El despacho de Delópulos es como un piso de tres habitaciones, setenta metros cuadrados, con el salón-comedor, el dormitorio, el vestíbulo y el cuarto de baño, todo en un solo espacio, menos el cuarto de baño. Él está sentado a una mesa. En comparación con la de Guikas, es como una cancha de baloncesto respecto a una mesa de pimpón. En el lado sur, allí donde por lógica habrían dispuesto el salón-comedor, hay una mesa rectangular enorme rodeada de diez sillas de respaldo alto. La que preside la mesa se distingue de las demás por ser más alta y tener apoyabrazos, mientras que las otras son mancas. En diagonal respecto a la mesa de Delópulos veo un televisor de pantalla cinco veces mayor de lo normal. Ahora está apagado, y en la pantalla se reflejan su jeta y la mía. Me planteo si debo representar el papel del poli que se desgañita, ya que aparezco en una pantalla, pero aquel cabrón de la serie sólo se atreve con mujeres y adversarios de pacotilla, mientras que yo me enfrento a Delópulos.
Es un tipo alto, enjuto, con el cabello ralo y la expresión agria. Tiene el rostro afligido pero, con estas facciones, hasta el dolor queda agriado.
—Estoy conmocionado, señor Jaritos —dice, y lo repite para no dejar lugar a dudas—. Conmocionado. Yanna Karayorgui era una persona excelente y una gran periodista. Sus compañeros la llamaban «el Sabueso». Para mí se trataba de un título honorífico que había conquistado con su valía profesional. —Hace una pausa, me mira y añade subrayando las palabras—: Pero, además de colaboradora, era una gran amiga personal.
Estoy en un tris de preguntarle si era también su amante, porque sin duda debía de tener sus buenos enchufes en las altas esferas para disfrutar de tanta independencia, pero me callo la boca.
—¿Tienen ya algún indicio? ¿Pruebas? ¿Sospechas, al menos?
—Aún es muy pronto, señor Delópulos. Sabemos sin embargo la hora exacta de la muerte y que el asesino debía de ser un conocido, porque estuvieron charlando juntos en el camerino antes del asesinato.
—En tal caso, seguro que es uno de esos a los que desenmascaraba sin piedad, alguien que salió perjudicado por sus revelaciones y que quiso vengarse. Creo que deben encaminar sus investigaciones en esa dirección.
Ahora pretende decirme cómo hacer mi trabajo. Otro Guikas por encima de mi cabeza.
—Según el señor Sperantsas, Karayorgui tenía previsto salir en las noticias de las doce para revelar un auténtico bombazo.
—También me lo ha contado a mí, pero yo no tenía ni idea. De todos modos, no hacía falta que estuviera al corriente: confiaba plenamente en ella.
—¿Sabe si estaba trabajando en algún caso concreto?
—No, pero de ser así, tampoco lo sabría. Karayorgui jamás revelaba sus casos ni los datos que conseguía reunir. Sin embargo, nunca se equivocaba, por eso había dado orden de que le permitieran actuar con total libertad. —Se detiene, se inclina hacia delante y añade—: Le prestaremos la ayuda que sea necesaria. Mañana por la mañana ordenaré a dos de mis reporteros que empiecen a investigar. Estarán en contacto permanente con usted.
—Desde luego, que investiguen. Toda ayuda será bienvenida. —Me expreso con una solicitud exagerada, cosa que parece complacerle—. Siempre que no se trate de una competición por llegar primero y que nadie se inmiscuya en los asuntos del otro.
Mis últimas palabras le sientan como una patada y, de pronto, se muestra glacial.
—¿A qué se refiere? Hable sin tapujos. Comprenda que Yanna Karayorgui era una de las estrellas de nuestro equipo periodístico y que su asesinato nos concierne directamente.
