Voy corriendo para pillar el informativo de las ocho y media. El asesinato de Kostaraku será la primera noticia, sin duda, y no quiero perdérmela. Recupero el aliento en la sala de estar.
Adrianí ocupa su asiento de siempre, mando a distancia en ristre. Paso por delante de ella para llegar al otro sillón. Mantiene los ojos fijos en la pantalla, como si no me hubiera visto. Yo le echo una mirada furtiva. Sé cuánto la fastidia no enterarse de las noticias de Kostaraku de primera mano y tener que conformarse con la información de la tele, como el resto de los mortales. Me alegro de que haya perdido sus privilegios, aunque debo reconocer que afronta dignamente este contratiempo. Muestra carácter y no permite que la curiosidad menoscabe su amor propio.
La casa de Kostaraku. La sala de estar en la que fue hallada muerta. A su alrededor, papeles y libros desparramados, tal como los habíamos encontrado. Sólo ha sido retirado el cadáver. En su lugar aparece una silueta trazada con tiza. El presentador luce su habitual cara de pesadumbre que, por primera vez me parece sincera. Las palabras salen de su boca más despacio, más desmayadas. Mantiene las manos en el aire, en su conocida actitud de desesperación. Hasta el traje de usufructo parece que hoy le vaya ancho.
—Por desgracia, de momento no tenemos más noticias —dice—. La policía cree que los dos asesinatos guardan relación y prosigue sus investigaciones a un ritmo intenso, bajo la supervisión directa del jefe de policía de Ática, el general de brigada Guikas.
Después de haberme salido con la mía en lo referente a Petratos, Guikas me deja de lado para desquitarse. Desde hoy, él asume la iniciativa y yo quedo al margen. No es cuestión de orgullo; lo que más me molesta es tener que rendirle cuentas y pedir su visto bueno para todo.
Me he sumido en mis pensamientos y me pierdo las noticias, hasta que de pronto aparece en la pantalla Petratos, que se sienta al lado del presentador.
—Buenas tardes, Néstor —lo saluda—. Por segunda vez en pocos días, nuestra cadena ha recibido un golpe terrible. Después de Yanna Karayorgui, también Marza Kostaraku ha encontrado una muerte cruel a manos de un asesino despiadado, que aún no ha sido detenido.
—Realmente, como tú bien has dicho, Pablo —responde Petratos—, nuestra cadena ha sufrido dos golpes terribles en espacio de pocos días.
Antes, cuando dos tipos se entretenían en darse coba mutuamente, los llamábamos pelotas. Ahora los llamamos periodistas.
—Néstor, me gustaría conocer tu valoración de la marcha de las investigaciones —dice el presentador—. ¿Cuándo se obtendrán resultados? Lo pregunto porque, como bien sabes, la cadena recibe a diario miles de llamadas de telespectadores ansiosos por saber qué pasa, y les debemos una respuesta.
—Verás, Pablo… —Petratos hace una pausa para que se note que lo que va a decir lo tiene meditado—. Hay un aspecto positivo y otro negativo. El positivo es que el general Guikas, director de la policía de Ática, ha decidido asumir personalmente la coordinación de las investigaciones. Lamento tener que decir que la labor policial había seguido un camino totalmente erróneo, con la consiguiente pérdida de tiempo valioso. No sé si la dirección civil del ministerio piensa pedir responsabilidades por lo que al retraso se refiere, pero al menos podemos confiar en que las investigaciones seguirán, por fin, un curso acertado.
De repente, Adrianí tira el mando a distancia y sale de la habitación hecha un basilisco. Sigue sin hablarme, pero con su actitud pretende mostrar lo mucho que la indigna cuanto acaba de oír. Yo no me muevo del sitio. Pienso que ya puedo dar las gracias si me libro de una sanción disciplinaria.
—¿Y el aspecto negativo? —pregunta el presentador.
Petratos suspira, como si la respuesta que ha de dar le estuviera atormentando.
—En caso de que Kolákoglu sea el asesino, y es una hipótesis que la policía investiga muy seriamente, nos hallamos ante un psicópata. No sólo odiaba a Yanna Karayorgui, sino a todos los periodistas, porque considera que lo han perjudicado y quiere vengarse de ellos. Desde este punto de vista, es lógico que nos haya golpeado primero a nosotros, pues esta cadena ha sido la que le ha causado el daño más grave. No olvidemos que el caso Kolákoglu constituyó uno de nuestros mayores éxitos.
—Es decir, que todos los periodistas estamos en peligro. —Lo suelta como si Kolákoglu estuviera a sus espaldas, dispuesto a cargárselo allí mismo.
—Por eso he dicho que la policía ha perdido un tiempo valioso. Dejó a Kolákoglu en libertad, a pesar de que desde su primera detención sabía que se trataba de un psicópata. Esperemos que ahora sea más metódica.
