La encuentro como cada tarde delante de la televisión, con el mando a distancia en la mano. Pensaba ir directo al dormitorio y acostarme con el diccionario, pero al recordar la promesa que hice a Katerina, decido entrar en la sala de estar.
—Buenas tardes.
Ni siquiera vuelve la cabeza. Se limita a erguir levemente el cuello y a estirar la mandíbula inferior —como diría Markidis— mientras aprieta el mando a distancia, señal de que me ha oído y está resuelta a no hacerme caso. Sé que no basta con haberle dado las buenas tardes. Quiere que me siente a su lado y le haga carantoñas, mientras ella se queja de que ya no soporta más mis modales bárbaros. Yo deberé reconocer que tiene razón pero que es culpa de las tensiones del trabajo. Y después de pasar así tres cuartos de hora, deberé ceder con gran esfuerzo y anunciar que es la última vez que me perdona, aunque en realidad sería la penúltima, porque la última nunca llega. Pero va por mal camino: con mis «buenas tardes» he cumplido la promesa que he hecho a Katerina y no pienso dar ni un paso más. Para mi deleite, vuelvo a mi plan original. Si llama mi hija, le diré que lo he intentado pero que Adrianí mantiene la cara larga, y que se aclare con ella.
Produce… Profess… Estoy tendido en la cama y busco el «profail» de Guikas en el Oxford English-Greek Learner’s Dictionary. No me he quitado los zapatos a propósito, para poner a Adrianí en un dilema: o me mete la bronca y por tanto me dirige la palabra, o se mantiene en sus trece. En este caso, yo seguiré tumbándome en la cama con los zapatos puestos hasta que restablezcamos la comunicación. Aquí está. «Profile: 1. Perfil, silueta. / 2. Retrato, biografía breve». A esto se refería. Antes se decía perfil, ahora se dice «profail». El perfil de Kolákoglu encaja con el del asesino de Karayorgui. En cristiano, para entendernos. Pero ¿realmente encaja? Aparte de la amenaza, que es cualquier cosa menos un perfil, nada más encaja. Sotirópulos tiene razón. Pretendemos que Kolákoglu, el pobre diablo que engatusaba a las niñas con caramelos y chocolatinas, sea un brutal asesino. Aparte de la posibilidad de que presente una coartada y nos deje en ridículo, hay otra cosa. Según la autopsia, el asesino debía de ser un hombre alto y fornido. Markidis había incluido en su informe lo que me adelantó verbalmente la noche del crimen. Kolákoglu es un enano escuchimizado, como su madre. ¿De dónde sacó fuerzas para asestar tamaño golpe a Karayorgui? Aunque si al final se demuestra que Kolákoglu fue realmente el asesino, no sería la primera vez que un forense se equivoca, desde luego.
El «profail» —iré utilizando el término para acostumbrarme, ya que tarde o temprano se admitirá la palabra— encaja mucho más con Petratos. Para empezar, tiene la estatura adecuada. Mide aproximadamente un metro ochenta y es corpulento. Aunque no parece un Tarzán, seguro que tiene la fuerza necesaria para clavar el pie del foco en el pecho de Karayorgui. Esto explicaría por qué no usó un cuchillo, una pistola ni cualquier otra arma. Petratos no pensaba matarla. Lo decidió en aquel momento, encontró la barra a mano y se la clavó. Tenía un móvil, pues Karayorgui se estaba interponiendo en su camino, aunque también lo tenía Kolákoglu, a quien ella había encerrado hacía tres años. Además, Karayorgui los conocía a ambos, no le sorprendería su presencia. Claro que se mostraría más recelosa ante Kolákoglu, quien la había amenazado, pero era tan impulsiva y estaba tan segura de sí misma que tal vez no le diera importancia.
Alguien llama a la puerta y me saca de mis cavilaciones. Me extraña, porque Adrianí no me tiene acostumbrado a este tipo de delicadezas. La puerta se abre y veo a Zanasis, que me mira con una sonrisa turbada.
—Perdone, pero su esposa ha dicho que no estaba durmiendo.
Me incorporo de un salto.
—¿Qué ocurre?
—Nada —me tranquiliza—. Pasaba por aquí cerca y pensé en informarle acerca de Kolákoglu.
A veces le da por actuar así. Muestra un exceso de celo para ablandarme, aunque juega siempre sobre seguro, sólo lo hace cuando sabe que su actitud no provocará líos ni incomodidades.
