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En todo caso, el «profail» encaja.

Es la primera vez que suelta este «profail». Tomo nota para mirarlo en el diccionario de Oxford. Son las nueve y media de la mañana, y estoy informando a Guikas acerca de Kolákoglu. Se huele que no he entendido lo de «profail» y espera a ver cómo reacciono. Yo por mi parte me huelo su significado —que Kolákoglu encaja como asesino— y enseguida me pongo a explicarle qué es lo que no cuadra. No cuadra que Kolákoglu entrara en los estudios sabiendo que corría el riesgo de ser identificado. No cuadra que no llevara encima un arma si pretendía matarla. Le recuerdo además que Kolákoglu no es el único sospechoso.

—Ya sé —dice—. Está el misterioso señor «N» y sus cartas.

—¿Sabe cómo se llama Petratos? Néstor.

Me mira en silencio. Intenta comparar mentalmente al tipo pintarrajeado de la foto con el Néstor de la correspondencia y le encaja, como me encajó a mí.

—Deja a Petratos en paz —me advierte—. No lo tocarás si no me traes pruebas incriminatorias suficientes para convencerme. No quiero problemas con el ministro.

Su tono me deja cortado y no me atrevo a hablarle de la conversación que tuve ayer por la noche con Petratos. Si se entera de que le pedí una muestra de escritura, me mata.

—Encuentra rápidamente a Kolákoglu y enciérralo.

El clásico comportamiento de un superior que dice a su subordinado: «Vale, ya has dicho tu chorrada, ahora limítate a cumplir con tu deber». También él desea una solución fácil, como Delópulos, Petratos, el presentador, todos. Ni líos ni intervenciones ministeriales como consecuencia de la implicación de personajes importantes. La solución cómoda es el delincuente de turno. Como siempre.

—El único indicio que incrimina a Kolákoglu es la amenaza que lanzó contra Karayorgui después del juicio. ¿Y si prueba que estaba en otra parte cuando se produjo el asesinato?

—La coartada de un pederasta convicto no cuenta —responde—. A fin de cuentas, tenía que pasar seis años en la cárcel y se libró con la mitad. No le pasará nada si lo enchironamos durante un par o tres de semanas, ya está acostumbrado.

No tiene sentido seguir hablando. Recojo bártulos y me dispongo a salir del despacho.

—Aún no te enteras, ¿verdad? —Me ve mirándole sin comprender y continúa, sin ocultar que mi estupidez lo divierte—: Encierra a Kolákoglu. Tal vez sea el asesino, tal vez no. Nosotros declararemos que lo retenemos para interrogarlo. Entretanto, ellos irán sacando sus trapillos sucios a la luz pública. Repasarán el juicio, llamarán a las puertas de las chicas violadas para conseguir entrevistas. Si al final se demuestra que Kolákoglu es el asesino, diremos que el éxito se debe a la valiosísima colaboración de los medios de comunicación, y todos contentos. Si no es Kolákoglu, presentaremos al verdadero criminal y que ellos se busquen la vida y reparen su pifia. En ambos casos, salimos ganando.

¡Chapó, Guikas! Ahora entiendo por qué él es general de brigada y yo un simple teniente. Raras veces recibe sonrisas de admiración de mi parte, pero en esta ocasión se la merece. Al ver mi expresión, se echa a reír satisfecho.

—En cuanto a Petratos, investígalo pero sin hacer ruido, con discreción —concluye con generosidad, porque lo he puesto de buen humor—. Y entérate de qué significa «profail». Dentro de un par de años todos utilizaremos este término.

Yo temía quedar en ridículo ante alguna inglesa desteñida y ahora acabo de hacerlo ante Guikas. Abro la puerta y salgo con la moral por los suelos.

La manada de reporteros está reunida en el pasillo, esperando. Al ver que ayer no sacaron nada de mí, han venido a llamar a la puerta de mi tutor, por si se enteran de algo a través de él. Kostaraku se encuentra entre ellos, aunque no participa de la provocadora mirada colectiva que me dirigen los demás. Evita mirarme.

Llamo a Zanasis. No hemos vuelto a hablar desde ayer por la tarde y me mira asustado. Cree que le voy a pedir información de su cita con Karayorgui. En cuanto le digo que quiero una búsqueda generalizada de Kolákoglu, divulgación de su fotografía y aviso a todas las unidades de patrulla, su alivio hace pensar en alguien que consigue hacer de vientre después de diez días de estreñimiento. Se le dan bien los asuntos de organización. Basta con no sacarlo del despacho porque podría meter la pata, bien por incompetencia o por mala suerte, como ocurrió con Karayorgui. Le pido que averigüe dónde vive la madre de Kolákoglu y que prepare un coche patrulla con acompañante.

—¿Quiere también una orden de registro?

—No necesito ninguna orden para registrar la casa de un pederasta. Hasta ahí podríamos llegar.

El cruasán ya está encima de la mesa, envuelto en el celofán. Lo saco y le doy un mordisco. Suvlaki por la noche, cruasán por la mañana. A ver cuándo nos servirán los souvlakis metidos en cruasanes, con tomate, cebolla y salsa satsiki. Como en aquellas pinturas de jefes revolucionarios en la corte de Otón, que llevan fustanelas con chaquetas de frac. El «profail» encaja, como diría Guikas.

