29

Los tomates rellenos me sentaron mal y tuve pesadillas toda la noche. Al principio soñé que Guikas me había suspendido de empleo y sueldo por haber enchironado a Kolákoglu. Decía que lo había hecho para desviar el curso de la investigación, porque recibía sobornos de Pilarinós, que era el violador de las niñas, no Kolákoglu. Yo intentaba convencerlo de que tenía pruebas y le proponía interrogar a Kolákoglu en su presencia. Pero cuando lo trajeron, no era él sino Petratos. Lo sentaron en una silla delante de mí, y yo empecé a gritar: «¡Dime quién te facilitó el ciclostil para imprimir las octavillas porque te mato, comunista de mierda! ¡De aquí no sales con vida!» Y Guikas se había convertido en Kostarás. «Bien, vas bien, empiezas a aprender», decía satisfecho. Pero Petratos mantenía la boca cerrada. Entonces empecé a golpearlo a ciegas, con rabia, y me desperté empapado en sudor.

Ahora estoy sentado al volante del Mirafiori. No se me ha quitado el peso del estómago y sigo con la cena atravesada. Intento ordenar mentalmente información que he reunido hasta el momento. Aún no sé si estoy investigando un caso o si se trata de dos. Si los asesinatos de Karayorgui y Kostaraku guardan relación con la carpeta que me entregó Anna Antonakaki, el asesino es Pilarinós o alguien que actuó bajo sus órdenes. Si no tienen nada que ver, Petratos sigue siendo el sospechoso número uno. Hay algo, sin embargo, que todavía me atormenta. ¿Por qué el asesino revolvió la casa de Kostaraku y en cambio no tocó nada de la de Karayorgui? ¿No debería haber buscado primero allí, si buscaba algo? Salvo que cuando la mató no supiera que este algo existía. Vio en las noticias que Karayorgui había llamado a Kostaraku, empezó a sospechar y le hizo una visita. El otro interrogante es la carta del desconocido «N». Encaja con Petratos, pero no con Pilarinós, que se llama Jristos. Si la muestra de escritura de Petratos no concuerda con la de las cartas, tenemos a tres sospechosos. Y lo peor de todo es que no disponemos de ninguna pista que conduzca a este último. Un auténtico caos.

Veo desde lejos a Zanasis, que me está esperando en la puerta. En cuanto me ve, se acerca corriendo.

—Lo he llamado a su casa pero ya se había ido.

—¿Qué pasa?

—¡Hemos encontrado a Kolákoglu!

Algo en su expresión, inquieta y asustada, me dice que hay problemas. De otro modo, se habría hinchado como un pavo.

—¿Dónde está?

—Vive con nombre falso en el City, un hotel de la calle Nirvana, entre Ajarnón y la avenida Ionías. —Le cuesta hablar—. Se ha subido al terrado del hotel, se ha puesto una pistola en la sien y amenaza con volarse los sesos.

—Pide un coche patrulla —le ordeno tajante.

—Está listo, esperándole.

La sirena del coche abre camino entre el tráfico. Bajamos por Alexandras sin detenernos en los semáforos en rojo y torcemos por Iulianú. Allí empiezan las dificultades, porque la calle es estrecha y nos atascamos cada dos por tres.

—¿Quién nos ha avisado? —pregunto a Zanasis, que va sentado en el asiento del acompañante.

—El equipo de Hellas Channel.

—¿Cómo ha llegado allí la televisión?

—Lo encontraron ellos —dice, y ahora entiendo por qué tiene cara de perro apaleado.

Volvemos a establecer el diálogo mudo, como todas las mañanas, aunque hoy un poco más tarde de lo habitual y a través del retrovisor. «Soy un cretino». «Sé que eres un cretino».

Hace un esfuerzo por cambiar de tono.

—Tengo noticias del coche de Petratos.

—Ya me las darás después. Ahora hay que resolver otros problemas.

Han cortado el tráfico a la altura de la calle Vurdubá, en Tres Yéfires. La manzana entre las avenidas Ionías y Ajarnón, y las calles Nirvana y Stefanu Visantíu, está bloqueada con coches patrulla, agentes de policía y unidades móviles de televisión.

La fachada del hotel da a la acera izquierda de la avenida Ionías. Salimos del coche patrulla y cruzamos a pie el puente del metro para pasar al otro lado. Al romper el cerco, veo con el rabillo del ojo la furgoneta de la cadena Horizonte pero ni rastro de la unidad móvil del Hellas Channel. Mi curiosidad queda satisfecha al llegar al hotel. Está aparcada delante de la puerta. La avenida Ionías y la calle Nirvana están repletas de policías uniformados, periodistas y cámaras que dirigen la mirada al cielo como si estuvieran viendo una exhibición de cometas. Levanto yo también la cabeza, para no desentonar.

