Mina Antonakaki vive en la calle Jrisipu, en Zografos. En Olof Palme el tráfico me obliga a detenerme cada diez metros; antes de arrancar de nuevo, me daría tiempo de sobra para salir del coche e ir a tomar un café. A lo largo del trayecto me imagino a la hermana de Karayorgui, sentada en un sofá con los ojos enrojecidos y un pañuelo en la mano, y me pongo de mal humor. El dolor de cabeza, que había remitido un poco con las dos aspirinas, vuelve a la carga. El mismo embotellamiento en la avenida Papandreu. Hasta llegar a Gaíu y torcer, me las veo y me las deseo. Pero allí cambia mi suerte. Enseguida encuentro sitio para aparcar.
Me abre la puerta una mujer vestida de negro que debe de andar por los cuarenta y cinco.
—¿El señor Jaritos? Pase. Soy Mina Antonakaki.
Raras veces he visto a dos hermanas tan distintas. Si no se hubiera presentado, la habría tomado por alguna pariente llegada a la casa para dar el pésame. Yanna era alta, delgada e imponente. Mina es una mujercita baja y rolliza. Yanna tenía el pelo castaño. Su hermana es morena, aunque su cabello empieza a encanecer en las raíces. Yanna siempre te miraba por encima del hombro. Ésta tiene una mirada bovina que inspira desprecio. En lugar de sentir pena por ella, te entran ganas de increparla.
Me conduce a un saloncito, señala el sofá y se sienta frente a mí. No me había equivocado. Tiene los ojos enrojecidos y estruja un pequeño pañuelo en la mano, aunque parece harta de usarlo, porque prefiere sorberse los mocos para abreviar. El saloncito se parece al mío, al de mi cuñada y a todos los saloncitos griegos que he visto en mis veintidós años de servicio: un sofá, dos sillones, una mesa de centro, un par de sillas y un mueble para la televisión.
Parece adivinar mi extrañeza, porque dice con una tímida sonrisa:
—Yanna y yo no nos parecemos en absoluto, ¿verdad? —De pronto se da cuenta de que ha equivocado, por inercia, el tiempo verbal, y rectifica con voz apagada—: Que no nos parecíamos, quiero decir. —Hace una pausa, como si intentara recobrar las fuerzas, y continúa—: Yanna se parecía a mi madre; en cambio yo soy la viva imagen de nuestro padre. Sin embargo, estábamos muy unidas y nos veíamos casi a diario. También yo vivo prácticamente sola, con mi hija. Mi marido es marino y está en el mar.
Sus labios empiezan a temblar y me apresuro a intervenir, antes de que se desmorone y tenga que recoger los pedazos.
—Desearíamos cierta información referente a su hermana, señora Antonakaki. Necesitamos completar el retrato, para saber dónde buscar a su asesino.
Algunas misiones se encomiendan porque se quiere averiguar algo, o atrapar a alguien o esclarecer un caso. Otras carecen de sentido, se encomiendan para ocupar la mente de alguien y ayudarle a sobreponerse. La de Mina Antonakaki pertenece a esta segunda categoría. Considera que mi petición es una misión importante y se endereza para hacerle frente.
—Pregunte —indica con voz ya firme.
—¿Cuándo vio a su hermana por última vez?
—Anteayer por la tarde. Iba a venir también anoche, pero me llamó por teléfono para decirme que había surgido un asunto y que no la esperara.
—¿A qué hora iba a venir?
—Normalmente llegaba alrededor de las nueve y se quedaba un par de horas.
—¿Y cuándo la llamó?
—Serían las seis, más o menos.
De modo que a las seis ya había decidido soltar el notición y pospuso la visita a su hermana. Sin embargo, si lo había decidido a las seis, ¿por qué no salió en el informativo de las ocho y media, que tiene mucha más audiencia, y prefirió esperar hasta el de las doce?
—Señora Antonakaki, ¿qué sabe de la relación de su hermana con Petratos?
—¿Con Petratos? —repite el nombre, nerviosa y desconcertada—. ¿Qué quiere que sepa?
—Su hermana mantuvo una relación amorosa con Petratos, y lo dejó. No es ningún secreto, todo el mundo lo sabe. ¿Le habló alguna vez de su relación?
—Lo único que sé —dice titubeando— es que no se trataba de una relación como usted y yo lo entendemos.
—¿De qué se trataba, entonces? —pregunto sorprendido.
