—¡Habla, maricón de mierda, o te haré picadillo! ¡Te pasaré dos veces por la máquina de picar carne y te mandaré de vuelta a Koritsá, a ver si aprendéis a comer!
El albanés se echa a temblar porque le está sucediendo justo lo que más temía. Confesó para que lo dejáramos en paz, y ahora le buscamos las cosquillas.
—¿De dónde sacaron quinientas mil aquellos desgraciados?
—Io no saber… Saber nada —dice, y mira asustado a Zanasis, que está plantado delante de él.
Zanasis lo agarra por la cazadora y lo levanta en el aire. Los pies del albanés cuelgan en el aire, sin apoyo. Zanasis gira bruscamente y lo estampa contra la pared. Lo sostiene allí, medio metro por encima del suelo.
—Cuidadito con lo que dices porque de aquí no sales vivo, hijo de puta —aúlla con la cara tan pegada a la del albanés que no se sabe si quiere besarlo o morderlo.
De pronto lo suelta. El albanés queda suspendido por un instante en el aire pero, en cuanto sus pies tocan el suelo, se desploma, aterrorizado.
—¡Levántate! —ordena Zanasis cuando el cuerpo del hombre cae. El albanés vuelve a pegarse a la pared, voluntariamente en esta ocasión, y se yergue apoyándose contra ella como un gusano. Consigue recuperar el equilibrio y su ascenso se detiene. Zanasis lo agarra al instante y lo sienta en la silla.
—¡Y ahora habla! —vocifera como un energúmeno—. ¡Habla!
—Io no saber nada —insiste el albanés—. Io ir para Pakisé.
Mira con pavor a Zanasis; yo, como si no existiera. He hecho bien en llevarlo conmigo. Además, fue un error pararle los pies esta mañana, cuando empezó a ponerse duro con el albanés. Puede que nos hubiésemos enterado entonces de la verdad, y yo no habría enviado un informe incompleto a Guikas.
—¿Qué líos te traías con el marido de Pakisé? —Ahora soy yo quien se enfurece—. ¿Atracos? ¿Drogas? ¡No os pusisteis de acuerdo en el reparto y lo mataste! ¡Pero no encontraste la pasta, porque la había guardado en un lugar seguro!
Se aferra a mis palabras y me dirige una mirada taimada.
—Mejmet, marido de Pakisé, puede que atracos, puede que drogas —dice—. Io no. Io trabajar construcción, trabajar Rendis, mercado verduras. Io no saber Mejmet. Saber sólo Pakisé.
—¿Tantos días apostado frente a su casa y no los viste llegar en furgoneta?
Ahora es Zanasis quien me mira estupefacto. No le he contado este detalle y se entera sobre la marcha.
—Una vecina los vio salir de una furgoneta. De noche, a hurtadillas —le explico, y me dirijo otra vez al albanés—: ¿Quién los llevaba en furgoneta? ¿Cómo se llama? ¿Dónde vive? ¡Habla!
—Cuando ir io, Pakisé en casa —dice temblando—. Io no ver furgoneta. —De pronto se le ocurre una idea y añade atropelladamente—: Pakisé limpiar casas, cuidar niños. Puede que jefe llevarla en furgoneta.
Zanasis se lanza otra vez y lo agarra por el cuello de la camisa.
—Te la estás buscando —lo amenaza—. Si no lo cuentas todo, la has jodido.
—No, no —protesta el albanés, aterrorizado—. Io matar Pakisé y marido. No saber nada más.
Zanasis lo deja caer en la silla. A este paso, dentro de una semana aún no habremos sacado nada en limpio, pienso aburrido. Confesó que los había matado, hasta aquí está claro. Pero eso no significa que sepa algo de las quinientas mil dracmas ni de la furgoneta. Lo más probable es que se trate de un crimen pasional y, durante la investigación nos hemos topado con otra cosa totalmente inconexa. A fin de cuentas, hemos encontrado la pasta pero nada de drogas, ni de armas, ni de objetos robados. Seguro que tenían otro escondite, y que esas historias de Yánnena y Albania son cuentos chinos. Pero vete a saber qué líos se traían entre manos. En cualquier caso, tampoco nos importa. Desde el momento en que están muertos, el caso queda cerrado.
—Dice la verdad, no sabe nada —oigo la voz de Zanasis a mi lado, en el ascensor, como si quisiera confirmar mis pensamientos. Así que él también está de acuerdo, el cretino declarado, y yo me escudo detrás de esta explicación cómoda y me siento aliviado. Ahora sólo me falta rectificar el informe.