Las terrazas de los edificios circundantes están vacías y las persianas bajadas. Parece que la policía ha alejado a los vecinos, aunque la gente sigue los acontecimientos a través de las rendijas.

—¡A ver si termináis de una vez y podemos ir a trabajar! —grita desde no se sabe dónde un currante concienciado que ficha a las diez.

Kolákoglu se ha subido al pretil del terrado. Permanece inmóvil, con la pistola en la sien. Tal como va vestido, en traje y corbata, parece un tendero ahogado por las deudas que se dispone a volarse la tapa de los sesos. La confusión en la calle es total, policías y reporteros gritan todos a la vez. Seguramente creen que el jaleo convencerá a Kolákoglu de que baje de allí.

—Teniente Jaritos. ¿Quién es tu jefe? —pregunto al agente que tengo a mi lado. Señala a un hombre uniformado de unos cuarenta y cinco años, que lleva un megáfono en la mano. Me acerco a él—. Teniente Jaritos, del departamento de Homicidios.

—En cuanto llega la tele, ya está cagada —contesta aburrido.

—¿Cómo subió allí arriba?

—Te cuento lo que me ha dicho el hotelero.

Y me lo cuenta. Hacía tres días que Kolákoglu se había instalado en el hotel, bajo el nombre de Spiru. Nadie sabe cómo consiguió colarse. Se supone que una persona de su confianza debió de reservar la habitación y él pasó a hurtadillas en un momento en que no estaba el conserje, porque el director del hotel jura que no lo había visto hasta hoy. Seguramente hizo la reserva el mismo tipo que lo acompañaba en el bar. Pasó el día entero encerrado en su habitación. A primera hora de esta mañana aparecieron los periodistas del Hellas Channel. Primero aterrorizaron al hotelero diciéndole que se trataba de un criminal peligroso, y luego lo sobornaron para que les dijera cuál era su habitación. Empezaron a golpear la puerta. Él no abría. Al final lo amenazaron con entregarlo a la policía. Entonces apareció de golpe con la pistola en la sien. Se puso a gritar que se volaría la cabeza. Los demás inquilinos del hotel se alborotaron. Al director le entró el pánico y llamó a la policía. Cuando Kolákoglu vio llegar a los nuestros, huyó al terrado, sin apartar la pistola de la sien. Desde ese momento, hace ya una hora, sigue allí impertérrito.

Mientras el capitán me relata lo ocurrido, veo salir del hotel a Petratos y al presentador.

—Perdona un momento —digo al capitán, y me acerco a ellos. Se han quitado los trajes y llevan jerséis y cazadoras, ropa de campaña.

—Vuelve a llegar tarde, teniente —dice Petratos con una sonrisa irónica.

Me cabreo, y mentalmente me cago en Zanasis, que la ha pifiado.

—¿Qué vamos a hacer con vosotros? ¡Siempre buscando la noticia y siempre metiendo la pata! —grito.

—Lo que usted no soporta, teniente —interviene el presentador—, es que precisamente nosotros hagamos bien nuestro trabajo. En vez de agradecernos nuestra ayuda, se pone hecho una furia.

—Si algo le pasa a Kolákoglu, os voy a enchironar.

—¿Con qué cargos? —pregunta Petratos, siempre con ironía.

—Los cargos no serán problema. Os acusaré de haber inducido a Kolákoglu al suicidio. Destruiré vuestra reputación. Si nos hubieseis avisado a tiempo, nos habríamos plantado delante del hotel y lo habríamos atrapado en cuanto hubiera asomado la nariz, sin verter una gota de sangre.

Me interrumpe un grito desgarrador al que sigue una melopea fúnebre.

—¡Petros, hijo mío! ¡Tira la pistola! ¡No hagas locuras! ¡No lo resisto!

Giro y veo a la madre de Kolákoglu, vestida de negro, como siempre. Todas las miradas están posadas en ella. Llora y se debate, apoyada en Sotirópulos. El relanzamiento de Robespierre, pienso para mis adentros. Sotirópulos la ha traído para rivalizar con Petratos.

—¡Por favor, tira la pistola y baja de ahí! ¡Apiádate de mí!

La inmovilidad de su hijo se quiebra por primera vez. Hace ademán de bajar la pistola pero luego recuerda por qué ha subido allí y se la lleva de nuevo a la sien.

—¡Vete, madre! ¡Éste no es lugar para ti! —grita.

Sotirópulos, que sigue sosteniendo a la mujer, se agacha y le susurra algo al oído. No alcanzo a oír lo que dice, pero ella vuelve a debatirse.

—¡Por favor, hijo mío! ¡Por favor, cariño! ¡Sé lo que estás sufriendo, pero esto, no! ¡No destruyas mi vida!

—¿Por qué la habéis traído? ¡Lleváosla! —grita Kolákoglu desde lo alto. Evidentemente, piensa que la hemos traído nosotros.

