21

—¿Puedes estimar la hora?

Markidis, inclinado sobre el cadáver, se incorpora lentamente. No contesta enseguida. Consulta su reloj y realiza sus cálculos.

—Ahora son las doce. Deben de haber pasado unas diecisiete horas, de modo que la mataron entre las seis y las ocho de la tarde de ayer.

Qué bien. Mientras Zanasis me informaba sobre Kolákoglu, alguien asesinaba a Marza Kostaraku a diez manzanas de mi casa.

Está de bruces a mis pies, al lado del sofá. Tiene un brazo debajo del cuerpo mientras que el otro, el izquierdo, se halla estirado a un lado. Como si hubiese resbalado, borracha como una cuba, y hubiese caído en redondo. Lleva tejanos, jersey y zuecos de estilo holandés.

—La estrangularon, ¿verdad?

—Sí. Con un alambre o una cuerda metálica.

Se inclina y aparta el cabello. La cabeza está apoyada de costado y mira la mano. Una señal recta como una regla atraviesa el lado izquierdo del cuello. La poca sangre que la rodea está ya coagulada.

—Esta herida es de un alambre —señala Markidis—. Ni las cuerdas ni los cordones dejan señales así. La estranguló de pie y, cuando estuvo muerta, la dejó caer al suelo.

—¿Un hombre fuerte?

—Sí, como el asesino de la otra. Supongo que se trata de la misma persona.

Sé lo que esto significa y no me gusta en absoluto. Si la hubiera estrangulado con un fular o un cable, el caso sería similar al de Karayorgui. No había ido para matarla, lo había decidido en el curso de la conversación, había agarrado cualquier cosa y la había matado. Pero en esta ocasión, el asesino fue preparado. Si es el mismo, como supone Markidis, entonces empezó con un asesinato improvisado, por impulso, y continuó con otro, premeditado. De mal en peor.

El apartamento habla por sí solo. El criminal lo ha dejado patas arriba. Cajones abiertos, papeles esparcidos por el suelo. Los libros de la estantería empotrada dispersos por toda la habitación. Imagino que buscaba desesperadamente algo que obraba en poder de Kostaraku y por eso la ha matado. Los hombres del coche patrulla encontraron la puerta entreabierta, pero la cerradura no había sido forzada. Kostaraku debió de dejarlo entrar. Igual que Karayorgui, que había estado charlando con él antes de que la matara. La teoría de Markidis queda confirmada. Se trata del mismo individuo, y las dos lo conocían. Así pues, es alguien de su entorno. ¿Petratos? Otra vez me topo con él. Puede que su relación con Karayorgui fuera más complicada de lo que suponíamos. Quizás ella había descubierto algún secreto cuando salían juntos y lo chantajeaba. Pero ¿por qué iba a suponer Petratos que Karayorgui había revelado el secreto a Kostaraku? Él sabía que no se caían bien. Es indudable, sin embargo, que Kostaraku sabía más de lo que me había contado. Ya se lo dije la noche que salí del despacho de Petratos, que se metería en líos, pero no me hizo puñetero caso.

La carta encontrada en el escritorio de Karayorgui adquiere ahora más peso. Si el que la amenazaba por escrito era Néstor Petratos, entonces las cosas son de una evidencia aplastante. Supo por Kostaraku que Karayorgui la había llamado por teléfono y no la creyó. Estaba seguro de que en su casa encontraría lo que buscaba y la mató para conseguirlo. Por eso no habían forzado la puerta. Kostaraku no dudaría en abrir a Petratos. Si por el contrario la «N» no es de Petratos, entonces lo tenemos crudo, porque supone la existencia de un tercer sospechoso.

Sotiris sale del dormitorio y me aparta de mis reflexiones.

—El mismo desbarajuste allí dentro —dice—. Hasta vació los cajones de la cocina.

—¿Habéis encontrado algo?

—¿Acaso sabemos qué estamos buscando?

—¿La llamada anónima la ha hecho un hombre o una mujer?

—Una mujer, pero no nos llamó a nosotros. Llamó al teléfono de emergencias.

