Zanasis jura por lo más sagrado que estuvo coordinando la búsqueda hasta las dos de la madrugada. Ordenó a los coches patrulla que peinaran los bares, las cafeterías y todos los locales que pudieran frecuentar sus amiguetes actuales. Resultado: cero. Imposible encontrar a Kolákoglu. Su fotografía no decía nada a nadie. Algunos que recordaban el juicio aseguraban no haberlo visto nunca. Era de esperar. La cárcel es una especie de fundación de ayuda mutua; cuando has pasado por allí, siempre hay alguien dispuesto a echarte un cable. El solo hecho de ser buscado por la policía basta para que Kolákoglu encuentre un refugio y colegas que lo auxilien. Ordeno a Zanasis que prosiga con la búsqueda y que me mande a Sotiris.
Sotiris no pierde el tiempo y me recita todo lo que ha averiguado. Sí, los periodistas habían visto a Petratos marcharse a las diez, pero nadie lo había visto abandonar el recinto. Evidentemente, pudo dirigirse al garaje, tomar el coche y salir tan ricamente. Puesto que yo le había ordenado que actuara con discreción, Sotiris no quiso preguntar sin mi permiso si alguien había visto el coche de Petratos en el garaje pasadas las diez. Media hora después de medianoche, Petratos aparece en un bar frecuentado por periodistas, detrás del campo del Panathinaikos. El barman recuerda claramente el momento de su llegada y el de su partida, poco después de las dos. Sin embargo, desde las diez hasta la hora en que fue al bar, sus huellas se pierden y nadie lo vio entrar o salir de casa. Deja lo más importante para el final: Karayorgui había llamado a los estudios cuando finalizaba el informativo de las ocho y media para pedir que le reservaran un espacio en el de las doce.
—¿Con quién habló? ¿Con Petratos?
—No. Con Kondaxí, una chica que trabaja en la redacción. Le dijo que avisara a Sperantsas de que quería un minuto en el informativo de las doce.
—Pero Sperantsas no sabía nada.
—Sí, porque aún no había llegado. Kondaxí, para cumplir, se lo comunicó a Petratos y después se fue.
—De modo que Petratos estaba al corriente de que Karayorgui iba a soltar una gran noticia, aunque no sabía de qué se trataba —digo a Sotiris.
Y no habló con Sperantsas, ni siquiera le dejó una nota. Se fue. ¿Por qué? ¿Por falta de interés o por argucia? El dato que ha descubierto Sotiris me sugiere nuevas perspectivas, pero el timbre del teléfono me corta la inspiración.
—Jaritos al habla.
—¡Ven a mi despacho! ¡Ahora mismo!
—Guikas quiere verme. Hablaremos después.
Por el tono de voz del jefe sé que habrá tormenta y que corro peligro de naufragar.
Tiene cara de marejada y me golpea de frente.
—¿Quién te ha autorizado para mandar a Vlasópulos a investigar a Petratos?
Vlasópulos es el apellido de Sotiris. Debí suponer que algún listillo le iría con el cuento a Petratos, por muy discreto que fuera Sotiris.
—No fue una investigación, sólo un control rutinario para averiguar los movimientos de todos los relacionados con Karayorgui.
—Déjate de estupideces. ¡Anteayer por la noche, cuando hablaste de Kolákoglu con Petratos, le dijiste que también él es sospechoso! ¡Llegaste a pedirle una muestra de escritura para comprobar si era el remitente de las cartas a Karayorgui!
Me pongo a calcular cuántos points me cuestan mis iniciativas y tengo la impresión de estar pateándome el sueldo en el casino.
—Ya le dije que el nombre de pila de Petratos es Néstor, como la «N» con la que están firmadas las cartas.
—¡Eso sí me lo dijiste! ¡Pero lo de la muestra de escritura es nuevo!
—Creía haberlo mencionado también, aunque al final tal vez me olvidé. —La fuga de points continúa—. En todo caso, he sabido que Delópulos pensaba despedir a Petratos para conceder su cargo a Karayorgui.
—Y deduces que Petratos la asesinó para conservar su puesto, ¿no es así? —pregunta con sarcasmo.
—No deduzco nada. Pero desde el momento en que hay móvil, y un móvil triple además (el desengaño amoroso, el interés y las cartas), mi obligación es investigar.
