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Petratos vive en la calle Asimakopulu, junto al Centro de la Juventud de Ayía Paraskeví. Es uno de esos bloques de pisos nuevos, construidos para los tipos de relaciones públicas, yupis y científicos que chupan de los programas de la CEE. El porche inferior no se emplea como garaje, según la costumbre, sino que lo han convertido en un jardín, con flores y parterres. Los timbres están conectados a un circuito cerrado de televisión, para que puedan ver la jeta de quien llama y decidir si abrir o no, según les dé.

Elijo un nombre al azar y estoy a punto de llamar cuando veo a una mujer de unos cuarenta años que sale del ascensor. En cuanto abre la puerta, me escurro al interior. Petratos vive en el segundo. En este piso hay tres puertas, dos contiguas y la otra sola, enfrente. Empiezo por este último, que está más cerca del ascensor.

—Yes? —pregunta la filipina que abre la puerta.

Atrás quedaron los buenos tiempos en que las familias traían a chicas del pueblo para ocuparse de todo, y de paso entrenar al heredero en echar polvos. El inglés de la filipina cojea y el mío renquea, así que no es fácil entenderse.

En cuanto digo «police», se pone a temblar. Evidentemente, trabaja de extranjis. «No problem, not for you», añado, y mi inglés impecable la tranquiliza enseguida. Le pregunto si conoce a Petratos, si lo vio llegar o marcharse la tarde anterior y a qué hora. La respuesta a la primera pregunta es «yes», a las otras dos, «no», y con el segundo «no», me cierra la puerta en las narices.

Llamo a la puerta que está al lado del apartamento de Petratos y esta vez la suerte me sonríe. Abre una mujer que debe de rondar los sesenta, una autóctona. Me presento, le enseño la placa y me deja entrar. Cuando le pregunto por Petratos, su boca destila miel.

—¿Al señor Petratos? ¡Claro que lo conozco! ¡Todo un señor!

—¿Sabe por casualidad a qué hora suele marcharse de casa por las tardes?

—¿Por qué? —pregunta, súbitamente recelosa.

Me inclino hacia delante como si me dispusiera a revelarle los secretos de la masonería.

—Supongo que estará enterada de que dos periodistas de Hellas Channel, donde trabaja el señor Petratos, han sido asesinadas.

—Lo oí en las noticias. ¡Tan jóvenes! ¡Qué tragedia, Dios mío!

—Como medida para evitar que se produzcan nuevas víctimas, vigilamos las casas de todos los periodistas de Hellas Channel. Por eso necesitamos saber cuándo se encuentra en casa, sobre todo a última hora de la tarde. Ayer, por ejemplo, ¿lo vio entrar o salir?

—¿Por qué no se lo pregunta a él?

—Los periodistas son muy especiales, no les gusta tener a la policía encima. Además, queremos ser discretos para no provocar pánico.

Parece que mi respuesta le resulta convincente, porque reflexiona.

—¿Qué puedo decirle? —responde al final—. Por la mañana se marcha en torno a las once, muchas veces nos cruzamos en el rellano cuando vuelvo de la compra. Nunca lo he visto al mediodía, porque después de comer me acuesto un rato. Raras veces lo veo por la tarde.

—¿A qué hora, normalmente?

—Entre las seis y media y las siete. Aunque ayer no lo vi en absoluto.

Cuando me levanto para irme, se acuerda de algo que mejor hubiera sido que quedara olvidado.

—Anteayer vino otro de ustedes para hacer averiguaciones.

Los interrogatorios de Sotiris, que sacaron de quicio a Delópulos y a Petratos.

—Sí, después del primer asesinato. Ya entonces ofrecimos protección al señor Petratos y a otros, pero la rechazaron. El resultado fue otro crimen. Por eso hemos decidido vigilarlos discretamente, sin que ellos lo sepan, hasta que demos con el asesino. Ya comprenderá usted que si tenemos que lamentar otra víctima seremos el blanco de todas las críticas.

—¡Ay, qué trabajo el suyo! —dice comprensiva.

