano y lo agarro del brazo.
—¿Por qué me ayudas, Lambros? —pregunto bruscamente.
¿Qué me va a responder? ¿Que lo hace por afecto? ¿Por amistad? ¿Porque está agradecido?
—Cuando ya no te queda nada en que creer, crees en la policía —responde con una sonrisa cargada de amargura—. Sois el fondo. He tocado fondo y nos hemos encontrado. Eso es todo.
Abre la puerta para bajar, pero de pronto cambia de opinión.
—También lo hago porque eres legal —añade.
—¿Porque soy legal? —Mi mente vuela a Bubulinas.
—Oí lo de Kolákoglu en la radio. En serio, eres un tipo legal.
A través del parabrisas lo veo alejarse rápidamente. Un poco más allá, para un taxi y se monta en el vehículo.
Meneo la cabeza. Así son los viejos comunistas. Piensan que nosotros, los polis, somos bestias salvajes que matamos a la gente y luego nos vamos de juerga. Cuando se topan con alguien que no encaja en sus esquemas, se sorprenden y se alegran como si lo hubiesen metido en el partido.
El taxi arranca y yo también, detrás de él.