El capitán aprovecha la ocasión y le habla a través del megáfono:

—¡Oye, Petros! ¿No te apiadas de tu madre? ¡Baja de una vez y acabemos con esto! ¡Nadie te hará daño! ¡Te doy mi palabra!

—¿Oyes, Petros? ¡El señor policía te da su palabra de que no te hará daño! —interviene su madre, esperanzada.

—¡Ya los creí una vez y lo pagué caro! —Kolákoglu vuelve a sostener la pistola firmemente contra su sien.

—¡Bueno, si no me crees, dime qué quieres que hagamos para que bajes de ahí! —pregunta el capitán a través del megáfono.

Kolákoglu no responde enseguida. Reflexiona. Entretanto, yo regreso junto al capitán.

—Quiero que mi madre se vaya. Que se marchen los polis, también. Que no quede nadie. Que los coches patrulla y los periodistas despejen la calle. Sólo así bajaré.

El capitán baja el megáfono y se vuelve hacia mí.

—¿Qué hago? —dice.

—¿A mí me lo preguntas?

—Yo no tengo motivos para arrestarlo. Como mucho, puedo retenerlo por tenencia ilícita de armas. Tú eres quien lo busca, tú decides.

Maldita la hora en que me lié con Kolákoglu. A estas alturas, el tipo hasta me da lástima. Estoy casi convencido de que no tiene nada que ver con el caso, y lo perseguimos como si fuera el enemigo público número uno.

—¿Habéis desalojado el hotel? —pregunto al capitán.

—Sí. Sólo hay agentes dentro.

—Haz lo que pide. —El capitán me mira dubitativo. No le gusta la idea de transigir y me lo hace saber con la mirada—. Escucha —le digo—. Kolákoglu es un animal atrapado. La llegada de su madre lo angustia aún más. No sabemos si se meterá una bala en la cabeza o si empezará a disparar a tontas y a locas.

En lugar de responder, el capitán me pasa el megáfono. Me lo acerco a la boca.

—De acuerdo, Kolákoglu. Cumpliremos tus deseos si accedes a bajar.

Kolákoglu me escucha, inmóvil. Todas las miradas se dirigen a mí. «Bueno —pienso—, a partir de hoy seré el poli gallina cagado de miedo».

—Vamos, señora Kolákoglu. Todo irá bien. —Sotirópulos intenta tranquilizar a la madre.

Ahora que todo se calma, ya no muestra interés por la mujer. Se la pasa a un agente uniformado para no perderse el final de la película.

El capitán ordena a un cabo que saque a los nuestros del hotel. Los demás agentes empiezan a alejar a los periodistas, las furgonetas y los coches patrulla.

—Eres un tipo legal —se oye una voz a mi lado. Vuelvo la cabeza y veo a Sotirópulos—. Sabes que no me caéis especialmente bien ni confío demasiado en vosotros, pero esta vez me saco el sombrero. Ya fue injustamente a la cárcel, y ahora iba a pagar también injustamente con su vida. Pobre hombre.

Vuelvo a sentir el mono del ex fumador que se muere por una calada.

—No tengo tiempo para estos jueguecitos, Sotirópulos —replico indignado—. En cuanto a simpatía y confianza, los sentimientos son mutuos.

Apenas termino con Sotirópulos, veo que Petratos se acerca a mí.

—¿Pensáis dejarlo marchar? —Hierve de cólera.

—¿Qué otro remedio me queda, después de tu metedura de pata?

—Menos mal que tuve la idea de traer a su madre y todo se ha arreglado —dice Sotirópulos, que lanza a Petratos una mirada pendenciera.

Hago señas a un agente.

—¡Llévate a estos caballeros de aquí!

Se contemplan mutuamente con encono y se alejan, cada uno por su lado.

Los policías empiezan a salir del hotel de uno en uno.

—Ya están todos fuera —dice el capitán cuando sale el último—. No queda nadie dentro.

Me llevo de nuevo el megáfono a los labios.

—¡Kolákoglu! ¡Ya se han ido todos! ¡Puedes bajar!

Kolákoglu se inclina para mirar y asegurarse de que no le engaño. Empieza a retroceder, siempre con el arma en la sien.

El capitán y yo permanecemos inmóviles, esperando. Al rato, Kolákoglu aparece en la puerta del hotel con la pistola pegada a su sien.

—¡Que no se acerque nadie! ¡Dejad que se vaya! —grito a nuestros hombres a través del megáfono.

Kolákoglu está pegado a la fachada del hotel y mira a su alrededor. Empieza a avanzar con la espalda contra la pared, llega a la calle Nirvana y desaparece. Los polis me miran. Evidentemente, esperan que dé el primer paso. Sin embargo, yo no hago nada. Sigo inmóvil en mi sitio.