30

A la vuelta, el conductor del coche patrulla cambia de itinerario. Sale por la calle Iakovaton y enfila la avenida Patisíon.

—Les dices que el fugitivo frecuenta un bar, y a ellos no se les ocurre otra cosa que preguntar en los hoteles de los alrededores —dice Zanasis—. Cualquier reporterillo sabría hacer mejor su trabajo. —Ocupa de nuevo el asiento del acompañante.

—Suele pasar cuando uno controla las investigaciones desde el despacho, por medio del teléfono, y no sale a la calle a dirigirlas en persona —respondo.

Me trago lo de «eres un cretino», porque no quiero ponerlo en evidencia delante del conductor, que tiene menos rango.

No estoy seguro de haber obrado bien con Kolákoglu. A lo mejor me he dejado llevar por mi convicción de que es inocente. Pero no sé qué otra alternativa me quedaba. A fin de cuentas, todo este jaleo ha servido para algo. Ha demostrado que Kolákoglu no cuenta con la ayuda de nadie para ocultarse, o bien que el tipo ha agotado sus recursos y se ha visto obligado a refugiarse en hoteles con falsa identidad. De modo que ahora sabemos dónde buscar y nos resultará fácil volver a encontrarlo. Guikas es el único punto negro. Por enésima vez, he actuado sin su conocimiento. He hecho lo que me ha dado la gana y no sé cómo reaccionará.

Cuando llegamos al semáforo de la avenida Alexandras, Zanasis vuelve a abrir la boca.

—¿Quiere que le cuente ahora lo de Petratos? —pregunta al pasar por delante del Campo de Marte.

—Dime.

Prefiero que me lo cuente ahora, porque ya es mediodía y me espera un montón de trabajo en el despacho. Además, tendré que informar a Guikas.

—He encontrado a alguien que vio un Renegade aparcado a dos manzanas de la casa de Kostaraku.

—¿A qué hora?

—A las seis y media. Es abogado e iba hacia el bufete. Su coche estaba aparcado justo delante del Renegade.

—¿Se fijó en el número de matrícula?

—No.

—Pregunta a los vecinos de Petratos si alguien vio su plaza de aparcamiento vacía después de las cinco.

—Ya lo he hecho. Uno de los inquilinos bajó al garaje poco antes de las seis y está seguro de que el coche de Petratos no estaba allí.

Habla con tono de suficiencia, porque ha encontrado la manera de compensar su metedura de pata con Kolákoglu.

—¿Ves cómo todo va sobre ruedas cuando te dignas salir a la calle? —digo en tono paternal. Lo interpreta como señal de reconciliación y sonríe aliviado.

Subo directamente al despacho de Guikas. Si me retraso podría empeorar las cosas. Me escucha sin interrumpirme ni una sola vez.

—¿Seguro que fueron al hotel sin avisarnos antes? —pregunta cuando acabo.

—Sí, seguro. Ni a nosotros ni a la comisaría del distrito.

—¿Hay testigos que puedan confirmarlo?

—El hotelero, que llamó a la policía. Y los agentes que los encontraron allí.

—Has hecho muy bien en dejarlo marchar —dice satisfecho—. Ahora ya no se atreverán a hablar más de Kolákoglu. Lo hemos perdido por su culpa. —Me mira y sonríe—. Ayer te sorprendiste al ver que me ponía en contacto con Delópulos enseguida. Él recibió la información, quiso actuar a nuestras espaldas y metió la pata. Esto es ser flexible. Saber jugar al gato y al ratón. Le tiras un trocito de queso, acude corriendo a comérselo y cae en la trampa.

Le devuelvo la sonrisa mientras pienso que, si tengo suerte y Guikas permanece en su puesto dos o tres años más, seguro que conseguiré un ascenso con los trucos que habré aprendido trabajando con él.

—Bueno, éstas eran las buenas noticias, ahora escucha las malas —dice—. Tengo el informe del grafólogo. Nada de nada: las cartas no fueron escritas por Petratos.

Por un lado me sabe mal, pero por el otro me alegro de mi intuición, que me aconsejó mostrarme reservado.

—Ya se lo dije ayer. No es un dato demasiado importante. —Y le cuento lo del Renegade.

