18

No llueve, pero comparto la desazón del cielo. Él está nublado y yo de mal humor. La madre de Kolákoglu vive en Kalicea, en la calle Argonautas, paralela a Davakis. Ordeno al conductor que conecte la sirena, porque nos llevaría una hora recorrer la avenida Rey Konstantino, salir a Amalias y enfilar la calle Teseo. Afortunadamente en esta vía se circula con fluidez y podemos quitar la sirena, que me crispa los nervios. Resulta fácil llegar a Davakis. De allí a Argonautas sólo tardamos cinco minutos.

Kolákoglu vive en la segunda planta de un edificio de cuatro pisos. Es una construcción barata que empieza a deteriorarse. En los balcones hay barandillas de hierro y geranios. El contratista escatimó en barandillas, y los inquilinos en flores. Indico al cabo que me acompaña que llame a otro timbre. No es probable que Kolákoglu esté aquí, pero nunca se sabe. Podríamos alertarle, sin querer, y el pájaro volaría del nido.

En la segunda planta hay cuatro puertas. La de Kolákoglu se encuentra al lado del ascensor. Abre enseguida, como si estuviera esperándonos. Tiene la cara arrugada y el pelo blanco, y va vestida de negro. Tal vez guarde luto por su marido, o por la desdicha que la persigue desde hace cuatro años. A mí no me conoce, pero al ver a los demás de uniforme, se queda de piedra. La aparto a un lado y entro en el piso.

—¡Registrad! —ordeno a los agentes con gesto furioso—. ¡Ponedlo todo patas arriba!

Poco hay que poner patas arriba. El piso sólo tiene tres habitaciones: una sala de estar, dos dormitorios, la cocina y el baño, setenta metros cuadrados como máximo. El primer dormitorio es de la madre, el segundo, del hijo. Entro en el segundo. La cama está hecha, cubrecamas y almohadón bordado. En la mesilla hay un despertador, un pequeño transistor y una caja de somníferos. Abro el armario empotrado. Tres trajes, no de usufructo sino de confección barata, y cinco camisas que jamás se pondría Sotirópulos porque no son de Armani; huelen a prendas de baratillo. Todas colgadas en fila y separadas entre sí para que no se arruguen. La meticulosidad del ama de casa.

—No está aquí. Se lo juro —dice una voz llorosa a mis espaldas.

Doy media vuelta bruscamente.

—¿Dónde está? —pregunto con agresividad.

—No lo sé.

—Lo sabe pero no quiere decírmelo.

—No, se lo juro. No lo sé y estoy preocupada.

—Si realmente se preocupa por él, dígale que deje de esconderse, porque le caerá una cadena perpetua.

—¿Por qué cadena perpetua? ¿Qué ha hecho?

No respondo porque no sé la respuesta.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—El día que mataron a… —No le sale el nombre de Karayorgui—. El día que mataron a ésa. Se fue de casa a primera hora de la tarde. Lo esperaba para cenar, pero no vino. Llamó por teléfono y me dijo que estaba bien, que no me preocupara.

—¿A qué hora llamó?

—Alrededor de la una de la madrugada. Ya estaba acostada y me despertó.

Vio el «reportaje» de Sperantsas y puso pies en polvorosa. ¿Porque había matado a Karayorgui o porque le asustó la información que dieron por la tele y corrió a esconderse?

—¿Dónde puede estar oculto? ¿Tiene amigos, parientes?

—No tenemos a nadie. Todos nos cerraron la puerta. Nos hemos quedado más solos que la una. —Su cuerpo arrugado se desploma en la cama y empieza a llorar—. Ni un mes pudo estar en casa. Me fui de aquel barrio y vine aquí, donde no nos conoce nadie, para que cambiara de aires y olvidara. Y en menos de un mes vuelve a ser un animal perseguido.

—¿Dónde vivían antes?

—En Keratsini. Pero allí todos me señalaban con el dedo y no pude quedarme.

Entra el cabo y me indica por señas que no han encontrado nada. No me sorprende. El registro no es más que un ardid. Si pregunta algún periodista, la madre dirá que fuimos a buscarlo. Así se cerrarán unas cuantas bocas, como diría Guikas.

—Dígale a su hijo que no se esconda. Tarde o temprano lo encontraremos. No hace más que empeorar la situación.

—Si me llama, se lo diré —responde llorando.

Aunque se lo diga, él obedecerá la ley de la cárcel, que te enseña a esconderte, seas culpable o no.

De vuelta al despacho, me encuentro a Sotirópulos apostado en la puerta, esperándome.

—¿Cómo tú por aquí a estas horas? ¿Te has quedado sin reportajes?

Normalmente, pasada la una de la tarde, desaparecen. Van a los estudios a preparar sus noticias.

Se ríe y me sigue al despacho.