—Lo comprendo, señor Delópulos. Esta noche, sin embargo, el señor Sperantsas anunció el asesinato de Karayorgui en el informativo, antes incluso de avisarnos. No pretendo decir que nos haya causado problemas graves, aunque bien podría haberlo hecho. Por eso sería conveniente que sus empleados nos consultaran antes de tomar cualquier iniciativa.
—El trabajo del periodista consiste en informar a la gente, señor Jaritos —replica con la misma frialdad polar—. Con rapidez y precisión. Adelantarse a los demás, aunque se trate de la policía, constituye un gran éxito para la emisora. Debería felicitar al señor Sperantsas en lugar de amenazarlo, como ha hecho usted y, por cierto, con palabras muy poco delicadas.
¿Qué esperaba? Si Sperantsas había sido capaz de desacreditar a Kostaraku, una de sus colegas, ¿por qué se iba a apiadar de mí?
—Deseamos colaborar con la policía, pero el asesinato de Karayorgui representa para nosotros una especie de asunto de familia. De modo que exijo ser informado del curso de las investigaciones en exclusiva, y no en común con las demás emisoras. En este caso, no vale la objetividad ni la igualdad de oportunidades. —Calla, me mira y prosigue lentamente—: De lo contrario, me veré obligado a pasar la información recogida directamente al ministro de Interior, que casualmente es amigo mío, y ustedes serán informados a través de él.
Por si acaso, me dirige una mirada de lo más elocuente, porque considera que todos los policías somos tercermundistas y analfabetos, de forma que no basta con hablarnos crudamente: hay que recurrir a las miradas y los gestos para que nos enteremos.
—Estoy seguro de que nuestra colaboración será muy fructífera —concluye cordialmente, tendiéndome la mano.
Al estrecharla, pienso que acaba de iniciar la colaboración entre el FBI y la CNN y que no vamos a pillar al asesino ni el día del Juicio, salvo que haya suerte y encontremos a una buena vidente.
Me voy con el rabo entre las piernas.
Sotiris me está esperando en la entrada. A su lado hay un tipo joven en uniforme, de esos que llevan los empleados de seguridad. Ojos azules, pelo rapado, con las piernas y los brazos separados para ofrecer una imagen más amenazadora. Un corpulento marine de barrio. Chico afortunado. Si se hubiese metido en alguna mafia de las que venden protección, tal vez lo habríamos pillado. En cambio ahora trabaja en una empresa, cobra catorce pagas y me mira como si fuéramos colegas.
—¿Conocías a Karayorgui? —le pregunto.
—Cómo no. Los conozco a todos. Soy una máquina.
—Olvídate de las máquinas. ¿A qué hora llegó esta noche?
—A las once y cuarto. Siempre lo anoto.
Está jugando con fuego. No sabe que está a punto de pagar el pato.
—¿Vino sola?
—Como la una.
—¿No estaría con otra persona que la dejó en la puerta y se marchó?
—Si la dejó en la calle yo no lo sabría, porque desde aquí no se ve. Pero cuando llegó a los estudios, estaba sola.
—¿Viste salir de los estudios a algún desconocido, alguien que no hubieras visto antes?
—No. A nadie.
—¿Abandonaste tu puesto en algún momento?
No contesta enseguida. Parece pensárselo.
—Sólo un par de minutos —dice al final, de mala gana—. Vanguelis, el colega que hace guardia en el despacho del jefe, vino a decirme que habían encontrado a Karayorgui asesinada. Acudimos corriendo, porque pensé que la gente no tiene experiencia en estas cosas y siempre mete la pata.
—¿Y qué podías hacer tú con tu experiencia? ¿Resucitarla? —espeto, fuera de mí.
Por lo visto su máquina no dispone del programa adecuado, porque no sabe qué contestar y permanece en silencio.
—Tómale los datos y que vaya a declarar —ordeno inmediatamente a Sotiris.
Al salir a la calle para ir hacia mi coche, que aguarda atravesado en la acera, veo que empieza a lloviznar. Algo es algo.