Con el informe negativo del grafólogo, las cosas se ponen difíciles y Guikas piensa en cómo manejar el asunto.

—Déjamelo a mí —dice al final—. Me ocuparé de ello y te informaré. Entretanto, intenta averiguar algo acerca de Pilarinós.

—Es como andar por la cuerda floja, por eso voy tan despacio —señalo, para que vea que sigo su consejo—. Dentro de un par de días le diré algo.

No me sorprende en absoluto que el tropel de siempre no se encuentre en el pasillo. En estos momentos están en los estudios montando cintas de vídeo y de audio para el siguiente informativo. Van a emitir la gran noticia. Todos la misma noticia y todos en exclusiva.

Encima de mi mesa están las fotos del carrete de Karayorgui. Examino la primera.

Pilarinós me saluda sonriente con un vaso en la mano, como si estuviera proponiéndome un brindis. Es lógico que esté de buen humor pues se está divirtiendo en un club nocturno en compañía de otros tres tipos. Dos de ellos proclaman a gritos su condición de extranjeros; alemanes, belgas, holandeses, no sé, pero tienen pinta de centroeuropeos. El tercero es un hombre enjuto y avinagrado. Lleva gafas de montura dorada y un traje oscuro, y el pelo peinado hacia atrás y engominado. No tiene pinta de empresario. Me recuerda más a un director de ministerio o de algún organismo oficial. Mientras Pilarinós y el hombre que está a su lado se desternillan de risa, él luce una sonrisa estreñida, como de compromiso. Aunque su cara me resulta familiar, no consigo ubicarlo. A su lado está sentado el último del grupo. Un hombre corpulento, con cara de pan y mofletudo. Lleva el pelo peinado hacia delante, con un flequillo que le cubre la frente. A lo mejor lo pusieron junto al otro por la uniformidad de sus sonrisas. Apostaría a que ninguno de los dos se está divirtiendo. En la esquina inferior derecha, la cámara fotográfica ha registrado la fecha: 14/11/1990. Muy bien, ese día cuatro hombres fueron de marcha al Dioyenis. Uno es Pilarinós, el otro me suena de algo, y los dos restantes son extranjeros y me resultan totalmente desconocidos. ¿Qué es lo importante? ¿La foto, la fecha o la combinación de ambas cosas?

Como no sé la respuesta, sigo adelante. En la foto siguiente se ven los dos tipos de sonrisa avinagrada en una cafetería, sentados a una mesa situada junto a la ventana. La foto se tomó desde la calle y no se distingue la expresión de los dos tipos por culpa de los reflejos en el cristal. La fecha es del 17/11/1990. Tres días después de verse en el Dioyenis, los dos se reúnen al margen del grupo. ¿Por qué estos encuentros eran tan importantes como para que Karayorgui se tomara la molestia de inmortalizarlos?

Por lo visto, en un momento determinado se cansó de fotografiar caras y decidió dedicarse a los vehículos, porque las cuatro instantáneas siguientes son de camiones frigoríficos y de autocares de las empresas de Pilarinós. Los camiones llevan en los costados el rótulo de Transpilar, con la dirección, el teléfono y el fax de la compañía. En el costado izquierdo de los autocares, el que se ve en la foto, figura el nombre de la empresa Prespes Travel, la dirección, el teléfono y el fax. Pase que hiciera fotos de personas, tendría sus razones. Pero ¿por qué iba a tomarse la molestia de fotografiar la flota de Pilarinós? No alcanzo a comprenderlo.

Oigo que se abre la puerta y levanto la cabeza. Sotiris entra rápidamente en el despacho.

—¿Qué hay? —pregunto.

—He enviado los papeles a Aduanas y al aeropuerto. Estoy esperando las respuestas. Los de Aduanas me han prometido llamar en cuanto lo localicen. Han pasado dos años, y las listas están archivadas.

—¿Y los nombres que te indiqué?

—Todos localizados. Dos de ellos murieron en el extranjero y fueron repatriados. Fotíu falleció seis meses después del regreso. Petasi vivió más tiempo, un año. Murió de sida. El único superviviente es Spiros Gonatás. Está aquí fuera, esperándolo. Prefiero que se lo cuente él mismo.

De las cinco personas que figuran en la lista de Karayorgui, cuatro están muertas. Pues sí que empezamos bien.

