Antes de volver a casa, paso por el banco para sacar las treinta mil dracmas que me pidió Adrianí. No pensaba dárselas hoy, pero las cosas me han salido bien y estoy de buen humor. En primer lugar, me he asegurado de lo del albanés. Ya no hay peligro de que dé un paso en falso en esta dirección. En segundo lugar, he arreglado el informe sin que Guikas se haya dado cuenta. Claro que el truco con Karayorgui es peligroso, porque Zanasis no es un lince, desde luego, y si se le escapa que fui yo quien le ordenó que la sonsacara, Karayorgui lo hará público y la cosa se pondrá fea. Aunque no siempre se puede jugar sobre seguro, hay que correr riesgos.
Tengo tarjeta de cajero automático. Fue idea de Adrianí, una iniciativa interesada pero que me resulta cómoda. Al principio, quería convencerme para que abriéramos una cuenta conjunta, pero le paré los pies. No iba a meterla de socia en mis finanzas para luego ir al banco, encontrar la cuenta a cero y darme con un canto en los dientes. No es que sea derrochadora, pero cuanto más se come más hambre se tiene, y siempre es mejor guardar régimen. Cuando vio que no tenía nada que hacer, cambió de estrategia y me convenció para abrir una cuenta con tarjeta. Se figuraba que lograría averiguar el número secreto para sacar dinero, pero tampoco tuvo suerte en eso. Ni sabe el número secreto ni ha tenido nunca la tarjeta en sus manos. Le doy treinta mil dracmas semanales para los gastos de la casa y, cuando pide más, dejo que espere unos días antes de soltárselos. Siempre acabo cediendo, pero le hago la vida difícil a propósito, para que no crea que todo el monte es orégano. Lo único que ha conseguido es que yo haga la compra de tanto en tanto, cuando se supone que a ella no le da tiempo, y entonces se guarda aparte el dinero que le ha sobrado.
Meto la tarjeta en la ranura. «Griego», indica la máquina para demostrar que ella es cosmopolita y yo un paleto. Me vengo, sin embargo, apretando el segundo botón, el que dice «English». No es que entienda todo lo que aparece en inglés, pero me sé las operaciones de memoria y no me importa. Es como si se repitiera la conversación muda que sostengo con Zanasis: «Soy un cretino». «Sé que eres un cretino». Sólo que, en esta ocasión, el cretino soy yo y la máquina me lo da todo masticado, por si no entiendo bien y meto la pata.
Saco cincuenta mil y me dirijo a casa. Adrianí está sentada en su sillón de siempre, con el mando a distancia en la mano. Sólo que hoy no me topo con el poli, sino con otro tipejo, uno que está casado con la madre y quiere tirarse a la hija, aunque ella no quiere. Me planto a sus espaldas y, como todas las tardes, o no se da cuenta de mi presencia o sí se da cuenta pero pasa olímpicamente. Saco treinta y cinco billetes del bolsillo, que he guardado aparte y, sin decir nada, los dejo caer en su regazo. Se sobresalta porque está totalmente absorta en la historia de la hija y el padrastro, la chica lo llama de todo y el muy cerdo le susurra palabras de amor. Sólo aparta la vista de la pantalla por un instante y mira su regazo. De repente agarra los billetes con la mano izquierda, suelta el mando a distancia de la derecha y se levanta de un salto.
—¡Kostaki, amor! —grita entusiasmada—. ¡Gracias, cariño! —Me abraza fuerte y pega los labios a mi mejilla.
En la pantalla, la hija abofetea al padrastro y la escena se corta bruscamente. Aparece el poli y empieza a desgañitarse. Adrianí, no obstante, lo ha olvidado todo y sigue abrazándome con fuerza, como si ya tuviera las botas entre sus brazos. Cuando se despega de mí, se agacha y recoge el mando a distancia del suelo.
—¡Qué aburrimiento, siempre lo mismo! —dice indignada y aprieta el botón con rabia mientras me mira con una sonrisa insinuante, como diciendo: ¿Ves? Si me regalaras un par de botas cada día, nunca más volvería a mirar la televisión.
El resto de la tarde, hasta que comienzan las noticias, se pega a mi lado y no para de charlar. Habla de todo y de nada: de lo mucho que ha subido la vida, de cómo un par de zapatos valía cinco o seis mil hace unos cinco años y ahora cuesta veinte, de que ella camina tres manzanas para ir a Sklavenitis, que tiene mejores precios que el supermercado de enfrente, de que se alegra de que venga Katerina porque la echa muchísimo de menos. Todo son tonterías para distraer mi atención, menos lo de Katerina. Es verdad que la echa muchísimo de menos, lo mismo que yo. Desde el día que se fue a Salónica, Adrianí sólo vive esperando su regreso en Navidad, Semana Santa y las vacaciones de verano. Los períodos intermedios son de espera, e intenta llenarlos con la tele, la limpieza de la casa y las pequeñas venganzas cotidianas.
