El cruasán, el café y tres mensajes de Guikas, que quiere verme urgentísimamente, me esperan sobre mi mesa de trabajo. El trayecto entre la casa de Karayorgui y la jefatura me ha sentado mal. Saco dos aspirinas del cajón y me las trago con el café frío, que me produce náuseas. Me recuesto en la silla y cierro los ojos, a ver si cesa el martilleo que me aporrea las sienes. En vano. Es como si estuviera en dique seco y recibiera golpetazos por todo el casco. Me rindo, agarro la carpeta y las fotografías, y me encamino al despacho de Guikas.
Al abrir la puerta, me los encuentro de frente en el pasillo. Sotirópulos va en cabeza. Ahora que Karayorgui está muerta, nadie discute su papel de líder.
—¿Qué hay, teniente? —pregunta, como si dijera que ya me ha soportado bastante y que está a punto de mandarme al cadalso.
—No se marchen, quiero hablar con ustedes.
Al decirlo así, vagamente y sin especificar, tanto pueden interpretar que pretendo interrogarles como que pienso hacer alguna declaración. Por miedo a perderse la segunda posibilidad, corren el riesgo de la primera. Los dejo con la incertidumbre y me dirijo al ascensor. Parece que el cacharro ha visto mi aspecto y se ha apiadado de mí, porque llega enseguida.
Kula me espera para acribillarme a preguntas.
—Pero ¿qué ha sido eso de Karayorgui? Me he enterado esta mañana.
Sin darse cuenta, me levanta el ánimo. Pienso que el bombazo de Sperantsas ha resultado ser un bluf, porque la mayoría de la gente se dispone a acostarse a las doce y no le apetece ver pesadillas con asesinatos, violaciones, hambrunas, terremotos e inundaciones.
—Ha sido un crimen pasional, ya lo verá —prosigue Kula, llena de confianza.
—¿Cómo se te ha ocurrido?
—Verá, yo la tenía calada. Sabía cómo volver locos a los hombres. Ella los despreciaba y ellos la seguían como perritos falderos. Al final, uno se volvió loco y la mató. ¿No le ha llamado la atención el hecho de que la hayan atravesado con una barra de hierro?
—No. ¿Por qué?
—Es un símbolo fálico —anuncia triunfalmente.
—¿Está dentro? —pregunto rápidamente, antes de que empiece a analizarme a mí.
—Sí, y le espera.
En cuanto cierro la puerta a mis espaldas, Guikas levanta la cabeza, se apoya en el respaldo de la silla y cruza los brazos. Tiene cara de querer pegarme una buena bronca. Apenas me tiene delante de su mesa, empieza a despotricar.
—He dicho que quería verte a las nueve. Me he cansado de llamarte por teléfono.
No respondo. Me quedo donde estoy, la carpeta bajo el brazo, contemplándolo.
—Ha sido asesinada una famosa redactora, primera figura en el mundo del periodismo de sucesos. La radio, la prensa, la televisión se nos echarán encima. En estos casos, el FBI trabaja veinticuatro horas al día.
—Yo sólo trabajo veinte, necesito cuatro horas para ponerme a tono —respondo tranquilamente—. Salí de los estudios a las cinco, dormí tres horas y a las nueve estaba en casa de Karayorgui.
—¿Por qué tenías que ir a su casa? Eso es cosa de Identificación. Yo te necesito aquí.
Sin decir palabra, dejo la carpeta sobre la mesa y la abro. Las fotos aparecen en primer plano.
—¿Quién es éste? —pregunta al ver al tipo pintarrajeado.
—Todavía no lo sé.
—¿Y por qué me lo has traído? ¿Estamos en carnaval?
Lo dejo con la duda. Se da cuenta de que este asunto no puede ser resuelto telegráficamente, en cinco líneas, y decide leer las cartas.
—Bien —dice torciendo el gesto cuando termina—. Un tal «N» amenazaba a Karayorgui. De acuerdo, es una pista. Pero a ver cómo lo encontramos. Tenemos que buscar entre la mitad de la población masculina de Grecia.