—Hazlo pasar —ordeno con impaciencia.

Abro el cajón y saco la carpeta de Karayorgui. Echo un vistazo a la lista. Gonatás es el que viajó a Budapest en autocar, el 15 de marzo de 1992.

Se abre la puerta, y Sotiris deja pasar a una pareja.

—El señor y la señora Gonatás —anuncia, mientras les indica dónde sentarse.

Gonatás rondará los sesenta, está calvo y sólo le quedan unos restos de cabello en las sienes. La americana no es del mismo color que los pantalones, no porque sea un conjunto informal, sino porque son piezas de dos trajes distintos. Lleva el jersey de cuello cerrado, que apenas deja asomar el nudo de la corbata. Tiene aspecto de tendero de mercería o papelería. La mujer que lo acompaña es algo más joven que él. Lleva un abrigo gris de línea recta. Tiene el cabello color negro azabache, con algunas canas. Dos personas sencillas, que en este momento están sentadas enfrente de mí, encogidas e incómodas.

Pongo cara amistosa para tranquilizarlos.

—No se preocupen, no se trata de nada importante —les aseguro—. Sólo quisiera hacerles algunas preguntas. —Veo que se relajan, pero justo en este momento suena el teléfono.

—Jaritos.

—Su hija —suena la voz de Katerina, que siempre se ríe de su propia broma.

—Hola, ¿qué tal? —digo con un tono de voz algo menos dulce que de costumbre.

—¿Tienes visita? —pregunta al darse cuenta de mi sequedad.

—Sí.

—Vale, no te entretengo. Sólo te llamo para decirte que eres el mejor papi del mundo.

—¿Por qué? —pregunto como un bobo, mientras noto que mi sonrisa se extiende de oreja a oreja.

—Por dejar que mamá venga para las fiestas.

—¿Te alegras?

—Sí, aunque a medias.

—¿Por qué a medias?

—Porque la otra mitad eres tú. Y tú te quedas en Atenas.

—No hay que pedir tanto —digo para picarla y disimular mi emoción.

—Ya. De ti he aprendido a conformarme con poco.

Sé a qué se refiere. Solía darle el dinero para gastos con cuentagotas, para no acostumbrarla mal.

—Te adoro.

—Yo también te adoro, cariño.

Me había olvidado por completo de la pareja. Oigo que cuelga y dejo el auricular.

—Mi hija —explico a los Gonatás—. Está estudiando en Salónica y me ha llamado para saludarme.

Por un lado, no quiero que piensen que hablaba con mi amante. Por el otro, el comentario sirve para romper el hielo. Esto lo consigo a la perfección, porque ambos me dirigen una sonrisa comprensiva.

—Señor Gonatás, el 15 de marzo de 1992 hizo usted un viaje a Budapest.

—Sí, señor.

—¿Podría decirme el motivo? ¿Fue un viaje turístico, o tal vez de negocios? ¿Por qué viajó?

—Por razones de salud, teniente. Me sometí a un trasplante de riñón.

Así que de eso se trataba. Salieron al extranjero para un trasplante de órganos. Eso explica el sida de Petasi. Seguramente lo contrajo por la transfusión de sangre.

—También se hacen trasplantes en Grecia. ¿Por qué fue a Budapest?

—Porque llevábamos siete años en lista de espera y estábamos desesperados, teniente —salta la mujer—. Siete años infernales. Dos veces por semana a diálisis y sin vislumbrar ninguna salida. Que Dios bendiga a esa mujer. Fue nuestra salvación.

—¿Qué mujer?

—Un día, al salir del hospital, se nos acercó una mujer —dice Gonatás—. Fue en noviembre del noventa y uno.

—No, fue en octubre. Lo recuerdo bien —le corrige su mujer.

—En fin. Me preguntó si quería ser operado en el extranjero. En Budapest, Varsovia o Praga. Tres millones. La cantidad cubría la operación, la clínica, el hotel, los pasajes… todo; pagado en Grecia, en dracmas. Yitsa y yo lo meditamos. Si nos hubiésemos quedado aquí, igual hubiesen pasado siete años más. Dinero no teníamos para ir a Londres o a París. Nos liamos la manta a la cabeza, aceptamos y me salvaron la vida.