—Así que no se trata de un control rutinario, como has querido presentármelo —replica, y cierro la boca mientras él vuelve a la carga—: Hace un rato me ha llamado Delópulos en persona y me ha largado un sermón de media hora. Me ha dicho de todo: que es inadmisible que sospechemos de un miembro destacado de Hellas Channel, que piensa protestar ante el ministro, denunciando nuestros métodos inaceptables, que desde que habló contigo la noche del crimen se dio cuenta de que mantienes una actitud hostil frente a la cadena, que te niegas a colaborar, que no sólo acusas a Petratos sino también a Kostaraku, y que todo esto tiene como único objetivo convertir a las víctimas en verdugos. Me ha pedido que te aparte de la investigación y se la asigne a otro.
Lo ha soltado todo de carrerilla y está resoplando, como cuando hacía footing en el FBI. Yo empiezo a cabrearme.
—De acuerdo, hay que ir despacio, sin armar jaleo, pero existen indicios razonables de que él sea el asesino.
—Quedamos en que buscarías a Kolákoglu. ¿Lo has encontrado? —pregunta.
—Todavía no. Se ha esfumado.
—También me lo ha dicho Delópulos: que eres incapaz de atrapar al verdadero culpable y que te limitas a fingir que haces algo.
—Apenas hace veinticuatro horas que empezamos a buscarlo. ¿Cómo íbamos a encontrarlo en un día? ¡Ni que estuviera tomando un café en Kolonaki!
No se precipita en responder. Me mira y habla lentamente, para que pueda digerirlo:
—Ahora mismo vas a ir a ver a Delópulos. Te está esperando. Quiere oír tus excusas. De lo contrario, amenaza con hablar con el ministro. ¿Comprendes lo que eso significa? Yo puedo respaldarte sólo hasta cierto punto. Procura ser amable. Y atrapa a Kolákoglu, sólo así estaremos tranquilos.
Termina de hablar y agarra un documento de su mesa, fingiendo que lo está leyendo. En otras palabras: saca las castañas del fuego y déjame en paz, tengo cosas más importantes que hacer.
A lo largo del trayecto hasta Hellas Channel trato de serenarme y de pensar fríamente en cómo enfrentarme a Delópulos. Yo lo conozco, he estado cara a cara con él, mientras que Guikas sólo le ha hablado por teléfono y no sabe con quién se las está jugando. Delópulos monta la comedia para chantajearme. Al principio tanteó la vía amistosa para tenerme de su parte, pero al ver que me metía con los suyos, con Kostaraku y con Petratos, se puso hecho una furia. Además no es idiota, sabe que si Kolákoglu no es el asesino, ha metido la pata; tendrán razón Sotirópulos y la cadena Horizonte, que quieren presentarlo como víctima. Así que ha decidido cargar contra mí, el último mono, el más vulnerable de todos. Si realmente tiene influencia con el ministro, Guikas se cubrirá las espaldas y me echará a las fieras. No cabe duda de que debo aguar mi vino, lo malo es que no encuentro la medida apropiada y temo acabar con zumo de grosella en la mano.
En cuanto digo mi nombre a la secretaria, se levanta, abre la puerta y me introduce en el apartamento de Delópulos. Petratos está con él, sentado en uno de los dos sillones que se hallan pegados a la mesa de Delópulos. Me mira como la araña que contempla la mosca que acaba de atrapar en su tela.
—Tome asiento —me invita Delópulos fríamente, señalando el otro sillón. Mi culo apenas ha tocado el cuero cuando se lanza al ataque.
—Me alegro de que nos haga el honor de venir en persona y que no haya enviado a su subordinado.
Su estatura emerge imponente de detrás de la mesa, pero su mirada no es severa. Me recuerda la de Kostarás cuando se disponía a iniciar un interrogatorio, cargada de ironía y desprecio.
—Me temo que unas averiguaciones rutinarias han adquirido proporciones desmesuradas, señor Delópulos. Puede que el subteniente Vlasópulos tenga la culpa. Sin embargo, nuestra obligación es comprobar los movimientos de todos los que tenían alguna relación con la víctima. Comprenderá que yo también debo rendir cuentas a mis superiores. No quisiera que algún día me acusaran de no hacer bien mi trabajo.
—El señor Guikas nos ha asegurado que la orden de investigar al señor Petratos no partió de él. Fue iniciativa de usted.
—El señor Guikas es director general de la policía y cada día tiene que enfrentarse a miles de problemas. Si lo informáramos de todos los procedimientos de rutina, no daría abasto. No obstante, puede estar seguro de que si mañana aparecen lagunas en la investigación, me considerará responsable de ello.
Me he arrugado y juego el papel del pobre poli, el instrumento que siempre actúa según el reglamento y tiembla ante sus superiores. Pero parece que no me sale del todo bien, porque ahora Petratos me ataca.