—Salvo que «N» sea el tipo de la foto pintarrajeada.
—Es una posibilidad. ¡Investígalo! —me ordena, convencido de haberme abierto los ojos porque a mí jamás se me habría ocurrido esta idea genial—. ¿Alguna pista más? No me cuentes lo del asesinato, ya sé cómo ocurrió. Me lo ha explicado Sotiris.
—Falta su agenda. No la hemos encontrado por ninguna parte. Probablemente la tenga el asesino.
—¿Alguna relación con los albaneses?
Sabía que lo preguntaría. Le vendría de perlas que la hubiese asesinado un albanés. Los periódicos lo sacan en portada con titulares negros como plañideras profesionales, las emisoras de televisión organizan debates sobre la delincuencia debida a la inmigración, en lugar de tener en cuenta a las personas se limitan a debatir, y, a los tres días, termina el luto y Karayorgui queda sumida en el olvido.
—De momento no hemos encontrado nada, aunque queda su ordenador. Puede que contenga algo de interés.
—Quiero que me informes a diario, y con ello me refiero a contármelo todo, no la mitad en el resumen y la otra mitad en el informe, como hiciste con los albaneses.
—En el resumen pongo lo que considero publicable. El resto lo dejo para el informe. Por eso los mando juntos —contesto mientras recojo la carpeta y las fotos.
Me voy con la satisfacción de haber pronunciado la última palabra.
Aún están delante de mi despacho, esperándome. Al verme, me cierran el paso. Me planto ante Sotirópulos.
—Empecemos por ti, que la conocías mejor.
Por fin salen de dudas. Saben que los he retenido para interrogarlos y no para hacer declaraciones. Sotirópulos me fulmina con la mirada. Si consigo que declare, los demás lo seguirán, son como un rebaño.
—¿Vienes o prefieres una citación para dentro de veinticuatro horas? —pregunto fríamente.
Me dirijo a la puerta, la abro y espero. Él vacila unos instantes, luego avanza y entra en mi despacho.
—Siéntate —le ordeno, indicándole la silla situada frente a mí.
—¿No he de quedarme de pie, siendo un sospechoso?
—Oye, ¿tú crees que el asesinato de Karayorgui es motivo para bromas y payasadas? ¡Era colega tuya, joder! Deberíais ser los primeros en desear que se esclareciera. Pero no, en lugar de eso os cabreáis porque queremos haceros unas preguntitas de nada.
Mi ofensiva le golpea entre las cejas. Tal vez odiara a Karayorgui, pero no quiere mostrar su satisfacción al ver que un novato a quien podrá manipular a su antojo ocupa su puesto. Se sienta.
—Adelante… Pregunta lo que quieras —me invita en tono grave.
—Yo no quiero preguntar nada, tú sabrás lo que has de contarme. Eres un periodista experimentado, ya sabes qué me interesa.
Aprendí esta táctica del teniente Kostarás, en los tiempos de la dictadura, durante una época que estuve destinado a Bubulinas[3]. Siempre que se topaba con algún primerizo, lo encerraba un par de días junto con los torturados, para acojonarlo. El tercer día, le ordenaba que se sentara delante de él y le decía: «Yo no tengo nada que preguntar, tú sabrás lo que has de contarme. Si me gusta tu historia, a lo mejor me apiado de ti». Y el pobre diablo lo vomitaba todo, por si acaso. Mi trabajo consistía en llevar a los detenidos a interrogatorio. Me quedaba de pie en un rincón, observaba a Kostarás y admiraba su técnica. Ahora ya sé que todo aquello no eran más que gilipolleces, no tenía dónde agarrarse y daba palos de ciego. Como yo ahora.
Sotirópulos me mira pensativo. Intenta discernir qué debe contarme.
—No sé nada —responde al final.
De pronto me muestro agresivo.
—¿Adónde quieres ir a parar? ¿Piensas apelar al secreto profesional y todas esas chorradas? Tú y yo vamos a acabar mal.