—Debía de tener mucha prisa, pues de lo contrario se habría dado cuenta de que dejaba la puerta abierta.

—¿No podría tener llave la que la encontró? Entra en casa, descubre el cadáver y, atolondrada, huye y se deja la puerta abierta.

—Me parece posible, pero improbable. De ser alguien que tuviera llave, la mujer de la limpieza, por ejemplo, se habría puesto a gritar, a llamar a los vecinos. La persona que la encontró no debía de conocer a Kostaraku. La puerta estaba abierta, entró, vio a la muerta y salió sin hacer ruido. Después llamó a la policía, sin identificarse para evitar líos.

Sotiris me contempla pensativo.

—¿Quién podría ser? —pregunta desconcertado.

—Seguramente una de esas chicas que hacen encuestas o campañas publicitarias. Salió zumbando para no perder el empleo. ¿Habéis encontrado algún alambre o cable de acero?

—No.

—Es lo que usó para estrangularla. ¿Habéis hablado con los vecinos?

—Sí. Los del piso de arriba estaban en casa y los de abajo también, pero no oyeron nada.

Esto significa que Kostaraku no opuso resistencia. La mató como a Karayorgui. Inesperadamente, por sorpresa. Ambas lo conocían y no sospecharon de él, por eso las pilló desprevenidas. Hizo la faena, se guardó el alambre en el bolsillo y se marchó tan campante.

—¿Nadie vio llegar o salir a alguna cara desconocida entre las seis y las ocho?

—Lo he preguntado, pero nadie vio nada. No hay portero. La dueña de la mercería de enfrente dice que es un edificio de muchos pisos y entra y sale mucha gente. No vio a nadie que le llamara la atención.

—¿Cómo iba a llamar la atención el asesino? ¿Con un letrero?

Estoy furioso y me desahogo con él, aunque no tiene la culpa. Lo comprende y calla.

—Voy a hablar con Guikas —digo, y le doy una palmadita amistosa en el hombro—. Está esperando mi informe. Si hay noticias, llámame al despacho.

Kula me aguarda escopeta en ristre. En cuanto me ve entrar en la antesala, dispara.

—¿Pero qué está pasando aquí? —pregunta, tratando de hacer pasar su curiosidad por inquietud—. ¿Qué es esta epidemia de muerte que se lleva a los suyos?

—¿A los míos? ¿Desde cuándo trabajo en la televisión sin saberlo?

—No me refiero a eso —responde, y me dedica una de esas sonrisas juguetonas que usa para desarmar a Guikas—. Pero con tanto toma y daca sois como colegas. Ahora mismo le están esperando abajo. —Señala el despacho de Guikas con la cabeza—. No quería hablar con ellos y se los ha remitido a usted.

El Bueno y el Malo. Él es el Bueno, les cuenta todo lo agradable y es el guaperas de la película. Yo soy el Malo, saco las castañas del fuego y soy el feo.

—¿Puedo pasar? —pregunto a Kula.

—¿Y lo pregunta? Está sobre ascuas.

Parece que Kula hablaba en serio, porque Guikas espera de pie detrás de su mesa. Me señala un sillón y él se sienta en el suyo, justo en el borde del asiento.

—¿Y bien? —pregunta con impaciencia.

Le doy todos los detalles, uno tras otro, más la opinión de Markidis de que se trata del mismo asesino. Me observa pensativo.

—¿Tú también crees que es el mismo? —pregunta al cabo.

—Todos los indicios parecen confirmarlo.

Suspira como si sólo le hubiese faltado un número para acertar la lotería.

—Entonces, la hipótesis de Kolákoglu se debilita. Aunque hubiera cumplido su amenaza de matar a Karayorgui, no tenía motivos para asesinar a Kostaraku.

Estoy á punto de soltar «ya se lo había dicho», pero Guikas me quita la palabra de la boca.

—Por la misma razón, sin embargo, no las pudo matar Petratos —añade, sin ocultar su satisfacción por haberme pillado en falso—. Me has creado problemas con Delópulos, sin razón que lo justifique. Admitamos que Petratos mató a Karayorgui porque lo había dejado y amenazaba con arrebatarle el puesto. ¿Por qué iba a matar a Kostaraku?