—Ha llegado mi turno de hacer una revelación explosiva.

Se sienta y estira las piernas con placer. Finjo no haber oído sus últimas palabras y me pongo a hojear los documentos que ya había leído por la mañana, como si quisiera repasar una lección.

—Habla rápido, porque estoy hasta el cuello de trabajo.

—Seamos sinceros, ¿crees realmente que la mató Kolákoglu? —pregunta.

—No lo sé. Estamos intentando localizarlo. Cuando lo hayamos encontrado e interrogado, ya te contestaré.

Vuelve a reír.

—Estáis perdiendo el tiempo. Todo esto son gilipolleces de Petratos. Sólo un cretino pondría en antena semejante chorrada.

—No es una chorrada. Kolákoglu había amenazado a Karayorgui en público, ¿lo has olvidado?

—Lástima, te consideraba más listo. Kolákoglu es un pobre diablo. Vicioso, pero de poca monta. Utilizaba caramelos y chocolatinas para abusar de las niñas. ¿Te lo imaginas matando, y además de esa manera tan salvaje? Y quién sabe si no es otra víctima.

—¿Víctima?

Ha conseguido captar mi atención. Su mirada centellea con astucia detrás de las gafas redondas, como la de Himmler cuando descubría a judíos escondidos en desvanes.

—¿Has pasado por la gestoría de Kolákoglu últimamente?

—No. Ni últimamente ni antes. Nunca he pasado por allí.

—Verías un despacho grandioso dedicado a la gestión fiscal y contable. Están forrados. Y ¿sabes quiénes lo llevan?

—¿Quiénes?

—Los padres de las dos niñas. Se asociaron y se quedaron con la empresa. —Guarda silencio y me mira. Sé que va a seguir y espero—. ¿Quién dice que no fue un montaje para birlarle el negocio? Kolákoglu quería a las dos niñas, jamás lo ocultó. No les sería difícil a los padres convencerlas de que los dulces y los regalos apuntaban a otra cosa. Es fácil inducir a los críos. No puedo afirmar que fue así, pero vale la pena indagar. Las chicas ya son mayores. Si consiguiera hablar con ellas, tal vez me contaran otra historia.

Lo ha soltado todo de un tirón. Respira y me mira, orgulloso. Pienso que antes de encontrar al asesino de Karayorgui, habremos cosechado una decena de denuncias, un par de suicidios y Dios sabe qué más.

—Si estoy en lo cierto, será el tiro de gracia para Petratos. De todas formas, está a punto de saltar por los aires.

—¿Quién? ¿Petratos?

—¿Es que no lo sabías? Delópulos pensaba despedirlo. Con la muerte de Karayorgui, de momento se ha librado. Por eso armó ese jaleo con Kolákoglu. Necesita desesperadamente un éxito para no perder su puesto. Pero se ha vuelto a equivocar. —Me mira con su expresión taimada—. Según las malas lenguas, Delópulos iba a poner a Karayorgui en su lugar.

—¿Por qué no me contaste todo esto ayer? —pregunto con dureza.

—¿Qué iba a decirte? Ayer no existía Kolákoglu. Fue por la noche cuando salió a relucir su nombre. —Intuye que me ha dejado sin palabras y su rostro resplandece—. Ayer no dije nada porque no sabía nada. Hoy lo sé, y vengo a contártelo, para demostrarte la bondad de mis intenciones. —Se levanta, pero no se va. Permanece de pie, mirándome—. Me debes una —añade lentamente.

Desde luego, no me hacía ilusiones de que hubiera venido por generosidad.

—De acuerdo, aunque sólo puedo ofrecerte un cheque con fecha adelantada. En cuanto sepa algo, te lo comunicaré.

—Bueno, ¿qué te ha dicho la madre de Kolákoglu? —pregunta con cara de estar al cabo de la calle.

—Nada, que desapareció el día del crimen y que no ha vuelto a casa. Sólo llamó por teléfono para decir que estaba bien. Eso es al menos lo que afirma la madre.

Me mira con suspicacia. No me cree, pero esto no le preocupa demasiado, porque su propósito era otro. Quería restar credibilidad a Petratos y lo ha conseguido. ¿Por qué me topo siempre con Petratos? Sin darse cuenta, Sotirópulos me ha facilitado un dato más. Karayorgui iba detrás de su puesto, cosa que le daba una razón de más para odiarla. ¿Qué hombre no odiaría a una tía que primero se aprovecha de él, después le escupe en la cara y al final le arrebata el puesto?

Cuando Sotirópulos se marcha, llamo a Zanasis y le pido que avise a las comisarías de Keratsini, Pérama y Níkea para que busquen a Kolákoglu. No es probable que se haya refugiado en lugares donde todos lo conocen, pero en este trabajo a menudo encuentras pistas donde menos te lo esperas.