Cierro la puerta y espero oír al poli que se desgañita o a la fiscal que lloriquea, pero no se oye nada. El salón está a oscuras y el televisor apagado. En la cocina encuentro una olla llena de espinacas con arroz. Ni rastro de Adrianí. Me pregunto adónde puede haber ido, pues casi nunca sale por la tarde, y enseguida caigo en la cuenta de que tengo la casa entera a mi disposición y se me levantan los ánimos.
Agarro el Dimitrakos y me tiendo vestido en la cama, aunque antes me quito los zapatos. Prefiero no provocar a Adrianí porque, dadas las circunstancias, me encantaría encontrar a alguien contra quien descargar mi furia, y ella pagaría el pato. Abro el diccionario por la P y lo ojeo. «Pintarrajear: pintarse o maquillarse mucho y mal». «Pintarrajo: pintura de trazo deficiente y colores impropios. Del verbo pintar. Frases hechas: pintar como querer». Desde luego, Karayorgui lo pintó como quiso. Se ve que en la época de Dimitrakos no se jugaba a indios y vaqueros, tan pintarrajeados los primeros. ¿A qué jugaban Karayorgui y Petratos? Evidentemente, ella lo pintó de negro. Pero… ¿y él? ¿Qué quería de ella hasta el punto de amenazarla? ¿Y qué significaba aquella primera carta en la que se confesaba sorprendido de haberla visto? ¡Si la veía cada día en los estudios! Tal vez la había encontrado en otra parte, en algún lugar donde no esperaba verla. Parece lógico que le pidiera una cita para hablar. No podían hacerlo en los estudios y prefería citarla en otro sitio.
—¿Estás aquí? —Por encima del diccionario veo a Adrianí, que me sonríe desde la puerta—. ¡Qué bien, te has quitado los zapatos! —añade satisfecha.
—¿Dónde has estado?
—Ya verás. Tengo una sorpresa para ti.
Desaparece a toda prisa. A mis oídos llega un ruido de bolsas de plástico, de cajas que se abren, de papeles que se rompen. Al poco rato vuelve al dormitorio con las manos vacías.
—¿Qué te parece? ¿Me quedan bien?
Levanta la pierna, cual bailarina jubilada, y sólo entonces me fijo en las botas. Son altas, casi le llegan a la rodilla, de un color marrón oscuro y brillante.
—Bueno, ¿qué te parecen? —insiste Adrianí con impaciencia.
Espera una muestra de admiración que, debo reconocerlo, las botas se merecen. Pero de golpe me entra un cabreo inexplicable y mezquino. Pienso que he pagado treinta y cinco billetes por ellas y, como si esto no fuera suficiente, he aflojado doce mil más para abonar la cuenta de la cena de Zanasis. O sea que en un par de días, he tirado cincuenta billetes a la basura. Me cabreo conmigo mismo por la prontitud con la que di la pasta a Adrianí; si hubiese seguido la táctica de siempre, sólo habría gastado doce mil, y ella aún estaría suplicándome.
—No están mal —digo, y vuelvo a esconderme tras mi Dimitrakos.
—¿Que no están mal? ¿Es lo único que se te ocurre?
—¿Qué más quieres que te diga? Al fin y al cabo, no son más que un par de botas, como todas.
—Como todas, no. Éstas son de Petridis.
—De acuerdo, las de Petridis son distintas. Por eso cuestan treinta y cinco billetes, cuando en otros sitios valen veinte.
—¿Qué quieres decir? ¿Que derrocho el dinero en lujos?
—No, no he querido decir eso. Y te quedan muy bien. Que las disfrutes.
Mi elogio es mísero y no la satisface en absoluto.
—Desde luego, sabes cómo aguarle la fiesta a una —dice con amargura—. Eres todo un experto.
—¡Y tú eres injusta! —chillo, y el Dimitrakos sale volando hacia los pies de la cama—. ¿Es que no tienes suficiente con las treinta y cinco mil que te di?