Lo conduzco a la sala de estar. Adrianí ha imaginado que iríamos y ha apagado la televisión. Es toda amabilidad y dulzura con Zanasis. Le pregunta qué tal, cómo están sus padres, le ofrece café y dulce casero. A mí no me ofrece nada, en realidad ni siquiera me mira.
—Menudo jaleo con Kolákoglu —dice Zanasis en cuanto Adrianí pone fin a las ceremonias—. Hemos recibido treinta llamadas hasta las seis. Veinticinco urbanas, dos de Salónica, una de Lárisa, otra de Kastoriá y otra de Rodas.
—¿Qué esperabas, después de haberlo sacado a subasta? ¿Alguna noticia?
Calla y me mira. Es evidente que se guarda una carta en la manga, cree que es un as y se dispone a sacarlo.
—Un empleado de las taquillas de autocares en Kifisós lo reconoció.
—¿Cuándo?
—Ayer. Cree recordar que sacó un billete para Salónica. —Así que de esto se trataba. En vez de un as, un siete de bastos. Él no se da cuenta y prosigue imperturbable—: Parece que las llamadas de Salónica dan en el blanco.
—También las de Rodas —respondo sin inmutarme—. En Salónica subió a un avión y se fue de vacaciones a Rodas.
Comprende que algo falla en sus conclusiones y se refugia en el «profail» de cretino.
—¿Habéis encontrado al revisor? —pregunto.
—Ningún revisor lo recuerda, pero eso no significa gran cosa. Los revisores no se fijan en los pasajeros, sino en los billetes. Si escondía la cara tras un periódico, seguro que el revisor no reparó en él.
—¿No se te ha ocurrido que a lo mejor no llegó a tomar el autobús, que sólo compró el billete para despistarnos, o que entró y bajó en una parada intermedia para borrar sus huellas?
—¿Lo considera tan listo?
—Cualquier golfo que ha estado en chirona sabe algunos trucos de supervivencia. Le basta con esto. ¿Tiene familia o amigos en Salónica?
Mi pregunta lo desconcierta.
—No sé. Aún no hemos investigado.
—Es lo primero que debes hacer. Porque ¿dónde iba a esconderse, si no tiene allí gente de confianza? Vaya donde vaya, lo encontraremos. ¿Quieres saber mi opinión? Está aquí, en Atenas. Aquí es donde más fácil le resulta esconderse. Y si esos mierdas de periodistas lo encuentran antes que nosotros, sálvese quien pueda de Guikas.
De pronto recuerdo que es la hora de las noticias y pulso el botón del mando. Zanasis me observa, inquieto y nervioso. Realmente espero que Sotirópulos y compañía no hayan dado con él. Diga lo que diga, estoy seguro de que también él está buscándolo, aunque sólo sea para ganar por la mano a Petratos. Es el único capaz de encontrarlo. Kostaraku no da la talla.
Por eso sintonizo primero Horizonte, el canal donde trabaja Sotirópulos. Lo pillo dentro de un despacho, micrófono en mano, hablando con una cuarentona morena y ajada. No sé quién es, porque no había trabajado en el caso Kolákoglu. Por las preguntas deduzco que se trata de la madre de una de las niñas, la que se quedó con la mitad de la gestoría. Sotirópulos intenta arrancarle una explicación de cómo ella y el padre de la otra niña acabaron siendo copropietarios del despacho de Kolákoglu. La mujer está fuera de sí, se niega a responder, le exige que se vaya, pero él sigue impertérrito. Al final, la mujer amenaza con llamar a la policía, pues sabido es que nosotros solucionamos todo tipo de desaguisados. No se da cuenta, la pobre, de que esto es precisamente lo que pretende Sotirópulos: presentarla como una mujer nerviosa, asustada y agresiva.
Cambia la imagen y Sotirópulos aparece en el rellano de un inmueble, delante de un apartamento. Señala hacia la puerta cerrada y habla a la cámara.
—En este piso vive la otra familia cuya hija sufrió abusos deshonestos por parte de Kolákoglu. Desgraciadamente, se niegan a hablar con nosotros. Desde luego es comprensible que esta gente desee borrar el pasado, olvidar los trágicos momentos que vivieron tanto ellos como sus hijos. Pero por otro lado, hay algunas preguntas cruciales que siguen sin respuesta: ¿De dónde sacaron estas víctimas la fuerza moral para comprar el negocio de su verdugo, el hombre que mancilló los cuerpos de sus hijas? ¿Cómo es posible que quieran olvidar el pasado y que vivan y se muevan en un lugar que a diario les recuerda ese pasado? Son preguntas que siguen sin respuesta.