—No creo ni una palabra de lo que dice, señor Jaritos. Usted mismo declaró, la noche que vino a mi despacho, que me considera culpable. Llegó al extremo de pedirme una muestra de escritura.
—Jamás he dicho que lo considerara culpable. Sencillamente, al insistir usted que el único sospechoso es Kolákoglu, quise demostrarle que, al menos en teoría, hay otros, usted entre ellos. Mantuvo una relación con Karayorgui, y ella lo abandonó en cuanto el señor Delópulos le concedió plena libertad de movimientos. Pero no fue más que un ejemplo. Usted se lo tomó al pie de la letra.
Queda totalmente desconcertado y no sabe cómo reaccionar. Delópulos le echa una mirada de irritación y se vuelve hacia mí.
—¿Quién le ha contado estas tonterías? —pregunta con dureza—. La libertad de movimientos de Karayorgui no suponía ningún problema para el señor Petratos. Él mismo me sugirió que le dejáramos campo libre porque daba buenos resultados.
No se da cuenta de qué, diciendo esto, agrava la posición de Petratos. De ser cierto, él le había conseguido la independencia total y ella, en lugar de darle las gracias, le había soltado una patada en el culo.
—Escuche, señor Delópulos, el señor Guikas me ha instado a contarle toda la verdad sin ocultar nada.
El preámbulo le complace. Se apoya en el respaldo del sillón, hinca los codos en la mesa, entrelaza los dedos y aguarda mi rendición total.
—Nuestro trabajo nos obliga a investigar cualquier información, cualquier rumor, por improbable que parezca. En el mundillo periodístico circula el rumor de que usted pensaba despedir al señor Petratos para poner a Karayorgui en su puesto.
Petratos se levanta de un brinco. Todo él tiembla de ira e indignación. También Delópulos parece furioso. Abandona su actitud relajada, descarga un golpe sobre la mesa y grita:
—Lo desmiento categóricamente. Confío plenamente en el señor Petratos y le aseguro que su puesto jamás peligró por culpa de Karayorgui.
—¡Todo esto no es más que una maniobra barata para distraer la atención! —grita Petratos sin dejar de temblar—. No puede encontrar a Kolákoglu, que es el asesino, e intenta echar tierra sobre el asunto.
—¿Qué hay de Kolákoglu? —pregunta Delópulos, con cara de querer tirarme a la basura.
—Nada todavía.
—¡Ja! —interviene Petratos triunfalmente.
—Hasta el momento sólo hemos conseguido la información de un empleado en las taquillas de autobuses, en Kifisós. Recuerda que lo vio sacar un billete para Salónica.
—¿Por qué no nos ha informado? En nuestro primer encuentro ya le dije que quiero la primicia de las informaciones. El señor Petratos se lo repitió. No obstante, usted se empeña en dejarnos al margen en un asunto que atañe directamente a nuestra emisora.
—No quería que la información circulara, para que no se entere Kolákoglu. Cuando vas detrás de alguien no hay que decirle dónde ha sido visto, porque entonces lo ayudas a escapar. De todos modos, le aseguro que es lo único que tenemos.
—Empiezo a pensar que el señor Petratos tiene razón —dice Delópulos—. Es usted un inepto. Me planteo seriamente la posibilidad de pedir al ministro que lo releve del caso. De usted depende si…
No llego a averiguar qué depende de mí, porque suena el teléfono. Levanta el auricular, pronuncia un «sí» a secas y me lo tiende.
—Para usted —dice.
—Diga. —Sólo contesto «Jaritos» cuando estoy en el despacho. Del otro extremo de la línea llega la voz de Sotiris, inquieta.
—Marza Kostaraku ha sido encontrada muerta en su casa, teniente.
Me lleva un tiempo reponerme.
—¿Cuándo lo habéis sabido?
—Hace un momento. Recibimos una llamada anónima. He enviado un coche patrulla. Enseguida voy para allá, pero pensé que a lo mejor querría venir. Vive en el número 21 de la calle Hiéronos, en Pangrati.
—Bien, iré.
Delópulos, sin esperar que deje el auricular, prosigue arrollador:
—Decía que de usted depende si…
Pero llega tarde, como Rommel a la batalla del desierto, y ha perdido esta mano.
—Tengo una información en primicia para usted, señor Delópulos —anuncio—. Marza Kostaraku acaba de ser encontrada muerta en su casa.
Quedan petrificados en sus asientos, incapaces de articular palabra, y de repente recuerdo las palabras de la madre de Kolákoglu: no me alegro de que la hayan matado, pero existe la justicia divina.