Dejo a Zanasis en el tercer piso y subo al quinto. Me quedo mirando la pequeña placa:
NICÓLAOS GUIKAS - DIRECTOR GENERAL DE SEGURIDAD
La leo hasta diez veces, buscando la manera de recuperar el informe sin levantar sospechas. Al final, esbozo mi mejor sonrisa y abro la puerta.
—Hola, Kula —saludo cálidamente a la maniquí de uniforme sentada a su mesa.
Ella abre el cajón como un rayo para esconder el espejito y las pinzas con las que se estaba depilando las cejas.
—¡Hola, señor Jaritos! —Deja de lado el desdén de pasarela y me trata amablemente, porque acabo de pillarla in fraganti—. Lo siento pero no puede pasar, el jefe está ocupado —añade con pesadumbre.
—¿Otra vez? Pobre Kula, me pregunto cómo puedes soportar tanto ajetreo, aquí dentro.
—Qué se le va a hacer, no tengo tiempo ni para pensar.
A punto estoy de decir que ya me doy cuenta, que ni siquiera tiene tiempo para depilarse las cejas, pero me callo.
—No sé qué haríamos sin ti. No hablo sólo de él sino también de nosotros. Todo pasa por tus manos.
—¿Sabe a qué hora me fui ayer? ¡A las nueve!
—¿Y si le pido que te transfiera a mi departamento? Podría llevarse a diez de los míos para traerlos aquí, porque desde luego tú vales por diez.
—No me dejaría —responde con una risita de satisfacción.
—Estaría loco si te dejara marchar. ¿Dónde encontraría otra perla como tú? —La mujer se derrite de satisfacción. Me inclino sobre su mesa de trabajo, bajo la voz y le digo en tono conspiratorio—: Kula, ¿me harías un favor?
—Desde luego —responde al instante, porque sigue bajo los efectos del orgasmo y quiere complacerme.
—Me gustaría recuperar el informe que le entregué esta mañana, porque se me olvidó poner un dato. Pero no quiero que se entere.
—Aún está encima de su mesa. Lo recogeré con los demás documentos firmados. Ni siquiera se dará cuenta.
—Espero que no te lo pida mientras lo tenga yo.
—En ese caso le diré que lo he llevado a fotocopiar y lo llamaré a usted para que me lo devuelva. —Me dedica una sonrisa de complicidad y entra en el despacho.
Qué bien, la zorra y la gallina hacen guardia en la misma esquina, pienso para mis adentros. Kula reaparece al cabo de un minuto llevando una pila de documentos en una mano, como si fuera una bandeja. Busca entre ellos con la otra mano, encuentra mi informe y me lo da.
—Eres un tesoro —le digo entusiasmado.
No tengo paciencia para aguantar la tortura del ascensor y bajo por las escaleras.
—¡No estoy para nadie! —grito a Zanasis, y me encierro en mi despacho.
Me siento y empiezo a hojear el informe. Afortunadamente parece que no lo ha leído, porque no veo ninguna anotación. Ha debido de leer sólo el resumen que le hice para memorizarlo y servírselo a la prensa, dejando el informe para después, como siempre. Llego al final y descubro que hoy es mi día de suerte. En la última hoja no hay más que cinco líneas. Me va a ser fácil reescribirlas, añadiendo al final la información que acabo de recoger. Claro que corro el riesgo de que me pregunte por qué no mencioné las quinientas mil en el resumen, pero en ese caso le diré que para eso le mandé también el informe, donde figuran todos los detalles, y se maldecirá por no haberlo leído cuando debía. Así cosecho puntos positivos y me libro de los negativos. Porque otra de las innovaciones que Guikas trajo del FBI es el point system. Si resuelves un caso satisfactoriamente, ganas puntos positivos; si la cagas, los cosechas negativos. Todo queda anotado en tu hoja de servicio y, cuando se reúne el comité para decidir a quién va a promocionar, estudia las hojas de servicio, cuenta los puntos positivos y los negativos y, al final, cada gobierno nombra a los suyos y tú te quedas en el puesto de siempre, con unos cuantos points de reserva.
Me pongo a redactar la última hoja a ritmo febril para terminar a tiempo, pero de pronto me detengo porque empiezo a obsesionarme con un pensamiento nuevo. La vieja dijo que la chica llevaba un bulto en brazos. Si lo llevaba en brazos, no era demasiado grande. ¿Qué podía haber dentro? ¿Ropa? No encontramos ropa. ¿Joyas, oro, antigüedades? Es lo más probable. ¿De qué otro modo podrían conseguir quinientas mil dracmas esos desgraciados? O bien atracando, o bien haciendo de mensajeros clandestinos. La casucha de la calle Akrita era su zulo. Se quedaban allí hasta entregar la mercancía y cobrar la pasta. Después cambiaban de alojamiento. Esta versión tenía la ventaja de dejar al albanés al margen. Porque si los hubiera matado por el botín, desde luego no habría metido la pasta en la cisterna del váter. No, él no encaja en esta historia, él mató por Pakisé. O sea que el papel del albanés está claro y podemos mandarlo directamente al fiscal. En cuanto al resto, que Guikas lea el informe y decida si quiere proseguir con las investigaciones y a quién se las va a encargar. Yo cobro mis points y me tomo un descanso.