—Tendría un motivo, si lo estuviera chantajeando.

—¿Chantajearlo? ¿Kostaraku? —Le parece increíble.

—Supongamos que podía demostrar que Petratos había matado a Karayorgui. A mí no me lo cuenta en el interrogatorio, sino que se dirige a él para chantajearlo. Lo ve como una oportunidad de sacar algún beneficio. No olvidemos que él la dejó de lado para ayudar a Karayorgui. Petratos la llama y le dice que pasará por su casa para hablar del asunto. Aparece armado con el alambre y la estrangula. Después, pone el apartamento patas arriba. Busca la prueba incriminatoria. Karayorgui había estado conversando con el asesino. ¿No es lógico que su interlocutor fuera Petratos? Kostaraku le abrió la puerta. Aunque es poco probable que dejara pasar a Kolákoglu, en el caso de Petratos las cosas cambian. Ambas víctimas recibieron el golpe de improviso, sin sospecharlo. ¿Acaso se les ocurriría pensar que corrían peligro con Petratos? El «profail» encaja a la perfección.

Me reservaba el «profail» para el final. Es la guinda del pastel. La saborea pensativo y en silencio.

—Todo esto serviría de hipótesis —responde cautamente— si Petratos no tuviera coartada. Pero si por ejemplo demuestra que estaba en los estudios en el momento del crimen, tu teoría saltará por los aires.

—Llega a los estudios a las siete y media, una hora antes del informativo. Lo he comprobado antes de venir aquí. Markidis sostiene que el crimen se produjo entre las seis y las ocho. Si la mató alrededor de las seis, disponía de hora y media para ir de la calle Hiéronos a Spata. Con las prisas, se olvidó de cerrar la puerta. Mi error ha sido no investigarlo más a fondo desde el principio.

Es como si le dijera: «Me equivoqué cuando temí su reacción y la de Delópulos y acallé mi intuición, que era acertada». Lo traga con expresión agriada, como la que ponía yo cuando mi madre me obligaba a tomar aceite de hígado de bacalao.

—En otras palabras, ¿hemos encontrado al asesino? ¿Nos olvidamos de Kolákoglu?

Intenta sonsacarme para ver si guardo más ases en la manga. Contrólate, Jaritos, no te embales, digo para mis adentros. Una de cal y otra de arena.

—No, no es más que una hipótesis. Sigo buscando a Kolákoglu.

—Si tuviéramos la muestra de escritura de Petratos, lo veríamos más claro —masculla.

Me encantaría desquitarme, pero me lo pienso mejor y digo:

—En parte.

—¿Por qué en parte?

—Pongamos que Petratos escribió las cartas. Esto no significa necesariamente que la matara él. Y viceversa. Karayorgui metía las narices en todas partes. Es posible que recibiera más amenazas. Esto no libra a Petratos. Hay muchos más indicios incriminatorios. Déjeme averiguar dónde estaba Petratos entre las seis y las ocho de la tarde de ayer. Después, ya veremos.

—Supongamos que la mató el otro, el que la estaba chantajeando. ¿Cómo supo que Kostaraku tenía lo que él buscaba?

—Por las noticias. La llamada que Karayorgui hizo a Kostaraku tuvo mucha publicidad.

Lo único que le queda por decir antes de que me marche es que lo mantenga informado.

En cuanto asomo al pasillo, todos los periodistas corren a mi encuentro como si acabara de volver de un largo viaje. Busco entre ellos para descubrir una cara nueva, al nuevo reportero de Hellas Channel, pero todas me resultan familiares y me quedo con el interrogante.

—Comprendo vuestra preocupación y sé cómo os sentís en este momento —digo con cara de funeral—. Es la segunda periodista asesinada en pocos días. De momento, sin embargo, sólo puedo hablaros del asesinato.