—No voy a apelar a nada —replica tan tranquilo—. Sólo digo la verdad. No sé nada. —Calla y permanece pensativo, como si estuviera buscando una explicación, sobre todo para sí mismo—. Karayorgui era una persona reservada —prosigue lentamente—. Nunca mostraba sus cartas, ni las profesionales ni las privadas. A fin de cuentas, las profesionales no las muestra nadie. Vivía en la colina de Licabeto. Sola. Insisto en lo de sola porque jamás la vi acompañada por nadie. Cuando alguna vez salíamos los colegas a tomar unas copas, ella siempre iba sola.
Con esta información, vuelvo a sospechar.
—¿No sería lesbiana?
Se echa a reír, pero sus ojos, atrincherados detrás de las gafas redondas a lo Himmler, me miran como si quisieran enviarme a un campo de concentración.
—Los policías sois todos unos pervertidos, como los pequeñoburgueses. Basta que una mujer viva sola para declararla lesbiana.
Obviamente, distingue entre nosotros, los policías, y él, que no es pequeñoburgués. Hasta aquí, lo comprendo. Lo que no sé es en qué lugar se coloca él, en la izquierda o en la gran burguesía, la que viste Armani y calza Timberland. Lo más probable es que sea un petimetre acomodado de izquierdas. Hubo un tiempo en que nos conformábamos con guisos de judías. Ahora nos alimentamos a base de crudités.
—Si he de juzgar por las palabras de algunos —continúa Sotirópulos—, era todo lo contrario.
—O sea…
—Una ninfómana. Insaciable. —De pronto se da cuenta de que se le ha desbocado la malicia y se apresura a ponerle rienda—. Pero a lo mejor soy injusto con ella, porque no hay pruebas. Todo son habladurías.
—¿Y qué dicen las habladurías?
—Que nunca mantenía relaciones estables. Siempre hombres nuevos. En todo caso, hombres importantes. Empresarios… Políticos… Mezclaba el placer con el trabajo, como suele decirse. —Vuelve a tener las riendas de su malicia y añade—: Que quede claro. No soy yo quien dice todo esto, son los demás.
—¿Sabes si tenía alguna investigación entre manos?
—Por lo general siempre andaba buscando algo. Era una fiera, sin contemplaciones. Se metía en todo, sin reparar en los medios. Le encantaba descubrir escándalos y no confiaba en nadie. Ni siquiera en Delópulos, que bebía los vientos por ella.
—¿Era una buena periodista? Dame tu opinión, sin tapujos, sinceramente.
Se pone serio y reflexiona.
—Caía mal a todo el mundo, por lo tanto era buena periodista —responde lentamente—. El trabajo de reportero consiste en hacerse antipático. Cuanto más antipático, mejor profesional.
Esta explicación concuerda con Karayorgui y con él mismo. Al ofrecérmela, consigue caerme simpático, lo cual confirma mi opinión de que no es buen periodista. Me quedo mirándolo en silencio. Se da cuenta de que no tengo nada más que preguntar y se levanta.
—¿Y qué? ¿Piensas hacer alguna declaración? Así tenemos algo que contar a la gente.
—¿Qué declaración puedo hacer, si no dispongo de datos? Sólo lo que descubrí anoche, y vosotros ya estáis al corriente. Tened paciencia y esperad un par de días, algo saldrá a la luz.
En el momento en que se dispone a salir, suena el teléfono.
—Jaritos —digo al auricular, fiel a la tradición del FBI.
—Soy Mina Antonakaki, la hermana de Yanna Karayorgui —se presenta una voz rota al otro extremo de la línea—. ¿Cuándo y dónde podría recoger el cuerpo de mi hermana para darle sepultura?
—Dentro de un par de días, en el depósito de cadáveres, señora Antonakaki. Pero primero deberíamos hablar.
—Ahora no. No estoy en condiciones de hablar con nadie.
—Escuche, señora Antonakaki. Ayer alguien asesinó a su hermana. Queremos encontrar al asesino y necesitamos información. Comprendo su estado de ánimo pero tenemos que hablar con usted. Puedo visitarla yo, si lo prefiere. Pero sin demora.