A las ocho y media pongo las noticias y aparece Guikas. Aunque no es bajito, su cabeza apenas sobresale detrás de aquella enorme mesa, como si estuviera ahogándose en el mar y luchara por mantenerse a flote. Sin embargo no lo consigue, porque le ahogan los micrófonos y se hunde cada vez más en su asiento. Se ha aprendido de memoria el resumen que le hice y lo repite sin vacilar. Kúvelos, el profesor de historia que tuve en el colegio, le habría puesto un sobresaliente. No menciona los quinientos billetes ni la furgoneta, señal de que no se ha tomado la molestia de leer mi informe. Si los periodistas se enteran mañana y le preguntan, se defenderá diciendo que se trata de una investigación en curso y que no está autorizado a hacer declaraciones.
Transcurren un par de horas tediosas antes de acostarnos. Primero la cena, después los anuncios interrumpidos por fragmentos de película en la tele, y luego una pequeña charla. A las once el aburrimiento se hace insoportable y nos vamos a dormir. Ya estoy en la cama, a punto de apoyar el Lindell-Scott en mi estómago, cuando viene Adrianí y se echa a mi lado. Lleva un camisón azul cielo con encajes en el pecho, casi transparente, porque entreveo sus bragas blancas a través de la tela. Está a punto de tomar una novelucha de la mesilla de noche, cuando dejo el Lindell-Scott y me abalanzo sobre ella. La atraigo hacia mí con una mano, mientras deslizo la otra por debajo del camisón y empiezo a acariciarle el muslo izquierdo. En un primer momento, ella se queda petrificada; después extiende también la mano y me acaricia la espalda, como si quisiera aliviarme una contractura con un masaje. No es que me urja hacer el amor pero, de alguna manera, debe pagarme por haberle entregado los treinta y cinco billetes enseguida y haberle evitado la humillación de pedírmelos. Mi generosidad bien se merece una recompensa. Mi mano sube más, llega a la goma de sus bragas y tira de ella hacia abajo. Ella flexiona un poco las rodillas para facilitarme los movimientos, pero enseguida vuelve a estirar las piernas, manteniéndolas juntas, porque sabe que me gusta escurrir la mano entre sus muslos, separarlos y meterme entre ellos.
A media faena me arrepiento y me entran ganas de dejarlo, como quien sale del cine a mitad de una mala película. Los gritos y gemidos de Adrianí no hacen más que empeorar las cosas. La mitad de las veces finge el orgasmo, la muy hipócrita, y cree que yo estoy en la inopia. Si cada vez que lo hace la agarrara y la llevara a juicio, estaría condenada a cadena perpetua por estafa. Pienso en Katerina y me pregunto cómo pudo salir una chica así de un sucedáneo de orgasmo.
Los gemidos de Adrianí se cortan de golpe en cuanto termino. Se levanta de un brinco y sale del dormitorio. No sabe que esto es lo que me permite saber cuándo finge y cuándo no. Si al terminar se queda en la cama recobrando el aliento, eso significa que ha disfrutado de verdad. Si se lanza corriendo al cuarto de baño para lavarse como si yo tuviera blenorragia, eso quiere decir que ha fingido.
Apoyo el Lindell-Scott y me dispongo a abrirlo cuando oigo el teléfono en la sala de estar. Otra de las manías de Adrianí. No acepta tener un supletorio en el dormitorio, para que no la despierte cuando a veces me llaman por la noche. Así me obliga a correr desbocado de la cama a la sala de estar, además de dormir siempre con la angustia de no oírlo si suena.
El teléfono ha sonado ya unas diez veces cuando llego por fin y lo descuelgo.
—Diga —contesto jadeando.
—Ve inmediatamente a Hellas Channel —oigo la voz cortante de Guikas al otro extremo de la línea—. Quiero que acudas tú en persona, no mandes a ningún subordinado.
—¿Es grave? —Pregunta idiota donde las haya, pues sé que debe de ser grave si me envía a mí.
—Han matado a Yanna Karayorgui. —Me quedo de piedra, incapaz de articular palabra—. Mañana a las nueve te quiero en mi despacho con todos los detalles. Antes de que te comas el cruasán. —Remarca la última frase para demostrarme que sus ojos lo ven todo y que nada se le escapa.
Oigo que se corta la comunicación, pero no me muevo. El auricular se me ha quedado pegado a la palma de la mano.