Nos despedimos como amigos, pero me voy con las manos vacías. Lo mismo pasa en el resto de los pisos. En la mayoría ni siquiera me dejan entrar, me tienen en la puerta. Y todas las respuestas parecen haber salido del mismo molde: «no sé», «raras veces lo veo», «pregúnteselo a él».

Cuanto más arriba subo, más descienden mis esperanzas. Aun así, me lo he tomado como un asunto personal. El asesinato de Kostaraku, por un lado, mis roces con el trío —Guikas, Delópulos, Petratos— por el otro, la publicidad que hace Sotirópulos de su capacidad olfativa, todo esto estimula mi amor propio. Quiero reunir pruebas para llamar a Petratos a declarar y arrinconarlo.

En el cuarto piso hablo con una tipa alta y escuálida, de labios tan finos que la pintura debe de escurrírsele a la barbilla cuando se maquilla. Declara que lo único que le importa es su casa y que le trae sin cuidado lo que hagan sus vecinos. El sermón de integridad queda interrumpido por un tiarrón de cabello rapado y pendiente en la oreja, que la aparta para salir.

Es evidente que ha oído nuestra conversación, porque da media vuelta y me dice:

—Cuando dejé el coche en el garaje ayer a las seis, el suyo no estaba.

—¿Y tú por qué te metes donde no te llaman? —dice la mujer, irritada.

—¿Qué importa, madre? El hombre hace una pregunta, yo sé la respuesta y se la doy. Cuando no sé contestar en la universidad, te cabreas. Ahora que sé, también te cabreas.

La escuálida mujer se mete en casa y cierra de un portazo. Su grosería no me molesta en absoluto, al contrario, me hace un favor, porque quiero hablar con el tiarrón.

—¿Seguro que su coche no estaba? —pregunto.

—Mire, es el único del edificio que tiene un Renegade. Me gusta un montón y cada vez que lo veo me lo quedo mirando. Intento convencer a mi viejo para que me compre uno, pero no quiere ni oír hablar del asunto. «¿Qué le pasa al Starlet?, es un buen coche», dice el muy ignorante. Así que ayer, cuando llegué con el Starlet, me di cuenta de que el Renegade no estaba.

—¿Bajamos al garaje y me muestra dónde lo aparca? —Si está allí, me, gustaría echarle un vistazo.

—Claro. Venga —se ofrece solícito.

Es un garaje amplio, en el que caben fácilmente veinte coches. Casi todas las plazas están vacías, sólo hay cinco vehículos en este momento, el Renegade de Petratos entre ellos. El coche que hay a su derecha está cubierto con una funda. La plaza de la izquierda está vacía.

—¡Mírelo! —dice el tiarrón, admirado—. De puta madre, ¿eh?

Consulto mi reloj. Son las cuatro. Se ve que regresa a casa a primera hora de la tarde, descansa un rato y vuelve a los estudios a las siete y media. No me extrañaría que la vieja lo hubiera llamado para contarle mis pesquisas. Me importa un pepino. Que llame a Delópulos si quiere para quejarse de que sigo persiguiéndolo. Camino alrededor del Renegade, pero desde fuera no veo nada raro. Me acerco y atisbo por la ventanilla. En el asiento del acompañante hay unas cintas de vídeo desparramadas, y en el de atrás, una pila de revistas y periódicos. Esto es todo. El tiarrón ha dejado de prestarme atención y se dirige al Starlet.

—¿Se queda? —pregunta.

—No, ya voy.

Al encaminarse a la puerta del garaje, con el rabillo del ojo veo algo debajo del coche cubierto. Me agacho y descubro un trozo de alambre mal enrollado.

—¡Venga aquí! —llamo al tiarrón.

Da media vuelta y me dirige una torva mirada.

—Mi madre tenía razón, es usted peor que un grano en el culo —dice cabreado.

—¡He dicho que venga! —Mi tono no admite discusión y se acerca.

—¿Qué es esto que asoma por debajo del coche?

Se agacha curioso, recoge el alambre y lo examina.

