Lambros Zisis vive en la calle Ekavis, en Nea Filadelfia. Si uno se pone en marcha a la una, como hago yo, se necesita al menos hora y media para recorrer la avenida Galatsíu, salir a Patisíon, enfilar Ajarnón y, pasando por Tris Yéfires, llegar a la avenida Dekelías. La calle Ekavis se halla en medio de la bifurcación formada por Dekelías y Pindu, y corre paralela a otra reina olvidada, Yokasta. A lo mejor las han puesto juntas para que se consuelen contándose sus penas.
Conocí a Zisis en 1971, cuando yo hacía guardia en los calabozos de Bubulinas. Kostarás quería que los agentes estuviéramos presentes en los interrogatorios, supuestamente para «instruirnos». En realidad se jactaba de que para él no había huesos duros de roer, los trituraba todos, y para demostrarlo montaba verdaderas representaciones teatrales cuyo público éramos nosotros, los policías novatos.
Sin embargo, en Zisis encontró la horma de su zapato. El hombre había empezado su carrera de mártir en las mazmorras de las SS en la calle Merlín, continuó en Jaidari e hizo su doctorado en Makrónisos[4]. Se sentaba frente a Kostarás, lo miraba fijamente a los ojos y no abría la boca. Kostarás rabiaba. Con Zisis puso a prueba todos sus conocimientos técnicos: palizas, falangas, falsas ejecuciones; lo dejaba macerar durante horas en un barril de agua helada, lo subía al terrado de Bubulinas y amenazaba con tirarlo abajo, incluso probó con el electrochoque, pero no logró arrancarle más que aullidos de dolor. Palabras, ni una. Cuando me tocaba llevarlo de vuelta a su celda, tenía que sujetarlo por los sobacos o arrastrarlo, porque no se tenía en pie.
Al principio creía que se trataba de un tipo valiente pero imbécil, que tarde o temprano se rendiría. No obstante, mientras aguantaba yo empecé a hacer apuestas, más que nada para matar el rato, ya que estaba obligado a permanecer callado observando el espectáculo. Como si hubiera otra persona que me dijera «hoy se acaba», y yo apostaba a favor de Zisis y rezaba para que aguantara. A lo mejor fueron las apuestas la razón de que nos conociéramos mejor.
Lo tenían en aislamiento absoluto, no podía salir ni para mear. Por las noches, cuando me tocaba guardia en calabozos, lo dejaba salir de la celda para que tomara un poco el aire y estirara las piernas. Le ofrecía algún que otro pitillo y, si Kostarás lo había metido en el barril, lo dejaba apoyarse un rato en el radiador de la calefacción para que se secase un poco.
Si oía pasos, lo volvía a encerrar. Me decía que lo hacía para fortalecerlo y así ganar la apuesta. Cuando lo acompañaba a vaciar el orinal y se le caía porque no tenía fuerzas para sostenerlo, o cuando se arrastraba de vuelta del interrogatorio, le daba algún sopapo delante de los demás, por si acaso, porque si alguien hubiera pensado que era amigo de los comunistas, se me habría caído el pelo. A él jamás le conté por qué lo hacía, y él jamás me lo agradeció. Al final, se lo llevaron al hospital Averof en camilla y lo perdí de vista.
Volví a encontrármelo por pura casualidad en los pasillos de la jefatura, en el ochenta y dos. Tenía el pelo cano, la cara llena de arrugas, y caminaba encorvado. Sólo sus ojos seguían incitándole a uno a apostar por él. Nos miramos en silencio. Fue un momento embarazoso para los dos, ninguno se atrevía a dar el primer paso. De repente, Zisis me tendió la mano, estrechó la mía y me dijo:
—Tú eres un tipo legal. Lástima que seas de la pasma.
No sé cómo, pero lo cierto es que le pregunté si aceptaría un café de un pasma. Estaba seguro de que se negaría, pero él se echó a reír.
—Tomémoslo ahora que a nosotros nos han legalizado y vosotros os habéis vuelto demócratas. Mañana, nunca se sabe.
Mientras nos tomábamos el café, me dijo que estaba en jefatura porque necesitaba un justificante para cobrar su pensión como miembro de la resistencia, pero los nuestros le ponían pegas. Me encargué de solucionárselo. Entonces me contó que vivía en casa de sus padres, en la calle Ekavis, en Nea Filadelfia.