—Desde luego. Pero ¿sabes qué suele decir mi madre? «¡Gracias por la flor, pero me cago en el tiesto!» —Da media vuelta y sale del dormitorio sin darme tiempo para responder. Así se queda con la última palabra.
Me enfado conmigo mismo porque he perdido los estribos en vez de relajarme. Cojo de nuevo el Dimitrakos. Se le han arrugado algunas hojas al caer. Al intentar alisarlas, me topo con la palabra «hazmerreír». Pienso que me describe a la perfección y me pongo a leer la definición para encontrar mis raíces. «Cretino: Que padece cretinismo. Estúpido, necio». Ni más ni menos. Se diría que padezco cretinismo por haber dado treinta y cinco billetes a Adrianí quien, para colmo, me mete la bronca. Soy estúpido por haberme empecinado en averiguar por qué Karayorgui hablaba de niños, cuando tenía ya el caso resuelto y archivado. Y necio por haber creído que Zanasis podría ayudarme a averiguar lo que buscaba. Si Guikas se entera, esto es precisamente lo que hará conmigo: tratarme como un cretino delante de todos. Se me caerá el pelo. Mi padre me llamaba «bufón». Yo entonces no sabía qué significaba y tampoco me atrevía a preguntar, porque me lo gritaba cuando estaba enfadado y seguramente habría pensado que me pasaba de listo y me habría soltado una bofetada. Fue la primera palabra que busqué en el diccionario. «Bufón: Aplícase a lo cómico que raya en grotesco y burdo». Así que de lo grotesco a la estupidez. La decadencia en su estado más puro. No me quejo. Es el destino del ser humano. Nueve de cada diez empezamos como bufones y terminamos como cretinos.
Las voces de la tele me devuelven a la realidad y recuerdo que tengo que ver las noticias. Miro mi reloj, apenas me quedan dos minutos. Estoy convencido de que la noticia de Karayorgui será la primera. Abandono el Dimitrakos sobre la cama y me dirijo a la sala. Adrianí está sentada en el sillón, su sitio habitual. Tiene la mirada fija en la pantalla y no me hace caso para dejar constancia de la ofensa que ha sufrido su dignidad.
Apenas he tenido tiempo de apoltronarme en el sofá cuando aparecen los primeros titulares. «Los investigadores de Hellas Channel revelan las circunstancias del cruel asesinato de Yanna Karayorgui». Menos mal que ya me esperaba algo así y me lo tomo con calma. La cara del presentador rezuma tristeza, como las narices rezuman mocos. Si no saca ahora el pañuelo para enjugarse las lágrimas, ya no lo hará nunca. Pero qué va; tal vez intuye que hasta la hipocresía tiene sus límites.
«El salvaje asesinato de Yanna Karayorgui sigue envuelto en el misterio. La obstinación de la policía en no revelar datos ha soliviantado la opinión pública. Nuestra cadena ha recibido un aluvión de llamadas de espectadores desesperados que solicitan información y protestan por la indiferencia de la policía. En primer lugar, una pregunta clave sigue sin encontrar respuesta: ¿cuál era la gran revelación que Yanna Karayorgui pensaba incluir en nuestro informativo de las doce? Pero mejor será oír las palabras de Marza Kostaraku».
Aparece Marza Kostaraku y habla de la llamada telefónica que le hizo Karayorgui. Cuenta lo imprescindible, sin adornos. Tal vez por eso parece tan descolorida al lado del presentador.
«¿Por qué llamó Karayorgui a Marza Kostaraku, y por qué le pidió que prosiguiera con la investigación en caso de que algo le ocurriera? ¿A quién temía Yanna Karayorgui?». —El presentador mira a cámara como si esperase que la audiencia resolviera el misterio—. «Nuestros reporteros han intentado hallar la respuesta a este interrogante y han llegado a un sensacional descubrimiento». —Hace una pequeña pausa, fija la vista como si nos estuviera mirando a todos, uno por uno, y pregunta—: «¿Recuerdan a este hombre?».