El presentador le da las gracias y Petratos desaparece de la pantalla. Lo has infravalorado, Sotirópulos, me digo para mis adentros, y Karayorgui también. No sólo no ha querido disculparse por haberse equivocado con Kolákoglu, sino que ahora lo asciende de categoría y lo convierte en asesino psicópata. ¿Cómo explicar a la gente que los psicópatas tienen un método, el mismo siempre, que los caracteriza? No usan pies de foco en una ocasión, alambres en la otra y sierras mecánicas en la siguiente. En cualquier caso, Guikas tenía razón en una cosa. Hubiéramos debido detener a Kolákoglu y encerrarlo. Ahora estaríamos tranquilos. Mañana echaré la bronca padre a Zanasis. De pronto suena el teléfono.
—¿Lo has oído? —Guikas no se toma siquiera la molestia de identificarse, porque tiene la seguridad de que lo he reconocido.
—Sí —respondo secamente.
—Dentro de media hora tienes que estar en el despacho del ministro, para oír el resto —dice, y cuelga.
Empiezo a darme cuenta de que el asunto es más grave de lo que me había figurado. Al final, Delópulos conseguirá quitarme de en medio. Me enviarán a dirigir alguna comisaría de barrio para que investigue denuncias de robos y alteración del orden público, o para que resuelva contenciosos de tráfico. Oigo a Adrianí, que está poniendo la mesa, y de repente me invade la necesidad de hablarle, de explicarle adónde me dirijo y la que me espera. Sin embargo, algo me retiene en el último instante. Tal vez mi mezquino amor propio. No quiero que piense que vuelvo a hablarle por debilidad, porque necesito que me consuele y me anime. Aunque en realidad esto es precisamente lo que deseo. Cierro de un portazo para que sepa que me he ido.
No hay demasiado tráfico entre las calles Hymitós y Eratóscenes, pero pillo un atasco en la avenida Rey Konstantino. En Mesoyíon, la cola de vehículos apenas se mueve y los conductores se desquitan tocando el claxon. Así que llego al Ministerio del Interior, en la calle Katejakis, con quince minutos de retraso.
—Teniente Jaritos, para ver al ministro —informo al joven guardia.
Consulta una lista y me deja entrar con un «pase, teniente».
Salgo del ascensor y recorro el pasillo casi a la carrera, como si el minuto que podría recuperar de mi retraso tuviera mucha importancia. Seguramente no es por el minuto. Tengo prisa para aguantar el chaparrón cuanto antes y acabar de una vez.
—Pase, lo están esperando —me indica la secretaria al oír mi nombre.
Comparado con el despacho de Delópulos, el del ministro es un simple estudio con recibidor. Al entrar, veo a la Santa Trinidad que me está esperando. El ministro, Guikas y Delópulos; el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El ministro está sentado en el sofá, junto a Delópulos, como si quisieran dejar bien clara su estrecha amistad. Guikas ocupa un sillón al lado del ministro, y los tres me miran fijamente.
—Lamento el retraso, pero hay mucho tráfico.
—Siéntese, teniente. —El ministro señala el sillón vacío, aunque su expresión indica que preferiría dejarme de pie.
El escenario habla por sí solo. Delópulos quiere mi cabeza en bandeja, el ministro desea complacerlo para obtener su apoyo, y Guikas alberga sus propias ambiciones y prefiere no contrariarlos. No sé cómo acabará todo el asunto, pero seguro que de aquí salgo mal parado.
—¿Qué pasa con la investigación de las muertes de las dos periodistas, señor Jaritos? —pregunta el ministro—. Últimamente no oigo más que quejas de su trabajo.
Guikas trata de evitar mi mirada pero, al estar sentado justo enfrente, no sabe dónde fijar la vista. Al final la eleva por detrás de mí, y la deja vagar por la línea donde el techo se junta con la pared. Se siente incómodo y se le nota. Delópulos, por el contrario, me observa de hito en hito y no oculta su satisfacción. Tal vez esta ofensiva general sea un error por su parte, porque cuando el resultado es incierto uno procura ir despacio, acepta un repliegue táctico, incluso hace unas cuantas reverencias. No obstante si la alternativa consiste en quemarse o salir chamuscado, uno se lanza a las llamas y de perdidos al río. Decido hablar claro y que me suspendan de empleo y sueldo. Al menos me quedará el consuelo de haber presentado una defensa heroica.
—La investigación avanza despacio, como suele ocurrir en estos casos, pero avanza, señor ministro.
—Por lo que sé, lo malo es que avanza en una dirección equivocada. El señor Guikas le ordenó arrestar a Kolákoglu, pero usted no hizo caso y se dedica a otros menesteres.
—En absoluto. En estos momentos todas las fuerzas de la policía están buscando a Kolákoglu. Pero no resulta fácil localizar a una persona que por haber estado en la cárcel encuentra fácil refugio.
—Entretanto, permite que un asesino psicópata circule por ahí libremente y mate a su antojo —interviene Delópulos con tono sarcástico.
O había visto las noticias en compañía del ministro o, lo que es más probable, Petratos y él se han puesto de acuerdo en presentar a Kolákoglu como un psicópata.
Delópulos se dirige al ministro.
—Ya pueden votar las leyes que sean para combatir la delincuencia, estimado amigo. Si los cuerpos de seguridad no cuentan con miembros competentes, las leyes no sirven para nada.
