Sperantsas se encuentra sentado en el puesto que ocupa cuando presenta las noticias, detrás de la mesa ovalada. Está solo, porque en el informativo de las doce sale sin compañero. No es el que lleva un pañuelo en el bolsillo para enjugarse las lágrimas, sino el otro, el que pregona las noticias como si fueran sandías en el mercado. Cuando me ve entrar, duda entre mostrar su disgusto por haberlo hecho esperar o expresar su aflicción por el asesinato de una colega. Al final se conforma con soltar un profundo suspiro, que cubre ambos campos. Yo me siento a su lado, en el sillón de la chica que presenta los deportes.
—¿Cómo se han enterado todos ésos y han acudido en pelotón? —Me refiero a los periodistas que están en el pasillo y cuyo alboroto llega hasta nosotros.
—Deben de haberlo oído en las noticias.
Me parece increíble.
—¿Han dado la noticia por televisión, incluso antes de avisarnos a nosotros?
—Toda Grecia está conmocionada —responde acalorado—. Es lo nunca visto. Los teléfonos están que arden. De repente, justo cuando me dispongo a anunciar las nuevas medidas económicas, me interrumpen y ponen anuncios. Antes de que me dé tiempo a preguntar qué pasa, el realizador Manísalis entra como un huracán y dice que han asesinado a Yanna. Más anuncios, grito y mando enseguida a un cámara al camerino. Cuando vuelvo a salir al aire, estoy destrozado. «Señoras y señores», digo, «en este preciso instante se está produciendo una tragedia en nuestros estudios. Yanna Karayorgui, nuestra reportera de sucesos, “el Sabueso”, como la llamaban sus compañeros, yace muerta en una habitación contigua, brutalmente asesinada. Aún no sabemos quién es el autor de este crimen horrendo. Desgraciadamente, la verdad tiene muchos enemigos. Hellas Channel, sin embargo, el canal de la vanguardia informativa, siempre el primero en dar las noticias, no podía menos de comunicar la noticia de inmediato a ustedes, sus espectadores. Señoras y señores, les informamos del trágico fin de Yanna Karayorgui casi en el mismo momento del fatal suceso, antes incluso de avisar a la policía». Y aparece en pantalla el plano del camerino con Yanna tal como lo han encontrado. Se trata de un gran documento. Tenemos el vídeo. Puede verlo, si lo desea.
¿Por qué no le doy dos bofetadas bien dadas? ¿Por qué no junto un par de sillas, lo ato a ellas, le quito zapatos y calcetines y le arreo en las plantas de los pies? El policía que ya no pega es como el fumador que ya no fuma. Aunque la lógica le diga que ha hecho muy bien en dejarlo, por dentro se muere de ganas de repartir unas cuantas hostias, como el ex fumador se muere por una caladita.
—¿Sabe qué debería hacer con usted? —le digo—. ¡Debería llevarlo a jefatura, encerrarlo en un calabozo con chorizos, macarras y camellos, y dejar que se jueguen su culo a los dados!
Palabras, gritos, amenazas estériles. He dejado de fumar y trato de engañarme masticando chicles.
—¿Cómo se atreve a hablarme así? ¡No tiene ningún derecho! Protestaremos enérgicamente, en público y ante sus superiores. Tengo la impresión de que vive usted en otros tiempos. —Su voz tiembla como si padeciera tiritones.
—En primer lugar, es ilegal divulgar un asesinato antes de alertar a la policía. Nosotros decidimos cuándo hacerlo público y qué datos desvelar. En segundo lugar, al revelar el momento en que ha sido descubierto el cadáver, uno podría estar ayudando al asesino a escapar, convirtiéndose involuntariamente en su cómplice. Si protesta, lo único que conseguirá es que me caiga una bronca por no haberle detenido a usted en el acto.
—Soy periodista y he cumplido con mi deber. Si Yanna estuviera viva, me felicitaría.
No sólo le felicitaría, sino que se frotaría las manos de gustillo por habernos puesto en ridículo. Sé que es así y prefiero callarme los comentarios.
