24

Sostengo el cruasán con la mano izquierda y el bolígrafo con la derecha mientras escribo febrilmente. Quiero enviar mi informe a Guikas antes de que me suspendan de empleo o me comuniquen mi traslado a alguna comisaría perdida en el culo del mundo. Había decidido no ocuparme de nada más, pero no contaba con Zanasis, quien me estaba esperando como todas las mañanas.

—Vete, tengo mucho trabajo —le digo bruscamente para deshacerme de él.

Ni se inmuta. Y no sólo eso, sino que hoy no luce su invariable expresión de cretino.

—Hemos localizado a Kolákoglu.

Menuda sorpresa. Si me lo hubiera dicho ayer, me habría alegrado y le habría felicitado. Sin embargo, hoy me he levantado resuelto a desentenderme del caso, convencido de que ya no es asunto mío; que se las apañe Guikas, que ha querido tomar cartas en el asunto. Por otro lado, no quiero dar pie a comentarios precipitados y pregunto con tono neutro:

—¿Dónde está?

—Lo vieron ayer, hacia la medianoche, en un bar de la calle Mijail Vodas, con otro tipo. El propietario lo reconoció y llamó a la policía, pero cuando llegó el coche patrulla, los dos ya se habían largado.

—¿Ves? Ya te dije que estaba en Atenas. —Cuando te llueven las hostias, incluso una pequeña satisfacción como ésta resulta consoladora.

—El propietario conoce al otro tipo. Se llama Surpis y es del mundillo. Un poco de encubridor y otro poco de usurero. No sabe dónde vive, aunque pasa por el bar de vez en cuando para alternar con alguna de las chicas que trabajan allí. Hoy mismo apostaré a uno de los nuestros en el local. En cuanto vea a cualquiera de los dos, le echará el guante.

—Está bien. Hazme un informe de todo.

—¿Un informe?

Esperaba cosechar elogios, pero lo que a mí me preocupa es mi propia vindicación. Enviaré a Guikas su informe junto al mío, para que vea que no me he obcecado con Petratos, sino que he seguido buscando a Kolákoglu. Quiero que se dé cuenta de que me ha tratado injustamente. A partir de ahí, que haga lo que le plazca. Zanasis sigue mirándome, sorprendido. Parece a punto de decir algo, pero al final se calla y sale del despacho.

Doy un mordisco desganado al cruasán, más por costumbre que porque tenga hambre, y sigo escribiendo. Me pregunto si habrá cruasanes allí donde me mandarán o si tendré que conformarme con simples bocatas. Seguramente será Adrianí quien me los prepare, y me los dará envueltos en papel de aluminio.

Cuando volví a casa ayer, fingió estar dormida, aunque encontré la mesa puesta y mi cena calentándose. Es su manera de demostrarme que se preocupa por mí, a pesar del enfado. No pegué ojo en toda la noche. Ella me sentía dar vueltas en la cama pero no dijo nada. Seguía dormida cuando me levanté por la mañana, quizá porque tardó mucho en conciliar el sueño. Antes de irme, le dejé encima de la mesa el dinero para los gastos de la casa y un billete adicional de cinco mil. Lo hice adrede. Así podrá pensar que lo dejé a propósito o que me equivoqué al contar, que lo interprete como quiera.

Cuando ya he llenado dos folios y voy por las conclusiones, entra Sotiris en el despacho.

—Ahora no —le digo sin levantar la cabeza, como un alumno en medio de un examen.

—Aquí fuera hay una chica que quiere hablar con usted.

—Cuando termine.

—Dice que es la sobrina de Yanna Karayorgui.

Dejo la frase a medias. Anna Antonakaki es la última persona que esperaba ver esta mañana.

—Que pase —indico a Sotiris.

Lleva unas mallas negras metidas a presión dentro de unas botas camperas, un jersey gris y, por encima, una chaqueta de cuero negro. Sostiene una bolsa de plástico en la mano. De nuevo me impresiona su parecido con Yanna. La misma expresión arrogante, aunque es joven, y aún no ha incorporado el sarcasmo a su mirada. Se limita a mostrarse glacial y a mantener a los demás a distancia. Permanece de pie junto a la puerta y me observa. Me pregunto si habrá heredado de su tía el desprecio por los hombres.

—Ven, siéntate.

Se sienta en el borde de la silla y sigue mirándome.

—No sé si está bien lo que hago —empieza al cabo de un rato.

Guarda silencio como si esperase algo de mí. Tal vez que le facilite las cosas. Pero ¿qué puedo decir? No sé por qué ha venido ni qué intención lleva, de modo que la dejo decidir por sí sola.

—He pasado toda la noche pensando en el asunto, no he pegado ojo.

—Si has llegado hasta aquí, será que ya has decidido hablar. Cuéntame por qué has venido y luego veremos.

Abre la bolsa de plástico y saca una gruesa carpeta, como las que habíamos encontrado en casa de Karayorgui. Hace ademán de entregármela pero cambia de opinión y la aprieta con fuerza entre las manos.

—Mi tía me confió esta carpeta para que se la guardara, a espaldas de mi madre. Me pidió que la entregara a Marza Kostaraku en caso de que le ocurriera algo.

He aquí la explicación de la misteriosa llamada telefónica que Karayorgui hizo a Kostaraku. Quería que ella viera el reportaje con la gran revelación para que supiera de qué iba la historia si la carpeta llegaba algún día a sus manos. Nosotros buscábamos en el ordenador de Karayorgui, y la respuesta la tenía su sobrina.

—Ayer, cuando me enteré de que Kostaraku había sido… estaba muerta… —La palabra «asesinada» se le atraganta. Recurre a «muerta», que le resulta menos dolorosa—… no supe qué hacer. No quería decírselo a mi madre, porque se asusta con cualquier cosa. Por eso no pegué ojo en toda la noche. Al final, he decidido entregársela a usted.