—Un trozo de alambre —responde con indiferencia.

Cómo va a imaginarse que este trozo de alambre podría enviarlo al tribunal para testificar que lo hemos encontrado junto al coche de Petratos.

—¿Cuánto tiempo lleva allí debajo?

—¿Cómo quiere que lo sepa? Éste es el coche de Kalafatis. Desde que murió, hace tres meses, está abandonado. ¿Por qué? ¿Qué importa?

—Importa mucho. ¿No sabe que los alambres pueden pinchar los neumáticos? ¿Y usted quiere comprarse un Renegade?

Le arrebato el alambre. Me lanza una mirada envenenada y se dirige a su Starlet. Lo pone en marcha, abre la puerta del garaje con una tarjeta magnética, acelera y se va. Salgo detrás de él, mientras la puerta se cierra lentamente.

Me siento en el Mirafiori y contemplo el alambre, que he puesto en el asiento de al lado. Al final, parece que había infravalorado a Petratos. Tal vez el segundo asesinato fuera premeditado, pero el arma del crimen vuelve a ser fortuita, casual, como en el caso de Karayorgui.

Encontró el alambre mientras aparcaba el coche, cortó un trozo, estranguló a Kostaraku, se lo metió en el bolsillo y se largó. Si fuera un cuchillo o una pistola, podríamos demostrar que era suyo o averiguar de dónde lo había sacado. Pero ¿el alambre? Se encuentra en cualquier ferretería, en cualquier casa, en cualquier sitio. ¿Cómo demostrar que el crimen se cometió con este alambre en concreto, que ha sido encontrado junto a su coche? Incluso un aprendiz de abogado sería capaz de invalidar el argumento. Tal vez por eso no hizo desaparecer el resto del alambre. Llevaba tres meses tirado debajo del coche del difunto. «Si la hubiera matado yo, ¿hubiese dejado el alambre allí? ¿No lo hubiese tirado? Tendría que estar loco, señoría». «Claro —diría el juez—, un asesino tan estúpido no se encuentra ni hecho de encargo».

Necesito un cuarto de hora para ir de Ayía Paraskeví a Hellas Channel, en Spata. La redacción se halla prácticamente vacía. Sólo está Sperantsas, preparando el avance de las seis. Ha perdido su expresión iracunda y me dirige una mirada inquieta, asustada.

—¿A quién le toca ahora? —pregunta—. ¿Acabará con todos nosotros?

No lo tranquilizo, porque su miedo me conviene.

—¿Nadie se preguntó dónde estaba Kostaraku cuando no apareció en los estudios ayer noche?

—¿Por qué iba a aparecer? Vino, entregó su reportaje ya montado y se fue alrededor de las cinco. Sólo habría vuelto en caso de tener algo extra para el informativo de las ocho y media. Nosotros no fichamos.

—Es decir, que sólo Petratos se queda todo el rato.

—Él tampoco. Se va a las cuatro y vuelve a las siete y media.

—¿A qué hora regresó ayer? —Me mira sorprendido—. No piense cosas raras. Sólo intento formarme una idea general.

—No sé. Cuando me fui, a las siete, aún no había llegado.

No aporta nada más y lo dejo con su trabajo. A la vuelta de Spata, paso por los laboratorios y entrego el alambre a Dimitris. Le echa una mirada y se encoge de hombros. Mis temores quedan confirmados.

—Lo analizaremos —dice—, pero el fiscal lo tirará a la basura, en cuanto lo tenga en las manos. Resulta fácil demostrar que la estranguló con un alambre como éste, pero sería casi imposible probar que lo hizo con este trozo en concreto.

—Lo sé —respondo fastidiado—. De todos modos, analizadlo.

Se ha levantado viento y el aire huele a tormenta. De vuelta al despacho, pienso que tengo un montón de indicios que apuntan a Petratos, pero ninguna prueba. Si se tratara de otro lo llevaría a jefatura y le apretaría los tornillos hasta que confesara. Sin embargo, para Petratos necesito el visto bueno de Guikas. Y dudo de que me lo dé.