Era la época en que estaba destinado a la Brigada Antinarcóticos, cuando quise aprender un poco de inglés. Un día recibimos un aviso de la comisaría de Nea Filadelfia. Les habían informado que una casa de la calle Midías servía de zulo de narcotraficantes y querían que investigáramos el asunto. El director me dijo que fuera allí y que me pusiera al corriente. El justificante de Zisis ya había sido expedido y pensé en avisarlo para que pasara a recogerlo, pues estaría por allí cerca. No lo hice sólo para ayudarlo, sino porque tenía la esperanza de que me facilitara datos sobre el barrio.
Vivía en una de esas casas construidas sin licencia que fueron legalizadas en vísperas de las elecciones generales. El pequeño patio estaba lleno de grandes latas de aceite pintadas de diversos colores, en las que habían plantado geranios, claveles, limoneros y begonias. Sigue igual, nada ha cambiado. Me recibió sin gran entusiasmo, aunque me ofreció café.
—No tenías por qué molestarte con el justificante —dijo—. Te habría llamado yo.
Cuando le expliqué la razón de mi visita, me lanzó una mirada de desdén y meneó la cabeza con aire fatalista.
—Los de la pasma siempre en el furgón de cola. El hombre que buscas se llama Jarmanis.
El tal Jarmanis vendía motos, negocio que usaba como tapadera para comerciar con drogas. Todos lo sabían, hasta los polis de la comisaría, pero había sido oficial del ejército y tenía protectores importantes. Me chocó que Zisis supiera tanto de él.
—Toda la vida me habéis estado fichando —dijo riéndose—. Ahora he decidido fichar yo a algunos de los vuestros. Así, para vengarme. Quién sabe, a lo mejor me da por escribir un libro sobre peces gordos y la información me resulta útil. —Me miraba con una sonrisa pícara.
Cuando le pedí que me mostrara sus fichas, se puso repentinamente serio.
—Ni te las enseño ni te digo dónde están. Sois capaces de confiscármelas.
No se equivocaba con respecto a Jarmanis. Lo atrapamos y fue uno de nuestros mayores éxitos en la época en que estuve en la brigada. Pasado un tiempo, sin embargo, hubo mayor confianza y me mostró su archivo. Me quedé con la boca abierta. Comparados con él, nosotros dábamos palos de ciego. Había fichado a más de quinientas personas, algunas conocidas y otras de las que jamás había oído hablar. Al parecer llevaba años reuniendo información, granito a granito, como las hormigas. Desde entonces, siempre que me encuentro en un callejón sin salida en asuntos relacionados con dinero negro, voy a verlo. Es una relación secreta que sólo conocemos nosotros dos, nadie más. Desde luego, esto no le impide gruñir y poner pegas cada vez que le pido información.
También en esta ocasión. Estamos sentados cara a cara, separados por la mesita con los cafés. La decoración de su casa es un tanto curiosa, como si hubiese trasladado la terraza al salón. Cuatro sillas plegables de jardín y una mesita metálica, también plegable, al estilo de las que usaban en los viejos cafés. Aparte de esto, el único mueble de la habitación es una librería enorme que cubre la pared de enfrente desde el suelo hasta el techo. Unos ladrillos sirven de soporte y los estantes son simples tablones. Los libros llegan al techo, colocados vertical u horizontalmente.
—Toda la vida perseguido, ahora vives de la pensión de ex miembro de la resistencia. ¿De dónde has sacado dinero para comprar tantos libros? —pregunto. Es un interrogante que me martiriza desde hace rato.
Se parte de risa.
—A ver si te enteras, pasma pasmado. Las librerías están para robarlas —añade con orgullo.
—¿Robar? ¿Tú?
—En esta sociedad capitalista, el conocimiento se paga o se roba. No hay más caminos.
A punto estoy de decirle que en Grecia la educación es gratuita, pero de pronto recuerdo lo que me cuestan los estudios de Katerina en Salónica y decido mantener el pico cerrado.
Zisis se pone serio de repente.
—No has venido para hablar de mis libros. Algo andas buscando. Seguro que me vas a dar otra vez la lata.
Puesto que él mismo saca a relucir el tema, no tengo por qué disimular.
—Pilarinós —digo—. Jristos Pilarinós. ¿Te suena el nombre?
—¿Por qué has venido? —pregunta cabreado—. Maldita la hora en que te dije que tengo un fichero para mi uso personal. Vosotros tenéis archivos, tenéis el SEL.