Parece meditar la idea por un momento.
—Venga, me encontrará aquí —dice al final con voz desmayada, y me da su dirección.
Aún no tengo los resultados del laboratorio ni el informe de la autopsia y opto por interrogar a los demás periodistas para que nadie se sienta excluido. Ninguno de ellos me dice más de lo que ya me ha contado Sotirópulos. No saben nada, Karayorgui no confiaba en nadie, jamás mostraba sus cartas.
Cuando se marcha la última, aquella enanita de medias rojas, intento ordenar lo que he averiguado hasta el momento. Sigue lloviendo a mares. En el piso de enfrente, la vieja está delante de la puerta balconera con el gato en brazos, diciéndole algo. No sé si le habla o si le está cantando algo, pero el gato permanece acurrucado en sus brazos, mira la lluvia inclemente y parece feliz. Me he dejado arrastrar por la dicha del animal y no oigo la puerta que se abre. Un discreto carraspeo me devuelve a la realidad y me obliga a dar media vuelta.
Junto a la puerta veo a una mujer de unos treinta años, ni alta ni baja, ni guapa ni fea. Lleva botas y una gabardina color beige muy ceñida en la cintura, tal vez en un esfuerzo vano por resultar atractiva.
—Buenos días, soy Marza Kostaraku —se presenta con una sonrisa.
De repente la miro con otros ojos. Kostaraku representa mi única esperanza de averiguar algo en concreto, suponiendo que Sperantsas me dijera la verdad.
—A partir de hoy, ocupo el puesto de Yanna Karayorgui. —Habla con dificultad, mientras sigue sonriendo con cierto aire de incomodidad—: El señor Delópulos me indicó que viniera a verlo. También me dijo que usted me informaría sobre la muerte de Yanna, al margen de lo que ha comunicado a los demás. —Se le escapa un suspiro, como si se hubiese quitado un peso de encima.
Es lo contrario de Karayorgui. Ni agresiva ni altanera, una virgen recatada de esas a las que de vez en cuando haces algún favor por pena. Como un país tercermundista que acepta la ayuda internacional, da un millón de gracias y, en cuanto descubre algún pocito de petróleo, si te he visto no me acuerdo.
—¿Por qué odiaba usted a Karayorgui? ¿Qué le había hecho?
Me mira estupefacta. La sonrisa se borra de los labios, las manos se aferran al bolso y lo aprietan con fuerza. Justo cuando pensaba que las cosas iban viento en popa, voy y con un simple movimiento, lo cambio todo. Ahora, en lugar de informarle yo, me informará ella.
—¿Quién le ha dicho eso? —pregunta con voz temblorosa—. Yanna y yo éramos colegas. No muy íntimas, desde luego, pero ni la odiaba ni quería perjudicarla.
—¿Pretende decirme que lo que le había hecho carecía de importancia y ya estaba olvidado? —En la más genuina línea Kostarás. Echo el anzuelo a ver si pican.
—¿El qué? ¿El haberme apartado de sucesos para mandarme a periodismo científico y ocupar mi puesto? ¿Quiere que le diga una cosa? Se está mejor allí. Menos trabajo, más tranquilidad. Además de permitirme relacionarme con científicos y no con ladrones ni asesinos.
—¿Quién era su protector? Por lo que me han contado, es usted muy competente en su trabajo. Ella debía de tener un buen enchufe para relegarla de su puesto.
Se da cuenta de que intento halagarla y sonríe con ironía.
—Escuche —prosigo con más insistencia—. Usted estaba al frente de sucesos. Apareció Karayorgui, le quitó el puesto y la mandó a información científica. No me diga que no le importó. Quizá no dijera nada, pero la procesión iría por dentro. Y de repente, una noche, Karayorgui muere asesinada. El día siguiente, usted recupera su antiguo puesto. Es la primera en beneficiarse de su muerte. ¿Sabe qué significa esto?
Capta el mensaje, porque se levanta de un salto y grita:
—¿Qué está insinuando? ¿Que yo la maté?
