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La encuentro sentada ante el tocador de maquillaje, pero no está mirando al espejo. Tiene la espalda reclinada en el respaldo de la silla, con la cabeza caída hacia atrás y está mirando al techo, como si la hubiesen matado en el momento en que se estiraba para desperezarse. Las manos cuelgan inermes a los costados. Lleva un vestido verde oliva con botones dorados y un pañuelo atado al cuello. Es la primera vez que la veo con falda y me la quedo mirando. De pronto siento curiosidad por saber qué le queda mejor, si las faldas o los pantalones, como si eso tuviera ahora algún sentido. Está recién maquillada: rímel, colorete en las mejillas y un rojo macilento en los labios, del color de la sangre que sueltan los filetes sobre la parrilla. No hay signos de violencia en el rostro, y el maquillaje permanece intacto. Se ve que estaba lista para aparecer en el informativo de las doce. Me extraña, porque los reportajes en directo suelen emitirse a las ocho y media; a las doce sacan los enlatados.

La barra de hierro penetró por debajo del pulmón y, al salir por la espalda en trayectoria oblicua y ascendente, la clavó a la silla. Un poco como en los combates de caballeros medievales, en los que se ensartaban unos a otros al estilo de Ivanhoe o Ricardo Corazón de León. No es que los haya leído, yo sólo leo diccionarios, pero a mi padre le dio por educarme y, durante algún tiempo, me estuvo comprando los Clásicos Ilustrados. De ahí los conozco: de la televisión impresa.

—¿Qué es esta barra? —pregunto a Stellos, de Identificación, que está fotografiando al cadáver para que saquen el arma del crimen y Markidis, el forense, pueda iniciar su tarea.

—Es el pie de un foco —responde, y su flash emite cuatro destellos consecutivos. Cambia de posición y otra vez el flash, cuatro destellos más.

Al entrar había echado un rápido vistazo alrededor, aunque mi atención se centró en Karayorgui. Ahora vuelvo a observar la estancia. Es un camerino espacioso. A lo largo de la pared, al lado de la puerta, hay un mostrador parecido a los que se encuentran en los edificios públicos o de la Seguridad Social; sólo le faltan las ventanillas. En su lugar, han colocado un espejo rectangular enorme que cubre toda la pared. Delante del mostrador, tres sillas, una al lado de la otra. En la primera sigue sentada Karayorgui, esperando al forense. Las otras dos están vacías. La última mira de frente al espejo. La segunda, sin embargo, está vuelta hacia Karayorgui. Si no la ha movido en su agitación la persona que descubrió el cadáver, podría tratarse de un indicio. Alguien estaba sentado al lado de Karayorgui, conversando con ella. Si era el asesino, es evidente que lo conocía y que se relacionaba con él.

En la esquina opuesta de la habitación hay un montón de luces y focos, unos en el suelo y otros encajados en los soportes. Algunos pies solitarios se apoyan en la pared. No vino para matarla, pienso, sino para hablar con ella. Pero de pronto algo lo enfureció, agarró un pie de foco y se lo clavó. ¿Qué le encolerizaría hasta tal punto? ¿Pasión amorosa? ¿Rivalidad profesional? ¿Venganza de alguien desenmascarado por la periodista? No te precipites, Jaritos, todavía es pronto. Al menos, tengo una pista por donde empezar. Sobre todo si se demuestra que la silla estaba en esta posición.

—¿Habéis terminado aquí? —pregunto a Dimitris, el otro agente de Identificación.

—Sí, ya estamos recogiendo.

En la pared medianera hay un armario cerrado. Me acerco y lo abro. Trajes de hombre y modelitos de mujer, de esos que brindan diversas casas de moda para vestir a los presentadores y sacar su nombre en los créditos, como publicidad. La primera vez que yo me puse una corbata fue cuando entré en la academia. La compré con el uniforme. Y tuve mi primer traje al licenciarme. De Kapa Marusis: «Ven a conocer los trajes hechos casi a medida». Me mostraron un traje marrón lleno de pespuntes en el que hubieran cabido dos Jaritos juntos. «No se preocupe —me tranquilizó el dependiente—. Por eso está hecho casi a medida. Lo terminaremos de coser a su talla y le quedará como un guante». Cuando fui a recogerlo dos días después, el traje terminado era tan ancho como el casi terminado. «Se lo parece —dijo el mismo dependiente con descaro—, porque aún no se ha adaptado a su cuerpo». Entretanto, Kapa Marusis ardió en un incendio, yo ascendí en la escala social y fui a vivir a Vardas, y éstos salen a presumir con la ropa de usufructo.

Aunque registro rápidamente la ropa, no encuentro nada. Los trajes de mujer no tienen bolsillos, los de los hombres están vacíos.