—¿Por qué iba ella a salir en el informativo de las doce? Que yo sepa, no había noticias de sucesos de última hora.
—Tenía preparada una revelación que iba a ser una auténtica bomba.
—¿Qué revelación?
—No sé, no me lo dijo.
Me vuelvo a enfurecer.
—Cuidado, Sperantsas, no me oculte datos para ser usted quien lance la bomba y coseche el éxito, porque haré que las pase más putas que un musulmán en Bosnia.
—No le oculto nada. Le digo la verdad.
—¿Y cuál es la verdad? ¿Que ella le dijo que tenía un notición sin contarle de qué se trataba y sin pedir permiso a nadie? ¿Me está diciendo que en estos estudios cualquiera puede salir ante las cámaras y soltar lo que le dé la gana?
—Cualquiera, no. Sólo Yanna Karayorgui —contesta mirando hacia las cámaras como si temiera que alguien lo estuviera grabando.
—¿Qué significa esto?
Vacila antes de contestar. Ahora se muestra retraído y le cuesta hablar.
—Yanna tomaba sus propias decisiones. No dependía de nadie. —Se inclina hacia delante y baja la voz—: Mire, comprenda, yo no puedo decirle nada más.
Debajo del traje de usufructo se esconde un hombrecillo asustado e inseguro. De pronto me resulta mucho más cercano y se me quitan las ganas de presionarlo más.
—¿Cuándo le habló de la sensacional noticia?
—Yo estaba en la redacción, echando una última ojeada al boletín de noticias. Media hora, más o menos, antes de empezar el programa.
—¿A qué hora salió usted en pantalla? ¿A las doce?
—A las doce y tres minutos. El serial que precede al informativo llevaba tres minutos de retraso y no lo interrumpimos. Dejamos que terminara.
—¿Ella estaba sola?
—Claro —responde, extrañado—. ¿Con quién iba a estar?
—Eso es lo qué me gustaría saber. —Me levanto—. ¿Dónde queda la redacción?
—Al lado de maquillaje.
Me dirijo hacia la puerta.
—Teniente. —Me doy la vuelta para prestarle atención—. Aquí dentro no son muchos los que van a llorar la muerte de Karayorgui. Pregunte a Marza Kostaraku, la que se ocupa de la información científica. Ella sabe más que yo.
Dicho esto, empieza a recoger apresuradamente sus papeles de la mesa, esquivando mi mirada.
—Acompáñeme a la redacción.
—Ya le he contado todo lo que sé. Si me necesita para algo más, siempre me encontrará en los estudios. Ahora déjeme ir a casa, estoy agotado.
—Venga. —Me mira con cara de querer abofetearme, pero se aguanta. Recoge los papeles y me acompaña.
El pasillo está desierto, los periodistas se han marchado. Nos topamos con Manísalis, el realizador, de modo que me libro de tener que buscarlo. De todas formas, no sabe nada de importancia. En un momento dado, cuando empezaba el informativo, se le acercó la chica y le dijo que acababa de encontrar a Karayorgui muerta. Miró el cadáver desde la puerta y se dio cuenta de que no era preciso entrar en el camerino. Ordenó que pusieran más anuncios, pero no acudió corriendo al teléfono, como me dijo Sumadaki. Primero informó a Sperantsas. A nosotros nos llamó después de enviar un cámara a maquillaje, alrededor de las doce y diez.
Aún no sé por qué la han matado, pero al menos he aclarado el modo y el momento de la muerte. Entre las once y media y las doce menos algo, Karayorgui busca a Sperantsas en la redacción y le dice que quiere salir en el siguiente informativo. A las doce y tres minutos, Sumadaki encuentra el cadáver. Así que el asesinato se produjo en este lapso de media hora. Ella conocía al asesino. Estaba sentado a su lado en el camerino y charlaban. Él se puso de pie, probablemente sin dejar de hablar, y empezó a jugar con el soporte del foco mientras se acercaba a la periodista. Ella lo miraba por el espejo mientras se maquillaba, pero no sospechó nada. Cuando llegó junto a ella, levantó la barra y se la clavó de golpe. Si la superficie tiene huellas dactilares, cabe la posibilidad de que también encontremos las del asesino. Si no detectamos huellas, eso significará que las limpió antes de abrir la puerta y desaparecer. Si el asesino es alguien de fuera, ya puedo rezar para que un testigo lo haya visto entrar o salir. Si es del estudio, nos encontramos navegando en el Egeo Sur con vientos de fuerza diez.