—No hacen falta muchas leyes para combatir la delincuencia, señor Delópulos —intervengo tranquilamente—. Con una bastaría.
—¿Y cuál sería? —pregunta el ministro.
—Que una vez concluido el servicio militar, todos los jóvenes estuvieran obligados a pasar seis meses en la cárcel, a modo de reciclaje. ¿Ha visto a algún soldado que desee volver al ejército después de licenciarse? Imagínese si tuviera que volver a la cárcel…
Guikas vuelve bruscamente la cabeza hacia la mesa de reuniones, situada junto a la pared de al lado. Quiere soltar una carcajada pero se contiene.
—No lo he llamado para escuchar su opinión sobre la delincuencia —replica el ministro con voz gélida—. Quiero que me hable de Kolákoglu.
—Me extrañaría mucho que Kolákoglu fuera un asesino psicópata, señor ministro. —Y empiezo a soltarle el rollo del método psicópata, de que usan siempre la misma arma, cómo sus crímenes son todos idénticos, etcétera—. El señor Guikas ya debe de haberle hablado de esto —concluyo.
Guikas lo sabe pero estoy seguro de que no ha dicho nada, porque le conviene seguir la corriente. Pero se da cuenta de que ya no puede permanecer callado.
—Lo que dice el teniente Jaritos es correcto en términos generales. No obstante, hay excepciones —añade para contentarnos a todos.
Me gustaría decirle que el FBI piensa de otra manera, pero lo dejo correr.
Delópulos, consciente de que está perdiendo terreno, pasa al ataque.
—¿Tengo su permiso para divulgar todo esto, señor ministro? Me gustaría saber cómo aceptará la opinión pública estas teorías.
Está haciendo exactamente lo que me temía. Ha sublevado a la gente en contra de Kolákoglu, la ha fanatizado y, si ahora suelta que la policía descarta la posibilidad de que él sea el asesino, se nos echarán todos encima. El ministro piensa lo mismo, porque responde, casi suplicando:
—No se apresure, señor Delópulos. Déjenos un margen de unos pocos días. Estoy seguro de que encontraremos a Kolákoglu y todo se aclarará.
—De acuerdo, respeto su deseo —responde Delópulos condescendiente—. Además, confío en el señor Guikas. Y para demostrarles que estamos dispuestos a cooperar, tengan.
Saca un papel doblado del bolsillo y se lo entrega al ministro. Él lo abre y lo mira.
—¿Qué es esto? —pregunta sorprendido.
—La muestra de escritura del señor Petratos que tanto deseaba su subordinado. Pueden compararla con la escritura de las cartas halladas en casa de Karayorgui. Sólo pongo una condición, señor ministro. Debe prohibir que su subordinado continúe ocupándose del caso o, al menos, que siga molestándonos. Acusa sin razón a un periodista eminente porque en el pasado mantuvo relaciones con Karayorgui, y esto no puede quedar así.
Pide mi cabeza a cambio de una muestra de escritura de Petratos. Delópulos se siente tan seguro de sí mismo que le parece innecesario pronunciar mi nombre y se limita a llamarme «subordinado».
—Todo esto podía ser válido hasta esta mañana, señor Delópulos —intervengo sin perder la calma—. Entretanto, han aparecido nuevos indicios.
—¿Qué indicios? —pregunta Guikas.
—En primer lugar, he averiguado que el señor Petratos no se hallaba en su casa ni en los estudios en el momento de la muerte de Kostaraku.
—Como otros cinco millones de griegos, probablemente —replica Delópulos con sorna—. ¿Acaso no puede controlar sus prejuicios y obstinaciones?
—Pero esos cinco millones no tenían el alambre con el que el señor Petratos estranguló a Marza Kostaraku.
—¿Cómo dice? —Poco ha faltado para que el ministro saltase del sillón. Delópulos me contempla fijamente. No lo esperaba y no sabe cómo reaccionar.
—En el garaje de su inmueble, en la plaza de aparcamiento contigua a la del señor Petratos, encontré un trozo de alambre idéntico al que se empleó para estrangular a Kostaraku. Tengo un testigo ocular.
—¿Estás seguro de que la mataron con eso? —pregunta Guikas.
—Esta tarde lo he entregado al laboratorio. En cuanto conozcamos los resultados del análisis, dispondremos de más datos. Mañana por la mañana le presentaré mi informe escrito sobre el asunto.
Los tres permanecen en silencio. Saben muy bien qué significa lo que acabo de decir. Si me apartan de la investigación y resulta que estoy en lo cierto, algún periodista descubrirá mi informe y los pondrá en un aprieto.
—Bien. Puede irse, teniente —dice el ministro.
Saludo en general porque nadie me hace caso. Se han quedado pensativos, aunque los labios de Guikas esbozan una leve sonrisa y en su mirada brilla la malicia. Da la impresión de estar disfrutando, aunque a mí eso no me afecta. Él sabe cuidar de sí mismo.
Me voy con la satisfacción de que, al menos, he nadado contra la corriente. Donde las dan, las toman.