Esta vez tiende la carpeta con gesto resuelto y me la da. No tengo prisa en abrirla. Prefiero hojearla a solas. La chica da su misión por finalizada y se levanta para largarse.

—¿Por qué no le entregaste la carpeta a Kostaraku cuando todavía estaba viva?

Mi pregunta la sorprende y parece indecisa. Intenta justificarse.

—Pensaba dársela, pero tenía cosas que hacer, asignaturas que estudiar. ¿Cómo iba a imaginarme que también la matarían a ella?

—Fuiste a verla ayer por la mañana pero la encontraste muerta y saliste corriendo. Cuando te serenaste un poco, llamaste a la policía desde una cabina y comunicaste el crimen sin dar tu nombre.

Algunas ideas llegan de repente, de un modo inesperado. No han podido ser elaboradas, no obedecen a ninguna asociación y, sin embargo, se sabe que son correctas. Yo sé que la mía da en el blanco cuando veo el gesto de Anna Antonakaki. La chica palidece, su expresión glacial se evapora y el miedo asoma en su mirada.

—¿Se ha vuelto loco? Ayer estuve todo el día en la facultad. Me enteré de lo sucedido por la noche, al verlo en la televisión.

—Escucha, Anna —le digo amablemente—. Resultaría fácil averiguar si estuviste en casa de Kostaraku. No tendría más que recorrer las casas de los vecinos, fotografía en mano, hasta que alguien te reconociera. El resto es pan comido.

—Haga lo que quiera —se obstina—. La culpa es mía, por haberle traído la carpeta.

—Has hecho muy bien en traérmela. Algo me dice que por ella mataron a tu tía y también a Kostaraku. Tú no tenías motivo para cometer esos crímenes, de modo que nadie sospecha de ti. Sólo quiero que me digas a qué hora encontraste muerta a Kostaraku. Es un dato importante para la investigación.

Vuelve a sentarse en la silla y permanece inmóvil. Me mira, aunque su pensamiento vaga por otras cuestiones.

—No quiero líos. Si se enteran los periodistas, mi madre… y yo… no tendremos un momento de paz.

—Nadie lo sabrá. De momento no te pediré que declares, y el asunto quedará entre nosotros. Si más adelante tu declaración resulta necesaria, vienes y la haces.

Sigue mirándome con recelo, pero el hecho de no tener que formalizar su testimonio la tranquiliza un poco. Cuando habla de nuevo, su voz no es más que un susurro.

—La llamé el día anterior para quedar con ella.

—¿A qué hora fue eso?

—A las nueve y media de la mañana, pero llevaba prisa. Ese día no podíamos vernos por cuestión de horarios, y acordamos encontrarnos a la mañana siguiente antes de clase.

—¿Te acuerdas de la hora?

—Debían de ser las diez y media, más o menos, porque a las once tenía clase en el Hospital Popular, en Gudí. De haber llamado al timbre de abajo, no me habría contestado y me habría marchado. No obstante encontré la puerta de la calle abierta y decidí entrar. Subí al tercer piso, llamé dos o tres veces. Nadie abrió. Estaba a punto de irme cuando vi que la puerta sólo estaba entornada, no cerrada. La empujé y entré. La llamé, pero no me respondió. Por un momento se me ocurrió dejar la carpeta y marcharme, para llegar a tiempo a clase. Luego consideré que si había dejado la puerta abierta seguro que no debía de andar lejos, y entré en el salón para esperarla.

Se interrumpe y empieza a temblar. Está a punto de echarse a llorar pero consigue dominarse.

—De repente la vi delante de mí, caída en el suelo —prosigue con voz entrecortada—. Tenía los ojos muy abiertos, como si me estuviera mirando…

No puede contenerse más. Se cubre el rostro con las manos y empieza a sollozar con violencia. Dejo que se desahogue y al cabo de un rato pregunto:

—¿Cómo estaba la habitación?

—Patas arriba, como si se hubiera producido un terremoto.

—¿Tocaste algo?

—No me quedé ni un minuto. Salí corriendo en cuanto me repuse de la primera impresión. Cuando llegué a la calle, recordé que había dejado la puerta abierta, pero no me atreví a volver. De todas formas, ya estaba abierta cuando llegué.

—¿Desde dónde nos llamaste?

—Desde el hospital. Al principio no se me ocurrió avisar, pero cuando me disponía a entrar en clase, pensé que tenía que hacer algo y llamé a la policía.

—De acuerdo, Anna. Hemos terminado. Y no te preocupes, no lo sabrá nadie. Te doy mi palabra.

—Se lo agradezco.

Enjuga sus lágrimas y se pone de pie. Aún sostiene la bolsa de plástico vacía y no sabe qué hacer con ella.

—Dámela.

Se la tomo de las manos y vuelvo a meter la carpeta dentro. Mejor que no la vea nadie hasta que le eche una ojeada.

Anna ya está en la puerta cuando ésta se abre bruscamente y aparece Zanasis.

—Le traigo el informe —anuncia.

Repara en Anna y se queda de piedra. La contempla y no puede apartar la vista. Ella le dirige una mirada de indiferencia, me lanza un «adiós» y se va.

—Es la sobrina de Karayorgui —le explico cuando cierra la puerta, para hacerle salir de su asombro.

—¿Su sobrina?

—Sí. Se llama Anna Antonakaki y es hija de su hermana. ¿Has visto qué parecido?

Como quien oye llover. Su mirada sigue clavada en la puerta. Por fin se acerca y me entrega su informe.

—Es increíble —balbuce.

Aún repite «increíble» cuando sale del despacho. Yo también me quedé pasmado la primera vez que la vi.