—El SNI —le corrijo—. Así se llama ahora. SNI[5].
—De acuerdo, SNI. Los mismos perros con distintos collares. ¿Yo qué tengo que ver con todo eso? No soy agente ni delator para que me obliguéis a daros información.
—Él era de izquierdas —continúo sin desmoralizarme, porque siempre seguimos el mismo camino y siempre tropezamos con los mismos escollos—. Como tú.
—Sé quién es —responde con un desprecio que no sé si va dirigido a mí o a Pilarinós—. Pero yo no «era» de izquierdas. Soy de izquierdas, aunque jubilado.
—Sin embargo, él lo era, porque ahora se ha pasado al otro bando. En tan sólo quince años, ha conseguido amasar una auténtica fortuna. El dinero fácil suele ser negro.
De pronto me dedica una de las pícaras sonrisas que aparecen en sus labios cuando sabe que tiene las de ganar.
—¿Cuándo saliste de la academia?
—En el sesenta y ocho.
Menea la cabeza.
—Os enseñaron a odiar a los comunistas, a perseguirnos como alimañas, os convencieron de que queríamos convertiros a todos en búlgaros. En cambio no os enseñaron cómo piensan los de izquierdas, cuáles son sus métodos, qué trucos utilizan. En lo que a todo eso se refiere, estáis en la inopia.
»Pilarinós es un hijo de puta que ha destruido a mucha gente, pero está metido en líos de otro tipo. Para él, el dinero negro es como el fuego: no acerca la mano.
Nos miramos. Es un ritual que data de la época de Bubulinas. Cuando le soltaba hostias delante de los demás, intercambiábamos miradas cómplices y pensábamos que tenía que ser así, para estar tranquilos. Ahora pasa lo mismo. Entonces era yo quien no daba explicaciones. Ahora es él: se limita a esperar a que se me encienda la bombilla.
—¿Has oído hablar de Yanna Karayorgui?
—¿La que mataron? Lo leí en el periódico.
—Es posible que Pilarinós tenga que ver con su asesinato.
—¿Y por qué recurres a mí? —protesta, molesto por mi insistencia—. Todo un cuerpo de policía. Espabilaos solitos.
—Si tuviera algo contra él, podría conseguir una orden de detención. Pero no tengo nada y tampoco puedo investigarlo, porque se me echarían encima todos los peces gordos, desde el director general hasta el ministro. Tengo las manos atadas.
—Y más las tendrás, no te quepa duda —exclama en un arranque de sinceridad. Suelta un suspiro profundo y menea la cabeza—. Jamás creí que nos haríamos con el poder. Pero si cuando yo me pudría en los calabozos me hubieras dicho que todo aquello sólo servía para enriquecer a Pilarinós, te habría escupido en la cara.
—Karayorgui tenía una carpeta enorme llena de datos sobre él. Por eso empecé a sospechar. Es evidente que lo estaba investigando a raíz de algún negocio turbio, aunque no pude encontrar datos incriminatorios. La única solución es buscar por vías clandestinas. Por eso he venido aquí.
Me mira pensativo, aunque con un brillo en los ojos. La clandestinidad se ha convertido en su segunda naturaleza, y basta con oír la palabra mágica para estar dispuesto a lanzarse de cabeza.
—Mira lo que me haces —dice—. Iba a ponerme a encalar la casa porque me trae loco la humedad. Ahora tengo que dejarlo para hacer de sabueso.
Me levanto.
—¿Cuándo quieres que vuelva?
—Ya te avisaré.
—Aún no tienes teléfono. Vale que te asquee la televisión, pero el teléfono…
—No me hables. Hace dos años que pedí línea. Y lo necesito. Tus colegas me dejaron baldado; si me pasara algo, los vecinos sólo se enterarían por el tufo a muerto.
Lo miro en silencio. ¿Qué puedo decirle? Pero él lee en mis ojos y se enoja porque no le gusta que se compadezcan de él. Lo toma a la ligera.
—Ya ves —dice—. Ahora voy a investigar a antiguos comunistas. Si al menos fuera empresario, diría que se trata de ampliar mis actividades económicas.
En la calle hace un viento de mil demonios y la llovizna se ha convertido en aguanieve. El viento ha derribado el limonero. Me agacho y lo levanto. Hasta hace diez días nos asábamos de calor. Ahora tiritamos de frío. Mierda de tiempo.