Empiezo a desembuchar, sin ocultar nada. Ellos, micro en mano, me escuchan sin interrumpirme. Cuando termino, siguen en silencio. La conmoción no les permite ejercer la presión habitual para arrancarme más datos. Sólo la bajita de mallas rojas pregunta, al cabo de un rato:

—¿Cree que se trata del mismo asesino, teniente?

—Según los primeros indicios, probablemente sí.

Otro se anima a intervenir, para arrebatarle el monopolio:

—¿Sigue pensando que el asesino es Kolákoglu?

—En este momento, estamos investigando todas las posibilidades. No descartamos ninguna.

Concluyo y avanzo un paso para franquear su barrera. Quizá por primera vez, no intentan retenerme. Se apartan, mudos, y me dejan pasar. Zanasis, quien había estado escuchando las declaraciones desde detrás de la puerta, me sigue al despacho.

—¿Qué hacemos con Kolákoglu? —pregunta—. ¿Seguimos buscándolo?

Lo miro pensativo. La lógica me indica que suspenda la caza y lo deje en paz. A estas alturas, ni siquiera Guikas se opondría. Por otro lado, la persecución de Kolákoglu me sirve de tapadera ante Petratos y Delópulos, y me deja las manos libres.

—Continúa hasta que te diga lo contrario —indico a Zanasis.

—Pero ¿crees sinceramente que Kolákoglu mató a Karayorgui y a Kostaraku?

Es la voz de Sotirópulos, y doy media vuelta. Ha entrado sin hacer ruido y me contempla irónicamente, apoyado en la pared junto a la puerta.

—Puedes irte, hablaremos después —digo a Zanasis.

Sotirópulos observa cómo se retira Zanasis y después se acerca y se sienta en la silla que tengo enfrente, sin que le haya invitado.

—Petratos ha muerto al mismo tiempo que Kostaraku —dice con tono alegre.

—¿Por qué?

—¿Es que no lo comprendes? Quiso presentar a Kolákoglu como el asesino y ahora debe rectificar. Deja la cadena en mal lugar, y Delópulos no se lo perdonará. —Calla y me observa. Sus ojos sonríen con astucia desde detrás de las gafas redondas—. ¿Viste mi reportaje ayer? —pregunta.

—Lo vi.

—Hoy apretaré un poco más. ¿Quiénes se han beneficiado de la condena de Kolákoglu? ¿Quiénes siguen utilizándolo como cabeza de turco? A partir de mañana, Petratos pasará al departamento de objetos perdidos.

—¿Por qué lo odias tanto?

No esperaba la pregunta y al principio parece sorprendido. Después se pone serio y vacila.

—Tengo mis razones pero no voy a hablar de ellas: son personales —responde finalmente—. Sólo te digo una cosa. Petratos ascendió sembrando cadáveres a su paso. Me alegraría mucho que se fuera a pique.

—Te alegraría aún más que fuera el asesino.

Me mira e intenta adivinar mis intenciones.

—¿Por qué? —pregunta—. ¿Sospechas de él?

—El odio siempre genera sospechas. En todas direcciones.

Se echa a reír.

—¿Qué significa esto? ¿También sospechas de mí?

No contesto. Lo dejo sobre ascuas para obligarlo a hablar más, pero él sigue riéndose.

—Confieso que me gustaría verlo esposado, para ponerle el micro ante las narices y oír su confesión. Pero esto no es más que un sueño. Petratos no las mató. Deberíais investigar en otra dirección.

—¿Por qué? Tú me ocultas algo.

—No, palabra. Pero mi intuición me dice que detrás de los dos asesinatos se oculta algo que ni tú ni yo imaginamos.

Se levanta y se dirige a la puerta.

—Ya verás como tengo razón, mi olfato no me engaña —declara al salir.

Dirijo la mirada a la ventana y trato de adivinar a qué se refiere. ¿Sabe algo y no me lo dice? Es lo más probable.

En el balcón de la vieja, el gato se ha escurrido entre dos macetas y mira a los transeúntes, con la nariz pegada a la reja. Ya estamos en diciembre y, con la excepción de aquel par de días de frío, hace un calor espantoso. Puro suplicio, esta mierda de tiempo.