Muy agudo, este Sotirópulos. No menciona siquiera su sospecha de que Kolákoglu es inocente y de que los padres le tendieron una trampa para quitarle el negocio. Se limita a echar lodo sobre los padres. Pero con mesura. Deja caer unas gotas de veneno y espera a que la poción surta efecto. Cuando mañana o pasado aparezca para decir que Kolákoglu podría ser la víctima de una artimaña, parte de la opinión pública estará preparada para aceptarlo, aunque sólo sea como una posibilidad más.
Al cambiar de canal y sintonizar Hellas Channel, veo que no me he equivocado. Marza Kostaraku está acosando a la señora Kolákoglu, de pie en la puerta de su casa. Le formula las mismas preguntas que le hice yo y recibe las mismas respuestas. Debería proponerle que cambiáramos de puesto, ya que hacemos el mismo trabajo. Ella haciendo de policía y yo trabajando en Hellas Channel y cobrando seiscientas mil al mes.
—¿Sabe que a su hijo lo busca la policía?
—Lo sé. Esta mañana han estado aquí y lo han revuelto todo.
Me felicito. Ha ocurrido justo lo que había previsto.
—¿Qué ha hecho para que lo estén buscando? —prosigue la señora Kolákoglu—. ¿No hemos sufrido ya bastante? Déjenos en paz de una vez. —Su ira contra nosotros se proyecta hacia Kostaraku.
—La policía cree que su hijo mató a Yanna Karayorgui. ¿Qué puede decir al respecto?
Pego un salto como si me hubiesen clavado un alfiler en el culo. ¿Cuándo hemos dicho nosotros que Kolákoglu es el asesino de Karayorgui? Quieren cargarle el muerto y nos usan como pantalla. De repente veo a una Kostaraku diferente. Intenta imitar a Karayorgui, pero le falta su agudeza y penetración innata. Lo único que consigue es mostrarse más cruel e inhumana que ella. La vieja se echa a llorar. Un llanto prolongado, como un lamento.
—Mi hijo no ha matado a nadie. Mi Petros no es un asesino. ¿No basta con los años que ha pasado injustamente en la cárcel? ¿Ahora quieren cargarle un crimen?
Kostaraku la mira estupefacta. La muy descerebrada cree que ha levantado la liebre.
—¿Qué significa que su hijo fue injustamente a la cárcel, señora Kolákoglu?
—Pregunte a los que lo mandaron allí y se quedaron con su trabajo. En cuanto a aquella lianta, no me alegro de que la hayan matado, pero es evidente que existe la justicia divina. —Lo dice santiguándose, con los ojos inundados de lágrimas.
¿Se habrán dado cuenta Delópulos y Petratos de que han hecho el juego a Sotirópulos? Como si éste hubiera previsto el reportaje de Kostaraku y procurara programar el silencio de los padres, para que parezcan más culpables. Hago mal en llamarlo Robespierre: debería llamarlo Rasputín.
—¿Así piensan encontrar a Kolákoglu? —pregunta irónicamente Zanasis, que sigue las noticias sentado a mi lado en el sofá.
—¿No te das cuenta? —respondo—. No quieren encontrar a Kolákoglu. Su desaparición les conviene para seguir echando leña al fuego.
Me mira como si acabara de soltar una frase magistral e intenta analizarla.
—¿Todavía estás aquí? —digo bruscamente—. Vuelve al despacho y sigue investigando. Buscad en los bares, en las cafeterías, en todos los locales frecuentados por delincuentes. Es posible que se esconda de día y salga de noche.
Se pone de pie de un salto, saluda apresuradamente y se va. Puede que Sotirópulos tenga razón, pero también la tiene Guikas. Pillémoslo primero, y luego ya veremos.
Sólo hay un plato en la mesa de la cocina. El fogón está encendido y la cacerola hierve a fuego lento. La destapo y descubro las espinacas con arroz de ayer. No me he librado. Me sirvo un poco y me siento a la mesa. Mientras ceno, se me ocurre que fue Petratos quien inició la caza de Kolákoglu. Si él mató a Karayorgui, su estrategia le ha permitido desviar nuestra atención y estar tranquilo. La idea me obliga a dejar la cena a medias. De todos modos, me repugnan las espinacas con arroz.