Doy otro mordisco al cruasán y reviso el paquete de documentos. Empiezo por el informe de Markidis. No me descubre nada nuevo, excepto que Karayorgui había comido un par de horas antes del asesinato, dato que confirma la historia de Zanasis. La muerte se produjo entre las once y las doce. Esto también lo sabía. Dejo el informe de la autopsia y paso a los archivos del ordenador de Karayorgui. Tampoco aquí hay nada que despierte mi interés. Artículos, entrevistas y proyectos. Nada referente a Kolákoglu. Tampoco lo había entre sus papeles. ¿Cómo es posible que esté investigando algo sin tomar notas? Ya voy por los últimos documentos cuando suena el teléfono.

—Jaritos.

—Jaritu —dice una voz femenina, y reconozco la voz de Katerina.

Pocas veces hablamos por teléfono, porque no tiene línea en su apartamento. Ella nos llama a casa una vez a la semana, generalmente por la noche. En raras ocasiones me telefonea al trabajo. Por eso, siempre que lo hace, me inquieto por si le ha pasado algo.

—¿Qué hay de nuevo, papi? —Su voz suena alegre, despreocupada.

—Nada que no sepas, cariño. Mucho trabajo. ¿Cómo es que me llamas por la mañana? ¿Ocurre algo? —Mejor asegurarme.

—No pasa nada, estoy muy bien. Primero he llamado a mamá, y me ha dicho que habéis vuelto a discutir.

Si tuviera a Adrianí delante, le cantaría las cuarenta. ¿Por qué tiene que amargar a la pequeña? Cuando uno está lejos, todo parece peor de lo que es.

—Vamos, papá. Ya la conoces. Desde que me fui se siente muy sola, se pone nerviosa y salta a la primera de cambio.

—Ya lo sé, pero a veces su ingratitud me saca de quicio.

—Es un poco susceptible, pero no hagas caso. Trata de reconciliarte con ella. No soporto que estéis enfadados y no os habléis.

—Vale, haré un esfuerzo.

Lo digo a regañadientes, porque había trazado todo un plan estratégico para disfrutar de mi tranquilidad y ahora tengo que batirme en retirada. Pero no puedo decirle que no.

—¡Eres un cielo! —exclama entusiasmada por haberme convencido, y yo me derrito—. Y puesto que eres el mejor papi del mundo, te diré algo más. Sismanis, el profesor de Derecho Penal, me ha propuesto hacer el doctorado con él. Me ha dicho además que buscará la manera de darme un trabajo en el departamento, con sueldo y todo.

—¡Bien por mi niña! —Quiero gritar, pero el orgullo y la emoción me empañan la voz.

—Lo he dejado para el final para darte una sorpresa. Ahora tengo que colgar, porque me voy a gastar en teléfono el dinero para la comida. Recuerdos de Panos.

Jamás se lo he dicho, pero sabe que no trago a ese mamón que está con ella. Sin embargo, siempre me da recuerdos de su parte. Es su manera de indicar que sigue con él.

—Dale también recuerdos de mi parte —respondo cordialmente, aunque con cierta sequedad.

La comunicación se corta y cuelgo. Se me ha borrado todo de la cabeza, Karayorgui, Kolákoglu, Petratos, todos; sólo queda Katerina. ¿Quién es ella, a fin de cuentas? La hija de un teniente que empezó como poli de base, tardó veinticinco años en llegar a jefe del departamento de Homicidios y jamás consiguió aprender los trucos para dar el gran salto. Y no es que ella haya ido a colegios de alcurnia: estudió en el instituto del barrio y asistió a academias de preparación, y eso sólo en el último curso, antes de la prueba de ingreso en la universidad. Y ahora le proponen hacer el doctorado antes incluso de licenciarse. Mira qué estoy haciendo, me digo a mí mismo. Me rebajo, me humillo para acrecentar la alegría, para sentirme más orgulloso.

Me esfuerzo por bajar de las nubes, porque poco me falta para olvidar por completo a sabuesos, tipos pintarrajeados y pederastas. Vuelvo a llamar a Sotiris por la línea interior. Le ordeno que investigue el entorno de Petratos. Cuál es su camarilla en los estudios, quiénes son sus enemigos, quiénes sus amigos, qué locales frecuenta. Pero sobre todo a qué hora se fue de la emisora la noche del crimen, si alguien lo vio salir y dónde fue después. Con discreción, sin embargo, para que nadie se percate.

Cuando Sotiris se va, de pronto soy consciente de que todo tengo que hacerlo con discreción, y me pongo de un humor de mil demonios. Debo ser discreto con Petratos, porque Delópulos podría apretarme los tornillos si se entera. Debo ser discreto con Adrianí para no disgustar a Katerina. Debo ser discreto con Guikas para que no me quite points. Menos mal que viene Zanasis para anunciar que el coche patrulla está listo, y detiene la caída en picado de mi moral.