La sala de redacción es un espacio grande, con diez mesas de trabajo dispuestas en dos hileras de a tres, y cuatro en la última. Las paredes están desnudas.
A nadie se le ha ocurrido colgar un cuadro o un calendario, señal de que todos los que entran aquí se quedan el tiempo indispensable para terminar su trabajo y luego se van, bien al estudio bien a la calle. En el fondo de la sala, una mampara de vidrio aísla un cubículo en el que apenas cabe un escritorio y dos sillas separadas por una mesilla.
—Es el despacho del director de la redacción —me comunica Sperantsas.
—¿Cuál era la mesa de Karayorgui? —Me la señala. Es la segunda de la segunda fila. Saco las llaves, busco la que encaja en la cerradura de los cajones y los abro—. No le necesitaré más —digo a Sperantsas mientras empiezo a registrar. Parece vacilar. Ahora le pica la curiosidad y le apetece quedarse—. ¿No ha dicho que estaba agotado? Pues ya puede marcharse.
Lo ha dicho, no puede negarlo. Da media vuelta y se larga.
La mesa es pequeña y sólo tiene dos cajones a la derecha. En el primero, encuentro un bloc pequeño de periodista y otro mayor, de correspondencia, junto a algunos bolígrafos baratos, de esos que proporcionan las empresas a sus empleados como material de escritorio. Abro el segundo cajón. En primer plano, una bolsita de caramelos. Se ve que le gustaba chupetear alguno cuando se bloqueaba, para inspirarse. Un juego de abrecartas y tijeras en un estuche de piel, todavía en una funda de plástico transparente, sin abrir. Y en el fondo, un calendario de sobremesa con el logotipo de una compañía de seguros. Hojeo el calendario y compruebo que no hay nada anotado en él.
Me quedo inclinado sobre los cajones, pensativo, porque advierto que falta algo. ¿Acaso no tenía agenda?
¿Dónde se ha visto un periodista sin agenda? Allí lo apuntan todo: datos, teléfonos, dinero prestado y debido, relaciones personales y profesionales, amores y odios, amistades y enemistades. La agenda, el evangelio del cristiano moderno. ¿Es que Karayorgui no tenía evangelio? Imposible. ¿Dónde está, pues? Normalmente la llevan encima, de modo que debería haber estado en su bolso, pero no. ¿Guardada en su mesa de trabajo? Tampoco. ¿En casa? Puede ser, aunque lo más probable es que se la haya llevado el asesino, tal vez porque buscaba algo en concreto, o quizá porque contenía algún dato que lo incriminaba, así que la ha hecho desaparecer.
—Delópulos, el jefe de la cadena, está en su despacho y quiere verlo —anuncia Sotiris, quien me mira desde la puerta, asomando medio cuerpo.
—Vale. Dile que iré dentro de un rato.
—¿A mí va a seguir necesitándome o puedo irme? —pregunta tímidamente.
—No, quédate —contesto con severidad—. Localiza al guardia de la entrada que hacía su turno alrededor de las once y dile que espere, quiero hablar con él.
—Sí, señor —responde, y se marcha con cara de malas pulgas. Podría haberlo resuelto por teléfono, con la mediación de Delópulos, pero no me parece bien que un subordinado duerma a pierna suelta mientras su superior se pasa la noche en vela, currando. Estos jovencitos son unos niños mimados, quieren pasarse la vida apalancados en los sillones, hablando de sus Hyundai Excel y sus Toyota Starlet. Si por ellos fuera, los crímenes se cometerían en horario de oficina, sólo los días laborables de nueve a cinco.