—Sólo ella podría contestar a esto —responde lanzada, pero de golpe frena y busca las palabras adecuadas—: No lo quería en absoluto. Se reía de él, se burlaba. Es un imbécil, me decía. Perdone la expresión, pero ésas eran sus palabras. No se entera de la misa la media. Cuando le preguntaba cómo era posible que todo un director de informativos fuera un imbécil, se echaba a reír. Ha ascendido porque es un lameculos, contestaba. Sigue a Delópulos como un perrito y le dice que sí a todo. —Respira hondo y empieza a hablar con dificultad—. La asqueaba hacer el amor con él. A sus cuarenta años, ese cerdo aún no sabe hacer el amor, decía. —Tengo que tomarle de la manita y conducirlo paso a paso, como a los niños en el parque.
—¿Por qué salía con él si no le gustaba? —pregunto, aunque conozco la respuesta.
—Porque lo utilizaba. Se lo digo así, fríamente, como ella me lo decía a mí. Se lió con él y entró en Hellas Channel con un buen sueldo. Apretaba los dientes y se acostaba con él para lograr el puesto que codiciaba y tener acceso directo a Delópulos. En cuanto lo consiguió, lo dejó. Lo recuerdo como si fuera ayer. Después del éxito que tuvo con Kolákoglu, Delópulos le dijo: «A partir de hoy, Yanna, tienes mi autorización para presentar lo que quieras». Saltaba de alegría cuando me anunció que al día siguiente le daría la patada a Petratos.
Mi pensamiento vuela al tipo pintarrajeado de la foto. Lo representó tal como ella lo veía; lo sacaba del cajón, lo contemplaba y se divertía.
—¿Cuál es el nombre de pila de Petratos? ¿Lo sabe?
—Néstor, creo. Néstor Petratos.
Por tanto no era Nikos, ni Notis, ni Nikitas, sino Néstor. El desconocido «N» de la correspondencia. La suerte me sonríe, aunque demasiado pronto. Me contengo para no caer en la trampa.
—No le oculto nada —prosigue Antonakaki—, porque Yanna tampoco lo ocultaba. Me lo contaba todo, de pe a pa. —Suelta un suspiro—. Pero no sólo se trata de Petratos. A mi hermana la repugnaban los hombres en general, teniente.
—¿Por qué?
—Decía que los hombres son la causa de todos los males que sufrimos las mujeres. Que son cobardes e inútiles, y hacen con nosotras lo que se les antoja. Y que hay que tenerlos sólo mientras le sirvan a una, y después tirarlos como pañuelos usados. A veces me decía que lamentaba no ser lesbiana. A mí, la verdad, se me ponían los pelos de punta.
Aparece ante mis ojos Yanna Karayorgui, la sonrisa altiva, la expresión arrogante, presta al sarcasmo. También yo entraba en la misma categoría que Petratos y Delópulos, uno del montón. Vale, no era lesbiana, no había dado exactamente en el blanco, aunque por muy poco.
—Hubo una temporada en que intentó separarme de Vasos —prosigue Antonakaki—. A él también lo consideraba un inútil y me mareaba para que lo dejara. Pero Vasos nada tiene que ver con Petratos. Es buen padre, buen marido y arriesga la vida en los mares para mantenernos a mí y a Anna. «Ya verás», le decía, «un día conocerás al hombre ideal y entonces descubrirás que las cosas no son así».
Tras esta última frase, se deshace otra vez en lágrimas. En esta ocasión se acuerda del pañuelo y se suena, en lugar de sorber los mocos. Se me olvida consolarla, porque mi pensamiento ha quedado atrapado en la relación de Karayorgui con Petratos. En Yanna y en su Néstor pintarrajeado.
—¿Otra vez con la misma? Llevas todo el día llorando. Hasta la policía se ha puesto a tu disposición, en vez de ser tú la que corras a averiguar qué ha pasado. Como si las lágrimas pudieran cambiar las cosas.
Vuelvo la cabeza y veo a una joven de pie en la puerta. Debe de tener la misma edad que mi Katerina, tal vez un poco menos, y me quedo mirándola boquiabierto.
—Mi hija, Anna —se oye la voz de Antonakaki.
Es como si tuviera delante a Yanna Karayorgui con veinte años menos, cuando debió de hacerse la foto del carné de identidad. Una chica alta y delgada, con la misma belleza severa y la misma mirada altanera de Yanna. Como si la naturaleza quisiera gastar una broma, dotó a la sobrina con el físico de la tía. La chica no va de luto. Lleva ropa sencilla: camiseta, tejanos y zapatillas de deporte. Se sienta y me dirige una mirada fría y arrogante. De pronto me entran ganas de fingir indiferencia, como hacía ante su tía. Ni por rechazo ni por desdén, sino porque en el fondo me da miedo enfrentarme a ella. Prefiero a la madre, que se desahoga hablando.
—¿Le comentó su hermana algo referente a una gran noticia que pensaba comunicar?
—No. Yanna jamás hablaba de su trabajo.