Vuelvo al mostrador junto a Yanna Karayorgui a quien, entretanto, han arrancado el arpón. Inclinado sobre su cuerpo, Markidis la manosea. Tomo su bolso y lo vacío sobre el mostrador. Barra de labios, colorete, rímel, los mismos productos que lleva en la cara. Ya nadie va a desmaquillarla, y bajará a la tumba pintarrajeada. Un paquete de tabaco R-l y un encendedor Dupont de plata, carísimo. Un juego de llaves de coche y otras sin duda de su casa. Y su cartera. Dentro hay tres billetes de cinco mil, cuatro de mil, una tarjeta de crédito del Banco Nacional y una del Diner’s. En la foto del carné de identidad no aparenta más de quince años, cabello largo y mirada severa. Miro el año de nacimiento: 1953. Cuarenta años, nadie lo hubiese dicho. Me quedo con las llaves y vuelvo a meter todo lo demás en el bolso, para que se lo lleven los de Identificación.

Markidis ha terminado y se acerca a mí. Es bajito y calvo, lleva gafas de montura gruesa y el mismo traje desde hace veinte años. O no lo ensucia nunca o ha encontrado la forma de mandarlo a la tintorería los domingos. Siempre tiene cara de perro apaleado, no sé si por culpa del trabajo o de su mujer. A mí me crispa los nervios.

—Estoy harto de cadáveres —se lamenta—. Hace días que me tocan tres o cuatro por jornada. Hubiera debido de estudiar microbiología.

—Y yo qué culpa tengo si en lugar de meados escogiste analizar fiambres —contesto—. Venga, desembucha rápido, a ver si puedo dormir al menos una horita.

—El hierro entró por debajo del lado izquierdo del tórax, con una inclinación aproximada de quince grados. Atravesó el corazón y salió por el omóplato. El asesino estaba detrás de ella.

—¿Por qué detrás?

—Si hubiera estado delante, no habría podido atravesarla con tanta fuerza sin volcar la silla. Mira, debió de ser así. —Se dirige al rincón y vuelve con un pie de hierro. Lo sostiene con ambas manos, un poco por encima del centro. Se coloca detrás de la silla. Levanta la barra y la baja con fuerza—. Debe de ser un tipo bastante alto y musculoso.

—¿Cómo lo sabes?

—Si fuera bajito, la habría golpeado en un punto más alto o bien no la habría herido en absoluto, porque al inclinarse perdería fuerza.

Aunque tenga pinta de manazas y desgraciado, conoce bien su trabajo, desde luego.

—¿Podrías determinar la hora de la muerte?

—Hará un par de horas, tal vez tres. No más de tres y no menos de dos. Después de la autopsia tal vez sea más preciso.

Se marcha sin despedirse.

—Teniente —dice Sotiris, a quien he mandado llamar—, allá fuera hay un montón de periodistas que quieren hablar con usted. El señor Sperantsas, el presentador, protesta porque le hace esperar.

—¡Y a mí qué! Primero quiero ver al que encontró el cuerpo.

—No es él sino ella. Una chica del equipo de televisión.

—¡Tráemela!

¿Cómo es posible que el asesino se acercara de espaldas a Karayorgui con este hierro largo en la mano sin que ella lo viera por el espejo? Seguramente lo vio pero no sospechó nada malo, porque lo conocía, no era un extraño. De modo que hay que buscar un tipo alto y fuerte, conocido de Karayorgui, que en el momento del crimen se encontrara en los estudios.

La chica que entra en el camerino no tendrá más de veintidós años y es incolora e inodora. Si levanta los brazos en alto, con la punta de los dedos tal vez alcance el metro y medio de estatura. Lleva tejanos, camisa y botas. Aún tiembla de la impresión, y tiene los ojos hinchados de tanto llorar. Como auténtico polizonte, Sotiris la planta delante de mí; agarrándola del brazo por si se le escapa, en lugar de invitarla a sentarse en una silla, para intentar que se relaje y sacar algo en claro.

—Ven, siéntate —le indico amablemente y la ayudo a tomar asiento en la tercera silla, la única disponible. Tiene las piernas recogidas y las manos entrelazadas sobre las rodillas, y me mira sin decir palabra.

—¿Cómo te llamas?

—Dímitra… Dímitra Sumadaki…

—Escucha, Dímitra, en primer lugar no tengas miedo. Me contarás lo que sabes tranquilamente, sin prisas. Si te olvidas de algo, no importa, ya me lo dirás después.

Intenta concentrarse. No le resulta fácil, por eso desenlaza las manos y se frota los tejanos con las palmas.

—Estaba a punto de empezar el informativo cuando el señor Manísalis vio que un foco se había fundido y me mandó a buscar otro…

—¿Quién es el señor Manísalis?