La imagen cambia de nuevo y nos encontramos en los Juzgados, en la calle Evelpidon. La cámara se detiene en un hombre bajo y delgado. Lleva traje oscuro, camisa blanca y corbata, y tiene pinta de empleado de banca o funcionario de la Seguridad Social. Pero esta impresión se diluye enseguida, porque sus muñecas están esposadas y dos polis de paisano lo llevan del brazo para sacarlo del cerco de los periodistas. Lo reconozco enseguida: es Petros Kolákoglu.
Otro cambio de imagen. La voz de una niña surge de detrás de un mosaico digital, de esos que usan para distorsionar las caras. La voz de Karayorgui formula las preguntas.
—¿Qué te hizo después?
—Me acarició —responde la niña que se oculta detrás del mosaico.
—¿Dónde te acarició?
Sigue una pausa. Después, la niña se echa a llorar.
—La escena que les hemos ofrecido habla por sí sola. Sobran comentarios. —Otra vez el presentador. Ha cambiado de expresión y luce una gran sonrisa. El éxito ha ahuyentado el dolor. Hemos llorado la muerte de la tía, pero ahora llega la herencia y nos frotamos las manos.
De vuelta a Evelpidon. Kolákoglu, acompañado de los dos policías, se dirige al coche celular. Camina cabizbajo y con la mirada fija en el suelo. Al acercarse al coche, una jauría de periodistas se abalanza sobre él. Karayorgui va en cabeza.
—¿Alguna declaración sobre el fallo del tribunal, señor Kolákoglu? —pregunta.
Kolákoglu levanta bruscamente la cabeza y mira a la periodista con odio.
—¡Ha sido culpa tuya, puta! —le espeta con rabia—. ¡Pero me las pagarás! ¡Lo pagarás caro!
No puede continuar, porque los polis rompen el cerco y lo empujan al interior del coche. La cámara enfoca a Karayorgui, que sigue a Kolákoglu con la mirada y sonríe satisfecha.
Cortan las imágenes de archivo y aparece el presentador.
—Petros Kolákoglu fue puesto en libertad el mes pasado por buena conducta. El caso Kolákoglu se había convertido en toda una obsesión para Yanna Karayorgui. Lo consideraba una persona extremadamente peligrosa. Aunque ya había publicado un libro sobre el caso, tenemos razones para creer que seguía investigando, y por eso tenía miedo. —Mira a cámara con expresión solemne, preñada de insinuaciones—. Hemos intentado localizar a Kolákoglu, sin éxito. Nadie sabe dónde está, o nadie quiere hablar.
A partir de ese momento pierdo el contacto con la pantalla. Las imágenes desfilan ante mis ojos sin que yo las vea. Toda Grecia pensará ahora que Petros Kolákoglu es el asesino de Karayorgui. Mañana no habrá reportero que no salga en su busca. El que lo encuentre primero será el héroe del día.
Apenas ha pasado medio minuto y mi sospecha queda confirmada, al menos en un cincuenta por ciento.
—Menos mal que los periodistas se preocupan por investigar determinadas cosas, porque si dependiéramos de la policía… —Adrianí habla con desprecio, y yo me cabreo doblemente. En primer lugar porque la policía nos da de comer, nos viste, paga los estudios de nuestra hija, y ella la critica. Uno no muerde la mano que le da de comer. Y en segundo lugar, porque lo hace a propósito, porque no me mostré entusiasmado por las botas.
—¡Qué sabrás tú de investigaciones policiales, estúpida! —grito descontrolado.
—¡Cómo te atreves! —Se levanta de un salto, indignada.
—¿Crees que los policías son como ese gilipollas que ves desgañitarse cada tarde? ¡A ése lo pintan así para seducir a las memas como tú!