—¿Cómo se llama esa mujer?

Gonatás echa una mirada de reojo a su esposa. Me miran fijamente, encogidos e incómodos otra vez.

—¿Les parece que lo que hicieron no era del todo legal? —pregunto con aire inocente.

—¡Por Dios! —exclama la mujer—. ¡Mi Spiros recobró la salud, eso es todo!

Evidentemente, no sabe que los otros cuatro murieron y que su marido se salvó de puro milagro.

—Entonces, ¿por qué no me dicen su nombre? Ni ustedes ni ella tienen nada que temer.

—Se llama Duru —dice por fin Gonatás—. Eleni Duru.

¿De qué me suena este nombre? No logro recordarlo.

—¿Tienen su dirección? ¿Un teléfono?

—No tenemos nada —responde la mujer—. Ella se quedó con nuestro teléfono y se puso en contacto con nosotros. Nos trajo los pasajes junto con la reserva del hotel y la autorización de la clínica conforme nos habían aceptado. También nos dijo la fecha en que teníamos que estar en Budapest. Lo demás lo arreglamos a través de la agencia de viajes.

—¿Qué agencia? —pregunto, aunque ya sé la respuesta.

—Prespes Travel. Nos fuimos en autocar y volvimos en avión. Así resultó más barato.

Observo en silencio a la pareja que sigue sentada delante de mí. Fueron a Budapest y el hombre recobró la salud. Ya están tranquilos. Y he aquí que aparezco yo, a escarbar en viejas heridas e inocularles el veneno de la sospecha.

—Bien, ya pueden irse a casa. No hará falta que vuelvan por aquí.

Esto último los tranquiliza de nuevo y se levantan aliviados. En cuanto salen, llamo a Sotiris.

—Toma nota: Eleni Duru. Quiero hablar con ella.

Abro las dos listas sobre la mesa y las estudio. El 25/6/91 Yannis Evanguelu sale de Atenas con destino a Praga. El 20/10/91 un autocar parte de Bucarest con destino Budapest. El 5/11/91 Aléxandros Fotíu emprende viaje a Budapest. Spiros Gonatás, quien salió de Atenas el 15/3/92, está relacionado con un autocar que partió de Bucarest el 6/3/92. No hace falta ser mago para adivinar lo que pasaba. Buscaban a unos pobres diablos, albaneses, rumanos o búlgaros, y les compraban uno de sus riñones. A los albaneses los llevaban a Praga, a los rumanos a Budapest y a los búlgaros a Varsovia. Luego, avisaban al paciente griego para que emprendiera viaje. Allí le extirpaban el riñón al donante y se lo implantaban al receptor. El griego volvía a casa curado y el albanés o el rumano con un riñón menos y con cuatro monedas en el bolsillo. De acuerdo, cuatro de los cinco han muerto, pero estamos hablando de trasplantes, no de intervenciones de poca monta. El que quiera quejarse que se vaya a Praga, Budapest o Varsovia a poner una denuncia. En Grecia no puede hacer nada; ni siquiera acusarlos por tráfico ilegal de divisas.

Hasta aquí, bien. Sin embargo, ¿por qué iban a matar a Karayorgui y a Kostaraku, suponiendo que las asesinaran ellos? ¿Y por qué Duru operaba de forma tan sigilosa? Imaginemos que quería evitar problemas con las familias de los pacientes que morían. ¿Por qué Karayorgui pagaba sobornos para conseguir datos policiales sobre casos de tráfico de niños? ¿Qué relación existía entre los niños y los trasplantes? Sin duda existe una conexión, pero no acierto a imaginar cuál.

De pronto me acuerdo de dónde he visto el nombre de Duru. Vuelvo a sacar la carpeta del cajón y repaso las fotocopias de los informes. Karayorgui había anotado dos palabras en el margen de una de ellas: Eleni Duru.

Marco el número de Antonakaki y le digo que necesito verla.

—De acuerdo, pero no venga antes de las siete, no estaré.

Arrecia el viento del norte, que ya ha derribado dos macetas en el balcón de enfrente. La vieja sale para enderezarlas. El gato la observa desde la puerta abierta que da al balcón. Ni loco iba a salir por dos míseras macetas, para pillar una pulmonía.