De repente, Karayorgui se clava como una astilla en mis pensamientos. ¿Acaso no empezó todo con ella? ¿Acaso no fue ella quien levantó la liebre con la idea del niño? Desde luego, no hemos encontrado ningún niño, pero la vieja había visto algo parecido a un bulto. ¿Y si no fuera un bulto, sino un bebé envuelto en mantas? ¿Cómo distinguir la diferencia en plena noche?
Llamo a Zanasis por la línea interna y le ordeno que venga a mi despacho. Mientras llega, completo los últimos datos del informe y se lo entrego.
—Llévaselo a Kula y vuelve, te necesito —digo a propósito para ganar un poco de tiempo; he de tomar una decisión.
¿Quién me manda meterme en líos? ¿Por qué no dejo que el caso, suponiendo que haya caso, siga su curso? Miles de veces he puesto el departamento patas arriba y, al final, en lugar de los points de marras he cosechado bofetadas. Por eso nunca he podido acceder a un curso de reciclaje, no ya en el FBI sino ni tan siquiera en algún seminario de la Facultad de Ciencias Políticas.
Zanasis no tarda en volver. Sospecha que pretendo encargarle trabajo y me dirige esa característica mirada que anuncia su cretinismo. «Sé que eres un cretino —le respondo con los ojos—, pero te necesito».
—Oye, Zanasis —le digo, esta vez en voz alta—, a esa Karayorgui le gustas, ¿no te parece?
No se lo esperaba y se queda desconcertado. Me mira entre sorprendido y aterrorizado.
—¿Cómo se le ocurre, teniente? —farfulla, porque no se le ocurre qué más decir.
—Te lo pregunto porque he visto algo. Su manera de mirarte, las sonrisas que te dedica. No me digas que no te habías percatado…
—No, se equivoca —responde rápidamente—. ¿Por qué le iba a gustar?
—A lo mejor porque eres guapo. O porque quiere utilizarte para tener acceso directo al departamento y ser la primera en conseguir ciertas informaciones… Tal vez por ambas cosas.
—¿Me toma por un bocazas? —pregunta, ofendido. Ni que fuera el primero.
—Es justamente lo que quiero, que seas un poco bocazas. Quiero que la llames por teléfono, supuestamente en secreto, y que le digas que tienes cierta información. Cuando ya os hayáis entendido, quiero que le preguntes qué sabe del niño.
Me mira boquiabierto. Espero que digiera las instrucciones, porque debido a su condición de cretino, que ya conocemos, no destaca precisamente por su agilidad mental.
—Voy a ponerte al corriente —prosigo después de un rato—. Hace dos días que Karayorgui viene preguntándome si los albaneses tenían hijos. Ayer, en el informativo de la noche, dijo que estamos buscando a un niño. Es mentira, pero alguna razón habrá tenido para decirlo. Una vecina me ha dicho hoy que los vio salir de una furgoneta y que la chica llevaba un bulto en brazos. Puede que el bulto fuera un bebé y que la vieja no lo viera bien en la oscuridad. Por eso quiero que averigües qué sabe la periodista y por qué deja caer indirectas.
—No me haga esto —masculla, tenso.
—¡Hacerte qué, atontado! —No lo llamo cretino porque esto sólo se lo digo sin palabras—. ¡Hace un montón de años que te vienes librando de problemas y yo hago la vista gorda! ¡Y por una vez que te encargo un trabajo, con los gastos pagados y una mujer incluida, me vienes con remilgos!
—No quiero líos. Si alguien me viera y se chivara a los de arriba, iba yo listo.
—Ni mucho menos. El problema sería mío, por habértelo ordenado. ¿O temes que, si se enteran, te cargaría a ti el muerto?
—No —responde rápidamente, pero enseguida se encalla—. Es por mi chica. Si se entera de que he salido con otra, se armará la gorda y no habrá quien la convenza.
—Me la mandas a mí para que le confirme por escrito que era en acto de servicio. Ahora vete y no vuelvas sin la información.
Sigue allí, mirándome como un pajarito asustado.
—¡Largo! —grito, y él se lanza a la carrera.
Me cago en los points.