—No, nada de eso. Al menos, de momento. Evidentemente, no sé qué voy a descubrir mañana si empiezo a investigar. Sin embargo, las malas lenguas se desatarán desde hoy mismo. Y a medida que pase el tiempo, y la historia va para largo, cada vez estarán más sueltas. Así que le conviene que resolvamos pronto el asunto, para que se callen. ¿Quién era su protector? ¿Delópulos?
Se echa a reír, como si le hubiese contado un chiste.
—¿Eso le dijeron? ¿Que hacía lo que quería porque se acostaba con el jefe? —Deja de reírse de golpe y se pone seria—. Se equivoca. Yanna era inteligente y sistemática. Cuando llegó a la cadena, se hizo cargo de la sección de ciencia. Pero aquello no le interesaba demasiado porque no incluía noticias sensacionalistas, de esas que causan impacto. Cinco palabras al final del programa, y eso muy de vez en cuando. Un mes después, se había enrollado con Petratos, el director de informativos. Sólo necesitó dos semanas más para quitarme el puesto. Sin embargo, no me gusta engañarme. No sólo era ambiciosa, sino también hábil, mucho más que yo. Conseguía reportajes en exclusiva, desenterraba historias, desenmascaraba a cierta gente. Aprovechándose del caso Kolákoglu, obligó a Delópulos a darle carta blanca. En cuanto lo consiguió, se deshizo de Petratos. Esto lo afectó mucho y de buena gana la hubiera despedido, pero ya era tarde y no estaba en su mano hacerlo. —Calla y deja escapar otro suspiro de alivio, de desahogo—. No, Yanna no necesitaba acostarse con Delópulos para recibir apoyo. Convencía con sus habilidades. Utilizó a Petratos para tener una oportunidad. Todo lo demás, se lo ganó a pulso.
A mí Karayorgui me caía fatal y le había colgado el sambenito de lesbiana. Sotirópulos, a quien también caía mal, prefirió tacharla de ninfómana e insaciable. Y he aquí que llega una segundona para poner las cosas en su sitio.
Empiezo a sentir cierto aprecio por Kostaraku, aunque mi intuición me aconseja que no me precipite. ¿Y si su franqueza no es más que una fachada para ocultar otras cuestiones menos confesables?
—¿Dónde estaba ayer noche, entre las diez y las doce?
—Sola en casa, como todas las noches —responde tranquilamente, casi con tristeza—. Primero con una ensalada, luego con un whisky y, en todo momento, con la tele. —Calla, me mira fijamente y añade con cierto énfasis—: Hasta las once, cuando me llamó Yanna.
—¿Karayorgui la llamó por teléfono a las once?
—Sí. Para anunciarme que iba a dar un notición sensacional en el informativo de las doce.
¿A quién más se lo dijo, aparte de a Kostaraku y Sperantsas? Si consiguiera averiguarlo, tal vez lograría atrapar al asesino.
—También me dijo otra cosa.
—¿Qué le dijo?
—Me pidió que viera las noticias para que continuara con la investigación si a ella le ocurría algo. A decir verdad, no la tomé en serio. Al contrario, creí que era mezquindad, que lo decía para picarme, y le colgué el teléfono. Con la soledad por un lado y la rabia por lo que me había dicho Yanna por el otro, sentí que la casa se me caía encima. Me subí en el coche y empecé a vagar por las calles, sin rumbo. Cuando volví a casa era la una.
—¿No le comentó de qué trataba la noticia?
—No. Sólo me indicó que viera el programa.
—Bien. —Llamo a Zanasis para que la acompañe a declarar—. ¡Espere, no se vaya! —la llamo cuando llega a la puerta. Saco la foto de Karayorgui con el tipo pintarrajeado—. ¿Conoce a éste?
Mira la foto y estalla en carcajadas.
—¿De qué se ríe? ¿Lo conoce?
—¡Que si lo conozco!
—¿Quién es?
—Petratos, el director de informativos de Hellas Channel. Mi jefe.
Lo mira y se parte de risa.