—¡No te tolero que me hables así!
—¡Cállate ya de una vez! ¡Ponte las botas y vete a prepararme la cena!
—¡La cena te la preparas tú, animal! ¡Salvaje! —Se va temblando de pies a cabeza, en el momento en que yo agarro la mesilla y la vuelco. Es como la mesilla que tenía en su salón Antonakaki, sólo que ésta tenía un jarrón con flores encima y la alfombra queda empapada.
He encontrado el pretexto para descargar contra ella todo lo que he acumulado a lo largo del día. Aunque también lo he hecho a conciencia, para pararle los pies. Sabía bien lo que me esperaba. Ella no hubiese parado de tocarme las pelotas. Hubiese querido comprobar todas las tonterías que soltaran en televisión sobre el asesinato de Karayorgui y no hubiese dejado de pedir detalles acerca de las investigaciones. Y a mí no me da la gana presentar dos informes al día, uno por la mañana a Guikas y otro por la tarde a Adrianí. Durante un par de semanas como mínimo no me dará ni los buenos días. Me acostaré con el diccionario y sin dolores de cabeza.
Apago el televisor y trato de ordenar mis pensamientos. Evidentemente, Kolákoglu fue puesto en libertad después de cumplir las tres quintas partes de su condena. Había amenazado a Karayorgui en público, de esto no cabe duda. Tres años y medio en la cárcel alimentando la idea de la venganza, que lo mantiene vivo. Entretanto se publica el libro de Karayorgui, y crece su odio. En cuanto lo liberan se la carga. El hecho de haber desaparecido de la faz de la tierra es un agravante adicional, como lo es el miedo que tenía Karayorgui. Sabía que Kolákoglu estaba en libertad, por eso temía por su vida. Este montaje me va de perlas, porque deja a Petratos al margen. Pillas a un pederasta que ha estado tres años y medio en chirona, lo vuelves a encerrar de por vida y todos contentos, sobre todo Guikas, que me regalará una veintena de points por lo menos.
Hasta aquí todo bien, pero hay algo que no encaja. ¿Por qué iba Kolákoglu a arriesgarse entrando en los estudios para matar a Karayorgui? Corría el peligro de que lo reconocieran en cualquier momento. ¿No le habría resultado más fácil —y más seguro— esperarla de noche en cualquier esquina para liquidarla? Supongamos, no obstante, que decidió correr el riesgo de entrar. ¿No llevaría consigo un cuchillo para clavárselo o una cuerda para estrangularla? ¿Confiaría en la suerte de encontrar el pie de un foco para ejecutar su trabajo? Kolákoglu no me inspira ninguna simpatía, es más, con mucho gusto volvería a encerrarlo, pero eso es una cosa y otra muy distinta pillar al primero que pase. Además está la carta amenazadora que encontré entre los papeles de Karayorgui. El nombre de pila de Kolákoglu es Petros. ¿Cómo encaja esto con la «N» que firmaba las cartas? Y si no encaja, eso significa que había otro más que amenazaba a Karayorgui.
Todo esto me fastidia, porque la solución fácil que había encontrado al margen de Petratos ya no parece tan fácil. Agarro el teléfono y llamo a los estudios. Pido a la telefonista, que contesta aburrida, que me ponga con Petratos.
—Sí —responde una voz cortante.
—Soy el teniente Jaritos. He visto su reportaje sobre el asesinato de Karayorgui y me gustaría hablar con usted. No se vaya, por favor. Llegaré enseguida.
—Comprendo su apremio —dice con ironía—. Venga, lo espero.
Esto me permite librarme de preparar la cena, humillándome ante Adrianí. Además, a la vuelta, podré pillar un par de souvlakis completos, que me encantan, en lugar de cenar espinacas con arroz, que me repugnan. De propina, como apestaré a ajo a un kilómetro, Adrianí no podrá pegar ojo en toda la noche.