—¿Sabe si recibía amenazas, si temía por su vida?
La hija se adelanta a la madre.
—Tenía miedo —afirma—. Siempre tenía miedo. Decía que algún día se la cargarían. Se reía, pero en el fondo hablaba en serio. Mi tía era una persona difícil. Cuando se le metía algo entre ceja y ceja, no la disuadía ni Dios. Se lanzaba de cabeza.
—¿Qué estás diciendo, Anna? —grita su madre, alterada.
—La verdad. —Se vuelve hacia mí, impávida—. A mi tía le gustaba provocar, meter el dedo en la llaga. Disfrutaba haciéndolo, aunque también le daba miedo. Una vez le comenté que quería ser periodista, y estuvo con el mismo rollo durante meses para que cambiara de opinión. Me enumeraba todos los inconvenientes. Que si la profesión está desprestigiada, que si ahora hay que hacer la pelota o volverse insensible, que si todo el mundo te acecha pistola en mano. Y que ella misma tenía que hacer tantas concesiones que debería escupirse al mirarse cada mañana en el espejo. Al final me convenció de que entrara en Medicina.
—¡Anna, por favor! ¡No tolero que mancilles la memoria de Yanna!
La joven vuelve la cabeza y lanza a su madre una mirada gélida, iracunda. De pronto me doy cuenta de que esta mirada es un disfraz y que la muchacha está al borde de las lágrimas.
El dolor de cabeza empeora de nuevo. Me cuesta mantener el cuello erguido. Me invade un cansancio tremendo y me levanto. De todas formas, no se me ocurren más preguntas.
—Gracias. Si necesitáramos más información, la llamaríamos por teléfono.
La madre me saluda con un movimiento de cabeza, porque está llorando otra vez quedamente y es incapaz de articular palabra. La hija se levanta, inexpresiva, y me acompaña. Ya he abierto la puerta para salir cuando me detiene.
—Teniente.
—Sí.
—Nada… —añade enseguida, como si hubiese cambiado de parecer.
—Querías decirme algo.
—No. Si quisiera decirle algo, lo haría y ya está.
Se cierra en banda y se muestra hostil para pararme los pies. Me doy cuenta de que no me conviene insistir. Puede que se haya precipitado, que necesite tiempo para pensárselo.
—Si quisieras hablar conmigo, tu madre tiene mi número de teléfono —digo, sonriéndole amistosamente. Me dirige una mirada inexpresiva y cierra la puerta.
De la calle Jrisipu voy a la avenida Papandreu y enfilo Olof Palme de bajada. Estoy pensando en la relación de Karayorgui con Petratos. Según Antonakaki, se interrumpió inmediatamente después del caso Kolákoglu. Sin embargo, las primeras cartas de «N» datan de 1991, aproximadamente un año después de aquel asunto. Si Néstor era el remitente, la relación había proseguido sobre otra base hasta dar pie a las amenazas. Me pregunto de qué modo podría obtener una muestra de la letra de Petratos, para compararla con la del desconocido «N». La otra cuestión que me preocupa es por qué Karayorgui no salió en el informativo de las ocho y media y optó por el de las doce.
Dejo la calle Ymitú para entrar en Ifikratus y busco aparcamiento entre Protesiláu, Aroni y Aristokléus. No lo encuentro, por supuesto, y empieza el mismo suplicio de todas las tardes: vueltas y más vueltas hasta que se vaya algún coche y pueda ocupar su lugar.
Cae una fina llovizna, me duele la cabeza y maldigo mi suerte cuando veo de reojo a Zanasis moviéndose a pequeños pasos en la esquina de Tsavela con Aristokléus, mientras echa miradas furtivas a una y otra calle. Me detengo a su lado y bajo la ventanilla.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? —pregunto inquieto.
Algo grave debe de haber ocurrido para que él venga hasta aquí. Abre la puerta y entra en el coche. Se sienta a mi lado y me mira en silencio.
—¿Por qué no has ido a mi casa en lugar de quedarte aquí en la calle, mojándote? —sigo preguntándole.
—Quería hablar con usted a solas.
Suspira profundamente. Otro que suspira profundamente. Toda la gente que he visto hoy llora o suspira. No puedo quedarme en la esquina. Piso el acelerador, y venga a dar vueltas a la manzana.
—Ayer noche estuve con ella. Por eso quería hablarle en privado.
Me quedo helado. Aprieto el freno casi sin querer. El Mirafiori se sacude y se detiene. El que viene detrás pita como un energúmeno pero yo no oigo nada. No logro apartar los ojos de Zanasis. Él evita mi mirada.
—¿Por qué me mandó allí? —dice—. Yo no quería ir. Usted me obligó.