—El realizador… Yo soy su ayudante…

—Bien, continúa.

—Entré corriendo en el camerino y no me fijé en ella. Tenía prisa para llegar a tiempo con el foco. Pero cuando me di la vuelta para salir, vi el… —Calla de golpe y se cubre la cara con las manos, como si quisiera ahuyentar la imagen.

—Viste el hierro que sobresalía de su espalda. —Termino su frase para ayudarla. Asiente bruscamente y estalla en fuertes sollozos.

—Abre los ojos —le pido, pero ella los mantiene cerrados—. Abre los ojos. No temas, no hay nada que ver. —Los abre. Primero me mira a mí, y luego, tímidamente, a su alrededor. Ya no hay nada. El cadáver se encuentra en una ambulancia, camino del depósito; los chicos de Identificación se han marchado. Sólo Sotiris permanece de pie en un rincón, discretamente, fuera de su campo de visión.

—Trata de recordar, Dímitra. ¿En qué posición estaba esta silla? ¿Tal como se encuentra ahora o mirando al espejo, por ejemplo?

Contempla la silla y reflexiona un momento.

—Debía de estar así, porque yo no toqué nada, de eso estoy segura. Lancé un grito y salí corriendo. El señor Manísalis, que me acompañó luego, ni siquiera llegó a entrar en el camerino. Echó un vistazo desde la puerta y se fue corriendo a llamar por teléfono.

—¿Viste a alguien en el pasillo cuando venías a buscar el foco? ¿Alguien saliendo o alejándose del camerino?

—No vi a nadie, pero sí oí algo.

—¿Qué fue?

—Pasos. Alguien que corría. No presté atención, porque aquí siempre hay alguien corriendo. Todos vamos como locos.

—Muy bien, un testimonio completo. Te avisaremos para que vengas a declarar oficialmente, pero no hay prisa. Mañana o pasado, cuando te encuentres mejor. Ahora vete a casa a descansar. Que alguien te lleve, no vayas sola.

Sonríe, un poco aliviada. En cuanto abre la puerta para salir, la vuelven a empujar al interior y entran todos los periodistas a trompicones. Había apostado un guardia en la puerta, pero es arrastrado por la avalancha y también él acaba dentro del camerino. Sotirópulos encabeza el asalto a la Bastilla.

—Es una desgracia lo que acaba de suceder —declara apesadumbrado.

En realidad lo único que demuestra pesadumbre es su voz, porque su rostro sin afeitar no delata nada; en cuanto a los ojos, detrás de las gafas redondas, son como dos pequeñas cuentas que sólo reaccionan al exceso de luz.

—Yanna Karayorgui era la personificación de la periodista honrada y concienzuda que persigue la noticia con valentía, apasionada por su trabajo. Su muerte deja un gran vacío.

Escucho su perorata sin pronunciar palabra. Él sube el tono de la voz, no por culpa de mi silencio sino porque ya planeaba hacerlo.

—Y mientras el mundo periodístico está revuelto, la policía mantiene un silencio provocador y se niega a hacer declaraciones. Exigimos que nos cuentes lo que sabes sobre el cruel asesinato de la compañera Yanna Karayorgui, teniente.

—No pienso contarle nada, señor Sotirópulos. —Mi tono le desconcierta porque siempre le tuteo y, de pronto, adopto una actitud oficial.

—Esto es inadmisible, teniente —responde él, también en tono oficial—. No tiene ningún derecho a tratarnos de este modo, cuando nosotros arriesgamos la vida por contar la verdad.

—No puedo hacer declaraciones ni revelar los datos de la investigación antes de interrogarles.

—¿Interrogarnos?

De pronto se propaga entre ellos un susurro compuesto de tres ingredientes: desconcierto, inquietud y protesta. Dos tazas de agua, cuatro de harina y media de azúcar, como dice Adrianí cuando le piden la receta de su famoso bizcocho que, dicho sea de paso, no hay quien se lo trague.

—Según los indicios, la víctima conocía al asesino. Y todos ustedes eran amigos o conocidos de Karayorgui. Es lógico que queramos interrogarles.

—¿Nos consideras sospechosos?

—No puedo revelarles ningún dato antes de interrogarles, esto es todo. Mañana por la mañana quiero verlos en mi despacho, y no será para hacer declaraciones.

—Uno es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Es la tesis fundamental del derecho, ¿o no os la enseñan en la academia?

—Eso no es más que palabrería de abogados. Para la policía, todo el mundo es culpable hasta que se demuestra lo contrario.

Los empujo y salgo al pasillo.

A mis espaldas se levanta un murmullo de indignación y protesta, pero yo lo saboreo. Desde luego, mañana Guikas me cantará las cuarenta por haber deteriorado sus buenas relaciones con los periodistas, pero he vivido cosas peores.