Sé muy bien adónde quiere ir a parar. Si mañana se descubre que había estado con Karayorgui poco antes del asesinato, dirá que lo había enviado yo, que actuaba bajo mis órdenes. Aunque le había dejado claro que yo asumiría la responsabilidad, me lo recuerda por si las moscas, para estar tranquilo. Por más que se declare cretino todas las mañanas a las nueve, en cuanto las cosas se ponen feas, apela a su cretinismo para librarse de cualquier responsabilidad. En el fondo no lo culpo. Yo haría lo mismo si estuviera en su lugar. Si Zanasis aparece relacionado con el asesinato de Karayorgui, estallará tal escándalo que Guikas será capaz de suspenderme de empleo y sueldo. Sólo de pensarlo siento vértigo.
—¿Adónde fuisteis? —pregunto para orientarme, para saber quién pudo verlos juntos.
—A un pequeño restaurante de Psirís, cerca de la plaza de Aguii Anárguiri.
Por eso canceló la cita con su hermana. No por el notición, sino porque había quedado con Zanasis.
—¿Os vio alguien?
—Sólo una pareja que ella conocía, aunque no nos presentó. Allí no había ninguno de los nuestros, estoy seguro, porque es uno de esos locales para pijos que se las dan de bohemios y circulan entre Psirís, Gasi y Metaxurguío.
—¿Os encontrasteis allí?
—No. En la plaza de Aguii Anárguiri. Llegamos en coche por separado. —Medita un poco y añade—: El único momento en que pudieron vernos fue cuando la esperé delante de la iglesia, mientras ella buscaba un quiosco para comprar tabaco. Aun así, no me parece probable.
—¿A qué hora fue eso?
—Pasadas las nueve. Habíamos quedado a las nueve, pero ella llegó con un cuarto de hora de retraso. No se preocupe —se apresura a añadir—, no salí a la calle, la esperé en el coche. Tuve mucho cuidado.
—¿Os marchasteis por separado?
—Sí. Ya… —Está a punto de pronunciar su nombre pero se le forma un nudo en la garganta y desiste—. Ella se fue alrededor de las once. Yo pagué y me fui poco después.
Saca la cuenta del bolsillo y me la entrega. Once mil ochocientas. Seis billetes por cabeza para cenar en una cueva de Psirís. A lo largo y ancho de este mundo, los listos sacan punta a su inteligencia en los colegios y las universidades. En Grecia, la afilan en la piel de los tontos. Cuantos más tontos hay, más listos aparecen en escena.
—Me quedo con la factura. En cuanto a Karayorgui, no digas nada a nadie. Ni la viste ni le hablaste. Si no, nos la cargamos los dos.
—Vale.
Me guardo la factura en el bolsillo, saco la cartera y cuento doce billetes. Al entregárselos, me da la sensación de estar jugando mis points en un garito ilegal. Pero hay un par de cuestiones en todo este lío que me alivian un poco. Una, que no es probable que nadie haya visto a Zanasis con Karayorgui. Otra, que ahora sé qué hacía exactamente Karayorgui entre las nueve de la noche y la hora en que fue asesinada.
Zanasis se dispone a bajar del coche, pero lo retengo.
—¿Hizo alguna llamada mientras estabais juntos?
—Sí, poco antes de marcharnos. Para ser exacto, llamó y se fue enseguida. —Me mira con curiosidad—. ¿Por qué? —pregunta.
—Telefoneó a una colega suya llamada, Kostaraku. Le dijo que no se perdiera el informativo de las doce porque iba a soltar un notición. También le dijo que en el caso de que le ocurriera algo, quería que ella prosiguiera con la investigación.
—¿De qué noticia se trataba?
—Kostaraku afirma que no lo sabe, aunque bien podría haber decidido callárselo para anunciarlo por televisión y darse importancia. ¿A ti te dijo si tenía miedo o estaba en peligro?
—No —responde rápidamente—. De ser así, se lo habría comunicado enseguida. Al contrario, parecía de muy buen humor y se metía conmigo.
De repente recuerdo la misión que le había encomendado.
—Oye, ¿pudiste averiguar algo sobre aquella historia de los niños? —No es que me preocupe ya demasiado, pero al menos quiero saber si han servido de algo mis doce billetes.
Sonríe.
—Estuve todo el rato intentando sonsacarle mientras cenábamos, pero se escurría como una anguila. Al final dijo que primero quería acostarse conmigo, y que si quedaba satisfecha en la cama tal vez me lo contaría.
Hace un rato la chica decía que su tía transigía con muchas cosas y que sentía tentaciones de escupirse en el espejo. Ninfómana e insaciable, pero con remordimientos. De modo que Robespierre acertó de lleno. Así son los revolucionarios: en la revolución la cagan, pero se les dan bien las mujeres.